El gran fresco del Renacimiento
ROBERTO BOLAÑO DIARIO EL MUNDO | 06/04/2001
Durante la primera mitad del siglo XX, en Buenos Aires,
vivieron y formaron parte de una misma
generación, y por lo tanto se conocieron, escritores de la talla de Roberto
Arlt, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Eduardo
Mallea, Jorge Luis Borges. Algunos tuvieron como maestro a Macedonio Fernández.
Como si esto no bastara, un día llegó a la Argentina Witold Gombrowicz y allí
se quedó.
A este grupo disímil perteneció Manuel Mujica Láinez, a
simple vista el menos profesional de todos, en el sentido en que nos es difícil
imaginar a Mujica Láinez como un escritor que vive de y para la literatura,
sino más bien todo lo contrario, es decir un hombre que vive de rentas y que
dedica sus ocios, por otra parte escasos, a escribir novelas sin otra ambición
que la de ser leídas por su amplio grupo de amigos. Sin embargo, Mujica Láinez
fue tal vez el más prolífico de los narradores argentinos de su tiempo.
No el más ambicioso ni el más seminal (un papel reservado
probablemente a Julio Cortázar y Ernesto Sábato), ni el más cercano a la
realidad argentina (un papel que se le puede adjudicar, según baje o suba el
grado de delirio, a Arlt, a Cortázar, a Sábato, a Bioy), ni el más adelantado
en concebir estructuras literarias capaces de internarse por territorios
ignotos (como Borges y Cortázar), ni el que más ahonda en el misterio de la
lengua (reino absoluto de Jorge Luis Borges, que además de ser un gran
prosista, no hay que olvidarlo, fue un gran poeta). Mujica Láinez, en este
sentido, fue de una discreción absoluta. De hecho, su figura, junto a la de
esos escritores irrepetibles y gigantescos como Borges, Cortázar, Arlt, Bioy
Casares y Sábato, parece empequeñecerse y buscar un refugio tranquilo en la
literatura estrictamente argentina, el refugio de las literaturas provincianas,
pero esta impresión, a poco que se lea su obra, resulta absolutamente equivocada.
Desde su primera novela Don Galaz de Buenos Aires (1938),
es dable hallar en las páginas de Mujica Láinez dos constantes que lo acompañarán
durante toda su vida de escritor. Por un lado, un manejo exquisito del idioma,
que es preciso, rico, lleno de variantes, sin caer nunca en el español
recargado y castizo. Por otro lado, y esto es posiblemente lo que de verdad
importa, una disposición feliz ante el hecho de narrar.
Es verdad que nunca asumió riesgos muy grandes y que
comparado con los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX su obra, de
alguna manera, es la obra de un autor menor. ¡Pero qué lujo de autor menor!
Capaz de escribir, por ejemplo, Misteriosa Buenos Aires, o El viaje de los
siete demonios, o El unicornio, o Los viajeros, todos ellos libros gratos de
leer, libros discretos (y también algo nerviosos) como su autor, y suficientes
como para asegurarle su nombradía al lado de autores, asimismo menores, como
Mallea o José Bianco.
Pero Mujica Láinez aún nos tenía reservada su mayor
sorpresa y esta sorpresa es Bomarzo. Publicada en 1962, la novela obtuvo el
Premio Nacional de Literatura argentino y después el premio John F. Kennedy, en
1964, premio compartido con Rayuela, de Cortázar, el cual (como nos recuerda
Marcos Ricardo Barnatán) le sugirió a Mujica Láinez la posibilidad de publicar
ambas novelas en una edición conjunta y con un título único, que podía ser
Ramarzo o Boyuela.
Mi generación, demás está decirlo, se enamoró de Rayuela,
porque eso era lo justo y lo necesario y lo que nos salvaba, y sólo leímos
Bomarzo algunos años después, casi como un ejercicio de arqueología. Contra lo
que esperábamos, no salimos indemnes de esta lectura, entre otras cosas porque
nadie o casi nadie puede salir indemne de cualquier lectura y mucho menos si
son las más de 600 páginas de Bomarzo, una novela feliz, es decir una novela
que hará feliz a todo lector mínimamente sensible, es decir inocente, y que no
le enseñará nada a ningún escritor joven.
La vida y aventuras del duque de Orsini, las mil
aventuras del duque y sus incontables
desgracias y hazañas son el escenario en donde se
despliega una escritura, un arte de narrar, que al tiempo que recuerda a los
clásicos del siglo XIX, introduce lujos apócrifos del siglo XVI, el siglo del
monstruoso y angelical Orsini.
A simple vista Bomarzo se asemeja a una novela de
resistencia, a una novela de supervivencia, a una novela histórica, a una
novela de intriga, a un folletón. Puede que sea, efectivamente, todas esas
cosas.
Pero también es muchas cosas más: es una novela sobre el
arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de
novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela. También es,
entre líneas, el comentario o el epílogo jocoso que Mujica Láinez hace de sí
mismo y de su familia. Y también es, por supuesto, una novela para leer en voz
alta y en familia, aunque esta última posibilidad siempre conlleva el riesgo de
que los niños huyan en tropel.
Después de Bomarzo poco más es lo que le restaba por
decir a Mujica Láinez. Viajó mucho y como un señor por diferentes lugares del
planeta. Escribió De milagros y melancolías y El gran teatro, aparentemente sin
la más mínima dificultad.
Y antes de morir, en 1984, a la edad de 74 años, tuvo
tiempo para escribir y publicar, en 1982, El escarabajo, una novela de más de
500 páginas que narra las vicisitudes de los poseedores de un talismán egipcio
a través del tiempo, y que es una obra inteligente, bien escrita, grata de leer
(posiblemente grata de escribir), con dosificadas gotas de humor, dolor y algo
de turismo, una novela feliz como la mayoría de sus obras.
DE ENTRE PARENTESIS, (6 de abril de 2001)
Diario El Mundo de España
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