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30 de septiembre de 2015

Crónica, Alejandro Nicotra

CRÓNICA

La luz de la realidad
tiene el color arduo del amanecer.

He visto, a esa hora,
cómo vacilaban las paredes
y la inquietud de los árboles
y pájaros como gritos por el cielo.

He visto
una torre yacente
y el ángel roto
de su cruz.

La luz del amanecer
es también otro ángel, de alas sin término:
he visto sus ojos desiertos
ni piadosos ni crueles
sobre los ojos y las gargantas humanas.

En el azar del día,
sobrevivimos.

ALEJANDRO NICOTRA
[En “Lugar de Reunión”,

Taladriz, Buenos Aires, 1981]

29 de septiembre de 2015

Presentación del Primer Anecdotario Dolorense "Rescate del Ayer"


Presentación del Primer Anecdotario Dolorense  "Rescate del Ayer"
Sala de Arte Municipal. 25 de setiembre de 2015. Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Organiza Círculo de Narradores de Traslasierra “ Paso del Leon” y Biblioteca Pedagógica de Villa Dolores.
Conducción del acto: Alejandra Nieto.
Palabras del Presidente del Círculo de Narradores de Traslasierra “ Paso del Leon” Víctor Romero (Víctor Saturni)
Palabras de Isabel Nieto Grando
Profesor Nazareno Farias autor de la tapa del anecdotario
Entrega de anecdotarios: Enzo Angellotti, Osvaldo Guevara, Justo Valdarenas, Mario Torres, Beatriz Tombeur, Hugo Herrero, Roque Rojas,  Roberto Pablo “RPG” Garcia, Rafael Horacio López, Gerardo Garro, Maria Luisa Ortiz, Ñatita Nieto, Nazareno Farias, Mónica Fornés.
Lecturas de Anécdotas:
Enzo Angellotti lee El cochecito amarillo de Felipe Angellotti
Rafael Horacio López lee Pasiano
Jose Luis Colombini lee Santa Bárbara de Aldo Amaya
Justo Valdarenas lee su anécdota La Batalla que no fue
Victor Saturni lee Añoranzas de Roque Adolfo Rojas
Alejandra Nieto lee la anécdota de su autoría Cochero de Plaza
Hugo Herrero lee la Piojera

Mario Torres lee su anécdota Apuntes desde la farmacia

28 de septiembre de 2015

Los Pelícanos De Plata - Manuel Mujica Lainez


Los Pelícanos De Plata - Manuel Mujica Lainez
1615

Melchor Míguez da los últimos toques con el cincel al gran sello de plata que ostenta en su centro el escudo de la ciudad. Ya está lista la obra que por castigo le impusieron los cabildantes hace veinte días. Hay tres cirios titilantes sobre la mesa y el fondo del aposento se ilumina con las ascuas del hornillo, bajo la imagen de San Eloy. El platero enciende dos velas más. Ahora la habitación resplandece como un altar, alrededor del santo patrono de los orífices. Melchor ajusta el mango de madera al sello y lo hace girar entre los dedos finos, entornando los ojos para valorar cada detalle. Está satisfecho con su trabajo y los ediles tendrán que estarlo también. En el círculo de plata maciza, abre sus alas el pelícano heráldico. Cinco polluelos alzan los picos en torno. Tal es la descripción que le hizo el capitán Víctor Casco, alcalde ordinario, cuando le leyeron la sentencia y Melchor Míguez se ha ceñido exactamente a lo dispuesto. Luego, mientras burilaba los animalejos de abultado buche, salieron otros vecinos, viejos pobladores, alegando que ésas no eran las armas que Juan de Garay había diseñado para Buenos Aires, que ellos creen recordar que se trataba de un águila con sus aguiluchos; pero el terco alcalde se mantuvo en sus trece y no hubo nada que hacer. Pelícanos le pedían al platero y pelícanos había labrado.
Se recostó en el respaldo de vaqueta y suspiró. Esa noche su mujer quedaría libre. Lo había prometido y tenía que cumplir. Extendió la cera verde sobre un trozo de pergamino y aplicó encima el sello de plata: los palmípedos se destacaron en la sobriedad primitiva de las líneas. Pronto se multiplicarán en los papelotes del Cabildo entre las firmas inseguras.
Y su mujer podrá irse, si quiere. A lo mejor se va esa misma noche para Santa Fe, donde tiene una hermana. Al alba partirá una tropa de carretas con negros esclavos y mercancías. Que se vaya con ellos. No le importa ya. El otro, el amante, se ha fugado de la ciudad, con la cara marcada para siempre. Acaso se encuentren en Santa Fe. ¿Qué le importa ya al platero? La señal de su cuchillo quedará sobre el pómulo del otro, para siempre, para siempre. Y cuando la adúltera le abrace, aunque sea en lo hondo de la noche de tinta, la cicatriz en medialuna se inflamará para enrostrarle su pecado. No podrá rozarla sin que le queme las mejillas como una brasa.
Después de todo, los alcaldes no extremaron el rigor. A cambio de la herida, lo único que le han exigido es que labrara ese escudo, sin cobrar nada por la hechura. El mayordomo de los propios le entregó el metal hace veinte días, y en seguida se puso a trabajar. Le gusta su oficio: es tarea delicada, señoril; requiere paciencia y arte.
El otro estará en Santa Fe, aguardándola; pero el tajo en el pómulo, verdadero tajo de orfebre por la destreza, ése no se le borrará.
Ella tuvo también su pena: quince azotes diarios con el látigo trenzado, sobre las espaldas desnudas. Da lástima ver ahora esas espaldas que fueron tan hermosas. Ella misma se las ha curado con hojas cocidas y aceites, pero todas las mañanas volvían a sangrar bajo la lonja de cuero. Melchor Míguez le dijo:
—Tengo que labrar el escudo y pondré veinte días en hacerlo. Hasta que lo termine, permanecerás encerrada y recibirás quince azotes cada día. Luego podrás ir a reunirte con él.
Y no ha cedido. A medida que su obra avanzaba, enrojecieron las espaldas de su mujer y se desgarraron en llaga viva. Nada logró apiadarle: ni los gritos enloquecidos que no serían escuchados, pues su casa está apartada de todas; ni el ver, mañana a mañana, cómo se debilitaba su mujer; ni ha sucumbido tampoco ante la tentación de soltar el látigo, de caer de rodillas y de besar esos hombros cárdenos, sensuales, que adora.
Podrá irse esta noche misma, si le place. Después se lo dirá. ¿Y si se quedara? ¿Si se quedara con él? La culpa ha sido lavada ya. Ambos pagaron el precio: él, con esa pieza de plata que resume en su gracia simple su sabiduría de orfebre; ella, con su sangre. Le desanudó las ligaduras que le impedían escapar, para que se vaya esta noche, si quiere. Pero ¿y si se quedara? ¿Si volvieran a vivir como antes de que el otro apareciera con su traición?
Se le cierran los ojos. Sueña con su mujer bella y sonriente. Él está cincelando una custodia maravillosa, como la que el maestre Enrique de Arfe hizo para la catedral de Córdoba, en España, y que sale en andas, balanceándose sobre las corozas de los penitentes, a modo de un pequeño templo de oro y de plata para el San Jorge que alancea al dragón. Ella, a su lado, en la bruma del sueño, vigila el fuego, pule la ileza, los alicates, las limas, los martillos diminutos. Melchor cabecea en su silla, en el aposento iluminado por el llanto de los cirios gruesos.
Ábrese una puerta quedamente y su mujer se adelanta, encorvada como una bruja. Cada paso le tuerce el rostro con una mueca de dolor. Despacio, sin un ruido, se aproxima al platero. Sobre la mesa brilla con la alegría de la plata nueva, el sello de la ciudad. La mujer estira una mano, cuidando de no tocar los buriles. Sus dedos se crispan sobre el mango de madera dura. Ya lo tiene. Avanza hasta colocarse delante de su marido. Alza el gran sello redondo, con un vigor inesperado en su flaqueza, y de un golpe seco, rabioso, cual si manejara una daga, lo incrusta en la frente de Melchor.
El orfebre rueda de su asiento sin un quejido. Algo se le ha quebrado en la frente, bajo el golpe salvaje.
La mujer, espantada, arroja el sello en el hornillo, para que se funda su metal. Luego huye renqueando. Afuera, escondido entre las sombras, la recibe en sus brazos un hombre con una cicatriz en la cara, en forma de medialuna.
Melchor Míguez yace en la habitación silenciosa, alumbrada como un altar para una misa mayor. En su frente hendida, la sangre se coagula en torno del perfil borroso de los pelícanos.


Manuel Mujica Lainez De Misteriosa Buenos Aires (1950)

Gabriela Bayarri recordando a Gustavo Roldan y leyendo los pelícanos de Manuel Mujica Lainez

 Videopoetico Café Literario del Jueves 5 de Abril de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue Los oficios y coordino Gabriela Bayarri.

Organiza Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento

27 de septiembre de 2015

Encuesta: El caso Lolita, Manuel Mujica Lainez

Encuesta: El caso Lolita, Manuel Mujica Lainez

ENCUESTA: EL CASO “LOLITA”

1. ¿Cree usted que un poder político debe ejercer la facultad de censurar obras literarias?

2 ¿Cuáles son los límites y el criterio con que esta facultad debe ejercerse?

3. ¿Cree usted que en el caso de Lolita de Vladimir Nabokov, esa facultad ha sido ejercida con acierto?

MANUEL MUJICA LAINEZ:

1.      No.

2.      Hay un límite debajo del cual la obra deja de ser literaria convertirse en algo informe. En ese caso, ya fuera de la órbita de lo literario que implica un nivel de calidad artística, creo
              un poder político debe censurar las publicaciones pornográficas evidentemente nocivas.

3.      No. Lolita es un libro admirable, ejemplarmente escrito, un caso doloroso y cierto. Flaubert y Baudelaire en Francia por obras maestras. Siempre sucede asi. El Tiempo, al fin y al cabo, es el que juzga Lolita se leerá dentro de muchos años, como Madame Bovary, como Las Flores del mal.


Publicado en Revista Sur  sept./oct 1959, pp. 44/75.





26 de septiembre de 2015

El civilizado, Manuel Mujica Lainez

EL CIVILIZADO

Cada vez que recuerdo las dos ocasiones en que vi y oí su voz  —en París, como periodista, y luego como funcionario de la Cancillería, en Buenos Aires— la imagen que ante mi se presenta, por encima de las demás, es la del equilibrio, la del “civilizado”. Habló, en cada oportunidad, de política y de guerra, y lo hizo con vehemencia y con pasión; sus ojos penetrantes se iluminaban y se le acentuaba el dibujo de una vena, en la sien. Pero también, como si arrojase un peso sobre el otro platillo de la balanza, para recuperar la estabilidad armoniosa (el equilibrio), habló de arte, y no obstante que puso, al hacerlo, igual ímpetu e intensidad, ha quedado fija en mi mente la inesperada dulzura que asomó en su mirada y en su breve sonrisa. Es que Malraux  fue, más allá de su urgencia de “hacer” y de comprometerse, en un plano supremo, un civilizado, uno de los hombres más civilizados que surgieron en el país que tiene la suerte de seguir siendo el más civilizado del mundo. Por eso apoyó la riqueza de su vida sobre dos pilares contradictorios pero que, cuando se logran, constituyen el ideal eximio de la individualidad: la acción y la contemplación. Político y artista, defensor de las grandes causas que se vinculan con la libertad del hombre y con el progreso de su espíritu; lúcido, civilizado y, en consecuencia, campeón insobornable, incansable, de la civilización, tan preocupado (recuerdo) por un pequeño huaco peruano que acariciaban sus manos sensibles, como por reclamarle al teatro su condición de embajador de cultura, y después por explicar el porqué, circunstancial, exaltado, de España, el porqué de Francia, el porqué de China, el porqué. . . de comprenderlo y de compartirlo, vibrante… y de entrecerrar los ojos, sonreír apenas y evocar, de paso, la India de los grandes templos, y un manuscrito de Patmos y la necesidad de salvar hasta el último nervio de las catedrales góticas… y de volver a acariciar el pequeño huaco, el pequeño y frágil testimonio.  Así permanece, conmovedor, en mi memoria.

 Manuel Mujica Lainez

“El Paraíso”, enero de 1977 
Publicado en revista Sur, N° 340, enero/junio 1977.

André Malraux

(París, 1901 - Créteil, 1976) Narrador y ensayista francés, historiador y hombre de Estado, que encarnó el prototipo del escritor comprometido. Hijo único de padres separados, pasó su infancia en los suburbios de París. A los diecisiete años abandonó los estudios secundarios, pero pronto adquirió una vasta cultura autodidacta y se integró en los medios literarios y artísticos parisinos.
Participó en las tendencias de vanguardia de la inmediata posguerra, en especial el cubismo. Colaboró en Action, revista de este movimiento y en 1921 fue contratado como editor de la Galería de Arte Simon; allí apareció su primer trabajo, Lunes en papel, ilustrado por Fernand Léger y dedicado a M. Jacob. En 1922 comenzó su colaboración en la Nouvelle Revue Française. Viajó por Europa y visitó numerosos museos.
Su pasión por el arte jemer lo llevó a emprender, a finales de 1923, una expedición arqueológica a la selva camboyana. Allí descubrió, en un templo abandonado, bajorrelieves que extrajo con la intención de venderlos en Europa. La aventura le costó la cárcel, pero finalmente fue absuelto. Regresó a Francia pero volvió pronto a Saigón, en enero de 1925, para fundar un periódico: L´Indochine, que desapareció al año siguiente a instancias de las autoridades coloniales.
La doble experiencia de la sociedad colonial y del periodismo de opinión desempeñó un papel decisivo en la vida de Malraux: paralelamente a su descubrimiento de Oriente, tomó conciencia de las realidades políticas y sociales y adquirió la reputación de escritor comprometido que orientó su vida y su obra.
A su regreso a Francia, publicó La tentación de Occidente (1926), un "ensayo-novela" que confrontaba un Oriente de sabiduría y un Occidente en crisis. A esta obra le siguieron tres novelas, igualmente inspiradas por sus contactos con Asia, en las que abordó los grandes problemas éticos del siglo XX: Los conquistadores (1928), La vía real (1930) y La condición humana (1933); esta última se convertiría en su libro más célebre. 
Con la llegada al poder de Adolf Hitler, se hizo "compañero de ruta" del partido comunista. El tiempo del desprecio (1935), dedicado a las víctimas del nazismo, abrió un nuevo ciclo novelesco, ligado a la lucha contra los fascismos. Participó en la Guerra Civil española junto a los republicanos e intervino en combates aéreos con las brigadas internacionales. Fruto de esa experiencia fue la novela épica La Esperanza (1937), de la que al año siguiente hizo una adaptación cinematográfica.


25 de septiembre de 2015

Encuestas (Responde Manuel Mujica Lainez)

Encuestas (Responde Manuel Mujica Lainez)

¿ARTE ABSTRACTO O ARTE NO FIGURATIVO?

1° ¿Cree usted efectivamente que el término de arte abstracto, utilizado hasta hoy más generalmente, es verdaderamente impropio, impreciso y debe reemplazarse en lo sucesivo por el de arte no figurativo, sin perjuicio de acoger también, dentro de  común denominador, otros nombres que sirvan para designar tendencias más particulares?

2° En caso contrario ¿qué nombre sugeriría usted, recomendable por su exactitud y susceptible de encontrar fácil aceptación?

3° ¿Cuál es, a su parecer, el sentido y el porvenir del arte no figurativo en relación con el arte representativo?

En su minuciosa “Respuesta a Julio E. Payró” publicada en el N° 202 de SUR, Guillermo de Torre alude, casi al finalizar su carta, al riesgo de que estas cuestiones “aparentemente adjetivas” puedan ser consideradas bizantinas. La idea se presenta con el ánimo del lector ineludiblemente, mientras recorre la correspondencia en la que con tan prolija enumeración de textos
los dos inteligentes críticos debaten el asunto. ¿Es éste, en realidad, tan importante en si mismo? Designada en una u otra forma —y el “embarras du choix” es muy amplio—  la tendencia a la que se le busca rótulo no dejará de ser lo que es. Por mí, prefiero llamarla “arte abstracto” o “arte concreto” indiferentemente, seguro de que la avisada minoría a quien estas cosas en verdad interesan, sabrá a qué nos referimos. Y pienso que a de Torre lo asiste la razón más robusta cuando no juzga enteramente felices las denominaciones que entrañan una negación.
Es difícil sino imposible pronosticar cuál será el porvenir   arte abstracto frente al del arte representativo. Lo probable es que ambas tendencias convivan de ahora en adelante y que,
siguiendo el movimiento pendular de las modas, haya periodos en los que lo que hoy se considera todavía como revolucionario... a pesar de su ya larga existencia, y asusta a muchos, se tache de pasatista, para que luego le vuelva su turno de “novedad” y, con las “novedades” auténticas que se le incorporen (parece inverosímil que las haya), asuste otra vez. Y si en la actualidad se resuelve dar al arte “que no invoque ni en sus fines ni en sus medios las apariencias visibles del mundo” un nombre determinado (abstracto, concreto, absoluto, constructivo, no figurativo, no objetivo, antinaturalista, etc.), ya se lo designará entonces de otras maneras sin dejar por ello de ser esencialmente lo mismo.
En cuanto al sentido del arte abstracto, creo que, como todo gran experimento, como todo lo que implique un verdadero paso hacia adelante en la eterna búsqueda expresiva, merece el respeto más alto.



Publicado en Revista Sur, N° 209/10, marz./abr. 1952, pp. 157/168.

24 de septiembre de 2015

La galera (1803), Manuel Mujica Láinez

La galera (1803) Manuel Mujica Láinez, de "Misteriosa Buenos Aires"

¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires; y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan, en verdad, a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres; pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobres las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén revueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires, la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de correos; y si es menester, irá hasta la propia virreina Del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud; más su desconfianza se deshace pronto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en un rincón; al pecho, el escudo de bronce con las armas reales; apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las valijas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante, puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postigotes mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros; de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Se confunden los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafiaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente…. Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas; y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar.
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cocidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago, y la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y, ahora a ella, le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope…. Junto a la portezuela traqueteante, baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio. Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche, reanudan la marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo; brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella, se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas; y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá, el fraile reza con las palmas juntas; y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso; más sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora, estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche, cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno, y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.


Manuel Mujica Láinez


"La Galera" de Manuel Mujica Laínez narrado por Alberto Laiseca

Manuel Bernabé Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril de 1984) fue un escritor, biógrafo, crítico de arte y periodista argentino.
La prosa de Mujica Láinez es considerada "fluida y culta, de sabor algo arcaico, detallista y preciosista; rehuye la palabra demasiado común, sin buscar sin embargo la desconocida para el lector". Es en especial hábil en reconstruir ambientes, gracias a un dotado talento descriptivo y una gran formación como crítico de arte, aparte de su rica inventiva y su exquisitez literaria enriquecida por los conocimientos de historia legados a travez de sus antepasados.
El autor, seducido por las doctrinas esotéricas, creía con firmeza en la reencarnación y declaró escribir "para huir del tiempo". Ese es el tema de la mayor parte de sus obras.
En su narrativa pueden establecerse dos vertientes principales: el tema argentino (La casa, Los viajeros, Invitados en El Paraíso, El Gran Teatro) y las novelas históricas (Bomarzo, El unicornio, El laberinto y El escarabajo).
Se sintió igual de gustoso en el cuento (Aquí vivieron; Misteriosa Buenos Aires; Crónicas reales; Un novelista en el Museo del Prado y Cuentos completos) que en la novela.
Se considera que su obra maestra es Bomarzo (1962).

23 de septiembre de 2015

El gran fresco del Renacimiento, Roberto Bolaño

El gran fresco del Renacimiento
ROBERTO BOLAÑO DIARIO EL MUNDO | 06/04/2001

Durante la primera mitad del siglo XX, en Buenos Aires, vivieron y formaron parte de  una misma generación, y por lo tanto se conocieron, escritores de la talla de Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges. Algunos tuvieron como maestro a Macedonio Fernández. Como si esto no bastara, un día llegó a la Argentina Witold Gombrowicz y allí se quedó.
A este grupo disímil perteneció Manuel Mujica Láinez, a simple vista el menos profesional de todos, en el sentido en que nos es difícil imaginar a Mujica Láinez como un escritor que vive de y para la literatura, sino más bien todo lo contrario, es decir un hombre que vive de rentas y que dedica sus ocios, por otra parte escasos, a escribir novelas sin otra ambición que la de ser leídas por su amplio grupo de amigos. Sin embargo, Mujica Láinez fue tal vez el más prolífico de los narradores argentinos de su tiempo.
No el más ambicioso ni el más seminal (un papel reservado probablemente a Julio Cortázar y Ernesto Sábato), ni el más cercano a la realidad argentina (un papel que se le puede adjudicar, según baje o suba el grado de delirio, a Arlt, a Cortázar, a Sábato, a Bioy), ni el más adelantado en concebir estructuras literarias capaces de internarse por territorios ignotos (como Borges y Cortázar), ni el que más ahonda en el misterio de la lengua (reino absoluto de Jorge Luis Borges, que además de ser un gran prosista, no hay que olvidarlo, fue un gran poeta). Mujica Láinez, en este sentido, fue de una discreción absoluta. De hecho, su figura, junto a la de esos escritores irrepetibles y gigantescos como Borges, Cortázar, Arlt, Bioy Casares y Sábato, parece empequeñecerse y buscar un refugio tranquilo en la literatura estrictamente argentina, el refugio de las literaturas provincianas, pero esta impresión, a poco que se lea su obra, resulta absolutamente equivocada.
Desde su primera novela Don Galaz de Buenos Aires (1938), es dable hallar en las páginas de Mujica Láinez dos constantes que lo acompañarán durante toda su vida de escritor. Por un lado, un manejo exquisito del idioma, que es preciso, rico, lleno de variantes, sin caer nunca en el español recargado y castizo. Por otro lado, y esto es posiblemente lo que de verdad importa, una disposición feliz ante el hecho de narrar.
Es verdad que nunca asumió riesgos muy grandes y que comparado con los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX su obra, de alguna manera, es la obra de un autor menor. ¡Pero qué lujo de autor menor! Capaz de escribir, por ejemplo, Misteriosa Buenos Aires, o El viaje de los siete demonios, o El unicornio, o Los viajeros, todos ellos libros gratos de leer, libros discretos (y también algo nerviosos) como su autor, y suficientes como para asegurarle su nombradía al lado de autores, asimismo menores, como Mallea o José Bianco.
Pero Mujica Láinez aún nos tenía reservada su mayor sorpresa y esta sorpresa es Bomarzo. Publicada en 1962, la novela obtuvo el Premio Nacional de Literatura argentino y después el premio John F. Kennedy, en 1964, premio compartido con Rayuela, de Cortázar, el cual (como nos recuerda Marcos Ricardo Barnatán) le sugirió a Mujica Láinez la posibilidad de publicar ambas novelas en una edición conjunta y con un título único, que podía ser Ramarzo o Boyuela.
Mi generación, demás está decirlo, se enamoró de Rayuela, porque eso era lo justo y lo necesario y lo que nos salvaba, y sólo leímos Bomarzo algunos años después, casi como un ejercicio de arqueología. Contra lo que esperábamos, no salimos indemnes de esta lectura, entre otras cosas porque nadie o casi nadie puede salir indemne de cualquier lectura y mucho menos si son las más de 600 páginas de Bomarzo, una novela feliz, es decir una novela que hará feliz a todo lector mínimamente sensible, es decir inocente, y que no le enseñará nada a ningún escritor joven.
La vida y aventuras del duque de Orsini, las mil aventuras del duque y sus incontables
desgracias y hazañas son el escenario en donde se despliega una escritura, un arte de narrar, que al tiempo que recuerda a los clásicos del siglo XIX, introduce lujos apócrifos del siglo XVI, el siglo del monstruoso y angelical Orsini.
A simple vista Bomarzo se asemeja a una novela de resistencia, a una novela de supervivencia, a una novela histórica, a una novela de intriga, a un folletón. Puede que sea, efectivamente, todas esas cosas.
Pero también es muchas cosas más: es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela. También es, entre líneas, el comentario o el epílogo jocoso que Mujica Láinez hace de sí mismo y de su familia. Y también es, por supuesto, una novela para leer en voz alta y en familia, aunque esta última posibilidad siempre conlleva el riesgo de que los niños huyan en tropel.
Después de Bomarzo poco más es lo que le restaba por decir a Mujica Láinez. Viajó mucho y como un señor por diferentes lugares del planeta. Escribió De milagros y melancolías y El gran teatro, aparentemente sin la más mínima dificultad.
Y antes de morir, en 1984, a la edad de 74 años, tuvo tiempo para escribir y publicar, en 1982, El escarabajo, una novela de más de 500 páginas que narra las vicisitudes de los poseedores de un talismán egipcio a través del tiempo, y que es una obra inteligente, bien escrita, grata de leer (posiblemente grata de escribir), con dosificadas gotas de humor, dolor y algo de turismo, una novela feliz como la mayoría de sus obras.


DE ENTRE PARENTESIS,  (6 de abril de 2001)

Diario El Mundo de España

22 de septiembre de 2015

La casa cerrada, Manuel Mujica Laínez

XXIX. LA CASA CERRADA. Manuel Mujica Laínez de Misteriosa Buenos Aires.

1807

El texto de esta confesión ha sido bastante modernizado
por nosotros, suprimiendo párrafos inútiles, condensando
algunos y añadiendo aquí y allá un retoque. Ignoramos el
nombre de su autor.

«... Quizá lo más lógico, para la comprensión plena de lo que escribo, fuera que yo le hablara ante todo. Reverendo Padre, acerca de la casa que de niños llamábamos "la casa cerrada" y que se levanta todavía junto a la que fue del doctor Miguel Salcedo, entre el convento de Santo Domingo y el hospital de los Betlemitas. Frente a ella viví desde mi infancia, en esa misma calle, entonces denominada de Santo Domingo y que luego mudó el nombre para ostentar uno glorioso: Defensa.
»¡Cuánto nos intrigó a mis hermanos y a mí la casa cerrada! Y no sólo a nosotros. Recuerdo haber oído una conversación, siendo muy muchacho, que mi madre mantuvo en el estrado con algunas señoras, y en la cual aludieron misteriosamente a ella. También las inquietaba, también las asustaba y atraía, con sus postigos siempre clausurados detrás de las rejas hostiles, con su puerta que apenas se entreabría de madrugada para dejar salir a sus moradores, cuando acudían a la misa del alba en los franciscanos y, poco más tarde, a la mulata que iba de compras. No necesito decirle
quiénes habitaban allí. Con seguridad, si hace memoria, lo recordará usted. Harto lo sabíamos nosotros: era una viuda todavía joven, de familia acomodada, y sus dos hijas. Nada justificaba su reclusión. Las mozas crecieron al mismo tiempo que nosotros, pero jamás cambiaron ni con mis hermanos ni conmigo ni con nadie que yo sepa, una palabra. Se rebozaban como monjas para concurrir al oficio temprano. Luego conocí el motivo de su enclaustramiento. Por él he sufrido mi vida entera; a causa de él le escribo hoy con mano temblorosa, cuando la muerte se aproxima. Debí hacerlo antes y lo intenté en varias oportunidades, pero me faltó audacia.
»En una ocasión –ellas tendrían alrededor de quince años– pude ver el rostro de mis jóvenes vecinas. La curiosidad nos inflamaba tanto, que mi hermano mayor y yo resolvimos correr la aventura de deslizamos hasta la casa frontera por las azoteas que la cercaban. ¡Todavía me palpita el corazón al recordarlo! Aprovechamos la complicidad de un amigo que junto a ellas vivía y, silenciosos como gatos, conseguimos asomarnos con terrible riesgo a su patio interior. Allí estaban las dos muchachas, sentadas en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas, Reverendo Padre, con una hermosura blanquísima, de ademanes lentos; casi irreal. Las mirábamos desde la
altura, escondidos por un enorme jazminero, y se dijera que el perfume penetrante ascendía de sus cabelleras negras, lustrosas, tendidas al sol. Desde entonces no puedo oler un jazmín sin que en mi memoria renazca su forma blanca y negra. Fue la única vez que las vi, hasta lo otro, lo que le narraré más adelante, aquello que sucedió en 1807, exactamente el 5 de julio de 1807.
»La circunstancia de haber nacido en Orense, aunque mis padres me trajeron a Buenos Aires cuando empezaba a caminar, hizo que después de la primera invasión inglesa me incorporara al Tercio de Galicia. Intervine con esas fuerzas en acontecimientos que ahora, tantos años después, su osadía torna mitológicos.
»El 5 de julio de 1807 –habría transcurrido un lustro desde que entreví fugazmente a mis vecinas en su patio– fue para mi vida, como lo fue para Buenos Aires, un día decisivo.
»A las órdenes del capitán Jacobo Adrián Várela tocóme defender la Plaza de Toros, en el Retiro. Me hallé entre los cincuenta o sesenta granaderos que a bayonetazos abrieron un camino entre las balas, para organizar la retirada desde esa posición que cayó luego en poder del brigadier Auchmuty. Nuestra marcha a través de la ciudad alcanzó un heroísmo que señalaron los documentos oficiales. Jamás la olvidaré. Jamás olvidaré el fango que cubría las calles, pues había llovido la noche anterior, y nuestro avance ciego entre las quintas abandonadas donde ladraban los perros, mientras retumbaban doquier los cañones y la fusilería. Mi jefe perdió las botas en el lodo; yo dejé un cuchillo, la faja... Nadie hubiera reconocido nuestro uniforme blanco y azul. Nadie hubiera reconocido a nadie, cuando corríamos por las calles entre las lucecitas moribundas, guiados por el clamor de los heridos y por la voz entrecortada de Várela que nos alentaba a seguir.
»Llegamos así, negros de cieno y de sangre, hasta mi barrio. Allí nos enteramos de que Sir Denis Pack, herido por los patricios, se había refugiado en Santo Domingo con sus hombres. Otros refuerzos se le sumaron, encabezados por el general Craufurd. La confusión era atroz. Los carros de municiones, volcados, interceptaban la marcha. Los brazos de los heridos aparecían entre los sables y los fusiles tirados al azar. Aquí y allá, los trajes de los britanos coagulaban sus manchas rojas.
Desde la torre del convento, transformada en fortaleza, los ingleses sembraban el estrago. Había soldados en todos los techos y también vecinos y muchas mujeres que arrojaban piedras y agua hirviendo sobre los invasores.
»Varela entró a escape con la mitad de su tropa en la casa del doctor Salcedo. A poco le vimos surgir entre los balaustres de la azotea, encendido, vociferante, y abrir el fuego contra el campanario de los dominicos. Nos ordenó a gritos, a quienes todavía quedábamos en la calle, que hiciéramos lo mismo desde la casa lindera. Esa casa, Reverendo Padre, era la casa cerrada.
»Estaba cerrada como siempre. En la azotea distinguí a la dueña y sus dos hijas. Iban y venían, enloquecidas, con tachos humeantes. Uno de los oficiales se acercó a la puerta y trató de abrirla pero no pudo. Entonces nos comandó a otros dos granaderos y a mí –a mí, precisamente a mí– que destrozáramos la cerradura. Fue una impresión extraña, independiente de cuanto sucedía alrededor, algo que no tenía nada que ver con la guerra espantosa y que me incomunicaba con ella. ¿Cómo explicárselo? Fue como si en ese instante comenzara mi guerra, mi propia guerra personal, en el huracán de la otra, la grande, que por doquier me envolvía pero de la cual me separaba una zona indefinible.
»Nos precipitamos hacia el interior, cruzamos como un torbellino los dos patios y ascendimos al techo por una frágil escalerilla. Las mujeres nos recibieron sin decir palabra. En verdad, no teníamos tiempo para ocuparnos de su actitud. Lo único que nos movía era matar, matar rabiosamente. Y lo hicimos.
»El capitán Várela apareció entre nosotros. Se dirigió a mí y a quienes me rodeaban.
»–Vayan abajo –nos dijo brevemente– y secunden el tiroteo desde las ventanas.
»De inmediato le obedecimos, mas cuando nos aprestábamos a lanzarnos por los peldaños, se nos cruzó la señora. Advertí entonces, en un relámpago, que ella también debía de haber sido muy hermosa, acaso tan hermosa como sus hijas.
»Nos suplicó: »–No, abajo no...
»De un empellón la hicieron a un lado. Y ya estábamos en las salas y en las alcobas, ya
arrastrábamos los muebles, ya entreabríamos los postigos con los caños de los fusiles.
»–¡La otra habitación! –me ordenó un oficial–. ¡La última! ¡Encárguese usted! »Penetré allí automáticamente. Todo se hacía automáticamente ese día en que nos ensordecían las descargas y nos sofocaba la pólvora.
»Era un aposento pequeño. Estaba a oscuras. Calculé la posición de la ventana por la fina hendidura que en tomo del postigo dibujaba un hilo de luz. Me adelanté a tientas y de un culatazo separé las hojas. No pensé más que en continuar matando, pero entre tanto la atmósfera de la casa pesaba sobre mi nuca como algo viviente, sólido. Cuando me detuve para cargar el arma, observé que a mi lado estaba la señora. La acompañaban sus dos hijas. Me miraban con ojos dementes. Hice un movimiento para aproximarme y sosegarlas, y las tres retrocedieron hacia el fondo del cuarto que yacía en penumbra. Detrás de ellas se levantó algo que no puedo definir sino como un gruñido, un angustiado gruñido de animal.
»Por segunda vez desde que había violado la clausura, me sobrecogió la sensación rarísima de que estaba viviendo un episodio aparte de los que sacudían a la ciudad. Fue –claro que por un momento– como si la lucha de las calles y de las azoteas no tuviera significado en sí misma, como si sólo sirviera de encuadramiento remoto a otro drama, íntimo, agudo, sutil, del cual éramos los únicos protagonistas.
»Recordé entonces que antes, a lo largo de los años, había escuchado ese mismo grito ronco. Se alzaba en mitad de la noche y me estremecía, en mi cuarto cercano, con su inflexión inhumana, agorera.
»Di un paso hacia las mujeres.
»–No –pronunció la señora–, por favor, por favor, no... »Detrás, en la sombra, vi el ser horrible. ¿Necesito describírselo, Reverendo Padre? Se trataba, indudablemente, de un hombre. De hombre tenía la cabeza barbuda, pero su cuerpecito diminuto era el de un niño, con excepción de las manos grandes, cubiertas de vello, obscenas. Clavó en mí los ojos malignos, y por ellos reconocí su parentesco con las muchachas. Era su hermano. Ese monstruo era su hermano.
»El tableteo de las balas ahogó mi exclamación. De un salto me acurruqué en mi puesto de combate. Mientras apuntaba, el corazón me latía loco. A veinte pasos cayó un inglés con los brazos extendidos, un inglés muy rubio, casi tan dorado el pelo como las charreteras.
»En la habitación, la madre se echó a llorar. Gruñó el monstruo. Yo seguía tirando. Ya lo comprendía todo. Ya poseía el secreto de la casa cerrada, de la prisión de esas mujeres jóvenes y bellas, a quienes el feroz orgullo materno obligaba a encarcelarse para que nadie supiera lo que yo sabía.
»El oficial bramó a través de la puerta: »–¡A la calle, a la calle, a Santo Domingo!
»Me ajusté el cinturón. Mis compañeros me llamaban. Me volví para seguirles. Nada había cambiado en el fondo del aposento. La madre, sentada en el lecho, gemía tapándose los oídos.
Detrás asomaba la cabeza diabólica, oscilante, babeante. Las dos hijas se abrazaban con miedo. Me miraron y adiviné en su crispación anhelosa un ruego desesperado. Fue como si súbitamente una oleada del fresco perfume de los jazmines me envolviera en pleno mes de julio. Todavía me quedaba una bala en el fusil. Reverendo Padre, cualquier hombre hubiera hecho lo que hice. Un tiro seco, un solo tiro seco... ¡A tantos otros había muerto ese mismo día desde la retirada de la Plaza de Toros: oficiales fuertes y esbeltos, soldados que apenas salían de la adolescencia, a tantos, a tantos! Cayó la cabeza espantosa, como en un juego, como si fuera una cabeza de cartón y de lana... »Hasta hoy me persigue el alarido de la madre, hasta hoy, como me persiguió el 5 de julio de 1807 en mi fuga por la calle de Santo Domingo negra y roja de cadáveres, lejos de la casa cuyas puertas había arrancado...»

Manuel Mujica Laínez
De Misteriosa Buenos Aires (1950)

El cuento "La casa cerrada" de Manuel Mujica Láinez, narrado por el escritor argentino Alberto Laiseca para el ciclo "Cuentos de Terror".

21 de septiembre de 2015

Tesis sobre el cuento Los dos hilos: Análisis de las dos historias Ricardo Piglia

Tesis sobre el cuento
Los dos hilos: Análisis de las dos historias
Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.


II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.


III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.


IV

En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.


V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.


VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.


VII

"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.


VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.


IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.


X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.


XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

20 de septiembre de 2015

La seducción de la hija del portero, Mario Pacho O Donnell


La seducción de la hija del portero, Mario Pacho O Donnell (1976)

 Al principio era salada y al final tenía gusto a vainilla. Una mezcla de vainilla y romero. Divina la conchita. Lampiña, apenas una suave pelusa. ¿Alguna vez tocaron terciopelo? Muy parecida al terciopelo. Lo que más me impresionaba era, no sé cómo decirlo, siempre me impresionaron las cosas flamantes y la conchita de María era una de las cosas más flamantes que he conocido en mi vida. A lo mejor algunos de ustedes se impresionan con lo que les cuento. O les da asco, no sé. Jódanse. Cuando se llega a los setenta años como yo si no se comprende que el asco, los escrúpulos, las buenas maneras y todas esas cosas son frenos para la vida, caput. Ya bastante freno es la vejez para que encima haya que sujetarse a todo eso. No sé, a mí me parece que es así. Aunque en general no pienso tanto. Cuando me pongo a filosofar caigo en lo barato, en lo cursi.
Los deseos hay que cumplirlos y chau. Porque vivir es lo mismo que desear. Por otra parte, no creo haberle hecho mucho daño a María. No sé, a lo mejor hasta le sirvió. A lo mejor aprendió muchas cosas de acuerdo con la mejor pedagogía. Viviéndolas. Además yo no estoy de acuerdo con eso de que por tener catorce años como María se es ingenua. Deberían de haber visto sus ojos cuando recibía el premio.
Esos ojos no eran ingenuos. Eran perversos, ambiciosos, crueles y todo lo demás. María no era ninguna ingenua. Por tener catorce años no se es ingenua. También se puede tener setenta y ser el monumento a la ingenuidad.
Yo nunca necesité decirle que no le contara nada al padre. Además le ocultaba lo que compraba con mi plata, si no peor: compraba una muñequita barata para disimular y escondía los collares o los cigarrillos. Cuando ella aceptó el primer cigarrillo que le convidé, un poco en broma, con la seguridad de que lo rechazaría, fue muy evidente que ya era canchera en eso. Si tragaba el humo y todo. Lo largaba por la nariz para que no quedaran dudas de que sabía fumar.
A veces pienso que si María hubiera tenido madre las cosas hubieran sido distintas. No sé, se me ocurre que las madres se dan cuenta de esas cosas. A lo mejor no, a lo mejor es una idea mía nada más. Sin embargo creo que el padre fue un boludo en no darse cuenta antes.
Por algo no me sorprendió el día que no vino más. Ya lo esperaba. Y debo confesar que tenía miedo pero ya no me podía echar atrás. Hortensio podría haber llamado a la policía, hacerme juicio, de todo. Sin embargo un día desaparecieron de la portería y no se supo más nada de ellos. Sí, tuve miedo. Durante varios días esperé que vinieran a llevarme. Estupro. Qué nombre tan feo para algo tan lindo. Lo repito, si se escandalizan, jodansé. Porque fue lindo, jamás quise tanto a nadie como a María.
La desaparición de Hortensio fue el tema obligado de los inquilinos. En la puerta de entrada, en el ascensor, se hablaba de eso. Que parecía mentira, que era un ingrato, que después de tantos años, que— hombre debía estar mal de la cabeza. Hubo una reunión del consorcio para tratar el tema. Yo nunca voy, me parecen ridículas esas reuniones. Hablan del agua caliente, del felpudo, del incinerador como si fueran las cosas más importantes del mundo. A ésa fui no sé por qué. En realidad sí sé por qué fui: fui porque quería evitar que hicieran algo que me embromara. Y tuve razón porque la pelotuda del cuarto A propuso hacer una denuncia a la policía. Yo dije que no, que era injusto, que no debíamos olvidar los años que Hortensio había trabajado en el edificio, que no teníamos derecho a perjudicarlo. Ustedes me acusarán de cinismo pero también dije que teníamos que pensar en esa chica, María, hija única, huérfana de madre, en qué iba a ser de su vida si le creábamos problemas al padre. Sin embargo no fue cinismo, lo dije con absoluto convencimiento. A María la quería mucho y no deseaba que le pasara nada malo. La sigo queriendo.
La quise desde que era chiquita. Creo que me impresionaba eso de que no tuviera madre. Hortensio contó que había muerto poco tiempo después de nacer María. Pero las versiones que se chismorreaban en el edificio eran otras. La más acertada, o por lo menos la que a mí me pareció más creíble, era la de que la tipa se las había tomado porque Hortensio chupaba demasiado. Casi nadie se daba cuenta de su alcoholismo. Yo sí, porque los años me enseñaron a descifrar esa pose laxa, esa mirada medio vacuna, esa especie de normalidad forzada típica de la mañana que sigue a una noche de tranca. Eso también me impresionaba. Que ese hombre flaco y amarillo, más abúlico que no sé qué, fuera el padre de esa pibita deliciosa, divina. Porque María siempre fue muy bonita. Un remolino rubio que cantaba, saltaba, jugaba. Al mirarla no quedaba otro remedio que acordarse del cuento de la hiena. O del me río por no llorar del tango.
Los mojigatos boludos y las mojigatas boludas que lean esto no lo van a creer pero en este momento tengo los ojos llenos de lágrimas. Una inundación de ternura.
 Todos en el edificio la querían mucho, salvo la loca del primero que siempre se quejaba de que María no la dejaba dormir la siesta. Ésa es una ley de la vida: siempre que alguien se permite juntarse con su deseo y salirse de lo establecido, porque el deseo y lo establecido son como el aceite y el agua, no sólo se las tiene que ver con las prohibiciones internas sino que nunca falta una loca del primero, que chiste y proteste. Esto viene a cuento de que no se crean que me fue muy fácil hacer lo que hice. Nada fácil. Me insulté, me critiqué, me putié, me llamé al orden, me amenacé con la policía, con la cárcel. Pero no hubo caso. Mi pasión por María siempre era más fuerte.
Les cuento lo que me sucedió recién: me quedé un rato largo mirando la palabra “pasión”. Qué palabra tan chirle, aguachenta, llena de agujeros por donde se escapa lo que no puede significar. Tampoco hay ninguna que la pueda reemplazar con ventaja. Amor, deseo, calentura, necesidad. Son todas una cagada. Para poder transmitir lo que sentía por María necesito inventar alguna. Por ejemplo “restello”.
O juntar varias: luztemblorvidamariamuertesiempre yo. También se me ocurren palabras opuestas: negro blanco, odioamor, puroinmundo. Tampoco. Quizás lo más gráfico sería que tomara esta hoja y la refregara contra mis genitales impregnándola de olor, después dejaría caer dos o tres gotas de lavanda, que era el perfume que a María y a mí nos gustaba. Lavanda Devon. Después la mancharía con sangre. Sangre de la yema de estos dedos que recorrían su cuerpo, que se hundían en su vaginita, que se derretían en la tibieza de su cuello, de sus muslos. Pero todo esto también sería insuficiente porque para completar lo de los olores necesitaría el de su piel. Ese olor mezcla de transpiración de bebé y de puta después de una jornada de laburo.
Es que así era María. Mezcla de angelito y de canalla. No es una disculpa, pero juro que todavía no sé si era yo quien la utilizaba, o si era ella la que me dominaba y hacía conmigo lo que se le cantaba. El juego del gato maula con el mísero ratón. Es cierto, no lo niego, al carajo con la loca del primero, que ella se desvestía y se metía en la cama para que yo me desahogara, no es ésa la palabra exacta, para que yo la amara, la deseara, la acariciara. La palabra nueva: para que restalláramos juntos. Pero también es cierto que ella me jodía como la más consumada de las amantes francesas: si habíamos convenido que subiría a mi departamento a las cinco podían ser las seis y ella nada, ni noticias. Yo sufría, sufría de veras, transpiraba, caminaba de un lado a otro, fumaba cincuenta cigarrillos por minuto. Me desesperaba la idea de perderla, de que no volviera más, por arrepentimiento o porque nos hubieran descubierto o cualquier otro motivo. Hasta que sonaba el timbre y ella entraba con esa naturalidad impresionante, como si llegara a la escuela o de visita a lo de una tía y enfilaba derechito a la cama. Como si quisiera acabar con el asunto lo más rápido posible, sin rodeos, para después cobrar y poder irse.
Las primeras veces, claro, fue distinto. Voy a tratar de contárselo lo más ordenadamente posible. Si no puedo o si puedo a medias tendrán que entender que setenta años no pasan al cuete. Además hay cosas que no son fáciles de contar aunque, insisto, no me arrepiento de nada. Sería hipócrita hablar de arrepentimiento. Porque si en un platillo de la balanza pongo la moral, los mandamientos, las normas y todos esos soretes, en el otro está la última oportunidad, y de eso estoy seguro, que la vida me dio de sentir la sangre dentro de mi cuerpo dibujando cada arteria y cada vena. La última chance de sentir mis músculos enchotecidos por la vejez vibrando de entusiasmo. La piel con esas arrugas que ya ni me animo a mirar en el espejo hirviendo de calentura. Todo mi cuerpo estallando en esos orgasmos que hacía veinte años que no sentía. Más de veinte años. Desde que Berta se fue, la hija de puta. Y recuerdo que entonces ni siquiera me había jubilado.
 Se lo aseguro: si el infierno existe voy a entrar en él con una sonrisa de oreja a oreja, haciéndole pito catalán a Satanás, Belcebú o como mierda se llame el gerente. Así que imagínense lo que me puede importar el juicio de un simple mortal como cualquiera de ustedes. Bueno, para qué lo voy a negar, un poco me importa y eso se ve muy claro en el julepe que todavía me produce encontrarme con cualquier vecino. Algo así como la sensación del chorro cuando un cana lo encara por alguna infracción de tránsito. Está claro: ese susto es la protesta de la loca del primero que todos tenemos adentro, la moral que nos atornillaron en el caracú desde que dimos la primera chupada a la teta.
El asunto empezó más o menos así: una tarde, me acuerdo que el jacarandá de la vereda de enfrente era una mancha violácea así que sería noviembre más o menos, al salir del departamento me encontré con María jugando en la vereda. Como siempre. Como todos los días. Como todas las veces que salía del departamento. Pero ese día pasó algo. Es un poco ridículo contarlo otra vez, siento que las palabras no transmiten nada. Sirven, se me ocurre, para deslizarse sobre un tema pero no para reproducir sentimientos. Pueden referirse a los sentimientos pero no ser ellas mismas el sentimiento.
La cuestión es que María saltaba la cuerda y debajo de la remera se movía algo. Una tetita enloquecedora, más que divina. En la remera decía “University de no sé qué” y una de las íes pasaba exactamente por encima de la tetita y se curvaba sobre ella. Una curva suave, apenas visible.
Lo juro. Sentí que me ahogaba. Fue tan repentino, tan inesperado, que me asusté. Creí que me pasaba algo, un ataque o algo así. Me costó aceptar que si jadeaba como si hubiera corrido era por esa tetita tímida, casi invisible. Mi corazón latía toctoctoc a todo lo que daba. Sentía el cuerpo recorrido por oleadas de frío y de calor lo creara. Despacito, demorando lo mejor. Estirando el orgasmo lo máximo posible. Después la besaba y la lamía. Besaba y lamía cada centímetro de su cuerpo, hasta dejarlo brillante.
Yo sabía que la muy guachita estaba con los ojos abiertos, mirando el techo, esperando que yo terminara. Inmóvil como una muñeca. A veces, muy pocas, consentía en acariciarme sin demasiado entusiasmo. Yo no le pedía nada, me bastaba con que se sacara la ropa y se metiera en la cama. Era una delicia la guachita. Yo le decía ahora y ella abría las piernas y se dejaba hacer. Pero me desvié de lo que les estaba contando.
Ahora se me ocurre pensar por qué estoy contando eso. No lo sé. Realmente no lo sé. A lo mejor se lo cuento para espantarlos. O para que me comprendan. O como si escribiéndolo pudiera sacarme de adentro a María. Expulsarla para que se deje de hacer estropicios en mi interior. Dejar de soñarla, de extrañarla, de verla por las calles. De quererla con mi tuétano y mi retuétano. En fin, no sé por qué les cuento esto. Ni siquiera sé si al final no voy a romper los papeles. Es muy probable.
 Sigo: fue Hortensio el que a los pocos días me ofreció la punta del ovillo. Porque yo había decidido que la pibita ésa iba a ser mía. Aunque no me hacía muchas ilusiones, como es de imaginar. La cosa fue que el pobre infeliz del padre, que me tenía mucha confianza, contó que la maestra lo había llamado para decir que María era medio vaguita, que no atendía, que solamente le gustaba jugar y que patatín y que patatán. Hortensio no sabía qué hacer. Yo me iluminé, evidentemente las tetitas y las piernas de atleta me habían aguzado la sesera.
Ahora voy a hacer un minuto de intervalo para que los santulones, los reprimidos, los normales y demás mierdas puedan tirarse al piso, arrancarse los pelos, desgarrarse la ropa, invocar a san Jeremías, san Paneracio y san Culofrío, echar espuma por la boca, etcétera. Porque lo que sigue no exactamente un ejemplo de moral y buenas costumbres. Saben por dónde me las paso a la moral y a las buenas costumbres.
Adelante: la cuestión es que yo lo agarré a Hortensio y con mi voz más generosa le dije que a esa chica había que crearle el sentido de la responsabilidad, que sin sentido de la responsabilidad no se llegaba a nada en la vida. Yo, justamente yo, hablando de sentido de la responsabilidad. Si me junté con Berta fue porque era la única persona en el mundo y planetas vecinos más irresponsable que yo. Así me fue. La muy turra se las tomó con la plata que habíamos ahorrado pacientemente para el viaje. Meses, qué digo, años nos pasamos hablando del viaje a Europa. Y cuando casi habíamos terminado de juntar los dólares, bajó las escaleras muy despacito, con sus gambas de centroforward, y se hizo humo. En fin, así es la vida, siempre hay alguien que jode y otro que es jodido. Basta con lo de Berta.
Quedamos en que María, la guachita, la pendejita llena de sol, la pibita maravillosa, subiría todos los días a mi departamento para hacer algún trabajito. Yo después le daría algún premio. Le expliqué a Hortensio que lo del trabajito sería algo así nomás, nada que le significara ningún esfuerzo. Lo hacía por ayudarlo. Los sistemas modernos de enseñanza dicen que el buen aprendizaje no se logra por el castigo sino por el premio. Parece que el bestia del tipo le había dado una paliza bárbara después de estar con la maestra. Borracho, a lo mejor.
En este momento se me ocurre algo. María era una chica de catorce años pero muy curtida: madre muerta o fugada, padre medio curdela y boludo que encima le daba palizas. Una persona así a los catorce años sabe más de la vida que muchos adultos. Y eso se le veía en la mirada. Una mirada que no tenía un pito que ver con el resto de la cara. Unos ojos tristones, graves. De esos ojos que incomodan. Como si pidieran pero sin mucha esperanza de recibir.
Atención: recién me detuve porque no sabía si escribir lo que creo haber descubierto al terminar el párrafo anterior. Pero se lo voy a contar. Además es muy posible, casi seguro, que estas hojas terminen en el incinerador. Aunque el incinerador es demasiado vulgar. Si ago desaparecer tendría que inventar un rito, algo que tenga que ver con María. Lo que descubrí es esto: María subía a mi departamento no sólo por la plata que le daba sino también porque a lo mejor esperaba recibir de mí lo que no le habían dado ni su madre ni su padre. Ese pedido que había en sus ojos. Debo confesarles a los Jueces de la Moral, para vuestro regocijo, que pensar esto me jode, me hace mal. Pero vosotros aceptaréis, salvo que vuestra boludez no os permita percataros de los asuntos de esa cosa tan extraña, tan hermética que se llama Vida, que generalmente, o quizás siempre, la felicidad de unos radica en el sufrimiento de otros. Y si no, sus Señorías, preguntádselo a la turra de Berta, que bien habrá gozado de los dólares.
El asunto es que cuando María tocó mi timbre por primera vez yo ya había ensayado obsesivamente la sonrisa y el tono de voz con que la recibí. Me acuerdo de que entró dando pasitos cortos y observándolo todo, sin decir nada. En ese momento creí que era timidez, pero ahora, a raíz de todo lo que sucedió después, sé que era desconfianza. Le encargué que limpiara y ordenara un estante absolutamente limpio y ordenado. El estante donde están mis piezas de arqueología americana, calculando que le iban a interesar. Me senté en el otro extremo del living, disimulándome en la penumbra, y fingí leer La Nación.
Lógicamente, habéis acertado: lo que hice fue junarla por el rabillo del ojo, acecharla. Si en la vereda me había parecido hermosa, allí, recortada contra el ventanal, el sol contorneando su piel con una línea de tonalidad ocre, María parecía mucho más que una persona. Era una mezcla de lo más salvaje y lo más temido y lo más envidiado, algo que hubiera deseado comer, meterme adentro, no dejar salir, transformarme en eso. Algo que podía odiar o amar con la sola diferencia de una sonrisa no devuelta o de alguna mirada una décima más prolongada. Algo que tenía aquello que yo ya había perdido o aquello que jamás había podido tener. Nada que hacerle. Todo esto que escribo tiene un franco tufo a cursilería, pero la culpa es de las palabras. Esas mismas palabras sirven con un orden distinto y algunos agregados o algunas quitas, para presentar una queja a la Municipalidad porque los barrenderos hacen demasiado ruido al quitar los tachos en la madrugada o para desarrollar una sesuda especulación sobre la cuadratura del círculo. No hay forma de escaparse de la hijaputez del alfabeto. Lo sentido y su descripción están a años luz. Esto lo deben haber señalado muchos otros antes que yo y mucho mejor pero como no soy una persona culta no me queda otra alternativa que buscar por mi cuenta. Y eso es algo que no os recomiendo, normales de ceño fruncido, porque os daréis de jeta contra verdades que harán tambalear vuestras solideces. ¡Soretoides del mundo, no penséis! Limitaos, forzaos, a creer simplemente, creed, creed y multiplicaos.
Vuelvo: a la pendejita maravillosa la adoraba, por tocar su piel hubiera sido capaz de dar años de mi vida (Vivan los lugares comunes! No queda otra alternativa). Ella era capaz de cualquier cosa, buena y mala. Y lo fui. Ahora tapaos los ojos, boca y oídos, como los tres monitos que nunca entendí muy bien qué querían decir ni por qué eran monos: la seduje, me acosté con ella, la inicié sexualmente, la prostituí, le enseñé el valor de la guita, le inyecté la codicia. Etcétera, etcétera. Ahora podéis despejaros ojos, boca y agujero del culo porque sois unos pobres imbéciles que por aferraros amblando a las convenciones os habéis perdido lo mejor de la vida. Porque para la maldad y la perversión hay que tener mucho coraje. Pero también podéis quedaros tranquilos porque acabo de decidir que estos papeles van a. desaparecer en cuanto la Lettera 32 cuyas cuotas todavía estoy pagando haya incrustado el punto fina1 contra el papel tamaño carta marca “1028”. Os informo, pajeros clandestinos, que aún no está decidida la manera, aunque os anticipo que ocurrirá en una tocante ceremonia.
 Continúo, lamentando las continuas digresiones a que me obliga la multitud de locas del primer piso que me bitan, con sus chistidos y sus gestos agrios. Durante no más de cinco minutos, María pasó una franela sobre los huacos inmaculados y los desordenó redistribuyéndolos de acuerdo a su tamaño, lo que después de todo no deja de ser un criterio tan válido como el mío de hacerlo por cultura y edades. Por supuesto que nuevamente habéis acertado, oh guardianes de lo occidental y de lo cristiano: demostré gran sorpresa y satisfacción por lo bien que había cumplido mis instrucciones y le palmeé la coronilla y le di un beso rápido en la frente. Debo confesar que fue una dura prueba de voluntad no apartarme del rol que me había impuesto para esa primera vez: persona adulta, magnánima y amable, mitad bondad y mitad boludez, de la que pueden extraerse beneficios si se es una pibita piola de catorce años. Me arrodillé a su lado y le hablé de los indios mochicas y de su alfarería excepcional, de cómo otros indios guerreros que se llamaban incas los habían hecho pomada como siempre suele suceder cuando uno tiene un arma y otro un pincel. Salvo que el pincel esté mojado en ácido sulfúrico como aquel caso de La Razón, el del artista celoso y su modelo infiel que aunque tenía toda la pinta de ser una de esas macanas que inventan para llenar espacio no dejaba de ser divertido.
Otra vez me desvié. No en vano se cumplen setenta años. Le daba la lata sobre los incas acariciándola un poquito, no mucho. No os alegréis, custodios del orden establecido, si no la acaricié más fue únicamente en función de una táctica perfectamente diagramada. En el mismo instante en que María echó atrás su cabeza, no más de un centímetro, con un fastidio que quizás ni ella misma registró, entonces di por terminada su visita y le alcancé el billete. Mil pesos. Dado que la inflación hace que nunca se sepa cuánto significa cifra, voy a traducirlo diciendo que mil pesos eran el equivalente a lo que ganaba en dos horas la mujer que venía a hacerme la limpieza. Cuando María vio mil pesos en mi mano, alzó sus ojos para mirarme, incrédula, recelosa. Yo le sonreí con mi sonrisa más sonriente. No es exageración si escribo que en el fondo de su mirada estalló un brillo como si se hubiera encendido un fósforo. Y en mí creció la esperanza porque su codicia era un buen pronóstico para mis planes. Y mal a los vuestros, oh conchudos impolutos.
Lo que sucedió en las siguientes visitas de María no que sea difícil de adivinar se acortó el trabajo y se estiró la felicitación, de manera que después de una o dos semanas ella subía a mi departamento para dejarse besar y acariciar. Yo le iba aumentando la recompensa a medida que íbamos avanzando en, qué palabras puedo utilizar, avanzando en las etapas. Llegué a pagarle cinco mil. O cincuenta, como decía ella. Yo nunca me acostumbre al cambio de moneda. No es solamente cuestión de la costumbre y su fuerza sino que sacar dos ceros o la coma dos lugares en los precios, las cuotas, la jubilación es como violentar un proceso, sobre todo en se refiere al tiempo. Un kilo de duraznos, por ejemplo, estaba a cuatro pesos hace veinte años y decir que ahora cuesta lo mismo es como retorcerle el pescuezo a esa necesidad que todos tenemos de ordenar las cosas que nos pasaron, nuestros proyectos, todo. Poner en fila lo que tenemos adentro.
 Oh, sacrosantos genuflexos, seguramente no os habéis dado cuenta porque si tuvierais algo en la mollera no creeríais tanto en lo que os es impuesto como verdades, pero acabo de descubrir que me voy por las ramas cada vez que tengo que vérmelas con un punto espinoso. Pero si tuve coraje, o inconciencia, no sé, para salvar las “etapas”, también voy a tener eso para contárselas. A propósito: creo que ya voy vislumbrando cuál va a ser el ritual en que estas páginas van a ser inhumadas. Aunque lo de inhumado debe tener que ver con el humo y el fuego, como su nombre lo indica, y no sé todavía si su final va a ser alguno de estos Rancheras que tengo al lado de la Olivetti. Al asunto, cueste lo que cueste.
Lo bravo fue conseguir que se acostara. Para lograrlo, un día me metí entre las sábanas y simulé una gripe. Ya he dicho que María se hacía desear, a veces demoraba más de una hora. Quizás porque le costaba venir y estiraba el momento o, y esto se me ocurre como más probable, porque le gustaba jugar conmigo, amenazarme con su desaparición, ablandarme de manera que cuando ella tocara el timbre yo estuviera en disposición de darle todo lo que me pidiera. María conocía mucho de la vida, acepto que aprendí muchas cosas de ella. Estábamos en que ella entró y yo con “gripe”. Le pedí que se acercara, que necesitaba de su cariño porque las enfermedades me deprimían mucho, que las personas viejas somos seres muy necesitados y otros argumentos por el estilo que creo innecesarios describir porque vosotros ya los imaginaréis, ‘ que en vuestros cerebros castos y nobles muchas veces habrán anidado fantasías similares. De donde se desprende que la única diferencia entre los que como vosotros sois los adalides de la moralidad y los que como yo merecemos tormentos del infierno reside simplemente en que unos tienen las pelotas y los ovarios de hacer realidad las fantasías y los otros no, transforman sus pelotas y sus ovarios en fantasía. Si estáis en desacuerdo me nefrega.
Por supuesto, ya que ése era un momento decisivo, prometí aumentarle la recompensa. De tres mil a cinco. De treinta a cincuenta. María me miró y no dijo rada, yo trataba de disimular mi ansiedad, María se dio vuelta, yo luchaba por aplacar mi pecho que subía y bajaba igual que si tuviera asma, María se alejó dos o tres pasos, yo estrujaba el borde de la sábana como si colgara de un precipicio, María muy lentamente, sin que su cara revelara la más mínima emoción, empezó a sacarse la ropa, yo sentía que reventaba de alegría, que tocaba el cielo con las manos (otro lugar común, con tas apenas cincuenta y pico letras que tiene el alfabeto es ridículo pensar en encontrar la forma de transmitir lo que sentí en ese momento. Debe de haber sido más o menos, para que podáis entender, lo que sintió la nenita ésa de Fátima cuando se le apareció la Virgen). Ese día María se dejó la bombachita. Al día siguiente ya se la sacó.
¿A que no saben qué me sucede en ese momento? ¿No adivinan? Tienen tres chances. No. No. No. Como siempre, habéis errado. Ahí va: tengo los dedos tan transpirados que las teclas quedan húmedas. ¿Les molesta que se los cuente? Ya saben lo que tienen que hacer. Como los chinos. Ya lo sabéis.
No hay caso, vosotros estáis adentro mío, vosotros sois, oh profilácticos de la civilización, una parte mía: me parece que puedo seguir adelante solamente si confirmo mi decisión de deshacerme de estas simples palabritas mecanografiadas. “Mecanografía” es una palabra antigua. Igual que yo. Dos antigüedades. Çava. El ritual va a ser el siguiente: me voy a acostar, sin ninguna ropa, nada que tape o disimule mis desnudeces medio arrugadas, bueno bastante arrugadas (qué se le va a hacer), voy a desparramar estas hojas sobre mi cuerpo, como envolviéndome en ellas, quizás las pegue, ¿con qué podría pegarlas?, con transpiración, seguro que si cierro los ojos y me concentro en lo que vosotros imagináis, so picarones, voy a transpirar, o si no con saliva, porque la saliva también es un elemento con mucho reminiscencias,  no miréis hacia otro lado, no giréis vuestros turbados rostros, después me voy a levantar y voy a bailar con Jobim, tenía buen gusto la guachita, y voy a dar vueltas y vueltas, algunas de las hojas se desprenderán y planearán hasta la alfombra, la misma alfombra que a veces nos hizo cosquillas en la espalda o en el pecho, no redondeéis la boca en punta, lista ya para emitir ese ¡oh! de estupor y reproche, no lo hagáis porque aún falta lo peor. O lo mejor. ¿A que no sabéis qué es lo que pondrá broche final al asunto? ¿No lo adivináis? Aquello con lo tanto habéis soñado y deseado, imaginado y fantaseado, y que a veces os lo permitís a costa de castigaros con la culpa y que reprimís en los demás aunque sepáis que hasta el más miserable de los animales lo hace, el diminuto cuis o el hipopótamo colosal, pero gozando, gozando con una sonrisa en la boca, o en el hocico, o en lo que tenga de jeta, gozando más, muchísimo más que vosotros. So eunucos 007 con licencia para frustrar y frustrar. ¡Habéis acertado! Iré al baño, cerraré la puerta, no, mejor la dejaré abierta por si queréis asomar vuestras narices y presenciar el espectáculo, y me voy a masturbar. Prolijamente. Con la meticulosidad de un cirujano en el quirófano. La gran paja.
Está bien, basta de mandarme la parte. Ante vosotros me cuesta reconocer que a medida que fui avanzando con estas páginas me fue creciendo la tristeza adentro. No entiendo mucho de música, mejor dicho entiendo bastante poco, pero una vez fui a escuchar a un violoncelista en el Colón y me preparaba para aburrirme como una ostra, cuando de pronto el tipo le arrancó una nota a ese armatoste de madera que tenía entre las piernas que me puso los pelos de punta. Era una nota grave que se metía en los huesos, cacheteaba las paredes del estómago, ahuecaba las vértebras. Era “mi” nota. Me acuerdo que le apreté el brazo a la amiga que me acompañaba, por ella había aceptado el sacrificio de ir a un concierto, muy linda era, más que linda interesante, después no pasó nada, muy frígida, y ella me contestó que era la nota “re”. Nunca supe si entendía realmente o si me macaneaba pero ese sonido me quedó grabado. Esa misma nota es la que ahora revive en mis vísceras (iba a escribir “genitales” pero me detuve para no faltaros el respeto). El “re” que surge de este armatoste viejo y de cuerdas gastadas, a punto de cortarse, zas, otra vez me puse cursi.
Después voy a quemar, sí, inhumar, estos papeles y las cenizas, también las cenizas del pañuelito que María se dejó olvidado aquel día y que no le devolví, las voy a lanzar al viento para que perviertan esta ciudad de mierda, para que impregnen los semáforos con el perfume de aquella conchita flamante como un amancay de Traful, para que el pan, los bifes, las tetas maternas, los labios amados, todo, todo, tenga gusto salado al principio y después una mezcla de vainilla y romero, para que las cárceles sean tan tibias como aquella piel para que todas las mediocridades y las rutinas y las agonías puedan ser santificadas por un momento aunque sólo sea un momento, del placer que sentí con María. Para que vivir tenga algún sentido aunque los policías hagan sonar las sirenas y los jueces den un martillazo contra las perversiones y los psicoanalistas inventen palabras difíciles para disimular lo que es tan simple y los mojigatos me ahorquen con sus rosarios.
Aunque vosotros me miréis con esas medias sonrisas irónicas, suficientes, victoriosas. Porque tenéis razón. También vosotros a veces tenéis razón. Porque al final de todo, y estas hojas escritas y la caja de Rancheras son el final de todo, sólo me queda volver a sumergirme en chota vida de lesbiana setentona. 

Mario Pacho O Donnell (1976)

Mario Pacho O Donnell

La Editorial Norma ha decidido reeditar todos mis libros de ficción (cuatro novelas y un libro de cuentos), lo que mucho me alegra porque casi todos ellos salieron a la luz en malas circunstancias, cuando estaba prohibido o exiliado. En consecuencia, mi producción cuentística y novelística es prácticamente desconocida, ya es tiempo de que salga a la luz y sea leída y juzgada.
Mi primer libro de cuentos, único hasta hoy, La seducción de la hija del portero , fue publicado en Siglo XXI y debía presentarlo en la Feria del Libro el mismo viernes de abril de 1976 cuando la editorial fue asaltada y destrozada por civiles con armas largas que llegaron en varios Falcon y se llevaron a Alberto Díaz y Jorge Tula. Igualmente fui a la Feria, muy asustado lo reconozco, por solidaridad y para hacer público lo sucedido.
Las anécdotas sobre aquel primer libro de cuentos, segundo de ficción después de mi novela Copsi , no terminaron allí. Por algún motivo que aún desconozco y que me sigue pareciendo excesivo, el relato que le dio título provocó una inesperada conmoción que mucho se acercó al escándalo. Fue considerado pornográfico y varias instituciones protectoras de la moral pública elevaron airadas protestas. A Borges se lo consultó sobre el tema a la espera de su escarnio: "Qué opina usted del libro de ese Pacho O´Donnell?". "Que es muy audaz", respondió. "¿Por lo pornográfico?". "No, porque llama ´portero´ a quien debería llamar ´encargado´".
Mucho menos sentido del humor tuvieron los de la editorial Emecé, que tenía a su cargo la distribución de los libros de la editorial Belgrano, una feliz experiencia de la Universidad homónima que reeditó La seducción... cuando regresé de mi exilio, en 1981. A su director, Luis Tedesco, se le anunció que no se distribuiría un libro tan obsceno como el mío y hubo riesgo de que se cancelara el contrato entre ambas editoriales.
Más aún: cuando en el alba democrática de 1983 asumí como secretario de Cultura de Buenos Aires, aquel excelente intendente y maravillosa persona que fue Julio Saguier debía soportar que cuando se reunía con vecinos no faltara quien, con ceño inquisitorial, le reprochara haber designado al autor de La seducción de la hija del portero . Entonces, riendo, me contaba que respondía: "No se preocupe, Pacho ya no escribe más esas cosas". Y después me alentaba, cómplice: " Vos seguí escribiendo así, es un cuento excelente".
¡Todo eso por un cuento! Y hubo más. Muchos años después, creo que en 2000, cuando presenté mi solicitud de socio a un club, recibí un llamado telefónico de su entonces presidente, quien en un admonitorio spanglish me informó que mi solicitud había sido rechazada "por izquierdista y pornógrafo", textual, sic , lo juro por Dios. En cuanto al primer pecado, si bien adolece de imprecisión, me enorgullece. Y en lo referente al segundo, no dudo de su origen.

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