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24 de agosto de 2020

El ajedrez. ¿Imita a la vida? Julio Requena

 

El ajedrez. ¿Imita a la vida? Julio Requena
 
 
TENGO un gran amigo que juega al ajedrez, así que por respeto a él no voy a vituperar ni desmerecer el juego-ciencia gratuitamente.
Me interesa solamente destacar el aspecto competitivo del ajedrez Mi amigo, estoy seguro, aprendió siempre a jugar por jugar, como se dice. Para él es inconcebible que se juegue por la mera satisfacción de ser un triunfador. Así que desde el fondo de mi corazón lo felicito por esta virtud. Por tanto, este artículo no va dirigido a él, que se desempeña como Juez laboral, y en consecuencia se preocupa por ser ecuánime, y en flexibilizar el rigor de la ley si es necesario, amparado en la epiqueya aristotélica de una sabia interpretación.
Aunque pienso que tampoco él se ha librado de caer en la trampa conceptual que han inventado los ajedrecistas prominentes, a saber, que el ajedrez ayuda a crear un campo de concentración (no el de exterminio, sino el de energía concentrada en sí misma) más inteligente, o sea, que el ajedrez despierta la inteligencia. Ya veremos cómo esta maquiavélica concepción de la competencia como inteligencia es la causa primordial del odio disimulado. Por el contrario, juzgo que la competencia es desamor, intensificación ex-trema de la egomaquia (lucha social), esa lucha social del Ego, esa execrable separatividad que establece la falsa concepción de que hay que competir para autosuperarse. Todos los juegos en que intervienen contrincantes están viciados de egomovimiento (el movimiento natural del Yo), y por tanto de agrio desamor. Al emplear esta palabra me evito recurrir a otras que expresen separatividad por competencia.
El canibalismo de la competencia es la causa del desamor y del odio disimulado. En todos los órdenes de la vida en que haya que competir para ganar, ¿quién es el que gana? Siempre hay un Ego y un humillado Perdedor. Me apresuro a aclarar que hay una competitividad natural en la lucha biológica por la existencia. Ya, desde la cifra millonaria en que el maratón de espermatozoides emprende su carrera para llegar uno solo de ellos al útero, la vida misma nos está diciendo que no existe nada sin esfuerzo. El esfuerzo, así, es la mano que tensa el arco. Es la semilla cuyo vientre puja y puja por sacar la raíz. Es la voluntad de imponer su energía vital. La vida toda pareciera entretejer su voluntad de imponerse y reproducirse en todas, todas sus manifestaciones. El fractal genesíaco, a partir del cual cobra forma el episodio morfológico-geométrico de la materia, es el mejor ejemplo. Encontramos siempre un motor activo, dinámico y eterno, en la multiplicación de la biodiversidad espléndida y cuantiosa. Encontramos la voluntad creadora del Universo, la despótica pero necesaria aparición del principio ordenador de todos los fenómenos, desde el átomo organizador hasta la fantástica desintegración del hoyo negro astronómico.
Convengamos entonces que así es la Vida.
Pero, al mismo tiempo, y más allá de esa inexorable fuerza y ley del turbión fenoménico, yéndonos psiquismo adentro me interesa investigar si esos contenidos de nuestra mente –la envidia, la mentira, la ambición, el odio, la codicia, la extrañeza del otro, la servidumbre impuesta, la insociabilidad, la máscara de la respetabilidad, el disfraz del engaño, la agresividad solapada de la soledad, el insulto (“saltar sobre el otro”) violento y provocador, la ira desatada, la burla despreciativa, la discriminación racial feroz, el supremacismo de la ciencia, la imposición excomulgante de las religiones y la política– son realmente una invención de la competitividad aprendida ya en nuestra infancia desde el colegio.
Así, se nos educa para competir. Algunos, para ser guerreros inmisericordes. Otros, para saborear el gusto a sangre del asesinato…
Los norteamericanos, uno de los pueblo deportivos más estimulado por su gobierno, no dicen de alguien que es un ganador, sino que no es un perdedor.
Ser un perdedor es sinónimo, para ellos, de ser alguien condenado a no existir, barrido de la vida de relación.
Tanto es el desprecio que se siente por ese alguien que ha quedado fuera de la competencia misma. Tanto desamor que se inyecta en lo minusválido de una persona no realizada.
¿Cómo esperar, de este modo, que haya paz?
La paz es la suprema palabra que debería importarnos a todos. Suficiente guerra hay ya dentro de nuestra intimidad de conciencia, condicionada y estimulada en la competencia por sobresalir y alcanzar el éxito.
La paradoja es que logrando el éxito uno queda fuera de sí mismo, queda hueco como un molde para hacer la figura de cera, queda vacío, hecho un androide. Etimol. “éxito” es “quedar, salir”. Es lo contrario de lo que se busca, puesto que el éxito obliga a conservar el título o trofeo ganado, y entonces la pobre víctima del éxito ya no tiene más vida interior: depende del espejismo social…
El ajedrez, entonces, desde su creación como un juego-competencia, significa que es un tablero bélico, en que la inteligencia creadora queda sustituida por la estrategia de la astucia. Estrategia es estrategia, no alude a otra cosa, y estratega es ese: el que planifica la guerra.
No insistiremos más en este aspecto, en que cada pieza de los 64 casilleros o escaques representan figuras guerreras sobre el campo de batalla de la competencia.
Sólo nos interesa destacar que donde hay pelea hay competencia, y viceversa.
Ahora entraré de lleno a lo que pude observar en una competencia organizada muy bien para el entonces campeón mundial Garry Kasparov (a quien se considera uno de los campeones mundiales más inteligente de todos los tiempos) y, curiosamente, la máquina Deep Blue.
Esta máquina, cuyo nombre es tan poético (“Azul profundo”) protagonizó una sensacional pugna científica entre el cerebro humano y la nootecnia, o ciencia cibernética de la inteligencia artificial.
Sus creadores, hombres de la IVM, desafiaron a Kasparov a medirse con esa computadora gigante (casi como venida de otra galaxia).
El escenario estaba lleno de gente, quienes aplaudieron cordialmente cuando apareció Kasparov, embutido en un traje con camisa sin corbata, deportivo y ferozmente desafiante.
Esto de “ferozmente desafiante” no es un capricho gratuito. Se lo veía a Kasparov en actitud de tigre caminando astutamente hacia la mesa (el circo), donde lo esperaba el invisible contrincante.
Quizá el invisible jugador haya podido influir en el estado de nervios del jugador ruso, puesto que aquello que no vemos nos amedrenta. Justamente, cuando dos ajedrecistas se enfrentan, pueden observarse ellos sus rostros y adivinar la jugada que desarrollarán.
Pero en este caso, ¿quién era Deep Blue, dónde permanecía no humana la súper máquina, el robot insensible, fríamente matemático, estratega inmisericorde?
Kasparov, pobre, quizá ya se sentía solo frente a este ente mecánico invisible.
Y así fue.
Jugada tras jugada, el jugador ruso sufría, sufría horrores. Acodado, muy desparramado, transfixionado (traspasado) de dudas.
Como que comenzó a transpirar. Su nariz aquilina, propia de las aves de presa (hasta en esto la Naturaleza le da a cada uno, a cada individuo, un rasgo fisonómico-metafórico: aquí el pico del águila ‘aquilina’), su nariz husmeaba la tragedia)…
Y el halcón Garry no podía agarrar la presa mecánica.
El ave Deep Blue volaba demasiado alto.
Y el halcón peregrino o caracará llamado ahora Garry, a pesar de su nariz aquilina no podía con la máquina.
Y así fue que el campeón ruso, campeón por más de 20 años consecutivos de los torneos mundiales, abandonó la mesa violentamente iracundo…
Fue tan evidente que su Ego estalló, que los presentes se sintieron apiadados por él y lo mismo lo premiaron con un aplauso tan cordial como cuando entró a competir. Es que siempre se aplaude al Ego.
¿El significado de todo esto?
La humillación padecida por Garry Kasparov por una máquina. Esa humillación que por primera vez en la historia humana alguien no humano, casi un alienígena, le infligiera al Ego de un hombre. No un hombre cualquiera. Al del portador de un Ego cultivado minuciomente en la competencia durante más de 20 años… ¡Qué lección!
Garry, una vez serenado su ánimo aquilino, lo reconoció. Ya tranquilo, ya más humano, dijo que pediría la revancha, porque no estaba convencido de haber perdido. Y agregó, en el colmo de su reacción egocéntrica: “La máquina no puede ganar, simplemente porque es estúpida”.
No podía creer ni aceptar la derrota a manos (bueno, a manos no, a engranajes sí) de una máquina “estúpida“. Después escribiría un libro, un libro naturalmente describiendo su vida de ajedrecista, al que tituló “La Vida imita al Ajedrez”.
¡Qué título! Propio de su aerostático Ego…
Y después se dedicó a la política. Se presentó como candidato para enfrentar a Putin, el presidente de Rusia.
Creyendo, por supuesto, y no sin razón, que la política es también una astuta estrategia, un tablero de ajedrez de infinitos escaques por donde transitan las piezas de la hipocresía y la mentira.
En definitiva, ¿es no más el ajedrez un juego-ciencia?
¿O, más bien, es una estrategia para cultivar el desamor?
No se lo pregunto a mi amigo. Se lo pregunto a Garry Kasparov.
 
Julio Requena

23 de agosto de 2020

¿Qué dice de nosotros el código bíblico? Julio Requena



¿Qué dice de nosotros el código bíblico?  Julio Requena
 
 
NO se trata de creer en la Biblia, ni mucho menos de creer que existe en ella un escondido código de todos los sucesos de la humanidad, tanto los que ya fueron como los que vendrán, lo que de por sí constituye un hecho muy extraordinario. Sin embargo, y debido a la persuasión matemática de quienes aparentemente lo han descubierto, el tono profético exacto indicaría, directa y asombrosamente, que este código está escrito por el mismísimo Creador del Universo… En términos hebreos, por el iracundo Jehová, el Jehová de la Torá, exclusivamente, ya que los judíos han inventado la leyenda de que su Dios los ha elegido para guiar a la humanidad. Si no, que lo digan los desdichados palestinos, a quienes los sionistas, para justificar sus crímenes de lesa humanidad, los viven matando en nombre de Jehová…
En principio, la Biblia tiene la forma de un “gigantesco crucigrama”, “en donde están contenidos los hechos de más de 3.000 años de antigüedad, hechos cruciales para el mundo, desde la segunda guerra global hasta el escándalo de Watergate, la bomba de Hiroshima, la llegada del hombre a la Luna, o el reciente impacto de un cometa sobre la superficie de Júpiter”.
Más que asombroso, increíble.
¿Quiénes han sido estos matemáticos judíos que han causado sensación –y hasta no se han salvado del sensacionalismo debido a la truculencia de la noticia– por dar a conocer el descubrimiento asombroso e increíble?
El que dio a conocer a nivel mundial el Código Bíblico fue el periodista Michael Drosnin en 1997.
Drosnin fue el heraldo del Código. Lo difundió con fervor entusiasta, pero tampoco él pudo evitar que el libro que publicara fuera tildado de sensacionalista (o él, Drosnin) debido así a que ninguna profecía se ha cumplido.
Es el destino de toda profecía tremendista no cumplirse, según el síndrome de Casandra.
Casandra era una profetisa, a quien los dioses castigaron en su poder predictivo haciendo que nadie creyera en ella.
Aquí reside el eterno descrédito en que caen las profecías vaticinadoras, sobre todo, del fin del mundo. Drosnin no rehuyó la tentación de dar la suya: “el fin del mundo ocurriría en el año 2006 como consecuencia de una catástrofe nuclear”.
Uno respira aliviado después de que la profecía ha fallado (Casandra movió sus labios en vano). Pero pensemos cuál es el propósito de todo vaticinio terrorista. Es indudable que está en la índole de la mentalidad humana, desde los inicios históricos, profetizar el fin de la especie. La “doble visión” profética ha existido a lo largo de la historia humana. José, la figura bíblica; Cagliostro, el mago; Nostradamus, el “infalible”; Edgar Cayce, el profeta dormido; Solari Parravicini, con sus dibujos ilustrativos, Baba Vanga, la adivina búlgara ciega, que predijo el fin del mundo para el año 5079; y tantos otros… entre ellos nada menos que el contrahecho científico y físico teórico Stephen Hawking, quien vaticinara:
“Predigo con seguridad que el Universo no interrumpirá su expansión en 10.000 millones de años”.
Es claro que esta infantil predicción de un final, está también contaminada por la creencia de dominar el Tiempo, nada menos… Así que ¡pobre Stephen!
Yo deduzco que, más allá del miedo infundido a quienes leen las profecías y se sugestionan creyendo que, efectivamente, el final de los tiempos llegará, palpita toda una oscura concepción de resentimiento social. En el caso de Drosnin, por su condición de judío. Ya se sabe que el judío se siente víctima de una repulsa mundial. El famoso “judío errante”.
Cuando se vive pensando que el hombre es malvado (como lo hacen las religiones, paradójicamente volviéndose contra el propio Dios que han creado), y que este mundo está perdido por la degeneración incesante del maleficio diabólico, con todos los condimentos monstruosos que dan pábulo a los argumentos iracundos y tenebrosos, entonces el resentimiento se hace oír. Los oídos humanos, precisamente, actúan de manera muy cobarde frente a los acontecimientos abisalmente críticos. El augur se yergue en la sociedad como un mago o chamán infalible. Recordemos que las religiones siempre han echado mano a una palabra todopoderosa: el pecado, para justificar la desaparición del hombre. El augur se ha asociado al futuro como la dimensión en que transcurrirá el vaticinio.
 
La profecía nunca es hoy, siempre es mañana.
 
El engaño, así, es obvio. Como nadie conoce el futuro de nada, se intenta amilanar a la gente obligándola a creer -por el miedo al mañana- qué sucederá: ese inevitable y cruel qué sucederá con el futuro de la especie.
Bien, si la profecía de Drosnin no se ha cumplido, ¿deberemos por esto descreer del Código Bíblico? Seamos imparciales. Otras, parece que se han realizado..
El método computacional descubierto por Eliyahu Rips, el descubridor del Código oculto, tanto como sus seguidores Witztum y Gans, es arduo de describir; pero parece que al instalarse la polémica en el orbe científico los matemáticos judíos extremaron las investigaciones para no ser acusados, obviamente, de charlatanes.
Los objetores del Código Bíblico son también varios, y sobresale de entre ellos el australiano Brendan M’kay, quien dice haber encontrado muchas secuencias iguales en el libro Moby Dick.
Es decir, ¿qué es lo válido aquí a descubrir?
Indudablemente que una, una sola profecía se cumpla, pero dado que la Biblia hebrea tiene 304.805 letras, concedamos que pueden existir varias profecías.
La mente, nuestra mente, se complace tenazmente en querer ver el futuro, y siempre cae –relapsa al fin– en la tenebrosidad del pronóstico.
Es decir, ¿qué es lo legítimo aquí de recuperar?
Indudablemente el hecho de que todos somos cómplices de una conspiración mundial.
“Conspiración” significa “respirar con otros, junto a otros”. Y debido a que todos los habitantes del planeta estamos continuamente respirando por las narices de los otros, se deduce que toda profecía entra y sale no por los oídos sino de las narices…
Esto no es una ‘boutade’, una ocurrencia. Por eso profetizar es escandalizar la lógica y entregarse a un devaneo futuro especulativo.
Mejor: profetizar es no profetizar, pero hacer creer que la amenaza hará realidad lo que dice.
¡Qué pena, qué lástima que no haya un consenso universal científico acerca de los vaticinios del Código Bíblico, porque nada se compara a un grandioso relato de ciencia-ficción!
 
Julio Requena

22 de agosto de 2020

El sentido y sentimiento de la paz humana, Julio Requena

 

 

El sentido y sentimiento de la paz humana, Julio Requena

 

In memoriam Cristina Beatriz Rodríguez

Las Leyes de la Armonía Universal

 


La Primera Noble Verdad del budismo dice: “La vida es una larga agonía, no es sino dolor; y el niño tiene razón en llorar cuando nace". La elección de esta frase es así posible por su antigüedad histórica y por su reflexión filosófica, ya que desde siempre la humanidad ha aceptado tal verdad. En efecto, si analizamos la palabra agonía (agón) vemos que ella significa lucha, combate, angustia. Y el ser humano, desde sus inicios, prácticamente no conoce otro estado viviente más que el del dolor físico y psicológico, es decir, la agonía.
De modo que su transcurrir está marcado por esa fatalidad de ser una dolorosa supervivencia, porque se sostiene entre la vida y la muerte. De ahí que en el constante fragor de su cotidiano batallar, el hombre haya preferido la palabra paz para desearle a la persona viva tranquilidad y serenidad de espíritu, en tanto un deseo de “descanso en paz” para la persona muerta.
Absolutamente todo el destino de la humanidad se ha venido desarrollando a través de este juego antagónico de la dualidad existencial.
Así, hemos aprendido que el acto de vivir depende, fundamentalmente, de la armónica convivencia con los demás, armonía que todos los fenómenos del Cosmos demuestran realizar para mantenerse unidos entre ellos por obra de leyes primordiales forjadoras del orden.
Nadie, entonces, pone en duda que la paz ejerce una gravitante importancia en las cuestiones del quehacer humano destinado al funcionamiento correcto de la sociedad. Podría afirmarse que existimos gracias a la existencia de la paz. La paz es el orden que establece la armonía.
 
El Diálogo

Pero la palabra paz es una abstracción, y para su concreción ella necesita ser revelada. Desde las organizaciones sociales más tribales y primitivas hasta lo que son nuestras modernas sociedades industriales y las tecnocráticas, se ha venido manejando un instrumento idóneo para ello: el diálogo.
El diálogo (del griego ‘dialogos’, conversación de dos o de varios’) hizo factible el entendimiento de la vida de relación. Sin dialogar no imperaría la comunicación entre otros, ni la transmisión de las ideologías, y ni siquiera el amor por el semejante. Si bien es cierto que nombrar la cosa no es comprenderla, no lo es menos dejarla sin nombrar. La “aparición” de las cosas depende del interés que le prestemos a ellas. Las cosas están ahí a condición de saber cómo se llaman. Ignorarlas es dejarlas en silencio, en tanto verbalizarlas es darles identidad.
Se comprende, entonces, la suprema importancia que asume el diálogo como palabra en acción intelectual.
 
Saber escuchar

Pero el diálogo no es solamente comunicarse con palabras, sino saber escuchar. Escuchamos meramente por cortesía, pero no por ganas de aprender sobre el tema en sí y el interlocutor. Escuchamos de memoria. Ella es la culpable de la pérdida de espontaneidad para emprender un diálogo siempre nuevo y fresco, porque la memoria está presidida por la obviedad.
La obviedad (‘que sale al paso, que se presenta por el camino expuesto’: ob = ‘contra, a, ante’; viam = ‘camino, vía’) es como la rutina, que significa “camino trillado”. Obviedad y rutina: dos caminos paralelos que traza la memoria para alejarnos del diálogo.
¿Cómo es esto? ¿Simulamos hablar, cuando en verdad no hacemos más que repetir de memoria una contestación que ya estaba registrada en el cerebro por las generaciones antepasadas?
Y también lo hace la frase hecha.
Si bien uno lo observa, cuando hablamos o contestamos empleamos todo un catálogo de frases hechas. De este modo, no hay ninguna originalidad en el diálogo, o muy poca, debido entonces a que la pobreza expresiva (la inopia, más bien) atomiza una verdadera comunicación. Así nos perdemos la preciosa oportunidad de llegar al otro y comprenderlo mediante una expresividad que no sabe de paciencia ni de elección de las palabras para hacerlo.
Esta franca pereza coloquial es un auténtico falsiloquio.
Es la falsedad de no saber escuchar. Siempre estamos apurados por interrumpir al otro. Por eso, toda la tragedia de la falta de diálogo verídico reside en no saber escuchar. Es el arte más difícil, sin duda, pero simultáneamente es la única forma de amar al otro asumiéndolo desde el lenguaje.
Quizá todo el amor al otro esté expresado en esa axiomática frase.
¡Cuántas malas interpretaciones se evitarían si el diálogo se cumpliera!
Primer descubrimiento: amar es posible, en su estricta significación de “amar al otro como a uno mismo”, cuando éste se dispone a saber escuchar. Para ello hay que emplear una sencilla fórmula: olvidarse de usar la frase hecha. Es preciso indagar plenamente, a conciencia, en las entrañas del lenguaje. Las palabras son, como lo supieron los antiguos griegos, unas cosas vivas, entes prodigiosos que cumplen la misión de llegar al otro para alcanzar la comprensión.
Toda la tragedia humana, la extrañeza por el prójimo y el patetismo de ignorar sus reales necesidades y prioridades, ancla en esa visión y cuestión fundamentalísima del diálogo viviente, no automático.
 
La actuación del Silencio frente a la Paz Interior
Segundo descubrimiento: sin el inestimable ser del silencio, del silencio casi místico de querer absorber al otro, tampoco hay una auténtica comprensión. Para saber escuchar es menester saber estar en silencio.
El silencio es, metafóricamente hablando, el estetoscopio del lenguaje. Con ese silencio, y desde ese silencio, hay que auscultar.
Auscultar significa saber escuchar. Como que escuchar deriva de auscultar, que es “aplicar el oído para oír, prestar atención a lo que se oye”.
A su vez, para entender (comprender) hay que atender, vale decir, resucitar el mismo origen de estos dos vocablos: “intendere = tender hacia, llevar la atención hacia un fin”.
Recapitulando, para un importante y verdadero diálogo, se hace así imprescindible: a) saber entender; b) saber estar en silencio; c) estar dispuesto a no hacer frases hechas; d) saber escuchar.
En estas cuatro normas se encuentra la semilla fértil del diálogo.
Escuchando hablar a los políticos, por ej., se percibe que ellos no cumplen con este sagrado mandamiento del lenguaje de no practicar el fraude del monólogo en sustitución del diálogo. Siempre hay en ellos, corridos por su deseo egocéntrico de sobresalir, la manía separativa de ignorar el diálogo, propensos como son al insulto o al escarnio, pero nunca a la perentoria necesidad de saber dialogar para hacerse entender.
Mientras el ser humano no utilice correctamente el invalorable instrumento de la palabra oral (la escritura es demasiado fácil o rebuscada para comunicar sentimientos) no habrá no solamente el esperado entendimiento, sino -lo que es muchísimo más importante- la buscada paz.
Esta paz proviene de nuestra sinceridad. Es saber expresar nuestra sinceridad.
 
La Paz como la libre expresión de la palabra del escritor
Asociada con el vocablo libertad, la creación literaria emerge de los labios del escritor como una auténtica pasión por decir la verdad.
Decir la verdad no es posible si, previamente, no se está en libertad para expresarla. Luego, la creación verbal es la creación de la libertad. Esto no es un sofisma ingenioso. Es la esencia misma de la anhelada libertad creadora, que, por reflejo inmanente, crea lo literario.
Creación y libertad, o libertad y creación, de tal modo, son “aseidades” (seres que existen por sí mismos) en virtud de que el escritor las necesita para poder vivir en forma pacífica.
Así es que la verdad -la verdad del escritor asumiendo el mundo- se le revelará en la medida de estas fidelidad y lealtad a su apostolado por la libertad, la que le traerá la experiencia personal de la creatividad.
Desde luego, esa libertad es, traducida en el papel, la libre expresión de la palabra, por cuya causa han sacrificado su vida muchos escritores, además de esforzados periodistas y de tantos documentalistas camarógrafos.
 
Las revoluciones ideológicas

¿Se justifica dar la propia vida en aras de un ideal? Nunca. Porque los ideales son puras abstracciones egoicas, sin asideros en la vida real. Y si nuestra vida no se repetirá, ¿tiene sentido sacrificarla antes de tiempo y aspirar a la ilusoria recompensa de quedar en la memoria de los demás?
¡Qué diferencia, por ej., con el Subcomandante Marcos, aquel portavoz del Ejército Zapatista de Liberación, cuyos discursos tendieron a pacificar los reclamos por la justicia social!
Baste este breve párrafo para demostrarlo: “¿Por qué es necesario matar y morir para que ustedes, y a través de ustedes todo el mundo, la escuchen a Ramona (la Comandanta), que está aquí, decir cosas terribles?”
Si bien es cierto que Carlos Marx desarrolló en “El Capital” su tesis científica y pragmática del trabajo, postulando desajenar al proletariado, llevarla a la práctica sigue siendo un utópico y sofisticado deseo intelectual, porque el hombre, al no querer conocer o ignorar cómo funciona su mente, tampoco puede conocer la mente del otro, es decir, su equivalente de projimidad.
Por eso, sin un cambio serio y en paz de la estructura psicológica de la mente humana, no hay posibilidad alguna de que las relaciones entre patrón y obrero se reconcilien.
Desde el instinto egocéntrico, la explotación esclava del trabajador ha venido conformando la historia de la humanidad, cuando todo es muy simple: si uno ve que el otro es uno mismo, con el cual comparte la vida, entonces cesa el daño, porque nadie puede perjudicarse a sí mismo si no esclaviza al otro. Ser es compartir. Amar.
Ninguna ideología, ni política ni religiosa, ama al hombre, porque lo someten para obtener el resultado apetecido. Por eso, la pertenencia a una ideología es la muerte de la libertad. La ideología crea la extrañeza del que no pertenece a ella. La extrañeza es el fértil terreno del odio. El odio es el cazador del bien, y sólo por el bien se llega a la comprensión de la unidad del género humano, no por las revoluciones políticas.
 
Liberarse de la mitología de lo divino: el Yo como el buscador de su salvación
Sabemos cómo el Ego humano, aferrado a su primitiva animalidad, que está configurada por sus órganos sensoriales, busca indudablemente su propia salvación; y así trata de conseguirla aduciendo que el hombre ha sido creado por la clonación misma de la entidad divina. Bajo este fraudulento conformismo, el cual casi nunca es investigado porque la fe prohíbe hacerlo, el hombre medio transcurre sus días convencido de su genealogía sagrada.
Sin embargo, apenas uno examina qué es el Yo o Ego, no puede entonces menos que horrorizarse o escandalizarse, porque vivimos incubando un despreciable Yo de huevo de serpiente, que muy poco tiene que ver con una concepción de lo sagrado.
Todo lo contrario: el Yo es una bomba de violencia e intolerancia, pronto a estallar al menor choque con la opinión contraria. Esto recuerda a la palabra china “yo”, que significa una bola de hierro rellenada de una mezcla de salitre, azufre y resinas, y que se considera la primera bomba tirada contra los mogoles cuando asediaron la capital de ese país.
Este símil con el yo psicológico no es rebuscado si se está entonces de acuerdo con su carácter de agresividad explosiva, listo a estallar en cualquier momento como bomba de tiempo.
Muy pocos son los que tienen el lúcido coraje de analizar su yo y abominar de él, como lo hace el pensador actual Emile A. Cioran: “Sería capaz de cualquier sacrificio para librarme de este yo lamentable, que en este instante mismo ocupa en el Todo un lugar con el que ningún dios ha osado soñar”.
O admitir una autoincriminación desesperada, como la del físico nuclear Marcus Oliphant, quien se acusó a sí mismo de “criminal de guerra” por haber contribuido a la creación de la bomba atómica.
El conocimiento propio es un proceso inherente al yo, y su enfoque es la autoobservación atenta de sus movimientos, siempre cambiantes y huidizos, en total consonancia con la Realidad Fluyente que nunca cristaliza, que no es continua ni permanente, y de ahí que deba ser descubierta en el eterno presente. Y respecto del yo o ego, no se sabe hasta qué punto es -precisamente por su abstracción tan radicalizada- una construcción arbitraria y el concepto más equívoco de todos, a punto tal que algunos de los investigadores de la conciencia, como Rodolfo Llinás, han necesitado calificarlo de “invento”: “El yo es un aparato local, un invento listo y conveniente del propio cerebro”.
Ya en la antigüedad de los faraones, es notable cómo al inventado yo se lo transfería a la estatua del muerto, la cual simbolizaba su segundo yo o ‘ka’. Y debido precisamente a su característica de “virtualidad” o “ka”, más que de una realidad consistente, David Hume apuntaría: “Jamás he podido captar mi yo en ningún instante sin una percepción, y nunca he podido observar nada que no fuese la percepción”.
De ahí que no haya un yo en sí mismo, sino que sus plurales manifestaciones siempre deben ser observadas en pasividad mental, lo mismo que si se estuvieran contemplando las imágenes de una película cuadro por cuadro. La característica más real de nuestro yo o ego, paradójicamente, es su permanente identidad oscilante, su cambio de una entidad a otra entidad reciente, cambios que llamamos “estados de ánimo”.
¿Qué definición exacta podemos entonces dar de este yo nuestro, que por no querer perecer desea autoesculpirse?
La confusión existe aún dentro de la propia maraña de la terminología psicológica, en donde reconocidos y hasta insoslayables autores como Freud, Lacán o Jung se sirven de la descripción literaria para poder así capturarlo. Estos tres investigadores del “aparato psíquico” no en vano son los que han creado, o “inventado”, más vocablos para designar la resbaladiza y proteica naturaleza abstracta del ego. Se diría que los tres son por vocación escritores literarios (¿hasta qué punto frustrados?), o, al menos, que han pretendido escribir desde la vertiente de la literatura, y ello demuestra que sus estilos son de factura netamente literaria por su afinidad con la capacidad intrínseca que tiene la literatura para reinventar continuamente la conciencia léxica.
 
La Meditación y el Cese del Yo para alcanzar la felicidad y paz de la mente
Jiddu Krishnamurti es quien ha propuesto un nuevo modo de meditar, del cual resulta una nueva cosmovisión que conduce a la felicidad de la paz mental.
Sus descripciones sobre los paisajes de la Naturaleza son verdaderamente cautivantes, no sólo por su destreza en capturar a pleno el ‘momentum’ de la contemplación, sino por su apertura a la totalidad de una visión liberada de condicionamientos.
Transcribiremos aquí uno de los múltiples ejemplos de tal forma de observar: “Había llovido mucho durante todo el día y toda la noche, y el riachuelo fangoso fue formando arroyuelos que desaparecían en el mar dándole color de chocolate. Paseando por la playa, podía verse la magnitud de las olas que con fuerza se rompían dibujando magníficas curvas. Caminando contra el viento, súbitamente se sentía que nada existía entre uno mismo y el cielo, y esta abertura total era una especie de paraíso. Hallarse tan abierto, tan vulnerable a las colinas, al mar y al hombre, es la misma esencia de la meditación”.
O sea, la paz mental.
 
Julio Requena

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