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31 de mayo de 2016

Arte Poética, Horacio Castillo

Arte Poética

Soltar la lengua de manera que trabe el producto
que viene desde adentro, impulsado
por una fuerza superior
y el hábil juego de riñón y diafragma;
insistir presionando los músculos
como para expulsar
un caballo o un cíclope;
repetir el procedimiento
provocándolo inclusive con los dedos
o una materia acre,
hasta quedar vacío, sólo reseca piel,
odre para colgar del primer árbol,
ar la lengua, de manera que no trabe el producto
matriz de lo volátil, acaso de la luz.

Horacio Castillo

De Materia Acre (1974)

30 de mayo de 2016

Terapia, Daniel Conn Calderon

Terapia

Atento loco! Siempre atento!
Decía el escritor
que había olvidado su lápiz.

Daniel Conn Calderon

dR.o. Poeta Lacustre (Chile)

29 de mayo de 2016

El ego y la gota, Daniel Conn Calderon

El ego y la gota

Nos creemos importantes,
imprescindibles
Que movemos fuerzas que la muerte no comprende
Pensamos en “nuestro” alrededor
Somos amos y dueños,
contenemos el infinito en nuestro dedo
Mientras tanto, llovemos
y cada gota enfrenta la muerte rodeada y sola
Al mismo fin avanzan juntas por millares
sabiendo que no importa acabarse
La lluvia continuara cayendo.

Daniel Conn Calderon

dR.o. Poeta LacustreVillarrica, Chile

28 de mayo de 2016

Villarrica, Daniel Conn Calderon

Villarrica

Nuevamente me recibe ese puente tan testigo,
tan volcán de invierno blanco,
tan lago y río.
Brilla en el sol de la mañana
el agua de la escarcha derritiéndose
mientras voy encontrando los techos de lata,
el olor a humo de los primeros troncos matutinos
y ni hablar del Van Gogh de árboles frente a mi
Voy entrando en mi Villarrica querida
luego de una noche de bus infierno
El crudo cemento de los edificios va retirándose
para que todo se tiña de verde ancestral
Miro por la ventana y la casa es hogar.
A pesar del sol,
puedo oler la lluvia que vendrá a lavarlo todo
El frio que reúne
El arte, el silencio,
la tranquilidad
Na’ que hacerle,
apenas entras en Villarrica
todo sabe a paraíso


 Daniel Conn Calderon dR.o. Poeta Lacustre (Chile)

27 de mayo de 2016

Relación simbiótica, Daniel Conn


 RELACIÓN SIMBIÓTICA

Cuando no hay silencio
no puedo sentir el río
corriendo por la tierra sigilosa
entre la maleza

Cuando no hay silencio
no puedo ver crecer
el pelo de los árboles
teñidos de alquitrán

Cuando el silencio es apagado
por las cataratas de bocinas
y los gritos telefónicos
Se me olvida fácilmente
el susurro del viento embazado
en botellas de cristal.

Cuando no hay silencio
el grito ahogado de la madre
se me pierde para siempre
en la leche agria de la cuidad

Cuando el silencio se quiebra…

                                  yo también desaparezco.

Daniel Conn

26 de mayo de 2016

Paraíso Metropolitano, Daniel Conn

PARAÍSO METROPOLITANO

Hoy llueve y el día aclarece
Se guarda la ropa colgada
las sillas de las terrazas
la basura en las esquinas

Hoy llueve y los animales se esconden
Se suben a los autos
Corren a los bares
Se quedan en sus casas

Hoy llueve y la cuidad queda limpia
Recién construida
Radiante
A solas

Hoy llueve y los semáforos
no sirven para nada
Se guiñan famélicos
y se quedan lagrimando

Hoy llueve y los ríos se sueltan las trenzas
Se lanzan calle abajo
Visitan escaparates oscuros
Se bañan de veredas

Hoy llueve y decidí salir

a tomarme hasta la ultima gota del desierto.

Daniel Conn

25 de mayo de 2016

Modalidad, Daniel Conn

Fotografía; Daniel Conn Y Eduardo "Lalo" Arguello. Café Literario Traslasierra. La Vieja Esquina, Edison Y San Martin. Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Año 2011

MODALIDAD

Y es que escribo en papel salvado de alcantarillas
con suelas de cartón
y hoyejos de camisa.

Y es que el lápiz de madera es el único que encaja
Y es que el poema es mi único recurso

Y es que el papel…
Y es que las suelas…
Y es que el poema.


DANIEL CONN (Chile)

24 de mayo de 2016

Daniel Conn (Villarica, Chile) leyendo sus poemas Modalidad, Paraíso metropolitano y Relación simbiotica

Daniel Conn (Villarica, Chile) leyendo sus poemas Modalidad, Paraíso metropolitano y Relación simbiotica

Video del 3º ENCUENTRO DE "POETAS EN EL ARA"
"A qué mar irá a parar el agua de las palabras..." (Carlos Tapia)
17 DE MARZO DE 2013 
OJO DE AGUA (NONO) TRASLASIERRA, CÓRDOBA, ARGENTINA

Organizó Grupo "Amigos del Ara de la Poesía"


MODALIDAD

Y es que escribo en papel salvado de alcantarillas
con suelas de cartón
y hoyejos de camisa.

Y es que el lápiz de madera es el único que encaja
Y es que el poema es mi único recurso

Y es que el papel…
Y es que las suelas…
Y es que el poema.

Daniel Conn

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PARAÍSO METROPOLITANO

Hoy llueve y el día aclarece
Se guarda la ropa colgada
las sillas de las terrazas
la basura en las esquinas

Hoy llueve y los animales se esconden
Se suben a los autos
Corren a los bares
Se quedan en sus casas

Hoy llueve y la cuidad queda limpia
Recién construida
Radiante
A solas

Hoy llueve y los semáforos
no sirven para nada
Se guiñan famélicos
y se quedan lagrimando

Hoy llueve y los ríos se sueltan las trenzas
Se lanzan calle abajo
Visitan escaparates oscuros
Se bañan de veredas

Hoy llueve y decidí salir
a tomarme hasta la ultima gota del desierto.

Daniel Conn

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RELACIÓN SIMBIÓTICA

Cuando no hay silencio
no puedo sentir el río
corriendo por la tierra sigilosa
entre la maleza

Cuando no hay silencio
no puedo ver crecer
el pelo de los árboles
teñidos de alquitrán

Cuando el silencio es apagado
por las cataratas de bocinas
y los gritos telefónicos
Se me olvida fácilmente
el susurro del viento embazado
en botellas de cristal.

Cuando no hay silencio
el grito ahogado de la madre
se me pierde para siempre
en la leche agria de la cuidad

Cuando el silencio se quiebra…


                                  yo también desaparezco.

Daniel Conn

23 de mayo de 2016

La vista que no pude soportar, Carlos Castaneda


LA VISTA QUE NO PUDE SOPORTAR

Los Ángeles siempre había sido mi hogar. Mi elección de Los Ángeles no había sido cuestión de mi voluntad. Para mí, el quedarme en Los Ángeles ha sido el equivalente de haber nacido allí, quizás aún algo más profundo. Mi vínculo de afecto siempre ha sido total. Mi cariño por la ciudad de Los Ángeles siempre ha sido tan intenso, a tal grado una parte de mi ser, que nunca he tenido que darle voz. Nunca he tenido que revisarlo o renovarlo, nunca.
Tenía en Los Ángeles mi familia de amigos. Eran para mí parte de mi medio inmediato, es decir, los había aceptado totalmente tal como había aceptado la ciudad misma. Uno de mis amigos hizo la declaración una vez, un poco bromeando, de que todos nos odiábamos cordialmente. Indudablemente podían darse el lujo de tales sentimientos porque tenían otros arreglos emotivos a su disposición, como padres y esposas y maridos. Yo sólo tenía mis amigos en Los Ángeles.
Por la razón que fuera, yo era el confidente de cada uno. Cada uno de ellos me contaba todos sus problemas y vicisitudes. Mis amigos eran de una intimidad tal que nunca reconocí sus problemas o tribulaciones como algo menos que normal. Podía hablar con ellos durante horas de las mismas cosas que me habían horrorizado de las grabaciones y del psiquiatra.
Además, no me daba cuenta de que cada uno de mis amigos era increíblemente parecido al psiquiatra y al profesor de antropología. Nunca me fijé en lo tensos que estaban. Todos fumaban de manera compulsiva tal como el psiquiatra, pero nunca me había sido obvio, porque yo fumaba igual y estaba igual de tenso. La afectación de su habla era otra cosa que nunca había notado, aunque existía. Siempre afectaban el gangueo del oeste de los Estados Unidos, pero estaban muy conscientes de lo que hacían. Ni me había fijado en sus directas insinuaciones acerca de una sensualidad que eran incapaces de sentir, que conocían sólo a nivel intelectual.
La verdadera confrontación conmigo mismo empezó al enfrentarme con el dilema de Pete. Vino a verme, todo golpeado. Tenía la boca hinchada y un ojo rojizo e inflamado que evidentemente había sufrido un golpe y ya se estaban poniendo morado. Antes de que pudiera preguntarle lo que le había pasado, soltó de buenas a primeras que su mujer, Patricia, había ido durante el fin de semana a un encuentro de agentes de bienes raíces relacionado con su empleo, y que algo terrible le había sucedido. Al ver el aspecto de Pete, pensé que Patricia había estado en un acci¬dente, estaba herida o hasta muerta.
 Pero, ¿se encuentra bien?  le pregunté, sincera¬mente afligido.
 Claro que está bien  ladró . Es una puta y una bestia y nada les pasa a las putas bestias más que se las cogen y les gusta.
Pete estaba lleno de rabia. Temblaba casi convulsivamente. Su abundante cabello rizado se le paraba por to¬das partes. Por lo general se lo peinaba con esmero, alisándose los rizos naturales. Ahora tenía un aspecto más loco que un demonio de tasmania.
 Todo estaba normal hasta hoy  continuó mi ami¬go . Entonces, esta mañana, al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me hizo ver que andaba cogiendo con alguien.
Su razonamiento me tenía desconcertado. Lo inte¬rrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.
 Si eres un culo, no te revela nada  dijo con veneno en la voz . Pero yo conozco a Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!
Pete dijo que había ido a la oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron a estacionamiento. Quería romper las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.
 ¿Son los que te golpearon, Pete?  le pregunté.
 No  dijo, abatido . Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese, señor, cálmese! Aún se puede negociar”.
Cuando lo volví a golpear en la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté  continuó Pete , estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.
Empezó a sollozar sin contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta abierta.
La vida parecía continuar como siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer» por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo normal, un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para ponerme a juzgar a los demás?
Me sentí inmensamente culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me abrumaba.
El aforismo de que las desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte. Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía, el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de que le fallarla; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.
 ¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo?  le pregunté una vez, con sincera curiosidad.
 No sé  respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador fundamentalista, dijo : Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca de algo nuevo.
Me resultaba obvio que sus coches, que siempre eran carcachas, ya no tenían la capacidad de viajar a toda velocidad, y que sencillamente les quemaba el motor.
De Salt Lake City, Rodrigo había regresado a Los Ángeles haciendo autostop. Claro que podría haber hecho autostop hasta Nueva York, pero nunca se le ocurrió. Rodrigo parecía padecer de la misma condición que también me afectaba: una pasión inconsciente por Los Ángeles que él quería rechazar a toda costa.
En otra ocasión, su coche estaba en excelente condición mecánica. Podría haber hecho el viaje fácilmente, pero Rodrigo aparentemente no estaba en condiciones de dejar Los Ángeles. Llegó hasta San Bernardino, donde se metió a un cine a ver una película: Los Diez Mandamientos. Esa película, por razones que sólo Rodrigo conocía, le produjo una nostalgia insuperable por Los Ángeles. Regresó y lloró, diciéndome que la pinche ciudad de Los Ángeles le había construido una barrera a su alrededor y no lo dejaba salir. Su esposa estaba feliz de que no se hubiera ido, y su novia, Melissa, estaba aún más contenta, aunque un poco desilusionada porque tuvo que devolverle los diccionarios que él le había regalado.
Su último intento desesperado de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine. Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de nuestras vidas y actividades.
Fuimos a ver una película épica en tecnicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine, ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista, que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la aerolínea.
Regresamos al edificio donde los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas, Rodrigo padre te espera! » Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas económicos.
Abrazándolo, le dijo: «No puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo padre ya se fue”.
Quise desesperadamente sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que me galvanizó.
Busqué ávidamente la compañía de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora. Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.
 No te aloques por nada  me dijo don Juan calmadamente . Ya sabes que una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que muera el rey.
 ¿Qué quiere decir con eso, don Juan?
-Tú eres el rey y tú eres exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro, no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que te vas a dar cuenta de que sí eres así.

 Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

22 de mayo de 2016

El final de una era, Las profundas preocupaciones de la vida cotidiana, Carlos Castaneda


EL FINAL DE UNA ERA

LAS PROFUNDAS PREOCUPACIONES DE LA VIDA COTIDIANA

Fui a Sonora a ver a don Juan. Tenía que hablar con él acerca de un acontecimiento de enorme gravedad que me acosaba en aquel momento. Necesitaba su consejo. Cuando llegué a su casa, apenas lo saludé. Me senté y comencé a decirle de buenas a primeras lo que me pasaba.
 Cálmate, cálmate  dijo don Juan . Nada puede ser tan grave.
 ¿Qué es lo que me está pasando, don Juan?  le pregunté. Era una pregunta retórica de mi parte.
 Son los efectos del infinito contestó. Algo le pasó a la forma en que percibes, el día que me conociste. Tu sensación de nerviosismo se debe a la realización subliminal de que se te ha acabado el tiempo. Tienes conciencia de ello, pero no estás deliberadamente consciente. Sientes la ausencia de tiempo y es lo que te hace impaciente. Lo sé porque me pasó a mí y a todos los chamanes de mi linaje. En un momento dado, una era entera de mi vida, o de sus vidas, terminó. Ahora te toca a ti. Simplemente se te ha acabado el tiempo.
Exigió entonces un recuento total de todo lo que me había pasado. Me dijo que tenía que ser completo, sin omisión de ningún detalle. No buscaba bosquejos. Quería que le presentara el impacto total de lo que me estaba molestando.
 Vamos a hacer esta conversación, como dicen en tu mundo, al pie de la letra  me dijo . Vamos a entrar en el reino de las conversaciones formales.
Don Juan explicó que los chamanes del México antiguo habían concebido la idea de conversaciones formales versus conversaciones informales, y utilizaban ambas como medios para enseñar y guiar a sus discípulos. Las conversaciones formales consistían para ellos, en resúmenes que hacían de vez en cuando de todo lo que les habían enseñado o dicho a sus discípulos. Las conversaciones informales eran elucidaciones diarias en las cuales las cosas se explicaban con referencia sólo al fenómeno que se examinaba en ese momento.
 Los chamanes no se guardan nada para sí  continuó . El vaciarse de esta manera es una maniobra chamanística. Los conduce a abandonar la fortaleza del yo.
Empecé mi recuento, diciéndole a don Juan que las circunstancias de mi vida jamás me habían permitido ser introspectivo. Cuanto más me remontaba en mi pasado, más recordaba que mi vida cotidiana había estado llena de problemas pragmáticos que exigían una resolución inmediata. Recuerdo que mi tío predilecto me dijo que estaba horrorizado de darse cuenta de que nunca había yo recibido un regalo de Navidad o de cumpleaños. Yo había ido a vivir a casa de la familia de mi padre poco antes de que mi tío me dijera eso. Me habló en tono compasivo de lo injusto de mi situación. Hasta se disculpó, aunque él no tenía nada que ver con el asunto.
 Es horripilante, chico  dijo moviendo la cabeza . Quiero que sepas que te apoyo cien por ciento cuando llegue el momento de las reparaciones.
Insistió una y otra vez que tenía que perdonar a los que me habían hecho esos desagravios. Por lo que él me decía, supuse que quería que me enfrentara a mi padre con el hallazgo, y que lo acusara de indolencia y descuido, y luego, claro, que lo perdonara. Lo que él no había notado era que yo no me sentía para nada agraviado. Lo que él me pedía exigía una naturaleza introspectiva que me hiciera responder a los malestares provenientes del abuso psicológico, una vez que me los hubieran señalado. Le aseguré a mi tío que iba a pensarlo, pero no en ese momento, porque en ese instante mi novia estaba en la sala esperándome y haciéndome señas desesperadas de que me apresurara.
Nunca tuve oportunidad de pensarlo, pero mi tío debe de haber hablado con mi padre, porque recibí un regalo de él, un paquete bien envuelto, con listón y todo, y una tarjetita que decía: «Lo siento”. Con gran curiosidad, rompí ávidamente la envoltura. Había una caja de cartón, y adentro un juguete precioso, un barquecito con una llave de cuerda atada al tubo de vapor. Era un juguete para jugar en la tina a la hora del baño. Mi padre había olvidado por completo que yo ya tenía quince años y que era un hombre hecho y derecho.
Como había llegado a la edad de la madurez todavía incapaz de verdadera introspección, me era novedoso, años después, encontrarme en medio de una agitación emotiva muy extraña que parecía incrementar con el paso del tiempo. Lo dejé a un lado, atribuyéndolo a los procesos naturales de la mente o del cuerpo, que entran en acción de vez en cuando sin ninguna razón aparente, o quizá como resultado de los procesos bioquímicos del cuerpo mismo. No le di importancia. Sin embargo, la agitación seguía creciendo y la presión fue tal que me forzó a creer que había llegado a un momento de mi vida en la que necesitaba un cambio drástico. Había algo en mí que exigía un nuevo arreglo. Esta urgencia de hacer cambios era conocida. La había experimentado antes, pero había estado pasiva durante mucho tiempo.
Estaba comprometido con el estudio de la antropología, y este compromiso era tan fuerte que la idea de no estudiar antropología nunca formó parte de los cambios drásticos que me proponía. Lo primero que me vino a la cabeza era que necesitaba cambiar de universidades, irme lejos de Los Ángeles.
Antes de hacer un cambio de esa magnitud, quería ponerlo a prueba. Me inscribí en un programa de verano de una universidad en otra ciudad. El curso de mayor importancia para mí, era uno de antropología dictado por la máxima autoridad sobre los indios de la región andina. Estaba yo con la idea de que si enfocaba mis estudios sobre un área que me fuera accesible emocionalmente, tendría mejor oportunidad de hacer mi trabajo de campo antropológico al momento debido. Concebí que mi conocimiento de la América del Sur iba a otorgarme mayor acceso a cualquier sociedad indígena de esas regiones.
Al inscribirme, conseguí simultáneamente un trabajo como asistente de investigación con un psiquiatra, el hermano mayor de uno de mis amigos. Él quería hacer un análisis de contenido basado en extractos de algunas grabaciones inocuas con jóvenes, preguntas y respuestas sobre problemas de exceso de estudio, expectativas no logradas, falta de comprensión en el ambiente del hogar, amores frustrados, etc. Las grabaciones tenían más de cinco años y se iban a destruir, pero antes, se les asignaron a cada carrete de cintas cifras al azar, y siguiendo una tabla, el psiquiatra y sus asistentes recogían carretes y examinaban los extractos que podían ser analizados.
Durante el primer día de clase en la nueva universidad, el profesor de antropología habló sobre sus credenciales y preparación académica, y deslumbró a los estudiantes con el ámbito de su conocimiento y sus publicaciones. Era un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años de edad, de furtivos ojos azules. Lo que más me llamó la atención de su apariencia era que sus ojos se veían enormes detrás de los lentes de aumento para el astigmatismo, y que cada uno de sus ojos daba la impresión de ir en dirección opuesta del otro al mover la cabeza y al hablar. Sabía que no podía ser verdad; sin embargo, era una visión bastante desconcertante. Iba muy bien vestido, sobre todo para un antropólogo, que en aquel tiempo eran conocidos por su forma de vestir informal. Los estudiantes describían a los arqueólogos, por ejemplo, como criaturas perdidas en fechado de carbono 14 que nunca se bañaban.
Sin embargo, por razones que ignoraba, lo que en verdad lo hacía diferente no era su apariencia física ni su erudición, sino su modo de hablar. Pronunciaba cada palabra con una claridad sin par, haciendo énfasis en ciertas palabras al alargarlas. Tenía una entonación marcadamente extranjera, pero sabía yo que era una afectación. Pronunciaba ciertas frases como un inglés, y otras como un predicador fundamentalista.
A pesar de su tremenda pomposidad, me fascinó desde un principio. Su importancia personal era tan obvia, que dejaba de ser problema pasados los primeros cinco minutos de clase, las cuales siempre eran muestras rimbombantes de conocimiento, basadas en las aserciones más descaradas de sí mismo. Su dominio sobre el foro era estupendo. Todos los estudiantes con los que hablé le tenían la más grande admiración a este extraordinario hombre. Sinceramente, pensé que todo iba muy bien y que el cambio a otra universidad y a otra ciudad iba ser fácil e inocuo, pero totalmente positivo. Me gustó mi nuevo ambiente.
En el trabajo, me entregué totalmente a escuchar las grabaciones; a tal extremo, que me metía a escondidas en la oficina para escuchar, no los extractos, sino las grabaciones enteras. Lo que al principio me fascinó sin medida, era el hecho de que me oía a mí mismo en cada grabación. Al correr de las semanas y al haber escuchado más grabaciones, mi fascinación se convirtió en horror. Cada oración que se decía, incluso las preguntas del psiquiatra, era mía. Esas personas hablaban desde mis entrañas. La repugnancia que experimentaba era algo nuevo para mí. Nunca había imaginado que yo podía ser repetido interminablemente en cada hombre o mujer que oía hablar en esas grabaciones. El sentido de individualidad que se me había inculcado desde el momento de nacer, se desmoronó sin esperanza alguna bajo el impacto de este descubrimiento colosal.
Empecé entonces el proceso odioso de tratar de restaurarme a mí mismo. Inconscientemente, hice un torpe intento de introspección; traté de salir de mi estado hablando a solas interminablemente. Repasé mentalmente todas las racionalizaciones posibles que apoyaran mi sentimiento de unicidad, y luego me hablé en voz alta acerca de ellas. Hasta experimenté algo bastante revolucionario; me despertaba a mí mismo hablando en voz alta en mis sueños, discutiendo mi valor y mi unicidad. Luego, un día horripilante, sufrí otro golpe mortal. Durante la madrugada, me despertó un insistente golpe en la puerta. No era un toque tímido, gentil, sino lo que mis amigos llamaban un «golpe Gestapo». La puerta estaba por caerse. Salté de la cama y espié por la ranura. La persona que tocaba era mi jefe, el psiquiatra. Como yo era amigo de su hermano menor, se había creado una vía de comunicación con él. Se había vuelto mi amigo sin más ni más, y allí estaba, en mi umbral. Encendí las luces y abrí la puerta.
 Por favor, pase  dije . ¿Qué pasó?
Eran las tres de la mañana y, por su aspecto lívido y sus ojos hundidos, sabía que algo andaba mal. Entró y se sentó. Su orgullo y deleite, la cabellera de largo pelo negro, le caía sobre la cara. No hizo ningún esfuerzo por peinarse, como siempre lo hacía. Me gustaba mucho porque era la versión mayor de mi amigo en Los Ángeles, con sus cejas negras y gruesas, sus ojos penetrantes color castaño, su mandíbula cuadrada y sus labios gruesos. Su labio superior parecía tener un pliegue doble por dentro y a veces, cuando sonreía, parecía tener un doble labio superior. Siempre hablaba de la forma de su nariz, que describía como nariz impertinente y agresiva. Yo lo veía como alguien que tenía muchísima confianza en sí mismo. Según él, esas cualidades eran lo importante en su profesión.
 ¡Qué pasó!  repitió en tono de burla, el doble labio superior temblándole incontrolablemente . Cualquiera puede ver que esta noche me pasó todo.
Se sentó en una silla. Parecía estar mareado, desorientado, buscando palabras. Se levantó y se fue al sofá, casi cayendo sobre él.
 No sólo me cargo la responsabilidad de mis pacientes  siguió , la de mi beca de investigación, la de mi mujer y mis hijos, sino que ahora se me viene encima otro maldito problema, y lo que me jode es que es por mi propia culpa, por mi estupidez en poner mi confianza en una puta de mierda.
»Escúchame bien, Carlos  continuó , no hay nada más horrendo, repugnante, asqueroso, carajo, que la insensibilidad de las mujeres. ¡Yo no odio a las mujeres, tú bien lo sabes! Pero en este momento, me parece que todos los coños son eso, simplemente coños. Hipócritas y viles.
No sabía qué decir. Lo que me estaba diciendo no se podía ni afirmar ni contradecir. De cualquier manera, no me hubiera atrevido a contradecirlo. No tenía las armas. Estaba muy cansado. Quería volverme a dormir, pero él seguía hablando como si de ello le dependiera la vida.
 Conoces a Teresa Manning, ¿no?  me preguntó de una manera agresiva y acusatoria.
Por un instante, creí que me acusaba de andar en líos con su hermosa y joven estudiante secretaria. Sin darme tiempo para responder, siguió hablando.
 Teresa Manning es un culo. ¡Es una babosa! Una idiota desconsiderada que no tiene otra meta en la vida que cogerse a alguien que tenga un poco de fama o notoriedad. Yo la creía inteligente y sensible. Yo creía que tenía algo, alguna comprensión, alguna empatía, algo que uno quisiera compartir o mantener como algo precioso sólo para sí. No sé, pero ésa es la imagen que ella creó para mí, cuando en realidad es obscena y degenerada, y hasta pudiera añadir, irremediablemente grosera.
Mientras continuaba hablando, una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de sufrir una mala experiencia con su secretaria.
 Desde el día que vino a trabajar conmigo  siguió , sabía que tenía una fuerte atracción sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.
Se enredó en un recuento elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.
 Tenía yo tal confianza en que este asunto iba a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable  dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el tono de alguien que está relatando algo íntimo . Hasta le di la llave del apartamento  siguió y se le quebró la voz.
»Muy sumisamente, llegó a las once y media  continuó . Entró sola, con su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que la tenía presa.
»Pero al momento que entré en la alcoba  continuó, la voz tensa y contraída como si estuviera mortalmente ofendido , Teresa saltó sobre mí como un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado la botella y las dos copas que llevaba.
Tuve suficiente cordura de dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras. Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo dijo como para calmarme.
Moviendo la cabeza con rabia contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha hecho cientos de veces.
 El resultado de toda esta mierda  dijo  fue que mi sensualidad huyó horrorizada. Me castró emotivamente. Mi cuerpo aborreció a esa puta mujer instantáneamente. Sin embargo, mi lujuria impidió que la echara a la calle.
Dijo que entonces decidió que en vez de perder la partida a causa de su impotencia miserablemente, como sabía que le iba a pasar, tendría sexo oral con ella y la haría tener un orgasmo, estaría a su merced; pero su cuerpo había rechazado a esa vieja tan completamente que no pudo hacerlo.
 Esa mujer para mí ya no tiene nada de hermosa  dijo , es más bien fea. Cuando está vestida, la ropa le esconde la gordura de las caderas. Hasta se ve bien. Pero cuando está desnuda es un costal de carne fláccida blanca. Lo esbelto que presenta cuando está vestida es una mentira. No existe.
El veneno le salía al psiquiatra de formas que nunca me hubiera imaginado. Temblaba de rabia. Quería desesperadamente aparentar que tenía dominio sobre sí, pero fumaba un cigarrillo tras otro.
Dijo que el sexo oral fue aún más horrendo y repugnante, y que estaba a punto de vomitar, cuando la puta mujer le dio una patada en la panza, lo echó de su propia cama, y luego lo llamó puto impotente.
A estas alturas de la narración, los ojos del psiquiatra ardían de odio. Le temblaba la boca. Estaba pálido.
 Tengo que usar tu baño  dijo . Quiero bañarme. Estoy pestífero. Créeme, traigo sabor a puta.
Estaba hecho un mar de llanto y yo hubiera dado todo por no estar allí. Quizás por mi fatiga, o por el tono mesmérico de su voz, o por la insensatez de la situación, pero todo creaba la ilusión de que lo que escuchaba no era la voz del psiquiatra, sino la de uno de los machos suplicantes de sus grabaciones, quejándose de problemas menores que se vuelven asuntos gigantescos al hablar obsesivamente de ellos. Mi martirio terminó como a las nueve de la mañana. Era hora de que me fuera a mi clase y hora para que él se fuera a ver a su propio psiquiatra.
Me fui a clase lleno de una ardiente ansiedad y una enorme sensación de inutilidad e incomodidad. Allí, me dieron el golpe final, el golpe que causó el desmoronamiento de mi intento de llevar a cabo un cambio drástico. Ninguna parte de mi volición tuvo que ver con el desmoronamiento, que ocurrió no sólo como si hubiera sido proyectado, sino como si su progresión hubiera sido acelerada por una mano desconocida.
El profesor de antropología empezó su discurso sobre un grupo de indios de la altiplanicie del Perú y de Bolivia, los aymará. Los llamaba los «ey MEH ra», alargando el nombre como si su pronunciación fuera la única acertada que existiera. Dijo que la elaboración de la chicha, que él pronunciaba «CHAI cha», una bebida alcohólica elaborada de maíz fermentado, ocurría en el reino de una secta de sacerdotisas que eran consideradas semidiosas por los aymará. Dijo en tono de revelación, que aquellas mujeres tenían a su cargo el transformar el maíz cocinado en una pasta lista para la fermentación masticando y escupiéndolo, añadiendo de esta manera una enzima que se encuentra en la saliva humana. La clase entera gritó de horror contenido al oír la referencia a la saliva humana.
El profesor parecía estar encantado. Daba risitas de alegría. Era la risa de un niño malicioso. Continuó di-siendo que las mujeres eran masticadoras expertas y se refirió a ellas como las «masticadoras de chai cha». Miró a la primera fila del aula donde se encontraba la mayoría de las jóvenes, y dio su golpe de gracia.
 Tuve el pr r r r privilegio  dijo con esa entonación extraña, casi extranjera  de que me invitaran a dormir con una de las masticadoras de chai cha. El arte de masticar la pasta de chai cha les desarrolla los músculos de la garganta y de las mejillas a tal extremo que pueden hacer maravillas.
Miró al asombrado foro, haciendo una larga pausa, con interjecciones de risitas.
 Estoy seguro de que comprenden a lo que me refiero  dijo , y se puso histérico de risa.
La clase se enloqueció con las insinuaciones del profesor. La charla fue interrumpida por no menos de cinco minutos de risa y un bombardeo de preguntas que el profesor se negó a contestar, causando más risas.
Me sentí tan comprimido por la presión de las grabaciones, el relato del psiquiatra y las masticadoras de chai cha del profesor, que de un solo arrebato dejé mi trabajo, dejé la universidad y me regresé a Los Ángeles.
 Lo que me pasó con el psiquiatra y con el profesor de antropología  le dije a don Juan , me ha hundido en un estado emotivo desconocido. Lo único que se me ocurre es llamarlo introspección. Me he estado hablando a mí mismo sin parar.
 Tu enfermedad es de algo muy sencillo  dijo don Juan sacudiéndose de risa.
Aparentemente, mi situación le encantaba. Era un gusto que yo no compartía, porque no le veía la gracia.
 Tu mundo se termina  dijo . Es el final de una era para ti. ¿Crees que el mundo que has conocido toda tu vida te va a dejar, pacíficamente, sin más? ¡No! Va a estar revolcándose debajo de ti y dándote de golpazos con la cola.


Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

21 de mayo de 2016

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (3 parte), Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (3 parte), Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)


La tercera persona con quien don Juan pensaba que estaba yo endeudado más alla de mi vida y mi muerte era mi abuela por parte de mi madre. En mi afecto ciego por mi abuelo, el macho, me había olvidado de que la verdadera fuente de fuerza en esa casa era mi muy excéntrica abuela.
Muchos años antes de que yo llegara a su casa, ella había salvado de ser linchado a un indio del lugar. Lo habían acusado de ser brujo. Unos jóvenes coléricos ya lo tenían colgado de un árbol del terreno de mi abuela. Ella los vio y los paró. Todos los linchadores, al parecer, eran sus ahijados y no se hubieran atrevido a desafiarla. Bajó al hombre y lo llevó a casa a curarle las heridas. La soga ya le había dejado una profunda herida en el cuello.
Se sanó de sus heridas pero nunca dejó a mi abuela. Sostenía que su vida terminó el día del linchamiento y que cualquier nueva vida que tenía ya no era de él; le pertenecía a ella. Como hombre de palabra, dedicó su vida a servir a mi abuela. Era su camarero, su mayordomo, su consejero. Mis tías decían que él le había aconsejado a mi abuela que recogiera como suyo a un huérfano recién nacido y a criarlo como su propio hijo, algo que resentían amargamente.
Cuando llegué a la casa de mis abuelos, el hijo adoptivo de mi abuela ya lindaba en los finales de los treinta. Lo había mandado a estudiar a Francia. Una tarde, inesperadamente, un hombre recio, sumamente elegante, se bajó de un taxi delante de la casa. El chófer llevó sus maletas de piel al patio. El hombre recio le dio una buena propina. Me fijé de inmediato que las facciones del hombre recio eran de gran atractivo. Tenía pelo rizado y largo, las pestañas rizadas. Era muy guapo sin ser físicamente bello. Su mejor característica, sin embargo, era su radiante sonrisa abierta con que se dirigió a mí.
¿Puedo saber su nombre, joven? me dijo con la voz de actor de teatro más bella que jamás había escuchado.
El hecho de que me dijera «joven» le ganó mi simpatía de inmediato.
Me llamo Carlos Aranha, señor le dije . ¿Y me permite saber a quién tengo el gusto de saludar?
Hizo un gesto de disimulada sorpresa. Abrió los ojos y saltó hacia atrás como si alguien lo hubiera atacado. Entonces se echó una enorme carcajada. Al oír la carcajada, mi abuela salió al patio. Cuando vio al recio hombre, gritó como una niña y lo abrazó con enorme afecto. Él la levantó como si no pesara nada y le dio de vueltas. Entonces me di cuenta de que era muy alto. Su peso escondía su altura. Tenía el físico de un peleador profesional. Se dio cuenta de que lo estaba mirando. Dobló los bíceps.
Conozco algo de boxeo, señor dijo plenamente consciente de lo que yo pensaba.
Mi abuela me lo presentó. Dijo que era su hijo, Antoine, su bebé, la luz de sus ojos; dijo que era dramaturgo, director de teatro, escritor, poeta.
El hecho de ser buen atleta era lo que me importaba. No comprendí al principio que era hijo adoptivo. Me di cuenta, sin embargo, de que no se parecía a los demás familiares. Mientras que los otros de la familia eran cadáveres ambulantes, él estaba vivo con una vitalidad que venía desde adentro. Nos llevamos muy bien. Me gustaba que entrenara todos los días, dándole de puñetazos a un saco de arena. Me gustaba inmensamente que no sólo le daba puñetazos sino también patadas, una mezcla asombrosa de boxeo y patada. Tenía el cuerpo duro como una roca.
Un día Antoine me confesó que su único ferviente deseo en la vida era ser un escritor notable.
Lo tengo todo dijo . La vida ha sido sumamente generosa conmigo. Lo único que no tengo es lo único que deseo: genio. Las musas no me quieren. Tengo aprecio por lo que leo, pero no puedo crear nada que me guste leer. Ése es mi tormento; me falta la disciplina o la simpatía para atraer a las musas, así es que mi vida está tan vacía que no se lo puede uno imaginar.
Antoine continuó diciéndome que la única realidad que tenía era su madre. Dijo que mi abuela era su apoyo, su baluarte, su alma gemela. Terminó diciéndome algo muy perturbador:
Si no tuviera a mi madre dijo no podría vivir.
Me di cuenta entonces de cuán profundamente estaba atado a mi abuela. Todas las horrendas historias que me habían contado mis tías acerca del mimado Antoine se hicieron verdaderas. Mi abuela en verdad lo había mimado más allá de la salvación. A la vez, parecían estar muy contentos juntos. Los veía sentados durante horas; él, su cabeza en el regazo de ella como si fuera todavía niño. Nunca había escuchado a mi abuela conversar con nadie durante tan largas horas.
De repente, un día, Antoine empezó a producir mucha obra escrita. Empezó a dirigir una obra dramática en el teatro local, una obra que él mismo había escrito. Cuando se estrenó, fue un éxito instantáneo. Sus poemas se publicaron en el periódico local. Parecía haber entrado en un estado creativo. Pero pocos meses después todo terminó. El director del periódico del pueblo abiertamente denunció a Antoine; lo acusó de plagio y publicó en el periódico la prueba de su culpa.
Mi abuela, desde luego, no quiso oír nada acerca del comportamiento de su hijo. Explicó que se trataba de una gran envidia. Cada una de esas personas del pueblo estaba envidiosa de la elegancia, del estilo de su hijo. Estaban envidiosos de su personalidad, de su gracia. Ciertamente, era la personificación de la elegancia y del savoir faire. Pero era un plagiador; no cabía la menor duda.
Antoine nunca defendió su comportamiento ante nadie. Me gustaba demasiado para preguntarle del asunto. Además, no me importaba. Sus razones eran sus razones en lo que a mí me concernía. Pero algo se rompió; desde aquel momento, nuestras vidas iban de salto en salto, por así decir. Las cosas cambiaban tan dramáticamente en la casa de un día para el otro que me acostumbré a que pudiera pasar cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Una noche, mi abuela entró de la forma más dramática a la habitación de Antoine. Tenía una dureza en los ojos que nunca le había visto. Le temblaban los labios al hablar.
Algo terrible ha sucedido, Antoine empezó.
Antoine la interrumpió. Le rogó que le dejara explicarle todo.
Lo calló abruptamente.
No, Antoine, no dijo con firmeza . Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver conmigo. En este momento tan difícil para ti, algo de mayor importancia ha sucedido. Antoine, hijo de mis entrañas, se me ha acabado el tiempo.
»Quiero que comprendas que esto es inevitable siguió . Tengo que irme, pero tú debes quedarte. Tú eres la suma total de todo lo que he hecho en mi vida. Por bien o por mal, Antoine, eres todo lo que soy. Dale una oportunidad a la vida. Al final, estaremos juntos de nuevo de todas maneras. Entretanto, debes hacer, Antoine, debes hacer. Lo que sea no importa, con tal de que hagas.
Vi el cuerpo de Antoine estremecerse de angustia. Vi cómo contrajo su ser total, todos sus músculos, toda su fuerza. Era como si cambiara de velocidades, desde su problema que era como un río, al mismo océano.
¡Prométeme que no te vas a morir hasta que mueras! le gritó.
Antoine asintió.
Al día siguiente, siguiendo el consejo de su consejero brujo, mi abuela vendió todas sus pertenencias, que eran bastantes, y le dio todo el dinero a su hijo, Antoine. Y al día siguiente, muy temprano, se llevó a cabo la escena más extraña que jamás habían presenciado mis ojos de diez años; el momento en que Antoine se despidió de su madre. Fue una escena tan irreal como la de un set de filmación; irreal en el sentido que parecía haber sido inventada, escrita en alguna parte, creada por una serie de ajustes que el escritor hace y que el director lleva a cabo.
El patio de la casa de mis abuelos era el decorado. El protagonista era Antoine, su madre la primera actriz. Antoine viajaba ese día. Iba al puerto. Iba a abordar un crucero italiano y cruzar el Atlántico a Europa, un viaje de placer. Estaba tan elegantemente vestido como siempre. Lo esperaba fuera de la casa, un taxista, sonando la bocina imperiosamente.
Yo había sido testigo de la última febril noche de Antoine, queriendo desesperadamente escribirle un poema a su madre.
Es pura mierda me dijo . Todo lo que escribo es una mierda. Soy un don nadie.
Le aseguré, aunque yo tampoco era nadie para asegurárselo, que lo que escribiera sería maravilloso. En un momento dado me sobrevino el entusiasmo, y crucé ciertos parámetros que nunca debería haber cruzado.
¡Créemelo, Antoine! le grité . Yo soy un peor don nadie que tú. Tú tienes mamá. Yo no tengo a nadie. Lo que escribas, sea lo que sea, va a estar muy bien.
Muy cortésmente, pidió que me fuera de su habitación. Había logrado que se sintiera un idiota al tener que tomar consejos de un nene que era un don nadie. Amargamente, sentí mi arrebato. Hubiera querido que siguiera siendo mi amigo.
Antoine tenía su abrigo perfectamente doblado y lo llevaba sobre su hombro derecho. Llevaba un traje de un verde precioso, de cachemir inglés.
Se oyó la voz de mi abuela:
Tenemos que apresurarnos, amor -dijo El tiempo apremia. Tienes que irte. Si no te vas, esta gente te va a matar por el dinero.
Se refería a sus hijas y a sus maridos, que estaban fúricos cuando se enteraron de que su madre muy calladamente las había desheredado, y que el horrendo Antoine, su archi enemigo, se iba a ir con todo lo que tenía que haber sido de ellas. Siento tener que hacerte pasar por todo esto dijo mi abuela en tono de disculpa-. Pero como bien sabes, el tiempo marcha a otro compás que el de nuestros deseos.
Antoine se dirigió a ella con su grave voz, preciosamente modulada. Parecía, más que nunca, un actor de teatro.
Sólo te pido un minuto, madre dijo . Quisiera leerte algo que escribí para ti.
Era un poema de agradecimiento. Cuando terminó la lectura, hizo una pausa. Había una riqueza de sentimientos en el aire, una vibración.
Que hermosura, Antoine dijo mi abuela con un suspiro . El poema expresa todo lo que me querías decir. Todo lo que yo quería oír de ti. Hizo una pausa por un instante. Entonces sus labios se abrieron en una sonrisa exquisita.
¿Plagiado, Antoine? le preguntó.
La sonrisa de Antoine era igualmente radiante:
Por supuesto, madre dijo , por supuesto.
Se abrazaron, hechos un mar de lágrimas. La bocina del taxi sonó con mayor impaciencia. La mirada de Antoine cayó sobre mí, escondido debajo de la escalera. Asintió como para decir: «Adiós. Cuídate”. Entonces dio la vuelta y sin mirar de nuevo a su madre, corrió hacia la puerta. Tenía treinta y siete años pero aparentaba sesenta; parecía llevar una carga tan gigantesca sobre sus hombros. Se detuvo antes de llegar a la puerta al oír la voz de su madre advirtiéndole por última vez:
No mires hacia atrás, Antoine dijo . Nunca mires hacia atrás. Sé feliz y hazlo. ¡Hazlo! Allí está el truco. ¡Hazlo!
La escena me llenó de una extraña tristeza que perdura hasta hoy día: una melancolía inexplicable que don Juan dijo tenía que ver con mi primer conocimiento de que sí se nos acaba el tiempo.
Al día siguiente, mi abuela se fue con su consejero/camarero/criado a emprender un viaje a un lugar mítico llamado Rondonia, donde su ayudante brujo iba a buscarle una curación. Mi abuela estaba enferma de muerte, aunque yo no lo sabía. Nunca regresó, y don Juan me explicó que la venta de sus pertenencias y el dárselas a Antoine fue una maniobra maravillosa de brujería que su consejero llevó a cabo para desligarla del cuidado de su familia. Estaban tan fúricos con mamá por su acción que no les importaba si regresaba o no. Yo tenía la idea de que ni se dieron cuenta de que se había ido.
Encima de esa plana meseta, recordé todos esos sucesos como si hubieran pasado hacía un instante. Cuando les expresé mi agradecimiento, logré que regresaran a esa cima. Al terminar mis gritos, mi soledad era algo inexpresable. Estaba llorando desconsoladamente.
Don Juan me explicó con gran paciencia que la soledad es inadmisible para un guerrero. Dijo que los guerreros viajeros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo su afecto, todo su cariño: esta tierra maravillosa, la madre, la matriz, el epicentro de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; el mismo ser al cual todos regresamos; el mismo ser que permite a los guerreros viajeros emprender su viaje definitivo.
Entonces don Genaro ejecutó un acto de intento mágico para mi beneficio. Acostado sobre el estómago, hizo una serie de movimientos deslumbrantes. Se convirtió en un globo de luminosidad que parecía estar nadando como si la tierra fuera una alberca. Don Juan dijo que era la manera en que Genaro abrazaba la inmensa tierra y a pesar de la diferencia de tamaño, la tierra reconocía ese gesto de Genaro. La visión de los movimientos de Genaro y la explicación de don Juan transformaron mi soledad en una felicidad sublime.
No soporto la idea de que se vaya, don Juan me oí decir . El sonido de mi voz y lo que había dicho me avergonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, debido a mi autocompasión, me sentí aún peor. ¿Qué me pasa don Juan? murmuré . No soy así de costumbre.
Lo que te pasa es que tu conciencia está de nuevo al nivel de tus talones me replicó, riéndose.
Entonces perdí el último ápice de dominio y me entregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y desesperanza.
Me voy a quedar solo dije en una voz chillante . ¿Qué va a pasar conmigo?
Veámoslo de esta manera dijo don Juan tranquilamente . Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte; pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un guerrero viajero. Para quedarte aquí y batallar como un guerrero viajero necesitas todo lo que yo mismo necesito. Aventurarse allí afuera adonde vamos nosotros no es broma, pero tampoco lo es quedarse aquí.
Tuve un arranque de emoción y le besé la mano.
¡So, so, so! me dijo . ¡No más falta les vas a hacer un altar a mis guaraches!
La angustia que me sobrevino cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual.
¡Se va usted! murmuré . ¡Se va para siempre!
En aquel momento don Juan me hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo conocí. Se le infló la cara como si el profundo suspiro que tomaba lo hubiera inflado. Me dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo:
¡Levántate de tus talones! ¡Levántate!
Al instante, estaba yo de nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no había vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mismo. No me importaba lo que me iba a pasar cuando se fuera don Juan. Sabía que su partida era inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.
Nunca más estaremos juntos me dijo calladamente . Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si vales como guerrero viajero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá de ciertos parámetros, la única felicidad de un guerrero viajero es su estado solitario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me vaya, estaré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si eres un guerrero viajero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo. Hónralo; vigílalo con tu vida.
Se alejó de mí. El momento estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Movió la cabeza como para despedirse o como si reconociera lo que yo sentía.
Olvídate del Yo y no temerás nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres me dijo.
Tuvo un arranque de levedad. Me hizo una última broma sobre esta tierra.
¡Ojalá encuentres amor! me dijo.
Levantó su palma hacia mí y estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma.
Ciao dijo.
Sabía que era inútil sentir tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para don Juan irse. Los dos estábamos dentro de una maniobra energética irreversible que ninguno de los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con don Juan, seguirlo a donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me llevaría con él.
Entonces vi cómo don Juan Matus, el nagual, conducía a sus quince compañeros videntes, sus protegidos, sus deleites, a desaparecer uno por uno en la bruma de aquella meseta hacia el norte. Vi cómo cada uno de ellos se convertía en un globo luminoso y juntos ascendían y flotaban encima de la cima de la montaña como luces fantasmas en el cielo. Dieron una vuelta sobre la cima de la montaña tal como había dicho don Juan que lo harían; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su última vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvanecieron.
Supe lo que tenía que hacer. Se me había acabado el tiempo. Eché a correr a toda velocidad hacia el precipicio y salté al abismo. Sentí el viento en mi cara por un momento, y luego, la negrura más piadosa me tragó como un pacífico río subterráneo.


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