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31 de enero de 2021

Un hombre, una mujer, un libro, Francisco Rodríguez Criado

Un hombre, una mujer, un libro, Francisco Rodríguez Criado
 
Un día tranquilo: es sábado y no trabaja.
No ha comprado el periódico –“siempre las mismas noticias”– ni ha desayunado. Saluda a un conocido con la mano y prosigue su camino.
Está cansado, ciertas cosas le agotan.
No se ha percatado de los niños que juegan en el tobogán; ni de los ancianos que, formando un corro, charlan sobre sus cosas; ni del gorjeo de los pájaros, ni del inevitable ruido del tráfico, ni de las flores adormecidas que tapizan el suelo.
Absorto en sus pensamientos, ha olvidado incluso dónde se encuentra.
Se recobra de su ausencia. Siempre le gustó ese parque.
El perro le pide una caricia y él se la da: son buenos amigos.
Nada le mueve y nada le detiene. Llegará hasta el café, y volverá sobre sus pies.
Siete u ocho mesas y un camarero con chaqueta blanca y pajarita.
Y allí, sentada a una mesa, leyendo un libro, la ve.
¿Es ella?
Levanta la vista y chocan sus miradas. Sí, es ella. Ha tardado en encontrarla pero ahora no tiene dudas.
No quiere sucumbir, no debe: es demasiado tarde. ¿Por qué ahora?
Se agacha y le regala a su compañero otra caricia.
Mira de nuevo hacia la terraza. Disfrutando del día: también es sábado para ella.
Se para a contemplarla mejor, quiere hacerlo.
Ella vuelve a levantar la mirada. Sí, son él y ella. Los dos lo saben.
Se miran fijamente, ninguno lo evita ya: hay cosas inevitables.
Ella llama al camarero. No duda a la hora de pedir la consumición para él.
Camina hacia allá. Relajado. ¿Por qué han tardado tanto en encontrarse?, ¿qué sentido han tenido sus vidas hasta ese instante, siempre por caminos diferentes? Todo es tan sencillo, sólo es cuestión de mirarse: que hablen los ojos.
Sigue caminando hacia ella.
No le presta atención al libro, aún entre sus manos.
Se sienta. Ni un saludo, ni una sonrisa, ni un gesto de complicidad.
El camarero le sirve una taza de café solo con dos azucarillos. Tal como a él le gusta.
El perro se echa en el suelo y mira a la pareja. Sus ojos perezosos adoptan una expresión de asentimiento.
Toma el café a sorbos: está muy caliente.
Se gira, y la siente. No es guapa, no es alta, no es refinada. ¿O sí? Qué más da. Sabe quién es.
Y él, ¿quién es? Simplemente él, lo demás no importa.
Ella habla: “No soy buena cocinera. No quiero casarme, ya lo estuve. A veces tengo mal genio. Tú decides”. “Todo está bien…”, responde él.
Ella coge su libro y se enfrasca nuevamente en la lectura.
El silencio es hermoso.
Apura el café. Tiene que pensar: la vuelta a casa, la maleta, ese olor a sosiego que tanto le aturde y despedirse de todo para empezar una nueva vida con una mujer cuyo nombre no conoce.
 
Francisco Rodríguez Criado
De Sopa de pescado, Editora Regional de Extremadura, Mérida, España 2001

 

30 de enero de 2021

Guía literaria para navegantes (poética del cuento) Francisco Rodríguez Criado

GUÍA LITERARIA PARA NAVEGANTES (POÉTICA DEL CUENTO) Francisco Rodríguez Criado
 
 
Si me hubieran dicho años atrás, cuando aún no me interesaba la literatura, que hoy iba a estar escribiendo una poética del cuento, no lo hubiera creído. Y es que entonces no sólo desconocía qué era una “poética” sino que, además, entendía los cuentos exclusivamente como textos literarios con sabor a épocas pasadas donde princesas encantadas, brujas, duendes y personajes similares, ricos o pobres, guapos o feos, locos de amor o de desesperación, campaban con desigual suerte por castillos, mazmorras o ciénagas, todo ello dependiendo de la generosidad del autor.
De cualquier manera, ha pasado el tiempo y aquí estoy, en el difícil ejercicio de reflexionar sobre este género narrativo, con tanta frecuencia infravalorado.
Si bien la imagen que yo apuntaba en el primer párrafo sobre el cuento es simplista y por ello no del todo acertada –imagen, dicho sea de paso, aún en el subconsciente de demasiadas personas-, he de reconocer que me cuesta concretar qué es exactamente un cuento o relato (o short story[2][2], como lo conocen los angloparlantes). Lejos de haber concebido una brillante teoría sobre su naturaleza, me adhiero sin condiciones a la definición que nos da el escritor norteamericano Richard Ford, para quien “un relato es simplemente una obra de ficción, escrita en prosa y no en verso, cuya extensión oscila entre un párrafo y un número de páginas o palabras más allá de las cuales la palabra “corto” parezca poco convincente para una persona en su sano juicio”.
Cabe imaginar que hasta ese punto todos (o casi todos) estamos de acuerdo. Aceptemos el elemento ficticio y la brevedad como rasgos inherentes del cuento, o al menos como puntos de referencia básicos. Ahora bien, el asunto se complica cuando nos adentramos en aguas más profundas. Porque, ¿cuáles son los temas a tratar?, ¿debe ser didáctico o limitarse a entretener?, ¿el final ha de ser abierto o cerrado?, ¿la voz del narrador ha de estar en primera o en tercera persona?, ¿qué pasa cuando desaparece la trama?, ¿están permitidos los anacronismos?, ¿dónde deja un texto de ser un relato corto y pasa a ser una nouvelle[3][3]?
Al lector del siglo XXI, habituado a modernas tecnologías de lectura y escritura que asombrarían al hábil inventor de la imprenta que fue Gutenberg, puede que estas preguntas le parezcan banales y concluirá que todo está o debería estar permitido a la hora de escribir un cuento. Entonces yo lanzo al aire otra pregunta: “Si todo está permitido, ¿por qué seguimos denominando cuento y no de otra forma a ciertas historias breves, incluso cuando algunas no son tan breves y, en ocasiones, ni siquiera parecen historias?” Me responderé yo mismo: “Porque afortunadamente hemos llegado a un nivel de libertad creativa donde priman valores como la imaginación y la innovación frente al encorsetamiento de leyes arcaicas, y donde el contenido del texto es más importante que su etiquetaje”.
Esta ruptura de fronteras afecta hoy a todos los géneros literarios, aunque quizá sea el cuento, casualmente la modalidad narrativa más antigua, donde se noten con mayor claridad los cambios que ha experimentado con el paso del tiempo.
El origen del cuento oral es paralelo al origen del ser humano, y en un principio atiende a una necesidad de comunicación por encima del interés artístico. Se transmite oralmente y su perfil es folclórico. Para llegar al cuento “literario” hay que esperar hasta el Egipto del siglo XIV a. C., cuando la escritura aún era jeroglífica. Un ejemplo es Setna y el Libro mágico[4][4].
De tradición milenaria, cabe entender que su naturaleza esté sujeta a las modas de la época. Pero demos un gran salto en el tiempo hasta llegar al siglo XIX del narrador y poeta Edgar Allan Poe (1809-1849), que se atrevió a promulgar siete años antes de su muerte las leyes de elaboración de lo que conocemos hoy como “relato moderno”. Según él, éste debería dejarse leer de una sentada. Exigía, además, que su estructura interna operara en una única dirección: provocar sobresalto en el lector. Cuando mayor era ese golpe de efecto, mejor era el relato. En su opinión, el escritor debía crear primero el efecto, y a partir de ahí edificar el resto del relato. Sus leyes cuentísticas, que ahora nos parecen mecánicas y claustrofóbicas, fueron aceptadas en su momento casi como dogma de fe, y de ahí que muchos críticos literarios cargaran tintas contra el maestro Anton Chéjov (1860-1904), al que le afeaban ciertos “defectos” como la ausencia de acción y trama, personajes cuyos rasgos físicos apenas eran dibujados, finales “precipitados”, etcétera. Estas proposiciones chejovianas, tangencialmente presentes en sus obras de teatro (El tío Vania, La Gaviota, El jardín de los cerezos), acabaron por ganarse el reconocimiento del círculo literario ruso. Aunque opuestas a las de Poe, escritor no menos significativo, las lecciones de Chéjov han sobrevivido al paso del tiempo y son muchas las generaciones de escritores, y no sólo cuentistas, que se reconocen deudores de su magisterio. La preferencia de insinuar a mostrar, a desarrollar la psicología de los personajes en detrimento de la trama, o a convertir el tedio existencialista en un personaje más son algunas de esas influencias.
Esos dos modelos, el de Poe y el de Chéjov, siguen vigentes, alimentándose mutuamente. A ellos, por suerte, se han sumado numerosas innovaciones estilísticas en un intento de vigorizar el género. En este apartado destacan sobre todo los autores latinoamericanos, que supieron conjugar hábilmente la ficción con la cruda realidad: Rulfo, García Márquez, Borges, Bioy Casares, Cortázar...
La manifiesta reticencia de los críticos rusos y del mismo Poe hacia la “ilegalidad creativa” (entiéndase el porqué de las comillas) me hacen pensar que cualquier definición artística es sensible de convertirse en un anacronismo, y que es tarea más difícil e injusta de lo que parece; por eso su revisión cada cierto tiempo será siempre bien acogida. Dejó escrito Lázaro Carreter que “todo buen cuento debe apuntar hacia un lector universal no limitado por variables históricas”. Estoy de acuerdo. Es más, aplicaría esa teoría no sólo al cuento sino también a la poética del cuento.
De la misma forma que no hay dos personas que caminen o piensen igual, no hay dos escritores semejantes. Cada cual está impelido por sus propias necesidades. Por eso opino que la finalidad de este taller literario no debe ser explicar o enseñar qué es la literatura (tampoco yo podría aunque quisiera) sino incitar al alumno a buscar su propia voz creadora. Ahí coincido con Manuel Pérez, el personaje de Entre Líneas: El cuento o la vida, de Luis Landero, quien señalaba que paradójicamente la literatura se aprende, pero no se enseña.
Una dieta literaria equilibrada sería, a mi juicio, aquella que comparte la erudición con la experiencia. No es necesario “apurar el cáliz de la vida” antes de empezar a escribir, pero sí muy recomendable.
Yo me decanté desde un principio a favor del cuento (aunque no por ello en contra de otros géneros) porque vi en él un espacio amigo donde descargar mis experiencias, deseos o frustraciones. Quiero decir: a su amparo encontré una razón de ser literaria. Entonces me dejaba llevar por la intuición más por que por los conocimientos. Me faltaban lecturas. Éstas vinieron después, gracias a los sabios consejos de algunos amigos escritores. “Para ser escritor hay que ser antes un buen lector”, me advertían. Acepté el reto y me sumergí sin complejos en la lectura de numerosas antologías de relatos breves. Para mi sorpresa, la variedad –temática, estilística, conceptual- era mayor de lo que había esperado. Ante un escritor sobrio, conciso y universalista como el estadounidense Hemingway, contraargumentaba su compatriota Faulkner con una temática localista y un estructuralismo barroco. Ante el humor vitalista de Saki o Wodehouse, el nihilismo y la misantropía de Kjell Askildsen; ante las historias humanas de las pequeñas aldeas judías de Isaac Bashevis Singer, la robotecnia de Isaac Asimov; ante lo fantástico que caracteriza a los autores latinoamericanos, el relato predominantemente autobiográfico de los norteamericanos...
Todas estas confrontaciones entre unos y otros acaban por bifurcarse gracias a una mano invisible que las agrupa para interés del destinatario final: el anónimo lector. Yo al menos las entiendo como piezas de un mismo puzzle. Cuantas más piezas tenga un escritor en su poder, mayor será su capacidad de maniobra creativa.
El cuento goza actualmente de dimensiones ilimitadas. La premisa “no poner puertas al campo” ha favorecido el hecho de que ya no sepamos dónde acaba el campo y dónde empieza la ciudad. Al cuento de toda la vida (realista, erótico, policial, infantil, fantástico, de terror, político, de aventuras) se le han unido textos de difícil tipificación, donde lo destacable es precisamente el gusto por el mestizaje.
En un principio, la inevitable condición de brevedad opera sobre estos textos como inhibidora, pero a la larga incita al autor al esfuerzo continuado, a obtener los mayores frutos de la parcela más reducida. La presencia de al menos dos personajes, la economía del lenguaje, el sincretismo y el intimismo siguen siendo referencias a tener en cuenta. Pero a partir de ahí, el autor es libre de buscar su voz personal más allá de cualquier frontera.
Esta liberalización nos ha llevado al microcuento (narraciones extremadamente breves), al hipercuento (relato compuesto por bloques de textos unidos entre sí de una forma no necesariamente lineal), al articuento[5][5] (híbrido de artículo periodístico y cuento), a las ingeniosas e indefinibles columnas de José Luis Alvite, etcétera. Aquí hay un territorio aún no explorado en su totalidad, de carácter misceláneo, donde tienen cabida la greguería, el chiste popular o el refrán.
Algunos historiadores aventuran que Cristóbal Colón consiguió descubrir América con menos problemas de los esperados al aprovecharse de los conocimientos de otro navegante, Alonso Sánchez de Huelva, quien en una ocasión le esbozó la ruta a seguir. No confesar ese hecho, añaden estos historiadores, llenó de remordimiento a Colón hasta el final de sus días.
El escritor es una suerte de navegante que pretende de una manera u otra surcar una ruta “conquistada” previamente por otros escritores. No debe sentir remordimientos por ello, más bien lo contrario. “Todos somos discípulos de todos”, nos recuerda el poeta José Hierro. Sin caer en el plagio (que ahora conocemos por el moderno eufemismo de “intertextualidad”), el mundo del literato es un compendio de otros mundos, un reconocimiento y homenaje a otras vidas que le marcaron el camino.
Todo aquel que practique el hermoso hábito de escribir ha tenido y tiene como faros literarios a varios Alonso Sánchez de Huelva.
No me di cuenta de que mi pluma estaba naufragando en arenas movedizas hasta que empecé a leer a Carver, Chéjov, Kafka, Cheever, Monterroso, Hemingway, Pedro Juan Gutiérrez, Mrozek... Fueron ellos y otros muchos escritores –algunos casi desconocidos- quienes sutilmente me enseñaron que la mejor definición de un cuento es el cuento en sí.
Para Julio Cortázar el cuento era “como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final es un golpe para el autor y para el lector”. No es mal símil para cerrar esta introducción al género breve, que paradójicamente ha sido quizá demasiado extensa.
Y ahora dejemos a un lado el miedo escénico y empecemos a pedalear.

 
[6][1] Conjunto de principios o de reglas, explícitos o no, que observan un género literario o artístico, una escuela o autor. (Diccionario de la Real Academia Española)
 
[7][2] Traducido al castellano: historia corta.
 
[8][3] Término casi en desuso con el que se define a una obra de ficción con una extensión mayor que el cuento y menor que la novela.
 
[9][4] Serie de relatos populares que giran en torno a un libro poderoso que es custodiado por serpientes y escorpiones.
 
[10][5] La definición es del escritor Juan José Millás, que en un ejercicio de innovación unió artículo periodístico y cuento.

 
Nota: Francisco Rodríguez Criado leyó esta poética, de la que es autor, el 20 de octubre de 2004 en el taller de relato y poesía que impartió en la Universidad Popular de Albuquerque (Badajoz, España)

 

 
 
Francisco Rodríguez Criado


 

29 de enero de 2021

¿Por qué leemos?, Francisco Rodríguez Criado


 

¿Por qué leemos?
 
Es habitual preguntar a los escritores por qué escriben –seguramente a la espera de que se luzcan con una disertación brillante–, pero rara vez se pregunta a los lectores por qué leen.
Isaac Bashevis Singer, en el discurso que pronunció cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1978, explicó por qué escribía para niños al tiempo que hacía de las motivaciones de lectura de estos un encendido elogio. Según él, a los niños les importa un bledo la crítica, no leen para librarse de su culpa, ni para saciar su sed de rebelión ni para librarse de la alienación, les gustan las historias interesantes sin guías o notas a pie de página y son reacios a la psicología y a la sociología. Los niños, según Singer, leen simplemente por el placer de leer, que no es poca cosa. Quizá en esa línea habría que encajar la cita de Flaubert: «No leo para aprender, sino para vivir».
Según el informe sobre hábitos de lectura y compra de libros en España en 2017, realizado por el Observatorio de la Lectura y el Libro, quienes más leen son los niños de 10 a 14 años.
El problema aparece a los 15 años, cuando esa pulsión visceral por la lectura comienza a decaer, tal vez –esto es opinión mía– porque la lectura que defienden Singer (para los niños) y Flaubert (en lo personal), supeditada no tanto al aprendizaje sino al mero placer de «vivir», tiene demasiados rivales en el ámbito del ocio.
Es obvio que quien no lee con gozo antes o después renunciará a los libros, pero más allá del placer por las historias y por cierto abandono momentáneo del mundo real, me cuesta entender la lectura como un pasatiempo destinado solo a insuflarnos unos chutes de vida.
Al contrario que Flaubert y que tantos lectores, leo más por aprender que por el proyecto grandilocuente de «vivir otras vidas». Yo me daría por satisfecho si los libros me ayudaran a comprender esta extraña vida que me ha tocado en suerte.
 
Francisco Rodríguez Criado
 
 

28 de enero de 2021

Mendel, de la calle Market, Francisco Rodríguez Criado


MENDEL, DE LA CALLE MARKET
 

Mendel, el pintor que vivía en la calle Market, había convencido a un amigo labriego, viejo y achacoso como él, para que le cortara la oreja izquierda. Mendel era sordo de ese oído desde los ocho años, secuela de unas fiebres mal curadas; así que pensó que no tenía nada que perder. Después de la "hazaña" su fama de autor maldito recorrería todo el país y sus cuadros, por fin, serían apreciados en su justa medida. ¿Qué tenía Van Gogh que no tuviera él? "Guardaré la oreja en la nevera e invitaré a grandes personalidades de la cultura a que vengan a admirarla", le dijo a Moshe, que era el nombre del labriego. Éste se encogió de hombros, alzó la hoz y cortó la oreja de un tajo limpio. Aunque la amputación resultó un éxito, el tiempo se encargó de arruinar las previsiones del pintor. Los galeristas seguían rechazando sus obras; su mujer, harta de sus extravagancias, lo abandonó; y sus hijos Yoshua y Lea, avergonzados, optaron por negarle el saludo. Era increpado por unos y otros; los niños le perseguían por la calle y entre burlas coreaban: "Mendel el loco, Mendel el loco"; el rabino alzó las manos e invocó al Todopoderoso pidiendo perdón por su "alma extraviada"; los acreedores le reclamaban a voces el pago de sus deudas. Por si fuera poco, un funcionario del juzgado le había amenazado con el desahucio. La palabra "idiota" estaba en boca de todos. Ante estos reproches, Mendel, con aire de no entender nada, se mesaba su larga y canosa barba y sonreía más feliz que nunca: Moshe, pobre ignorante, le había sajado la oreja equivocada.
 
Francisco Rodríguez Criado
 

27 de enero de 2021

El lugar de los libros, Francisco Rodríguez Criado

 

El lugar de los libros, Francisco Rodríguez Criado
 
 
Mientras reordenamos la casa he recordado a Marie Kondo, la mujer que se ha hecho millonaria vendiendo libros sobre cómo organizar nuestras vidas con consejos como, por ejemplo, el de reducir a treinta los libros en el hogar.
Estas opiniones, paradójicas en quien ha vendido 30 millones de ejemplares de La magia del orden, ya recibieron en su momento la respuesta de gente del mundo de las letras, incapaces de aceptar ese reduccionismo libresco a 30 unidades. Leí con una sonrisa en los labios los comentarios de estos lectores insaciables, muy enfadados porque consideran a la Kondo poco menos que una amenaza contra el mundo de la cultura.
Y el caso es que, de algún modo, le doy la razón a ella: algunos deberíamos reducir nuestras bibliotecas, ahora bien, no a 30 ejemplares sino a 3.000. Pero yo no tengo 3.000 libros, tengo bastantes más, con la circunstancia agravante de que he leído la inmensa mayoría de ellos. (Como ni siquiera he abierto el manual de Marie Kondo, no sé si centra su agravio contra los libros no solo por el espacio que ocupan, sino también por el tiempo que les dedicamos).
El caso es que miro la pila de libros que he cribado (no los voy a tirar, tan solo los cambio de sitio) y me da por pensar en la paradoja de que tantos volúmenes provoquen desorden en casa a la vez que ordenan la mente y el espíritu. Mis libros son la estampa de un pasado redentor: los fui comprando y leyendo con pasión, convirtiendo así mi casa de soltero en una suerte de paraíso borgiano. 
No me pesa tener tantos libros, sino carecer de espacio para cobijarlos. Los libros no deberían ser nunca un estorbo, sino una promesa de salvación, sobre todo cuando uno los lee en vez de utilizarlos como meros artículos decorativos.
Puestos a elegir, prefiero reducir el espacio de lo que me viste por fuera (la ropa) y cedérselo a esos libros amigos que me visten por dentro.
 
Francisco Rodríguez Criado

 
 

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