EL CIVILIZADO
Cada vez que recuerdo las dos ocasiones en que vi y oí su
voz —en París, como periodista, y luego
como funcionario de la Cancillería, en Buenos Aires— la imagen que ante mi se
presenta, por encima de las demás, es la del equilibrio, la del “civilizado”.
Habló, en cada oportunidad, de política y de guerra, y lo hizo con vehemencia y
con pasión; sus ojos penetrantes se iluminaban y se le acentuaba el dibujo de
una vena, en la sien. Pero también, como si arrojase un peso sobre el otro
platillo de la balanza, para recuperar la estabilidad armoniosa (el
equilibrio), habló de arte, y no obstante que puso, al hacerlo, igual ímpetu e
intensidad, ha quedado fija en mi mente la inesperada dulzura que asomó en su
mirada y en su breve sonrisa. Es que Malraux
fue, más allá de su urgencia de “hacer” y de comprometerse, en un plano
supremo, un civilizado, uno de los hombres más civilizados que surgieron en el país
que tiene la suerte de seguir siendo el más civilizado del mundo. Por eso apoyó
la riqueza de su vida sobre dos pilares contradictorios pero que, cuando se
logran, constituyen el ideal eximio de la individualidad: la acción y la
contemplación. Político y artista, defensor de las grandes causas que se
vinculan con la libertad del hombre y con el progreso de su espíritu; lúcido,
civilizado y, en consecuencia, campeón insobornable, incansable, de la
civilización, tan preocupado (recuerdo) por un pequeño huaco peruano que
acariciaban sus manos sensibles, como por reclamarle al teatro su condición de
embajador de cultura, y después por explicar el porqué, circunstancial,
exaltado, de España, el porqué de Francia, el porqué de China, el porqué. . .
de comprenderlo y de compartirlo, vibrante… y de entrecerrar los ojos, sonreír
apenas y evocar, de paso, la India de los grandes templos, y un manuscrito de
Patmos y la necesidad de salvar hasta el último nervio de las catedrales
góticas… y de volver a acariciar el pequeño huaco, el pequeño y frágil testimonio. Así permanece, conmovedor, en mi memoria.
Manuel Mujica
Lainez
“El Paraíso”, enero de 1977
Publicado en revista Sur, N° 340, enero/junio 1977.
André Malraux
(París, 1901 - Créteil, 1976) Narrador y ensayista
francés, historiador y hombre de Estado, que encarnó el prototipo del escritor
comprometido. Hijo único de padres separados, pasó su infancia en los suburbios
de París. A los diecisiete años abandonó los estudios secundarios, pero pronto
adquirió una vasta cultura autodidacta y se integró en los medios literarios y
artísticos parisinos.
Participó en las tendencias de vanguardia de la inmediata
posguerra, en especial el cubismo. Colaboró en Action, revista de este
movimiento y en 1921 fue contratado como editor de la Galería de Arte Simon; allí
apareció su primer trabajo, Lunes en papel, ilustrado por Fernand Léger y
dedicado a M. Jacob. En 1922 comenzó su colaboración en la Nouvelle Revue
Française. Viajó por Europa y visitó numerosos museos.
Su pasión por el arte jemer lo llevó a emprender, a
finales de 1923, una expedición arqueológica a la selva camboyana. Allí
descubrió, en un templo abandonado, bajorrelieves que extrajo con la intención
de venderlos en Europa. La aventura le costó la cárcel, pero finalmente fue
absuelto. Regresó a Francia pero volvió pronto a Saigón, en enero de 1925, para
fundar un periódico: L´Indochine, que desapareció al año siguiente a instancias
de las autoridades coloniales.
La doble experiencia de la sociedad colonial y del
periodismo de opinión desempeñó un papel decisivo en la vida de Malraux:
paralelamente a su descubrimiento de Oriente, tomó conciencia de las realidades
políticas y sociales y adquirió la reputación de escritor comprometido que
orientó su vida y su obra.
A su regreso a Francia, publicó La tentación de Occidente
(1926), un "ensayo-novela" que confrontaba un Oriente de sabiduría y
un Occidente en crisis. A esta obra le siguieron tres novelas, igualmente
inspiradas por sus contactos con Asia, en las que abordó los grandes problemas
éticos del siglo XX: Los conquistadores (1928), La vía real (1930) y La
condición humana (1933); esta última se convertiría en su libro más célebre.
Con la llegada al poder de Adolf Hitler, se hizo
"compañero de ruta" del partido comunista. El tiempo del desprecio
(1935), dedicado a las víctimas del nazismo, abrió un nuevo ciclo novelesco,
ligado a la lucha contra los fascismos. Participó en la Guerra Civil española
junto a los republicanos e intervino en combates aéreos con las brigadas
internacionales. Fruto de esa experiencia fue la novela épica La Esperanza
(1937), de la que al año siguiente hizo una adaptación cinematográfica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario