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30 de marzo de 2022

Instante, Carlos Garro Aguilar

Instante
   
 
 Arde
      una zona de tu sangre:
      la vulnerable, la sedienta
      de voluptuosidad y esquivos
      paraísos.
 
      De incienso a veces
      el aroma que envuelve
      las alas tornasol de la lámpara-pájaro.
      De almizcle, siempre.
      Y por detrás el sándalo uncido
      a la caléndula.
 
      Entonces
      -astro sorpresivo-
      el breve satén damasco
      avanzando hacia ti.
 
Carlos Garro Aguilar, de "Fervor del día, aura de la noche",Edit. Babel, Cba 2007.

 

29 de marzo de 2022

Canta el benteveo, Carlos Garro Aguilar



CANTA EL BENTEVEO
 
Afuera
tras los vahos ardientes del verano,
la ciudad disciplina
sus redes de ilusorios paraísos.
sus cercados oasis,
su desazón, su espanto.
 
Pero aquí, en los patios solitarios
de esta casa donde se atienden los oscuros
asuntos del gobierno,
un benteveo canta.
 
Canta
y la tarde es del sol, la brisa y la hojarasca
que atesora ante los troncos de los fresnos
la humead y el olvido del otoño.
 
Canta
y el tiempo es un odre incandescente,
un espacio antiquísimo donde la luz
tiene reminiscencia de campana,
de cielo de provincia rescatado en los sueños,
ese aire de gracia y lejanía donde la sangre
se dilata y estalla como gema de sal
la claridad del mundo.
 
Un benteveo canta.
 
Y es suficiente ese día demarzo
para nombrar la eternidad.
 
CARLOS GARRO AGUILAR, de "Puertas",Narvaja Editor, cba,1997-


 

28 de marzo de 2022

Romanticismo y neorromanticismo (1900) (Ensayo) Herman Hesse

Romanticismo y neorromanticismo (1900) Herman Hesse
 
 Nadie sabe en realidad lo que significa la palabra «romántico». Nuestro lenguaje corriente la aplica a muchas cosas, a libros, a música, a cuadros, vestidos, paisajes, a amistades y relaciones amorosas, y la entiende ya como reproche, ya como elogio o como ironía. Un paisaje romántico es un paisaje con barrancos y despeñaderos y ruinas, cuya contemplación provoca al mismo tiempo placer y ansiedad. Música romántica es una composición en la que hay más sentimientos que claridad, más suavidad que tectónica firme, en la que hay algo contenido, velado, una música con muchas disonancias semidisueltas y compases tímidos, borrosos que deben tocarse rubato. Algo parecido se piensa, por fin, cuando se habla de un amor romántico, de una vida romántica —al mismo tiempo se alude a algo insensato y cautivador, a algo extravagante y aventurero, con una tendencia a la improvisación, algo que entusiasma a las colegialas y suscita la desaprobación de las personas sensatas, pero que en todo caso es especial e interesante. En la vida se llama romántico a todo lo que aparece sin forma y sin ley, que no descansa sobre un fundamento reconocible y que tiene contornos fugaces como las nubes. A nosotros el término sólo nos interesa a partir del momento en que se convierte en el nombre de aquella escuela alemana de escritores cuyo rápido auge y lenta decadencia ocupan más de un tercio del siglo 19 y cuya historia se repite curiosamente en todas las literaturas europeas importantes. Como esta escuela no recibió su nombre ni de contemporáneos ni de historiadores de literatura, sino que fue ella misma la que lo inscribió con orgullo en su bandera, es interesante preguntarse qué significa el término «romántico» para los primeros románticos. La respuesta es: algo distinto para August Wilhelm o para Friedrich Schlegel, para Novalis o para Tieck. Mientras Schiller, al definir como «tragedia romántica» su «Jungfrau von Orleans» («Doncella de Orleans») trataba de hacer solamente justicia a los elementos místicos que en ella concurrían, en los títulos de las obras de Schlegel y Tieck la palabra significa exactamente lo mismo que para una obra actual el calificativo «moderno». Novalis emplea la palabra raramente con intención y nunca como una fórmula clara, envuelve en ella como en una capa mágica sus ideas más profundamente personales; a Tieck, el niño alegre, le gusta jugar con ella y se nota que le divierte la oscura y sonora palabra. Desde el día en que el «Athenáum» fundó una doctrina romántica, puso la nueva etiqueta a casi todas sus novedades. Los hermanos Schlegel eran más conscientes y congruentes en su manera de ver las cosas, de tal modo que el mayor calificaba de «románticos» los valores formales y Friedrich en cambio los valores filosóficos. Sin embargo, tanto ellos como Novalis tenían en mente sobre todo el concepto de novela («Román»), desde luego con un recuerdo evocador de «romántico» («novelesco»).
 «La novela» era el «Wilhelm Meister» de Goethe cuya primera parte, la más importante, acababa de publicarse. Era la primera novela alemana en el sentido moderno y el gran acontecimiento de aquellos años. Ningún otro libro alemán ha influido tanto sobre la literatura de su tiempo como éste. Con «W. Meister» apareció la novela como expresión de una serie de cosas hasta entonces indecibles. Lo nuevo, maravilloso, profundo y audaz, fue para los Schlegel, especialmente para Friedrich, en el fondo su aspecto «romántico». F. Schlegel y Tieck aplicaron entonces el término a sus propios libros como subtítulo y de este modo dejó pronto de expresar algo concreto. En lugar de «romántico» podían haber dicho también «a la manera de Wilhelm-Meister», y de hecho, todas las obras en prosa importantes de aquellos años, el «Titán» tanto como «Sternbald» y «Lucinde» son imitaciones directas y conscientes de aquel gran modelo. 
 Esto no quiere decir que el término «romántico» no signifícase ya entonces tanto como no-clásico, e incluso anticlásico, porque Goethe aún no estaba rodeado de la fría aureola del clásico. Lo que en la historia de la pintura es el interés exclusivo por la luz y el aire, en la historia de la literatura es paso consciente de la estilización a lo irregular, del verso a la prosa rítmica, del ensayo acabado, al «fragmento». No se buscaba ya forma y perfil, sino aroma y ambiente. No se tendía a pasar de lo universal a lo individual artísticamente delimitado, sino que se intentaba volver a la fuente, a la unidad primigenia de las cosas y las artes. Se acompañaba a Schleiermacher en su contemplación del universo.
 Vamos a estudiar ahora el contenido en lugar de la palabra. Inmediatamente salta a la vista que existen dos clases de romanticismo —una profunda y una superficial, una auténtica y una que solamente es máscara. En el gusto del público triunfó en su día la última, la falsa. Novalis cayó pronto en el olvido, mientras que el novelero Fouqué alcanzaba éxito tras éxito. Así es como el primer romanticismo pereció internamente y luego también de una manera manifiesta, desapareciendo de la escena entre pitos y silbidos. En realidad ya estaba muerto cuando Fouqué escribió sus primeras cosas. Floreció y murió con Novalis. Es cierto que el postromanticismo mostró en Eichendorff un plácido talento lírico y en Hoffmann un profundo talento demoníaco, pero éstas son manifestaciones que sólo guardan con el antiguo principio romántico una relación suelta. El auténtico romanticismo debe buscarse únicamente en Novalis, pues los Schlegel, a pesar de sus profundos conocimientos y sublimes percepciones, eran impotentes como poetas.
 Novalis murió a los 28 años. En el recuerdo de sus amigos pervive admirado en irresistible belleza juvenil: el amado insustituible, sobre cuya obra inacabada flota un perfume único de encanto secreto. De los oropeles y disfraces que necesitaron sus seguidores no encontramos ni rastro en él, a no ser aquella apología juvenil del catolicismo que figura en un extraño ensayo, y que suena en boca de aquel pensador profundamente protestante como una paradoja desafortunada. Pero se me puede objetar que su obra principal se desarrolla en la Edad Media, en aquella célebre Edad Media del romanticismo. No puedo aceptarlo. El «Ofterdingen» es intemporal, se desarrolla hoy, nunca y siempre, es la historia no de un alma, sino del alma en general. Como obra literaria es muy discutible. A excepción de la magnífica primera parte es incompleta y la continuación esbozada discurre por perspectivas imposibles. Como idea, como proyecto, como acierto creativo, el «Ofterdingen» tiene un valor incalculable —no es la obra de un adolescente, sino una reflexión soñadora del alma humana, la elevación desde la miseria y la oscuridad hacia las alturas de la idea, de la eternidad, de la liberación.
 De manera más palpable que a través de aquel sueño poético, se nos revela la idea romántica fundamental, a través de los ensayos y aforismos de Novalis que significan mucho más que paráfrasis sobre la filosofía de Fichte. Su lema y su resultado es proñindización por interiorización. Que más allá de los límites del tiempo y espacio rigen leyes eternas; que el espíritu de estas leyes eternas dormita en cada alma; que toda la formación y la profundización del hombre se basa en conocer ese espíritu en su propio microcosmos, en adquirir conciencia de sí mismo y en extraer de sí la medida para todo nuevo conocimiento; esa es en breves palabras la doctrina de Novalis. No es nada raro que esta idea fundamental se fuese perdiendo más y más en el romanticismo posterior hasta extinguirse. No servía a los escritores de moda, ni a los virtuosos de la forma, era en principio una doctrina sin relación literaria. No es la culpa del romanticismo que la literatura de aquellas décadas permaneciese ajena a la vida, que viviese en un desdichado aislamiento. Esto que ya afectó a la creación de los grandes de Weimar, estaba fundamentado en el espíritu del tiempo. Se comprende que Novalis fuese un fenómeno excepcional. Pero la pregunta era: ¿qué actitud adoptará la literatura de una época nueva, distinta, ante su doctrina?
 Comienza así la historia de un «neorromanticismo». La época nueva, distinta ha llegado. La literatura fue derribada del trono del que no era digna hacía tiempo, —junto con la filosofía cuyo destino había compartido fielmente durante medio siglo. Y al igual que ésta, se volvió revolucionaria, democrática y mordaz. El movimiento «junges Deutschland», cuyo único gran talento fue Heine, enterró con bombo y platillo a la vieja generación y su literatura. Exceptuando un par de hermosos versos y algunos chistes buenos de Heine, aquella «joven Alemania» no nos dejó muchas cosas positivas. Por eso no es extraño que el romanticismo recién dado por muerto volviese a resucitar —claro que no el auténtico—, sino aquella máscara funesta a lo Fouqué. En una época en la que en Alemania todo lo que tenía que ver con romanticismo estaba desprestigiado, se producía y vendía continuamente bajo toda clase de etiquetas el romanticismo más barato. Hasta el propio Heine debía muchos admiradores al viejo manto con que se arropaba de vez en cuando. Pero no todo se debía al manto. 
 Precisamente él, el profanador del templo, el irónico genial, conocía bien y añoraba secretamente la «Flor Azul», y lo mejor que escribió como poeta tiene resonancias del «Ofterdingen».
 Pero primero tuvo que desaparecer el romanticismo de Heine. No tuvo seguidores dignos de mención. El siguiente gran movimiento literario barrió todas las huellas del pasado. El naturalismo ejerció un dominio severo e introdujo de repente escuela y disciplina en una literatura a la deriva. No necesitamos detenernos en él —todos saben la infuencia tan radicalmente educativa que ejerció sobre el lenguaje y la poética. Y ahora que ha hecho su obra, no necesitamos, los jóvenes, matarlo, ni despreciarlo. Como a un maestro severo que se ha hecho viejo, le vemos acercarse a su fin, sin lágrimas, pero llenos de agradecimiento y dispuestos a guardar de él un buen recuerdo. Como herencia nos deja una manera de observar, una sicología y un lenguaje refinados y bien desarrollados. Nos deja muy pocas obras extraordinarias y asombrosas por su grandeza, pero en cambio enormes cantidades de estudios, intentos y trabajos preliminares valiosos. ¿Qué actitud ha adoptado frente a él el elemento romántico de la generación más joven surgida de su escuela?
 
 No me gusta elegir ejemplos de la literatura alemana actual. Pero tampoco es necesario, pues como exponentes típicos de la evolución seguida por la literatura neorromántica tenemos a dos grandes autores extranjeros sobre los que puede hablarse con más objetividad que sobre coetáneos. Uno murió prematuramente y ya por su trágico destino suscita nuestra simpatía. Es el danés Jacobsen. En él encontramos el ejemplo más temprano y noble de un escritor que conjugó con una enorme fantasía y una sensibilidad suave y soñadora todo el refinamiento del realismo más desarrollado. Encuentra palabras llenas de plasticidad concisa para cada fenómeno de la naturaleza, para cada tallo de hierba que crece junto al camino, para cada belleza visible. Y trata de trasladar en un oscuro impulso esa poderosa capacidad descriptiva, esa técnica refinadísima de la expresión a la vida espiritual. No como sicólogo realista, sino como soñador y descubridor en el mar sin caminos del inconsciente. Con un afán conmovedor se sumerge en todas las profundidades del alma femenina (Marie Grubbe). Y en Niels Lyhne emprende a tientas y con sensibilidad, el descubrimiento del alma infantil. Keller ya lo había hecho en su inmortal «Grüner Heinrich». Pero Jacobsen posee una técnica nueva: renuncia consciente o inconscientemente a toda síntesis y estilización, y construye lenta y penosamente su relato con minúsculos detalles. Y es el primero que logra ser siempre poeta, que elige en lo que es aparentemente más insignificante siempre lo importante, característico y que da a su trabajo de filigrana la solidez y el estilo de una obra planteada con unidad y armonía. Sus dos obras más importantes son auténticamente románticas. En ambas un alma individual, débil, es el centro de toda la acción y portadora de todas las soluciones. Y en los dos casos no describe con análisis riguroso una vida individual, sino que conquista un terreno neutral sobre el que resuena poderosamente todo lo humano. Pronto se comprendió que no eran estudios de un investigador; el misterioso velo de la poesía auténtica flotaba sobre ellos como un aroma inexplicable pero poderoso. En Jacobsen, el realista se había convertido en poeta sin renunciar a las conquistas de su escuela. Su ejemplo tuvo una influencia extraordinaria sobre el surgimiento de un neorromanticismo alemán. 
 Estudiemos por último a un romántico de hoy, todavía joven que creció ya al margen del credo naturalista y en la actualidad puede ser considerado un típico neorromántico. Me refiero a M. Maeterlinck. En él no encontramos ya aparentemente ningún vestigio de naturalismo. Estiliza, compone, adorna sus obras aparentemente con la libertad de un Brentano o un Hoffmann. Pero sólo aparentemente. También él ha aprendido a ver y describir de manera realista, pero no se nota inmediatamente porque habla casi exclusivamente de cosas invisibles. Con la euforia del innovador inició su camino como soñador y ermitaño apartado del mundo. Pero luego irrumpió en el tiempo y la vida. Maeterlinck es el primero en seguir impertérrito la doctrina de Novalis. Para él todos los acontecimientos importantes se desarrollan en el interior, él descubrió la «tragedia de lo cotidiano». Ve que el alma vive escondida y asustada en cada ser humano, y la invita a salir con palabras delicadas y comprensivas, le da ánimos y trata de devolverle el poder perdido.
 No es necesario estudiar aquí en detalle sus obras. Desde hace años Alemania lo conoce tanto como su país natal. Aludiré solamente a uno de sus libros, el más singular. Demuestra que tanto Maeterlinck como Jacobsen rinden culto a la naturaleza y la simple verdad. Se trata de su «Vie des abeilles». Una descripción cuidadosa científicamente impecable de la vida de las abejas, objetiva, sencilla y rigurosa como un manual, y sin embargo, en cada frase la obra de un poeta. Aquí, y no en el disfraz de sus cuentos, es donde hay que buscar el verdadero neorromanticismo. Ignoro si a Novalis le hubiera gustado la «Princesse Maleine», pero estoy seguro que le hubiese entusiasmado la «Vie des abeilles». Tratar un trozo de la naturaleza, pequeño y limitado con el amor del investigador y descubrir con asombro jubiloso dentro de este círculo estrecho el universo, eso es religiosidad romántica. Descubrir en una colmena las leyes profundas de la vida y el espejo de la eternidad, ese es el espíritu de Novalis.
 He aquí el misterio y el sentido profundo del nuevo espíritu romántico. No se trata de escribir unos cuantos poemas bonitos, sino de buscar una profundización de la vida y del conocimiento en todos los terrenos. El hecho de que un libro como «Vie des abeilles» haya sido posible constituye un avance, no sólo en la obra de Maeterlinck. Es de esperar que la gran masa de lectores comprenda también poco a poco que un libro no puede ser nunca «romántico» por su tema y su lenguaje, sino únicamente por ese espíritu. Los autores de novelas de la Edad Media, de dramas fabulosos y de lírica juglaresca no están ni un paso más cerca del espíritu del romanticismo que Zola o Dostoievski. Pero que sea bienvenido todo poeta que tenga algo del alma del «Ofterdingen».
 
 
 Herman Hesse
 

27 de marzo de 2022

Miguel Ángel 1475-1564 «Poemas», Hermann Hesse

Miguel Ángel
1475-1564

 
«Poemas»

 
 Hasta hoy los poemas de Miguel Ángel son conocidos, incluso en Italia, únicamente por historiadores y filólogos. Después de todo no hace mucho que fueron coleccionados por fieles investigadores y reconstituidos en la medida de lo posible en su forma original. Quizá comiencen ahora a surtir efecto sobre sectores más amplios, y quizá la actual tendencia de los escritores de la cultura hacia el Renacimiento italiano se haga cargo de este bagaje pesado junto a otros más ligeros.
 Para quien tenga alguna relación con Miguel Ángel sus poemas serán una experiencia. Es posible que su impresión sobre nosotros no sea tan fuerte como la de sus otras obras, ya que estos poemas tienen elementos infinitamente más limitados temporalmente —en el fondo es la misma impresión desconcertante, aunque más diluida, y más rica en matices que experimentamos ante las grandes obras de Miguel Ángel. Un hombre apasionado corre solitario por una vida oscura, en eterna huida e insatisfacción, entregado ardientemente a todas las ilusiones del pensamiento y del amor, y por encima de todo este torbellino, flota sagrado un espíritu cercano a Dios que eleva la pasión a la grandeza y la tristeza a la devoción.
 
 (1908)

 
 
Hermann Hesse
 

26 de marzo de 2022

Los hermanos Karamazov o El ocaso de Europa Reflexiones en la lectura de Dostoievski, Hermann Hesse.


Los hermanos Karamazov o El ocaso de Europa Reflexiones en la lectura de Dostoievski, Hermann Hesse.
 
 
Reflexiones en la lectura de Dostoievski
 
 No me ha sido posible ofrecer en una forma coherente y elegante las ideas presentadas aquí. Me falta el talento para ello, y además lo considero una especie de arrogancia cuando un autor, como hacen tantos, construye a partir de algunas ocurrencias un ensayo que da la impresión de totalidad y lógica, cuando sólo en una pequeña parte es pensamiento y en una parte mucho mayor relleno. No, yo creo en el «ocaso de Europa», y precisamente en el ocaso de la Europa espiritual, soy el que menos razón tiene de esforzarse por una forma que tendría que considerar mascarada y mentira. Yo digo como el propio Dostoievski en el último libro de los Karamazov: «Veo que lo mejor es no disculparme en absoluto. Lo haré como sé hacerlo, y los lectores comprenderán que lo hice así como sabía hacerlo.»
 En las obras de Dostoievski, y de manera muy concentrada en los «Hermanos Karamazov» me parece expresado y anunciado con tremenda claridad lo que yo llamo el «ocaso de Europa». Parece decisivo para nuestro destino que la juventud europea, especialmente la alemana, considere a Dostoievski su gran autor y no a Goethe o ni siquiera a Nietzsche. Si contemplamos la literatura más joven, encontramos por todas partes un acercamiento a Dostoievski, aunque a menudo sea sólo imitación y resulte infantil. El ideal de los Karamazov, un ideal ancestral, asiático-oculto, empieza a europeizarse, empieza a devorar el espíritu de Europa. Eso es lo que llamo el ocaso de Europa. Este es un regreso a la madre, es un regreso a Asia, a los orígenes, a las «madres» fáusticas, y como toda muerte sobre la tierra conducirá naturalmente a un nuevo nacimiento. Sólo nosotros, los contemporáneos, sentimos estos procesos como «ocaso», así como sólo los viejos tienen sensación de tristeza y pérdida irremediable al abandonar una vieja y querida patria, mientras que los jóvenes ven únicamente la novedad y el futuro.
 ¿Pero cuál es ese ideal «asiático» que encuenro en Dostoievski y que creo que está a punto de conquistar Europa?
 Es, en pocas palabras, el abandono de toda ética y moral establecidas en favor de una comprensión y tolerancia universales, de una nueva santidad peligrosa, terrible, como la que anuncia el anciano Sosima, como la vive Aliosha, como la expresan Dimitri, y más aún Iván Karamazov con la más clara conciencia.
 En el anciano Sosima predomina aún el ideal de la justicia, para él existen el bien y el mal, pero le gusta regalar su amor precisamente a los malos. En Aliosha este nuevo tipo de santidad se vuelve mucho más libre y vivo, con una despreocupación casi amoral pasa por la suciedad y el fango que le rodean, a menudo me recuerda aquella noble promesa de Zaratustra: «Juré una vez renunciar a toda repugnancia». Pero he aquí que los hermanos de Aliosha desarrollan esa idea aún más, siguen ese camino de una manera más resuelta y a menudo parece como si a lo largo de los tres tomos del grueso libro, la relación de los hermanos Karamazov se volviese lentamente del revés, como si todo lo firmemente establecido se volviese más y más dudoso, y como si el santo Aliosha se hiciese más mundano, y los hermanos mundanos, más santos, como si Dimitri, el hermano más criminal y disoluto, se convirtiese en el más santo, en aquel que presiente con más sensibilidad y profundidad una nueva santidad, una nueva moral, una nueva humanidad. Eso es muy extraño. Cuanto más karamasoviano es todo, más vicioso y borracho, más desenfrenado y brutal, más cerca resplandece a través de los cuerpos de estas manifestaciones, de estos seres humanos y de estos hechos brutales el nuevo ideal, y más espiritualizados, más santos se vuelven por dentro. Y al lado del Dimitri borracho, homicida y agresivo, y del cínico intelectual Iván los probos y decentes personajes del fiscal y de los otros representantes de la burguesía, se vuelven más ruines, huecos y fútiles cuanto más triunfan externamente.
 El «nuevo ideal» que amenaza al espíritu europeo en sus raíces, parece ser una manera de pensar y sentir completamente amoral, una capacidad de intuir lo divino, necesario y fatal incluso en la mayor maldad y en la mayor fealdad, y de ofrecer respeto y veneración a éstas, precisamente a éstas. El intento del fiscal de presentar en su gran discurso esta actitud de los Karamazov, exagerándola irónicamente, y de exponerla a la burla de los ciudadanos, este intento no exagera en realidad, es incluso muy moderado.
 El discurso describe, desde un punto de vista burgués conservador, al «Hombre ruso», que desde entonces se ha convertido en tópico, el «Hombre ruso» peligroso, conmovedor, irresponsable y al mismo tiempo de conciencia delicada, blando, soñador, cruel, profundamente infantil, al que todavía hoy llamamos así, aunque, como creo, está ya desde hace tiempo en trance de convertirse en hombre europeo. Pues precisamente éste es el «ocaso de Europa».
 Contemplemos durante unos instantes a este «hombre ruso». Tiene muchos más años que Dostoievski, pero éste le ha presentado definitivamente ante el mundo en toda su terrible significación. El hombre ruso es Karamazov, es Fiodor Pavlovitch, es Dimitri, es Iván, es Aliosha. Pues estos cuatro van necesariamente juntos, por distintos que parezcan, son Karamazov, son el «hombre ruso», son el hombre futuro, ya próximo, de la crisis europea.
 Por cierto, nótese algo muy curioso: cómo Iván, en el curso de la narración, se convierte de persona civilizada en un Karamazov, de europeo en ruso, de tipo histórico formado, en material futuro informe. Este alejarse de Iván de un mundo inicial de forma, prudencia, serenidad y ciencia, esta transición progresiva, angustiosa, tremendamente emocionante precisamente del Karamazov aparentemente más sólido a la histeria, a lo ruso, a la karamasoviano sucede con la fabulosa seguridad del sueño. Precisamente él, el escéptico, es el que al final mantiene conversaciones con el diablo. Sobre eso hablaremos más tarde.
 Así que el «hombre ruso» (al que ya tenemos también en Alemania desde hace tiempo) no se define en absoluto como «histérico», borracho o criminal, ni como poeta y santo, sino únicamente por la yuxtaposición y simultaneidad de todas estas propiedades. El hombre ruso, el Karamazov, es asesino y juez al mismo tiempo, bárbaro y alma delicada, es el egoísta más perfecto y el héroe del autosacrifico más completo. No podemos comprenderlo desde un punto de vista europeo fijo, moral, ético y dogmático. En este hombre se unen lo externo y lo interno, el bien y el mal, Dios y Satanás.
 Por eso de cuando en cuando, surge de estos Karamazov la necesidad de un símbolo supremo que haga justicia a su alma, de un dios que sea al mismo tiempo demonio. Este símbolo expresa al hombre ruso de Dostoievski. El Dios, que al mismo tiempo es demonio, es el demiurgo ancestral. El es el que fue desde un principio; él, el único, está más allá de los antagonismos, no conoce el día ni la noche, el bien ni el mal. Es la nada, y es el todo. Es irreconocible para nosotros, pues sólo sabemos reconocer a través de antagonismos, somos individuos, estamos unidos al día y la noche, al frío y al calor, necesitamos un dios y un diablo. Más allá de los antagonismos, en la nada y el universo, vive únicamente el demiurgo, el dios del universo que no conoce el bien ni el mal.
 Podrían decirse muchas cosas al respecto, pero esto basta. Hemos descubierto al hombre ruso en su esencia. Es el hombre que huye de los antagonismos, de las cualidades, de las morales, es el hombre que está a punto de disolverse y de volver detrás del telón, detrás del «principium individuationis». Este hombre no ama nada y lo ama todo, no teme nada y lo teme todo, no hace nada y lo hace todo. Este hombre es de nuevo materia primigenia, es material espiritual sin forma. No puede vivir en esta forma, sólo puede sucumbir, sólo puede pasar de largo fugazmente.
 Dostoievski ha conjurado a este hombre del ocaso, a este terrible fantasma. Se ha dicho muchas veces que fue una suerte que no terminase sus Karamazov porque si no, no sólo hubiese explotado y volado por los aires la literatura rusa, sino también Rusia y la humanidad.
 Lo que se ha dicho una vez, aunque el que lo dice no haya sacado las últimas consecuencias, no puede ya silenciarse. Lo una vez existente, pensado, posible no puede ya borrarse. El hombre ruso existe desde hace tiempo, existe mucho más allá de Rusia, reina en media Europa, y una parte de la temida explosión se ha producido con suficiente extruendo en estos últimos años. Se demuestra que Europa está cansada, se demuestra que quiere regresar, descansar, ser recreada y renacer.
 Aquí me vienen a la memoria dos frases de un europeo que seguramente es para todos nosotros el representante de algo viejo y pasado, de una Europa desaparecida o al menos dudosa. Me refiero el emperador Guillermo. Una de estas frases la escribió una vez bajo un cuadro alegórico un poco extraño instando a los pueblos de Europa a defender sus «bienes más sagrados» frente al peligro procedente del Este.
El emperador Guillermo no era desde luego un hombre muy intuitivo ni profundo; sin embargo, como ardiente admirador y protector de un ideal anticuado, poseía una cierta capacidad intuitiva frente a los peligros que amenazaban este ideal. No era un hombre espiritual, no solía leer libros buenos, y estaba demasiado dedicado a la política. Así que aquel cuadro con la advertencia a los pueblos de Europa no surgió, como podría creerse, después de una lectura de Dostoievski, sino seguramente motivado por un vago temor a las masas humanas del Este, que podrían ser puestas en movimiento contra Europa por la ambición del Japón.
 El emperador sólo sabía muy parcialmente lo que decía con su frase, y lo tremendamente cierta que era. Seguramente no conocía los «Karamazov», sentía una aversión por los libros buenos y profundos. Pero intuyó con singular agudeza. Exactamente el peligro que él presentía exactamente ese peligro, existía y se acercaba más cada día. Temía a los Karamazov. Temía con razón el contagio de Europa por el Este, el regreso vacilante del cansado espíritu europeo a la madre asiática.
 La segunda frase del emperador que me vino a la memoria y que, en su día, me hizo una tremenda impresión es ésta (ignoro si la dijo realmente o si sólo fue un rumor): «La guerra será ganada por la nación que tenga los nervios más fuertes». Cuando oí, todavía al principio de la guerra, esta frase fue para mí como el sordo presagio de un terremoto. Estaba claro que el emperador no quería decir eso, creía más bien decir algo muy halagador para Alemania. El mismo tenía probablemente nervios excelentes, y sus compañeros de caza y de desfiles también. Conocía también el viejo e insulso cuento de la Francia viciosa y contaminada, y de los germanos virtuosos y prolíficos, y se lo creía. Pero todos los demás, los que sabían o más bien intuían, los que tenían antenas para el mañana y el pasado mañana, para ellos aquella frase fue terrible. Porque todos ellos sabían que Alemania no tenía en absoluto los nervios más fuertes, sino más débiles que los enemigos occidentales. Aquella frase, en boca del dirigente de la nación, sonaba como una terrible y fatal arrogancia que corre ciega al desastre.
 No, los alemanes no tenían en absoluto los nervios más fuertes que franceses, ingleses y americanos. A lo sumo, más fuertes que los rusos. Porque «tener nervios débiles» es la expresión popular para histeria y neurastenia, para «moral insanity» y todos esos males que se pueden valorar de distinta manera, pero que en su conjunto son exactamente equivalentes a karamasovismo. Alemania estaba abierta, más predispuesta y débil a los Karamazov, a Dostoievski y a Asia, infinitamente más que cualquier otro pueblo europeo, excepto Austria.
 A su manera el emperador presintió y hasta profetizó dos veces el ocaso de Europa.
 Una cuestión completamente distinta es cómo valorar este ocaso de la vieja Europa. Ahí se separan los caminos y los espíritus. Los partidarios resueltos de lo pasado, los fieles admiradores de una forma y cultura sagradas y nobles, los caballeros de una moral probada, todos ellos sólo pueden tratar de detener este ocaso o llorarlo desconsolados cuando se produce. Para ellos el ocaso es el fin, para los otros el principio. Para ellos Dostoievski es un criminal, para los otros un santo. Para ellos Europa y su espíritu son algo único, consolidado, intocable, algo sólido y vivo; para los otros, algo en trance de ser, cambiante, eternamente mudable.
 El elemento karamasoviano, lo asiático, caótico, salvaje, peligroso y amoral se puede, como todo en este mundo, valorar positivamente y negativamente. Aquellos que rechazan, maldicen y temen infinitamente todo este mundo, este Dostoievski, esos Karamazov, esos rusos, esta Asia, estas fantasías de demiurgo, tienen ahora una situación difícil en el mundo, pues Karamazov domina más que nunca. Pero cometen el error de querer ver en todo eso sólo lo objetivo, manifiesto y material. Ven venir el «ocaso de Europa» como una catástrofe espantosa, con truenos y timbales, como revoluciones llenas de matanzas y violencia, o como una ola de crimen, corrupción, robo, asesinato y todos los vicios.
 Todo eso es posible, todo eso se encuentra en Karamazov. Nunca se sabe con qué nos sorprenderá en el momento siguiente un Karamazov. Quizás con un asesinato, quizás con un himno conmovedor a Dios. Entre ellos hay Alioshas y Dimitris, Fiodors e Ivanes. Como hemos visto, ellos no se caracterizan por cualidades, sino por la predisposición a asumir cualquier cualidad en cualquier momento.
 Pero a los temerosos no debe servir de consuelo que este imprevisible hombre del futuro (¡ya está aquí en el presente!) pueda hacer tanto el bien como el mal, fundar tanto un nuevo reino de Dios, como un nuevo reino del demonio. Poco les importa a los Karamazov lo que se pueda fundar o derribar sobre la tierra. Su secreto está en otra parte y el valor y la fecundidad de su carácter amoral también.
 En realidad, estos hombres se diferencian de los otros, de los hombres anteriores, ordenados, previsibles, claros y honrados, sólo porque viven tanto hacia dentro como hacia fuera de ellos mismos, porque están ocupados constantemente con su alma. Los Karamazov son capaces de cualquier crimen, pero sólo cometen excepcionalmente uno, pues en general les basta haberlo pensado, soñado, haberse familiarizado con su posibilidad. Ahí está su secreto. Nosotros buscamos su fórmula.
 Toda modelación del hombre, toda cultura, toda civilización, todo orden descansa sobre un compromiso acerca de lo permitido y prohibido. El hombre, entre el animal y el lejano futuro humano, tiene siempre mucho, infinitamente mucho que reprimir, que esconder y negar para ser un muchacho decente y capaz de sociabilidad. El hombre está lleno de animal, lleno de animal primitivo, lleno de tremendos instintos, de un egoísmo animal y cruel apenas domable. Todos estos instintos peligrosos están ahí, están siempre presentes, desde niño se aprende a esconderlos y negarlos. Pero estos instintos vuelven a surgir alguna vez. Siguen viviendo, ninguno es matado, a la larga ninguno es transformado y ennoblecido para siempre. Y todos estos instintos son en realidad buenos, no son peores que otros, sólo que cada época y cada cultura tiene instintos que teme más que otros, que trata de evitar más. Cuando estos instintos despiertan de nuevo, como fuerzas de la naturaleza encadenadas, sólo domadas superficialmente y con gran esfuerzo, cuando estos animales vuelven a bramar y a moverse con el lamento de esclavos oprimidos y azotados durante mucho tiempo y con el ardor ancestral de su naturaleza, entonces surgen los Karamazov. Cuando una cultura, uno de los intentos de domesticación del hombre, se agota y empieza a tambalearse, entonces las personas se vuelven en un número cada vez mayor extrañas, histéricas, tienen deseos peculiares, se parecen a los jóvenes en la pubertad o a las embarazadas. En el alma se despiertan urgencias para las que no hay nombre, a las que, desde el punto de vista de la cultura y la moral antiguas, hay que calificar como malas, pero que hablan con una voz tan fuerte, tan natural e inocente que el bien y el mal se vuelven dudosos y la ley se tambalea.
 Los hermanos Karamazov son hombres así. Con facilidad toda ley les parece una convención, todo hombre justo un filisteo, fácilmente sobrevaloran cualquier libertad y extravagancia, demasiado enamorados escuchan las numerosas voces en su propio pecho.
 Pero el caos de estas almas no tiene que producir forzosamente el crimen y la confusión. Si se da al instinto primitivo una nueva dirección, un nuevo nombre, una nueva valoración se establecerá la raíz de una nueva cultura, de un nuevo orden, una nueva moral. Pues sucede con cada cultura: no podemos matar los instintos primitivos, el animal dentro de nosotros, ya que con ellos moriríamos nosotros mismos, pero podemos dirigirlos, apaciguarlos, hacerlos hasta cierto punto utilizables para el «bien», como se engancha a un mal caballo ante un carro bueno. Sólo que, de tiempo en tiempo, el brillo de ese «bien» envejece y se marchita, los instintos no creen ya del todo en él, no se dejan someter ya de buen grado. Entonces la cultura se derrumba en general lentamente, como tardó siglos en morir lo que llamamos «Mundo antiguo».
 Antes de que la cultura y la moral viejas y moribundas puedan ser sustituidas por otras nuevas, en esa fase angustiosa, peligrosa y dolorosa, el hombre debe asomarse de nuevo a su alma, ver surgir de nuevo el animal, reconocer de nuevo la existencia de las fuerzas primitivas que están más allá de la moral. Los seres humanos condenados y elegidos, los seres maduros y predestinados para esto son Karamazovs. Son histéricos y peligrosos, se convierten con la misma facilidad en criminales que en ascetas, no creen nada más que en la enloquecedora ambigüedad de cualquier fe.
 Cada símbolo tiene cien interpretaciones que pueden ser todas ellas correctas. También los Karamazov tienen cien interpretaciones, la mía sólo es una de ellas, una de cien. La humanidad, en un momento de cambios profundos, ha creado en este libro un símbolo, ha creado una imagen, así como el individuo crea en los sueños un reflejo de los instintos y las fuerzas que luchan y se equilibran dentro de él.
 Es un milagro que un hombre solo pudiese escribir los «Karamazov». En fin, el milagro se produjo y no hay ninguna necesidad de explicarlo. Pero sí existe una necesidad, y muy profunda, de interpretar este milagro, de leer su letra, en lo posible, en su totalidad, de una manera universal, en toda su luminosa magia. Mi escrito no es nada más que un pensamiento, una aportación, una idea.
 No debe creerse que presupongo de una manera consciente en Dostoievski todos los pensamientos e ideas que expreso sobre este libro. Al contrario, ningún profeta o poeta grande podría interpretar nunca sus visiones hasta el final.
 Para terminar quisiera señalar que en esta novela mítica, en este sueño de la humanidad, no sólo se representa el umbral que está pasando Europa, no sólo el momento angustioso y peligroso de flotar entre la nada y el universo, sino que también se notan y presienten por todas partes las ricas posibilidades de lo nuevo.
 En este sentido la figura de Iván es especialmente sorprendente. Se nos presenta como un hombre moderno, adaptado, cultivado, un poco frío, un poco decepcionado, un poco escéptico, un poco cansado. Pero cada vez se vuelve más joven, más cálido, más significativo, karamasoviano. El es el que escribe el «Gran Inquisidor». El es el que desde el rechazo frío, desde el desprecio a su hermano, al que considera un asesino, es llevado al final hasta el profundo sentimiento de su propia culpa y la autoacusación. Y es él, también, el que vive el proceso espiritual del conflicto con el inconsciente (¡Alrededor de esto gira todo! ¡Ese es el sentido de todo el ocaso, de todo el renacimiento!) de la manera más clara y extraña. En el último libro de, la novela hay un capítulo muy curioso, en el que Iván, de regreso de hablar de Smerdiakov, ve al diablo sentado en su habitación y conversa con él durante una hora. Este diablo no es otra cosa que el inconsciente de Iván, los contenidos agitados de su alma hace tiempo sumergidos y aparentemente olvidados. Y él lo sabe también, Iván lo sabe con una certeza asombrosa y lo expresa claramente. Y sin embargo, habla con el diablo, cree en él porque lo que está dentro está fuera, se enfurece con él, lo ataca, arroja un vaso contra un personaje que, como él mismo sabe, se encuentra dentro de él. Nunca se ha representado en la literatura el diálogo de una persona con su inconsciente de una manera más clara y sugestiva. Y este diálogo, esta aceptación del diablo (a pesar de toda la ira) es precisamente el camino que los Karamazov están llamados a mostrarnos. Aquí, en Dostoievski, el inconsciente está representado como diablo. Con razón, pues para nuestra mirada interior domada, cultivada y moral, todo lo reprimido que llevamos dentro, es satánico y odioso. Pero una combinación de Iván y Aliosha daría aquella actitud superior, fecunda que tiene que constituir el suelo del futuro. Entonces el inconsciente ya no sería el diablo, sino dios-diablo, el demiurgo, aquel que fue siempre y del que proviene todo. Establecer el bien y el mal de una manera nueva no es asunto del Eterno, del demiurgo, sino cosa del hombre y sus dioses menores.
 Podría escribirse un capítulo aparte sobre un quinto Karamazov que juega en el libro un inquietante papel principal, aunque queda casi siempre semioculto. Se trata de Smerdiakov, un Karamazov ilegítimo. El que asesina al viejo. Es el asesino convencido de la omnipresencia de Dios. El que alecciona incluso al sabio Iván sobre las cosas más divinas e inquietantes. Es el más incapaz para vivir y al mismo tiempo el que más sabe de todos los Karamazov. Pero no hallo espacio en esta reflexión para hacerle justicia también a él, el más inquietante.
 El libro de Dostoievski es inagotable. Podría estar días y días buscando y encontrando rasgos nuevos que señalan en la misma dirección. Uno muy bonito, encantador se me ocurre aún: la histeria de las dos Koklakov. Aquí tenemos en dos figuras el elemento Karamazov, la infección con todo lo nuevo, enfermo y perverso. La primera, la madre Koklakov, sólo está enferma. En ella, cuya personalidad está todavía arraigada en lo viejo y tradicional, la histeria es sólo enfermedad, sólo debilidad, sólo estupidez. En su magnífica hija no se trata de cansancio que se convierte y expresa en histeria, sino de exceso de fuerzas, por venir. En las dificultades entre la infancia y la madurez para el amor, ella desarrolla sus ocurrencias y visiones mucho más hacia el mal que su insignificante madre, y sin embargo en la hija hasta lo más asombroso, perverso y escandaloso posee una inocencia y una fuerza que señalan totalmente hacia un futuro fructífero. La madre Koklakov es la histérica, madura para el sanatorio, nada más. La hija es la nerviosa, cuya enfermedad es sólo el síntoma de las fuerzas más nobles pero inhibidas. ¡¿Y estos procesos en el alma de personajes de novela inventados han de significar el ocaso de Europa?!
 Desde luego. Lo significan, como cada brizna de hierba contemplada en primavera por una mirada sensible significa vida y eternidad, y cada hoja que cae en noviembre, la muerte y su necesidad. Es posible que todo el «ocaso de Europa» se desarrolle internamente, en las almas de una generación, en la reinterpretación de símbolos desgastados, en la nueva valoración de valores espirituales. El mundo antiguo, aquella primera y brillante creación de la cultura europea, no sucumbió por culpa de Nerón ni de Espartaco, ni de los germanos, sino «sólo» por aquella idea incipiente procedente de Asia, aquel pensamiento sencillo, viejo y simple que existía desde hacía tiempo, pero que entonces adoptó la forma de la doctrina de Jesús.
 Naturalmente, si se quiere, podemos considerar a los «Karamazov» también literariamente «como obra de arte». Cuando el inconsciente de todo un continente y de una era se ha condensado en la pesadilla de un soñador solo, profético, cuando ha cuajado en su terrible grito agonizante, entonces se puede contemplar este grito también desde el punto de vista del profesor de canto. Sin duda Dostoievski fue también un escritor de gran talento, a pesar de las monstruosidades que se encuentran en sus libros y de las que está libre un autor exclusivamente poeta como Turgeniev. También Isaías fue un poeta con talento, pero ¿es eso importante? En Dostoievski, y de manera especial en los «Karamazov», se encuentran algunas de aquellas faltas de gusto descomunales que no le suceden nunca al artista y que sólo aparecen donde se está más allá del arte. De todos modos, también como artista, se manifiesta aquí y allá este profeta ruso como un artista de rango universal, y uno piensa con extraños sentimientos que la Europa de una época en la que Dostoievski ya había escrito todas sus obras consideraba a otros artistas como los grandes escritores europeos.
 Pero aquí entramos en otro terreno. Quería decir que cuanto menos obra de arte es un libro universal, más auténtica es quizás su profecía. Pero a pesar de todo, también la «novela», la historia, la invención de los «Karamazov» habla tanto, dice cosas tan significativas; esto no me parece arbitrario, inventado por un individuo solo, no me parece una obra de escritor. Por ejemplo, para decirlo todo de una vez, la cuestión central de toda la novela: ¡los Karamazov son inocentes!
Estos Karamazov, los cuatro, el padre y los hijos, son personas sospechosas, peligrosas, imprevisibles, tienen extraños accesos, extrañas ocurrencias, extrañas faltas de conciencia, uno es bebedor, el otro mujeriego, uno un ser fantástico que huye del mundo, otro un poeta de secretos poemas blasfemos. Estos hermanos extraños constituyen un gran peligro, tiran a otra gente de la barba, malgastan el dinero ajeno, amenazan con matar a otros, y sin embargo son inocentes, no han cometido ningún crimen. Los únicos homicidas de toda esta larga novela, que trata casi sólo de asesinatos, robo, culpa, los únicos homicidas, los únicos culpables de asesinato son el fiscal y los jurados, son los representantes del orden bueno, viejo y acreditado, son los burgueses y los intelectuales. Ellos condenan al inocente Dimitri, se burlan de su inocencia, son jueces, juzgan a Dios y al mundo según su código. Y precisamente ellos se equivocan, precisamente ellos cometen una terrible injusticia, precisamente ellos se convierten en asesinos, en asesinos por mezquindad, por miedo, por estrechez.
 Esto no es ninguna invención, no es nada literario. No es ni el afán inventivo ávido de efectismo del literato detectivesco (y Dostoievski también lo es), ni es el ingenio satírico de un autor inteligente que, desde el fondo, juega a crítico de la sociedad. Eso ya lo conocemos, ese tono nos es familiar, en él no creemos ya desde hace tiempo. Pero no, en Dostoievski la inocencia de los criminales y la culpabilidad de los jueces no es en absoluto una construcción astuta, es tan terrible, nace y crece tan secretamente y en un suelo tan profundo que casi de repente, casi al final del último libro de la novela se encuentra uno ante ese hecho como ante un muro, como ante todo el dolor y la locura del mundo, como ante todo el sufrimiento y todos los errores de la humanidad.
 Decía que Dostoievski, en realidad, no era un escritor, o que lo era sólo de una manera secundaria. Lo llamé profeta. Difícil decir lo que esto significa realmente: ¡un profeta! Me parece que podría ser algo así: un profeta es un enfermo, del mismo modo que Dostoievski era también un auténtico histérico, casi un epiléptico. Un profeta es un enfermo que ha perdido el sano, bueno y benéfico instinto de la conservación, la esencia de todas las virtudes burguesas. No debe haber muchos hombres así, si no el mundo se haría pedazos. Un enfermo de esta clase, ya se llame Dostoievski o Karamazov, posee aquella capacidad extraña, secreta, enferma, divina, cuya posibilidad admira el asiático en cada demente. Es un mántico, es un sabio. Es decir que en él un pueblo, una era, un país o continente han desarrollado un órgano, una antena, un órgano raro, extremadamente delicado, noble, capaz de sufrir que no tienen los otros, que en todos los demás, para su bien y su dicha, quedó sin desarrollar. Esta antena, este tacto mántico, no debe entenderse burdamente como una especie de telepatía estúpida y como número de magia, aunque el don puede manifestarse perfectamente también en estas formas asombrosas. Más bien sucede que el «enfermo» de este tipo reinterpreta los movimientos de su propia alma hacia lo universal y humano. Cada ser humano tiene visiones, fantasías, sueños. Y cada visión, cada sueño, cada ocurrencia y cada pensamiento de un ser humano pueden, en el camino del inconsciente al consciente, sufrir mil interpretaciones distintas, de las que cada una puede ser correcta. El vidente y profeta no interpreta su historia de una manerapersonal,lapesadilla que le agobia no le anuncia la enfermedad personal o muerte personal, sino la enfermedad o muerte del conjunto, como cuyo órgano o antena vive. Puede ser una familia, un partido, un pueblo, puede ser también la humanidad entera.
 En el alma de Dostoievski eso que solemos llamar histeria, una cierta enfermedad y capacidad de sufrimiento, ha servido a la humanidad como órgano, como indicador y barómetro. La humanidad está a punto de notarlo. Ya media Europa, al menos media Europa oriental, se encamina hacia el caos, anda ebria en una locura sagrada al borde del abismo y canta arrebatada y ebria como Dimitri Karamazov. El burgués se ríe ofendido de estos cánticos, el santo y vidente los escucha con lágrimas.
 
 
(1919)
 
Hermann Hesse

 

 

25 de marzo de 2022

«Dostoievski descrito por su hija», Hermann Hesse


 

«Dostoievski descrito por su hija»
 
 Que una hija de Dostoievski viva aún, que le conociese al menos aún cuando era pequeña y tenga recuerdos directos y claros de él y que nos los trasmita ahora, es algo que debemos agradecer y aceptar como un regalo y disfrutarlo. Y de hecho aprendemos a través de este libro algunas cosas nuevas sobre Dostoievski, no muchas, pero sí algunas importantes y además un número de recuerdos pequeños, no esenciales en sí, pero llenos de vida.
 Si la autora de este libro no fuese la hija del gran escritor nos sentiríamos tentados a la crítica y, a menudo, a la más enérgica protesta, pues el libro muestra una clase de espiritualidad muy contradictoria y trabaja con teorías muy extrañas, incluso fantásticas, que incitan a la crítica por presentarse con la pretensión de ser una especie de prueba científica. Sin embargo, se trata de la hija de Dostoievski, y si, en lugar de ser una mujer ingeniosa y especial, fuese una inválida o una idiota me seguiría descubriendo ante ella y me alegraría de tener ocasión de mostrar mi aprecio a alguien que está tan próximo a Dostoievski y por cuyas venas corre su sangre.
 Las teorías con las que defiende la señorita Dostoievski sus argumentaciones requieren para la mayoría de los lectores una explicación, y más aún una traducción. Se trata de teorías raciales. Dostoievski no es explicado a través de su vida y sus obras, sino a través de su sangre, su origen, y entonces resulta que no es un ruso, sino medio lituano, medio ucraniano y que también esto son sólo mezclas, lo esencial, noble, valioso en él es una gota de sangre «normanda». Para Aimée Dostoievski Tolstoi es un alemán, Turgeniev un mongol. Naturalmente estas frases son estériles e inquietantes si las tomamos al pie de la letra como pretende desde luego su autora. Pero tenemos que recurrir a traducciones y conservar tranquilamente toda la escala de valores que la autora denomina normando, sueco, finlandés, europeo, alemán, mongol, etc., pero sustituyendo los nombres. Cuando se refiere a algo bueno, noble, distinguido dice normando, cuando se refiere a algo débil, joven e ingenuo dice eslavo, cuando odia dice «mongol» etc., y si traducimos razonablemente estas fantasías raciales, obtenemos una geografía del alma bastante fecunda y comprendemos que la hija tiene que sentir esto y aquello en Dostoievski como ucraniano, polaco, etc.
 Con esta limitación, con el consejo de tomar estas teorías raciales sólo simbólicamente, recomiendo encarecidamente el libro de esta mujer singular, valiente y obstinada. Hasta en él, en su peculiaridad y hasta en sus rarezas late el recuerdo de su gran padre.
 
 (1919)
 
Hermann Hesse

 

24 de marzo de 2022

Diálogo entre el escritor y el crítico (1930), Hermann Hesse


Diálogo entre el escritor y el crítico  (1930)
 
 Escritor: Insisto: la crítica tuvo en Alemania en ciertas épocas un nivel más alto.
 Crítico: Por favor, déme un ejemplo.
 Escritor: Está bien. Citaré el ensayo de Solger sobre las «Wahlverwandschaften» y la crítica de Wilhelm Grimm sobre «Berthold» de Arnim. Estos son hermosos ejemplos de crítica creativa. El espíritu del que proceden es difícil de encontrar hoy.
 Crítico: ¿Qué espíritu?
 Escritor: El espíritu del respeto profundo. Diga sinceramente: ¿cree que hoy son posibles entre nosotros críticas del nivel de aquellas dos?
 Crítico: No sé. Los tiempos han cambiado. Una pregunta: ¿cree que hoy son posibles entre nosotros obras de la categoría de las «Wahlverwandschaften» o de las obras de Arnim?
 Escritor: Ah, usted cree que según es la literatura así es la crítica. Usted opina que si hoy tuviésemos una literatura auténtica tendríamos también una crítica auténtica. Es posible.
 Crítico: Sí, eso es lo que opino.
 Escritor: ¿Puedo preguntar si conoce esos artículos de Solger y Grimm?
 Crítico: A decir verdad, no.
 Escritor: Pero supongo que conocerá las «Wahlverwandschaften» y «Berthold».
 Crítico: Las «Wahlverwandschaften» sí, naturalmente. «Berthold», no.
 Escritor: ¿Pero cree que «Berthold» tiene un nivel más alto que nuestra literatura actual?
 Crítico: Sí, lo creo por respeto a Arnim, y más aún por respeto a la fuerza que tenía entonces el espíritu alemán.
 Escritor: Pero ¿por qué no lee entonces a Arnim y a todos los demás escritores auténticos de aquel tiempo? ¿Por qué dedica toda su vida a una literatura que usted mismo considera mediocre? ¿Por qué no dice a sus lectores?: «Mirad, ésta es la verdadera literatura, dejad esa morralla actual y leed a Goethe, a Arnim, a Novalis».
 Crítico: Esa no es mi misión. Es posible que no lo haga por la misma razón por la que usted no escribe obras como las «Wahlverwandschaften».
 Escritor: Eso me gusta. Pero ¿cómo se explica que Alemania produjese entonces aquellos autores? Sus obras eran oferta sin demanda, nadie las quería. Ni las «Wahlverwandschaften», ni «Berthold» fueron leídos por sus contemporáneos, y tampoco hoy las lee mucha gente.
 Crítico: El pueblo no se interesaba entonces mucho por la literatura y hoy tampoco. Nuestro pueblo es así. Quizás todos los pueblos sean así. En la época de Goethe había muchos libros amenos, agradables, esos sí se leían. Y hoy sucede lo mismo. Los libros amenos son leídos, son criticados, no son tomados demasiado en serio por el lector ni por el crítico, pero responden a las necesidades. La gente lee y paga a los escritores amenos y también a sus críticos, los lee y vuelve a olvidar pronto.
 Escritor: ¿Y las obras literarias auténticas?
 Crítico: Se supone que están escritas para la eternidad. Su época no se siente por lo tanto obligada a tomar nota de ellos.
 Escritor: Usted debería haber sido político.
 
 Crítico: Exacto, eso es lo que quería, me hubiese gustado dedicarme a la política exterior. Pero entonces, cuando entré en la redacción, no había ninguna sección política libre, sólo me podían dar las páginas literarias.
 
Hermann Hesse

 

23 de marzo de 2022

La llamada «elección del tema», Hermann Hesse


 

La llamada «elección del tema»

 

 La «elección del tema» es un concepto habitual de muchos críticos, para algunos es incluso imprescindible. El crítico medio se enfrenta a diario a un tema que le es impuesto desde fuera. Aunque sólo sea por eso, envidia al escritor por su aparente libertad en el trabajo. Además el crítico del día trata casi exclusivamente con literatura de evasión, con literatura imitada y un novelista hábil, aunque también con una cierta arbitrariedad y por razones puramente prácticas, puede elegir su tema, aunque su libertad está también muy limitada. El virtuoso de la evasión, elegirá libremente su escenario, y siguiendo las tendencias de la moda trasladará su nueva novela al Polo Sur o a Egipto, dejará que se desarrolle en círculos políticos o deportivos, tratará en su libro problemas actuales de la sociedad, de la moral, del derecho. Pero detrás de esta fachada de actualidad hasta el imitador literario más astuto representará una vida que corresponda a sus ideas más profundas, establecidas forzosamente, no podrá evitar una predilección por ciertos caracteres, por ciertas situaciones, y una indiferencia por otros. Hasta en la obra más insulsa se manifiesta un alma, el alma del autor, y el peor escritor que no sabe dibujar ni un solo personaje, ni caracterizar claramente una sola situación humana, acertará en algo en que no había pensado: siempre desvelará su propio yo a través de su artefacto. En la literatura auténtica no existe una elección del tema. El «tema», es decir los personajes principales y los problemas característicos de una obra literaria, no es elegido nunca por el escritor, en realidad es la sustancia original de toda literatura, es visión y experiencia síquica del escritor. Este puede sustraerse a una visión, huir de un problema vital, dejar a un lado por incapacidad o comodidad un «tema» vivido auténticamente. Pero nunca puede «elegir» un tema. No puede dar a un contenido que por razones puramente racionales y artísticas considera apropiado y deseable, la apariencia de que es el fruto de un estado de gracia, que no ha sido pensado, sino vivido en el alma. Es cierto que escritores auténticos han hecho a menudo el intento de elegir temas, de mandar sobre la poesía: para los colegas los resultados de estos intentos son siempre extremadamente interesantes e instructivos, pero como obras literarias nacen muertas. En una palabra: cuando alguien pregunta al autor de una obra auténtica: «¿No deberías haber elegido otro tema?» —es como si un médico preguntase al paciente que tiene una pulmonía: «¿Por qué no se ha decidido usted mejor por un catarro?»

 

 

Hermann Hesse

 

 (1930)

22 de marzo de 2022

Sobre la lectura (1911), Herman Hesse

Sobre la lectura
(1911)

 
 La mayoría de las personas no sabe leer, y la mayoría no sabe bien por qué lee. Los unos ven en la lectura un camino difícil aunque ineludible hacia la «cultura». Los otros consideran la lectura una diversión fácil, con la que matar el tiempo y en el fondo les es indiferente lo que leen con tal de que no les aburra.
 Herr Müller lee el «Egmont» de Goethe o las memorias de la margravina de Bayreuth, porque espera hacerse así más culto y colmar una de las muchas lagunas que presiente en sus conocimientos. Ya el hecho de que sienta y controle con tanto temor esas lagunas es un síntoma de que sabe abordar la cultura desde fuera y que la considera como algo que hay que adquirir con trabajo, es decir que por mucho que estudie, toda la cultura permanecerá en él muerta y estéril.
 Herr Meier lee «por diversión», es decir por aburrimiento. Tiene tiempo, es rentista, tiene incluso mucho más tiempo del que es capaz de ocupar con sus propias fuerzas. Así que los escritores le tienen que ayudar a matar su largo día. Lee a Balzac como fuma un buen cigarro, y lee a Lenau como lee el periódico.
 Sin embargo estos mismos Herr Müller y Herr Meier, igual que sus mujeres e hijos, no son tan arbitrarios y tan poco independientes en otros asuntos. No compran ni venden valores del Estado sin tener buenas razones, han comprobado que las comidas pesadas sientan mal por la noche y no realizan más esfuerzo físico que el que les parece absolutamente necesario para adquirir y conservar la salud. Algunos de ellos hacen incluso deporte y tienen una ligera idea del secreto de este curioso pasatiempo por el que una persona inteligente no sólo se puede distraer, sino también rejuvenecer y fortalecer.
 Pues bien, igual que Herr Müller hace gimnasia o rema debería leer.
 No debería esperar de las horas que dedica a su lectura menos ganancias que de aquéllas en las que atiende a sus negocios y no debería dejarse impresionar por ningún libro que no le enriquezca con un nuevo conocimiento vivido, que no le haga un poco más sano y un día más joven. Debería preocuparse de la cultura tan poco como se preocupa por conseguir una cátedra y debería avergonzarse del trato con ladrones y rufianes de novela como se avergonzaría del trato con indeseables reales. Pero el lector no piensa de una manera tan sencilla; o ve el mundo de la letra impresa como un mundo absolutamente superior donde no rigen el bien y el mal, o lo desprecia en su fuero interno como un mundo irreal, inventado por especuladores, en el que se adentra por aburrimiento y del que sale con la sensación de haber pasado un par de horas relativamente agradables.
 A pesar de este enjuiciamiento erróneo y negativo de la literatura, tanto Herr Müller como Herr Meier, leen demasiado. Sacrifican a algo que en el fondo de su alma no les importa nada, más tiempo y atención que a algunos negocios. Sospechan vagamente que en los libros tiene que haber escondido algo valioso. Pero muestran con ellos una dependencia pasiva que en los negocios les llevaría pronto a la ruina.
 El lector que busca pasatiempo y recreo y el lector que se interesa por la cultura, presienten que en los libros hay fuerzas secretas de solaz y estímulo intelectual que no conocen ni saben valorar exactamente. Por eso hacen como un enfermo imprudente que sabe que en la farmacia hay muchos remedios buenos, y que se ponen a probar estante por estante, y frasco por frasco. Sin embargo, tanto en la farmacia real, como en la librería y la biblioteca cada uno podría encontrar la hierba adecuada y en lugar de envenenarse y empacharse podría sacar de allí fuerzas y estímulos.
 Para nosotros los autores es agradable que se lea tanto y quizás sea estúpido que un autor piense que se lee demasiado. Pero a la larga satisface poco un oficio que por todas partes es víctima de mal entendidos y abusos, y diez buenos lectores agradecidos son preferibles, —a pesar de que los derechos de autor sean más pequeños— y dan más alegrías que mil lectores indiferentes.
 Por eso me atrevo a afirmar que por todas partes se lee demasiado, y con ese exceso de lectura no se le hace ningún honor a la literatura sino una injusticia. Los libros no están para hacer aún más dependientes a las personas dependientes, y mucho menos están para proporcionar a las personas incapaces de vivir, una vida barata de mentira y evasión. Al contrario, los libros sólo tienen un valor si conducen hacia la vida y le sirven y son útiles, y cada hora de lectura es inútil si no proporciona al lector una chispa de fuerza, un atisbo de rejuvenecimiento, un hálito de nuevo frescor.
 Ya desde un punto de vista externo, la lectura es un motivo, una obligación para concentrarse, y no hay nada más falso que leer para «distraerse». El que no esté enfermo no debe distraerse sino concentrarse y dedicar siempre, en todas partes y a todo lo que haga, piense o sienta, todas las fuerzas de su ser. Por eso al leer hay que notar antes de nada que todo libro honesto constituye una concentración, una síntesis y una simplificación intensa de cosas complicadas. Cualquier pequeña poesía es ya una simplificación y una concentración de sensaciones humanas, y si al leer no tengo la voluntad de colaborar y participar con atención soy un mal lector. La injusticia que cometo así con un poema o una novela, puede serme indiferente. Pero al leer mal cometo sobre todo una injusticia conmigo mismo. Dedico tiempo a algo inútil, empleo fuerza visual y atención a cosas que no me son en absoluto importantes y que ya de antemano estoy dispuesto a olvidar rápidamente, fatigo mi cerebro con impresiones que no me sirven para nada y que no puedo digerir.
 Se dice a menudo que los periódicos tienen la culpa de esta manera de leer equivocada. Yo lo considero completamente falso. Se puede leer todos los días un periódico o varios y hacerlo concentrado y con entusiasmo y hasta se puede realizar un ejercicio sano y valioso en la elección y rápida combinación de las noticias. Y se pueden leer las «Wahlverwandschaften»
 («Las afinidades electivas»), como un pedante de la cultura o como un lector que busca el pasatiempo, de una manera que carece absolutamente de valor.
 
 La vida es breve y en el más allá no preguntan a nadie por el número de libros que ha leído. Por eso es imprudente y perjudicial pasar el tiempo con lectura fútil. No estoy pensando siquiera en libros malos sino sobre todo en la calidad misma de la lectura. De la lectura, como de cada paso y cada respiración que se hace en la vida, hay que esperar algo, hay que dedicar fuerzas para cosechar fuerzas más ricas, hay que perderse para encontrarse más conscientemente. Es inútil conocer la historia de la literatura, si de cada uno de los libros leídos no hemos obtenido alegría o consuelo, fuerza o paz del espíritu. La lectura superficial, distraída, es como caminar por un paisaje bonito con los ojos vendados. Tampoco debemos leer para olvidarnos a nosotros y nuestra vida cotidiana, sino al contrario, para volver a tomar con mano firme y con mayor conciencia y madurez nuestra propia vida. Debemos acercarnos a los libros no como colegiales asustados a profesores fríos, ni como desesperados a la botella de aguardiente, sino como montañeros a los Alpes, como guerreros al arsenal, no como fugitivos y desganados de vivir, sino como personas de buena voluntad a los amigos y salvadores. Si así fuese, apenas se leería la décima parte de lo que se lee ahora y todos estaríamos diez veces más contentos y seríamos diez veces más ricos. Y aunque eso condujese a que nuestros libros no se comprasen, y llevase a su vez a que nosotros los autores escribiésemos diez veces menos, para el mundo no sería ninguna pérdida. Porque hay que reconocer que no se escribe mejor de lo que se lee.

 
Herman Hesse
 
 
 

21 de marzo de 2022

Dejen que le diga a los jóvenes: Leonard Cohen


 
Dejen que le diga a los jóvenes:
no soy sabio, ni rabino, ni roshi, ni gurú
soy un mal ejemplo.
A las personas con experiencia
que han señalado el trabajo de mi vida
como algo barato, superficial, pretencioso, insignificante:
les digo; no saben
la razón que tienen.
Entre las putas
hay algunas
que preferimos hacer bien el amor
y entre (aquéllas) éstas
algunas
lo hacen gratis,
Yo soy una puta
y un yonqui.
si alguna de mis canciones
te hizo más fácil
algún momento,
por favor, no olvides esto.
 
 
Leonard Cohen
versión de J.L.C.

20 de marzo de 2022

Esto es una amenaza, Leonard Cohen


Esto es una amenaza.
¿Sabes lo que es una amenaza?
No tengo vida privada.
Te suicidaras
o serás como yo.
 
Leonard Cohen
 
Versión de Jose Luis Colombini

 

19 de marzo de 2022

Qué hago aquí, Leonard Cohen

Qué hago aquí
 
No sé si el mundo nos mintió
Yo he mentido
Yo no sé si el mundo ha complotado contra el amor
Yo he complotado contra el amor
El clima de tortura no sirve de consuelo
Yo he torturado
Aunque no hubiera existido la nube en forma de hongo
habría odiado
Escúchame
Yo habría hecho las mismas cosas
aunque no existiera la muerte.
Me niego a que se me sujete como a un borracho
bajo el frío grifo de los hechos.
Yo rechazo la coartada universal
Como un ninfomaníaco que ata a un millar
en una extraña hermandad
Yo espero
a que cada uno de ustedes confiese
 
Leonard Cohen
versión de J.L.C.

 

 

18 de marzo de 2022

Regalo, Leonard Cohen

Regalo
 
 
Me decís que el silencio
está más cerca de la paz que los poemas
pero si como regalo
te trajera el silencio
(porque yo conozco el silencio)
vos me dirías
Esto no es silencio
esto es otro poema
y me lo devolverías.
 
Leonard Cohen
 

 

 

17 de marzo de 2022

Durante mucho tiempo, Leonard Cohen

Durante mucho tiempo
 
Durante mucho tiempo
                             no tuvo música,
                             no tuvo decorados.
                    
Mató a tres personas
                      en las tinieblas de su ambición.
La lluvia no pudo ayudarle.
 
Sigue tu camino,
                    esto no es una visión que se te
                    ofrezca,
esto es la verdad.
 
Leonard Cohen
 
Versión de Jose Luis Colombini

 

16 de marzo de 2022

Me gustaría leer... Leonard Cohen


Me gustaría leer...
 
Me gustaría leer
uno de los poemas
que me empujaron a la poesía.
No recuerdo ni un verso,
no sé dónde buscar.
Lo mismo
me ha pasado con el dinero,
las mujeres y las conversaciones
cuando la tarde agoniza.
Dónde están los poemas
que me alejaron
de todo lo que amaba
para llegar a donde estoy
desnudo con la idea de encontrarte.
 
Leonard Cohen
 
Versión de Jose Luis Colombini

 

15 de marzo de 2022

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