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29 de febrero de 2016

Citas de Una realidad aparte (1971), Carlos Castaneda

Citas de Una realidad aparte (1971), Carlos Castaneda


Un guerrero sabe que es sólo un hombre. Su único pesar es que su vida es tan corta que no le permite asir todas las cosas que quisiera. Pero, para él, eso no es un problema; es sólo una lástima.
Sentirse importante lo hace a uno pesado, torpe y banal. Para ser un guerrero se necesita ser liviano y fluido.
Cuando los seres humanos se ven como cam¬pos de energía, parecen fibras de luz, como telarañas blancas, con hebras muy finas que circulan desde la cabeza hasta la punta de los pies. De ese modo, ante el ojo del vidente, un hombre aparece como un huevo de fibras que circulan. Y sus brazos y piernas son como cerdas luminosas que brotan en todas direcciones.
El vidente ve que cada hombre está en contacto con todo lo que le rodea, pero no a través de sus manos, sino mediante un montón de largas fibras que brotan en todas direcciones desde el centro de su abdomen. Esas fibras unen al hombre con lo que le rodea; conservan su equilibrio; le dan estabilidad.
Cuando un guerrero aprende a ver, ve que un hombre, ya sea mendigo o rey, es un huevo luminoso, y no hay manera de cambiar nada; o mejor dicho, ¿qué podría cambiarse en ese huevo luminoso? ¿Qué?
Un guerrero nunca se preocupa de su miedo. En vez de eso, ¡piensa en las maravillas de ver el flujo de la energía! El resto son adornos, adornos sin importancia.
Sólo un chiflado emprendería por cuenta propia la tarea de hacerse hombre de conocimiento. A un hombre cuerdo hay que engañarlo. Hay montones de gente que acometerían con gusto la tarea, pero ésos no cuentan. Casi siempre están rajados. Son como cántaros que por fuera se ven en buen estado, pero que comenzarían a gotear en el momento en que los sometieras a presión y los llenaras de agua.
Cuando un hombre no se preocupa por ver, las cosas le parecen más o menos lo mismo cada vez que mira el mundo. En cambio, cuando aprende a ver, ninguna cosa es igual cada vez que la ve, y sin embargo es la misma.
 Para el ojo de un vidente, un hombre es como un huevo. Cada vez que ve a un mismo hombre, ve un huevo luminoso, pero no es el mismo huevo luminoso.
Los chamanes del México antiguo dieron el nombre de aliados a unas fuerzas inexplicables que actuaban sobre ellos. Los llamaron aliados porque pensaron que podrían servirse de ellos para su satisfacción, un concepto que resultó ser casi fatal para aquellos chamanes, porque lo que ellos llamaban aliados son seres sin esencia corpórea que existen en el universo. Los chamanes de hoy en día los llaman seres inorgánicos.
Preguntar cuál es la función de los aliados es como preguntar qué hacemos los hombres en el mundo. Aquí estamos: eso es todo. Y los aliados están aquí como nosotros; y puede que estuvieran antes que nosotros.
El modo más eficaz de vivir es vivir como un guerrero. Puede que un guerrero piense y se preocupe antes de tomar una decisión, pero una vez que la ha tomado, prosigue su camino libre de preocupaciones o pensamientos; todavía habrá un millón de decisiones esperándolo. Ése es el camino del guerrero.
Un guerrero piensa en su muerte cuando las cosas pierden claridad. La idea de la muerte es lo único que templa nuestro espíritu.
La muerte está en todas partes. Acaso esté en los faros de un coche que alumbran tras de nosotros desde lo alto de una colina distante. Pueden permanecer visibles por un rato y entonces desaparecer en la oscuridad como si se los hubiera tragado la tierra, para aparecer sobre otra colina y luego desaparecer de nuevo.
Ésas son las luces que lleva la muerte sobre su cabeza. La muerte se las pone por sombrero y se lanza al galope, ganándonos terreno, acercándose más y más. A veces apaga sus luces. Pero la muerte nunca se detiene.
Un guerrero, primero debe saber que sus actos son inútiles y, a pesar de ello, proceder como si no lo supiera. Ése es el desatino controlado del chamán.
Los ojos del hombre pueden realizar dos funciones: una es ver la energía en general, tal como fluye en el universo, y la otra es «mirar las cosas de este mundo». Ninguna de ellas es mejor que la otra; sin embargo, educar los ojos sólo para mirar es un lamentable e innecesario desperdicio.
Un guerrero vive de actuar, no de pensar en actuar ni de pensar qué pensará cuando haya actuado.
Un guerrero elige un camino con corazón, cualquier camino con corazón, y lo sigue, y luego se regocija y ríe. Sabe, porque ve, que su vida se acabará demasiado pronto. Sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás.
Un guerrero no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni patria; sólo tiene vida por vivir y, en tales circunstancias, su único vínculo con sus semejantes es su desatino controlado.
Puesto que ninguna cosa es más importante que otra, un guerrero elige cualquier acto y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado le lleva a decir que lo que él hace importa y le lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no es así; de modo que, cuando completa sus actos, se retira en paz, sin preocuparse en absoluto de si sus actos fueron buenos o malos, si dieron resultado o no.
Un guerrero puede optar por permanecer totalmente impasible y no actuar jamás, y compor-tarse como si realmente le importara ser impasible. También eso sería genuinamente correcto, pues también ése sería su desatino controlado.
No hay vacío en la vida de un guerrero. Todo está lleno a rebosar. Todo está lleno a rebosar y todo es igual.
El hombre corriente se preocupa demasiado por querer a otros o por ser querido por los de-más. Un guerrero quiere; eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, sin más, porque sí.
Un guerrero acepta la responsabilidad de sus actos, hasta del más trivial de sus actos. El hombre corriente actúa según sus pensamientos y nunca asume la responsabilidad por lo que hace.
El hombre corriente es o un ganador o un perdedor y, dependiendo de ello, se convierte en perseguidor o en víctima. Estas dos condiciones prevalecen mientras uno no ve. Ver disipa la ilusión de la victoria, la derrota o el sufrimiento.
Un guerrero sabe que espera y sabe lo que espera; y mientras espera no desea nada, y así cualquier casa que recibe, por pequeña que sea, es más de lo que puede tomar. Si necesita comer, encuentra el modo porque no tiene hambre; si algo lastima su cuerpo, encuentra el modo de pararlo porque no tiene dolor. Tener hambre o tener dolor significa que el hombre no es un guerrero, y las fuerzas de su hambre y de su dolor lo destruirán.
Negarse a sí mismo es una entrega. Entregarse a la negación es, con mucho, la peor de las entregas; nos fuerza a creer que estamos haciendo algo valioso, cuando de hecho sólo estamos fijos dentro de nosotros mismos.
El intento no es un pensamiento, ni un objeto, ni un deseo. El intento es lo que puede hacer triunfar a un hombre cuando sus pensamientos le dicen que está derrotado. Actúa aun a pesar de que el guerrero se haya entregado. El intento es lo que lo hace invulnerable. El intento es lo que envía a un chamán a través de una pared, a través del espacio, al infinito.
Cuando un hombre se embarca en el camino del guerrero, poco a poco se va dando cuenta de que la vida ordinaria ha quedado atrás para siempre. Los medios del mundo ordinario ya no le sirven de sostén y debe adoptar un nuevo modo de vida para sobrevivir.
Cada pizca de conocimiento que se convierte en poder tiene a la muerte como fuerza central. La muerte da el toque definitivo; todo lo que la muerte toca, en verdad se vuelve poder.
Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego suficiente para ser capaz de no abandonarse a nada. Un hombre así sabe que su muerte lo está acechando y que no le dará tiempo para aferrarse a nada; así que prueba, sin ansias, todo de todo.
Somos hombres, y nuestro destino es aprender y ser arrojados a mundos nuevos e inconcebibles. Un guerrero que ve la energía sabe que no hay fin a los nuevos mundos que se abren a nuestra visión.
«La muerte es un remolino; la muerte es una nube brillante en el horizonte; la muerte soy yo hablándote; la muerte sois tú y tu cuaderno de notas; la muerte no es nada. ¡Nada! Está aquí, pero no está aquí en absoluto.»
El espíritu de un guerrero no está hecho a la entrega y a la queja, ni está hecho a ganar o perder. El espíritu de un guerrero está hecho sólo a la lucha, y cada lucha es la última batalla del guerrero sobre la Tierra. Por eso el resultado le importa muy poco. En su última batalla sobre la tierra, el guerrero deja fluir su espíritu libre y claro. Y mientras se entrega a su batalla, sabiendo que su intento es impecable, un guerrero ríe y ríe.
Nos hablamos incesantemente a nosotros mismos acerca de nuestro mundo. De hecho, mantenemos nuestro mundo con nuestro diálogo interno. Y cuando dejamos de hablarnos sobre nosotros mismos y nuestro mundo, el mundo es siempre como debería ser. Con nuestro diálogo interno lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos. No sólo eso, sino que también escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De ahí que repitamos las mismas elecciones una y otra vez hasta el día en que morimos, porque continuamos repitiendo el mismo diálogo interno una y otra vez hasta el preciso momento de la muerte. Un guerrero es consciente de ello y lucha por detener su diálogo interno.
El mundo es todo lo que hay aquí encerrado: la vida, la muerte, la gente y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desentrañaremos sus secretos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: un absoluto misterio.
Las cosas que la gente hace no pueden, bajo ninguna condición, ser más importantes que el mundo. De modo que un guerrero trata el mundo como un misterio interminable, y lo que la gente hace, como un desatino sin fin.


 Citas de Una realidad aparte (1971), Carlos Castaneda 

28 de febrero de 2016

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (2 parte), Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (2 parte), Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Emprendiendo el viaje definitivo

El salto al abismo (2 parte) 

Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

La segunda persona con la cual don Juan pensaba que tenía que estar agradecido era con un niño de mi misma edad que conocí a los diez años. Se llamaba Armando Velez. Tal como su nombre, era extremadamente elegante, tieso, en resumen, un niño viejo. Me gustaba porque era seguro en lo que hacía y a la vez muy amigable. Era alguien a quien no se lo podía intimidar fácilmente. Se metía a pelearse con cualquiera si era necesario y sin embargo no era para nada un bravucón.
Los dos salíamos a pescar juntos. Pescábamos peces muy pequeños, de los que vivían bajo las piedras, y teníamos que agarrarlos con las manos. Los poníamos a secar al sol y nos los comíamos crudos, algunas veces todo el día.
Me gustaba además el hecho de que era muy ingenioso y listo, a la vez que ambidiestro. Podía lanzar una piedra con la izquierda más lejos que con la derecha. Sabía de incontables juegos competitivos en los que, para mi desilusión, siempre me ganaba. Me ofrecía una especie de disculpa, diciéndome: «Si voy más lento y te dejo ganar, me vas a odiar. Lo verás como un insulto a tu hombría. Así es que esfuérzate más”.
Debido a su comportamiento extremadamente digno, lo llamábamos «Señor Velez», pero el «Señor» se abreviaba a «Sho», una costumbre típica de la región de Sudamérica de donde vengo.
Un día Sho Velez me preguntó algo fuera de lo común. Empezó como siempre, desde luego, como un desafío.
Te apuesto lo que quieras me dijo , que yo sé algo que no te atreverías a hacer.
¿De qué hablas, Sho Velez?
¿A que no te atreves a bajar por el río en una balsa?
Por supuesto que lo haría. Lo hice una vez en un río acrecentado. Me quedé varado una vez durante ocho días. Tuvieron que flotarme alimentación.
Era la verdad. Mi otro mejor amigo era un niño que llevaba el mote de Pastor Loco. Nos quedamos varados en una inundación sobre una isla sin que hubiera manera de rescatarnos. La gente del pueblo esperaba que el agua subiera y nos matara a los dos. Flotaron cestas de alimentación por el río con la esperanza de que llegaran a la isla y así fue. Así nos mantuvieron vivos hasta que bajó el agua lo suficiente para que llegaran a nosotros con una balsa y nos subieran a la ribera del río.
No, esto es otro asunto continuó Sho Velez con su aire de erudito . Esto implica bajar en balsa a un río subterráneo.
Me recordó que una enorme parte del río local pasaba por debajo de un monte. Esa parte subterránea siempre me había intrigado sobremanera. Su entrada al monte era una terrible cueva de buen tamaño, siempre llena de murciélagos y de olor a amoníaco. A los niños de la región se les decía que era la boca del infierno: azufre, humos, calor, olor.
¡Te apuesto tu culo pestífero que no me voy a acercar a ese río mientras esté vivo, Sho Velez! le grité . Aunque viva diez vidas. Tienes que estar loco del todo para hacer algo así.
La cara seria de Sho Velez se volvió aún más seria.
Ah dijo Entonces tendré que hacerlo yo solo. Pensé por un instante que podía empujarte a ir conmigo. Me equivoqué. La pérdida es mía.
Ey, Sho Velez, ¿qué te pasa? ¿Por qué demonios quieres ir a ese lugar infernal?
Tengo que hacerlo dijo en su vocecita baja y ronca . Ves, mi padre es tan loco como tú, pero es padre y esposo. Hay seis personas que dependen de él. De otra manera, sería tan loco como una cabra. Mis dos hermanas, mis dos hermanos, mi madre y yo dependemos de él. Él es todo para nosotros.
No sabía quién era el padre de Sho Velez. Nunca lo había visto. No sabía a qué se dedicaba para ganarse la vida. Sho Velez me reveló que su padre era un hombre de negocios y que todo lo que tenía estaba en riesgo.
Mi padre ha construido una balsa y quiere ir. Quiere hacer esa expedición. Mi madre dice que es puro humo, pero yo no me fío continuó Sho Velez . Le he visto esa mirada de loco en los ojos. Uno de estos días lo va a hacer, y estoy seguro de que va a morir. Así es que voy a tomar la balsa para ir al río yo mismo. Sé que voy a morir, pero mi padre no morirá.
Sentí que me pasaba como una corriente eléctrica por el cuello, y me oí decir en el tono más agitado que uno pueda imaginar:
¡Lo hago, Sho Velez, lo hago! ¡Sí, sí va a ser estupendo, yo voy contigo!
Sho Velez hizo una mueca. La comprendí como una mueca de alegría porque iba con él, no porque él había conseguido convencerme. Expresó ese sentimiento en su siguiente frase:
Sé que si tú me acompañas voy a sobrevivir.
No me importaba que sobreviviera Sho Velez o no. Lo que me había galvanizado era su valor. Sabía que Sho Velez tenía tripas de acero para hacer lo que decía. Él y Pastor Loco eran los únicos del pueblo con tripas de acero. Los dos poseían algo que yo consideraba único y desconocido: valor. Nadie más en el pueblo lo tenía. Los había puesto a todos a prueba. A mi manera de ver, todos estaban muertos, incluyendo el amor de mi vida, mi abuelo. Sabía esto sin duda alguna a la edad de diez años. La valentía de Sho Velez fue una comprensión abrumadora para mí. Quería estar con él hasta el fin, fuera como fuera.
Hicimos planes para encontrarnos al primer rayo, que es lo que hicimos, y los dos cargamos la ligera balsa de su padre por cuatro o cinco kilómetros fuera del pueblo, a unas montañas bajas y verdes a la entrada de la cueva, donde el río se volvía subterráneo. El olor a guano era insoportable. Nos subimos a la balsa y empujamos dentro de la corriente. La balsa llevaba linternas eléctricas que tuvimos que encender inmediatamente. Dentro de la montaña todo era negrura, y estaba húmedo y caluroso. La profundidad del agua era suficiente para que la balsa flotara, y la corriente bastante rápida para no tener que remar.
Las linternas creaban sombras grotescas. Sho Velez me susurró al oído que lo mejor sería no ver porque era más que aterrador. Tenía razón; era nauseabundo, opresivo. Las luces despertaron a los murciélagos, que comenzaron a volar alrededor de nosotros, aleteando caóticamente. Al penetrar más profundamente en la cueva, ya ni había murciélagos, sólo un pesado aire fétido, difícil de respirar. Después de lo que me parecieron horas, llegamos a una especie de estanque de gran profundidad; casi no se movía. Parecía como si la corriente mayor hubiera sido represada.
Estamos atascados me susurró de nuevo Sho Velez al oído . No hay manera de que pase la balsa, y no hay manera de regresar.
La corriente estaba demasiado fuerte para intentar un viaje de regreso. Decidimos que teníamos que encontrar salida. Me di cuenta de que si nos parábamos encima de la balsa podíamos alcanzar el techo de la cueva, lo cual significaba que el agua estaba represada casi hasta el techo. La entrada se parecía a una catedral, y tenía unos quince metros de tamaño. Mi conclusión fue que estábamos encima de un estanque como de quince metros de profundidad.
Atamos la balsa a una roca y empezamos a nadar hacia abajo, buscando movimiento de agua, una corriente. Todo estaba húmedo y caluroso en la superficie, pero muy frío hacia abajo. Mi cuerpo sintió el cambio de temperatura y me asusté, un extraño terror animal que nunca había experimentado. Sho Velez debió haber sentido lo mismo. Chocamos al llegar a la superficie.
Creo que nos acercarnos a la muerte me dijo con solemnidad.
No compartía yo ni su solemnidad ni su deseo de morir. Frenéticamente, busqué una apertura. Las aguas de las inundaciones debían haber llevado rocas que formaron la represa. Encontré un agujero de suficiente apertura para que pasara mi cuerpo de diez años. Agarré a Sho Velez y se lo mostré. Era imposible que pasara por allí la balsa. Sacamos la ropa de la balsa, la hicimos una bola y nadamos hacia abajo cargándola hasta que volvimos a encontrar el agujero y pasamos por él.
Terminamos en un tobogán de agua, como los que hay en los parques de diversión. Rocas cubiertas de alga y musgo nos permitieron deslizarnos por una enorme distancia sin hacernos daño. Entonces llegamos a una cueva como catedral, donde continuaba fluyendo el agua hasta el nivel de la cintura. Vimos la luz del cielo al final de la cueva y salimos a pie. Sin decir ni una palabra, extendimos la ropa al sol para que se secara, y regresamos al pueblo. Sho Velez estaba casi inconsolable por haber perdido la balsa de su padre.
Mi padre hubiera muerto allí reconoció finalmente . Su cuerpo nunca hubiera podido pasar por el agujero por donde pasamos nosotros. Es demasiado grande. Mi padre es un hombre gordo y grande -dijo . Pero hubiera sido suficientemente fuerte para volver caminando a la entrada.
Lo dudaba. Mi recuerdo era que por momentos, a causa de la inclinación, la corriente era brutalmente fuerte. Reconocí que, posiblemente, un hombre grande y desesperado podría haber caminado hacia fuera finalmente con la ayuda de cables y un gran esfuerzo.
La cuestión de si el padre de Sho Velez hubiera muerto allí o no no se resolvió entonces, pero no me importaba. Lo que me importó por primera vez en mi vida, es que sentí el veneno de la envidia. Sho Velez era la primera persona a quien había envidiado yo en toda mi vida. Él tenía alguien por quien dar la vida y me había comprobado que lo haría. Yo no tenía a nadie, y no había comprobado nada.
De forma simbólica, le otorgué todos los laureles a Sho Velez. Su triunfo era total. Yo me retiré. Ése era su pueblo, ésa era su gente, y él era el mejor de todos ellos. Cuando nos despedimos ese día, di voz a una banalidad que resultó ser la profunda verdad cuando dije:
Sé el rey de todos ellos, Sho Velez. Eres el mejor.
Nunca volví a hablar con él. A propósito terminé con nuestra amistad. Sentía que era el único gesto con que podía demostrar cuán profundamente él me había afectado.
Don Juan creía que mi deuda con Sho Velez era imperecedera porque él era el único que me había enseñado que tenemos que tener algo por qué morir antes de pensar que tenemos algo por qué vivir.
Si no tienes nada por qué morir me dijo don Juan una vez , ¿cómo puedes sostener que tienes algo por qué vivir? Los dos van mano a mano y la muerte lleva el timón.


Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

27 de febrero de 2016

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (1 parte), Carlos Castaneda EMPRENDIENDO EL VIAJE DEFINITIVO

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (1 parte), Carlos Castaneda
EMPRENDIENDO EL VIAJE DEFINITIVO

EL SALTO AL ABISMO (1 Parte) Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Don Juan me dijo que era obligatorio que un guerrero viajero se despidiera de todos los que dejaba atrás. Debe decir sus adioses en una voz fuerte y clara para dejar grabados su grito y sentimientos en esas montañas para siempre.
Permanecí en espera durante mucho tiempo, no por vergüenza, sino porque no sabía a quién incluir en mis agradecimientos. Había absorbido interiormente el concepto de la brujería de que el guerrero viajero no le puede deber nada a nadie.
Don Juan había metido en mí un axioma de chamán: Los guerreros viajeros pagan elegante, generosamente y con una ligereza sin par, cualquier favor, cualquier servicio que se les ha rendido. Así se deshacen de la carga de llevar deudas.
Les había pagado, o estaba en proceso de pagarles, a todos lo que me habían honrado con su atención o cuidado. Había recapitulado mi vida a tal extremo que no había dejado piedra sobre piedra. Creía en verdad en aquel tiempo que no le debía nada a nadie. Le comenté a don Juan mis creencias y mi vacilación.
Dijo don Juan que indudablemente había recapitulado mi vida totalmente, pero añadió que estaba muy lejos de estar libre de toda deuda.
¿Y qué de tus fantasmas siguió , los que ya no puedes tocar?
Sabía a lo que se refería. Durante mi recapitulación, le había contado cada incidente de mi vida. De los cientos de incidentes que le había relatado, había extraído tres como muestras de deudas que había contraído muy temprano, y había añadido a esos tres la deuda que tenía con la persona gracias a la cual había conocido a don Juan. Le había agradecido a mi amigo profusamente, y tuve la sensación de que algo había reconocido mi agradecimiento. Los otros tres sucesos habían quedado dentro del reino de los relatos, relatos de mi vida y de gente que me había otorgado un obsequio inconcebible, y a quienes nunca les había dado las gracias.
Uno de esos relatos tenía que ver con un hombre que había conocido de niño. Se llamaba el señor Leandro Acosta. Era el archi enemigo de mi abuelo, su verdadera némesis. Mi abuelo lo había acusado repetidas veces de robarse los pollos de su granja. El hombre no era un vagabundo, sino simplemente alguien que no tenía empleo firme ni definido. Era un tipo inconformista, jugador, dominador de muchas artes, hábil curandero, según él, cazador y proveedor de especímenes de insectos y plantas para los hierberos y curanderos locales, y de cualquier ave o animal para los taxidermistas o tiendas especialistas en animales vivos.
Según lo que decía la gente, hacía muchísimo dinero, pero no podía ni guardarlo ni invertirlo. Tanto sus detractores como sus amigos, creían que podía haber puesto el mejor negocio de esa región, haciendo lo que mejor hacía: buscar plantas y cazar animales, pero estaba maldito con una rara enfermedad del espíritu que lo hacía inquieto, incapaz de dedicarse a nada por largo tiempo.
Un día, al hacer un paseo a la orilla de la granja de mi abuelo, vi que alguien me espiaba desde el espeso matorral de la orilla del bosque. Era el señor Acosta. Estaba de cuclillas dentro del matorral de la selva misma, y no hubiera podido verlo sino por mis ojos agudos de ocho años.
Con razón mi abuelo cree que le roba los pollos, pensé. Creí que nadie más que yo se habría percatado; estaba completamente camuflado por su quietud. Lo que había captado, y lo sentí en vez de verlo, fue la diferencia entre el matorral y su silueta. Me le acerqué. El hecho de que la gente lo rechazaba tan violentamente o gustaba de él tan apasionadamente, me intrigaba sobremanera.
¿Qué está haciendo aquí, señor Acosta? le pregunté osadamente.
Estoy haciendo mi caca mientras contemplo la granja de tu abuelo me dijo . Así es que vete antes de que me levante, a menos que te guste el olor a mierda.
Me alejé a unos pocos pasos. Quería saber si en verdad estaba ocupado en lo que había dicho. Lo estaba. Se levantó. Creí que iba a abandonar el matorral, pasar al terreno de mi abuelo y quizás de allí pasar al camino, pero no lo hizo. Comenzó a caminar hacia adentro, hacia la selva.
¡Oiga, señor Acosta! le grité . ¿Puedo acompañarlo?
Advertí que se había quedado parado; otra vez, era más bien una sensación corporal que de la vista misma, pues el matorral estaba muy espeso.
Claro que puedes, pero sólo si le encuentras una entrada a la maraña me dijo.
Eso no presentaba ninguna dificultad para mí. Durante mis horas de ocio, había marcado una entrada con una piedra de buen tamaño. Después de un proceso interminable de ensayo y error había encontrado que existía un pequeño espacio, y si lo seguía a lo largo de tres o cuatro metros, llegaba a un sendero donde podía ponerme de pie y caminar.
El señor Acosta se me acercó y dijo:
¡Bravo, mocito, lo lograste! Sí, ven conmigo, si quieres.
Fue el principio de mi asociación con el señor Leandro Acosta. A diario íbamos de cacería. Nuestra asociación se hizo patente, ya que me iba de la casa desde la primera hora de la mañana hasta la puesta del sol, sin que nadie supiera dónde andaba, y un día mi abuelo me reprimió con severidad.
Tienes que saber elegir a tus conocidos me dijo , o vas a terminar como ellos. Yo no tolero que este hombre te afecte de ningún modo. Claro que te va a pasar su ímpetu. Y tu mente se volverá como la de él: inútil. Te lo digo, si no pones fin a todo esto, lo haré yo. Le echo encima las autoridades por haberse robado mis pollos, porque sabes, carajo, que viene a diario y me los roba.
Hice todo por mostrarle a mi abuelo que lo que decía era absurdo. El señor Acosta no tenía que robarse los pollos. Tenía a su alcance la vastedad de la selva. Podía sacar de allí cuanto él quería. Pero mi postura enfureció más a mi abuelo. Me di cuenta de que lo que pasaba es que mi abuelo le envidiaba al señor Acosta su libertad, y esa realización lo transformó para mí, de un cazador afable, a la expresión máxima de algo que es a la vez deseado y prohibido.
Traté de limitar mis encuentros con él, pero era demasiada la atracción. Luego un día, el señor Acosta y tres de sus amigos me propusieron algo que él nunca había hecho: cazar un buitre, vivo y sin haberlo herido. Me explicó que los buitres de esa región, que eran enormes y llegaban a tener una envergadura de dos metros, tenían siete tipos diferentes de carne en el cuerpo y que cada uno de esos siete tipos tenía un propósito «específico para la curación. Dijo que lo deseable era que el buitre no se hiriera. El buitre tenía que ser muerto por tranquilizante, pero no con violencia. Era fácil matarlos con escopeta, pero en ese caso la carne perdía su valor curativo. Así es que el arte era cazarlos vivos, algo que él nunca había hecho. Había llegado a una solución con mi ayuda y la ayuda de tres de sus amigos. Me aseguró que su conclusión era la más debida ya que estaba basada en cientos de ocasiones de haber observado el comportamiento de los buitres.
Necesitamos un burro muerto para llevar a cabo esta faena, algo que ya tenemos me declaró alegremente.
Me miró, esperando que le preguntara qué se haría con el burro muerto. Como no le hice la pregunta, continuó:
Le sacamos los intestinos y le metemos allí unos palos para mantener la redondez de la panza.
»El líder de los buitres es el rey; es el más grande y el más inteligente siguió No existen ojos más agudos. Es lo que lo hace rey. Él es el que va a ver al burro muerto y va a ser el primero en aterrizar. Aterrizará con el viento en contra para confirmar, por el olor, que el burro de veras está muerto. Los intestinos y los órganos que le saquemos los vamos a amontonar a su trasero, por afuera. Así parece que un gato montés ya se ha comido una parte. Entonces, lentamente, el buitre se acercará al burro. No tendrá prisa. Vendrá saltando volando, y entonces aterrizará sobre la cadera del burro y empezará a mecer el cuerpo del burro. Lo tumbaría si no fuera por las cuatro estacas que le vamos a meter como parte de la armadura. El buitre quedará parado sobre la cadera durante un tiempo; esto servirá de aviso a los otros buitres para que lleguen y aterricen por allí. Sólo cuando ya tenga tres o cuatro de sus compañeros a su alrededor, comenzará a hacer su trabajo el buitre rey.
¿Y cuál va a ser mi papel en todo esto, señor Acosta? le pregunté.
Tú te escondes dentro del burro me dijo inexpresivo . Fácil. Te doy un par de guantes de cuero de diseño específico, y te sientas allí y esperas a que el rey de los buitres rasgue con su enorme pico poderoso el ano del burro y meta la cabeza para empezar a comer. Entonces lo agarras del pescuezo con las dos manos y no lo dejas suelto por nada.
»Mis tres amigos y yo vamos a estar a caballo, escondidos en una barranca profunda. Yo estaré vigilando el asunto con lentes de distancia. Y cuando vea que has agarrado al rey de los buitres por el cuello, venimos a galope tendido, nos echamos encima del buitre y lo dominamos.
¿Puede usted dominar a ese buitre, señor Acosta? le pregunté. No que dudara de su destreza, sólo quería que me lo asegurara.
¡Claro que puedo! dijo con toda la confianza del mundo . Todos vamos a llevar guantes y polainas de cuero. Las garras del buitre son muy poderosas. Pueden romperle a uno la tibia como si fuera una ramita.
No tenía salida. Estaba atrapado, clavado por una excitación exorbitante. Mi admiración por el señor Leandro Acosta no tenía límites en ese momento. Lo vi como verdadero cazador, de gran ingenio, sabio y astuto.
¡Bien, hagámoslo! dije.
¡Macho! ¡Así me gusta! dijo el señor Acosta . No es menos de lo que esperaba de ti.
Había puesto una manta gruesa detrás de su silla de montar y uno de sus amigos simplemente me levantó y me sentó sobre el caballo del señor Acosta, justo detrás de la silla, sobre la manta.
Agárrate de la silla dijo el señor Acosta , y al agarrarte, agarra también de la manta.
Salimos a trote corto. Cabalgamos como una hora hasta llegar a unas tierras planas, secas y desoladas. Nos detuvimos junto a una tienda de campaña, parecida a las de los vendedores de mercado. Tenía un techo plano para dar sombra. Debajo del techo había un burro muerto, color marrón. No parecía haber sido muy viejo; parecía un burro adolescente.
Ni el señor Acosta ni sus amigos me explicaron si habían encontrado el burro o lo habían matado. Esperé a que me lo dijeran pero no iba a preguntarles. Mientras hacían los preparativos, el señor Acosta me explicó que la tienda estaba allí porque los buitres vigilaban desde grandes distancias, dando vueltas en lo alto, fuera de vista pero ciertamente capaces de ver todo lo que por allí pasaba.
Estas criaturas son criaturas sólo de vista dijo el señor Acosta . Tienen un oído miserable y el olfato no lo tienen tan bueno como la vista. Tenemos que rellenar todos los agujeros del cadáver. No quiero que te asomes por ningún agujero, porque si te ven el ojo nunca bajarán. No deben ver nada.
Metieron unos palos dentro de la panza del burro y los cruzaron, dejándome lugar para meterme. En un momento dado, hice finalmente la pregunta que me tenía intrigado.
Dígame, señor Acosta, este burro seguramente se murió de alguna enfermedad, ¿no? ¿Cree usted que me pueda afectar?
El señor Acosta levantó los ojos al cielo:
¡Carajo! No puedes ser así de tonto. Las enfermedades de los burros no pueden ser transmitidas al hombre. Vamos a vivir esta aventura y no preocuparnos por los pinches detalles. Si yo fuera más bajo, estaría yo dentro de la panza del burro. ¿Sabes lo que es cazar al rey de los buitres?
Le creí. Sus palabras eran suficientes para crear una capa de confianza sin par sobre mí. No me iba a descomponer y a perderme el suceso de sucesos.
El momento aterrador vino cuando el señor Acosta me metió dentro del burro. Luego estiraron la piel sobre la armadura y le hicieron costuras para cerrarla. Dejaron, sin embargo, una parte abierta contra el suelo para dejar circular el aire. El momento horrendo para mí fue cuando se cerró por completo la piel sobre mi cabeza, como la tapa de un ataúd. Respiré profundamente, pensando solamente en la excitación de agarrar el rey de los buitres por el cuello.
El señor Acosta me dio instrucciones de último momento. Dijo que me avisaría en el momento en que el buitre se viera volar por allí y cuando aterrizara, por un silbido que parecía llamada de ave, para informarme y para prevenir que me moviera o impacientara. Entonces oí que desarmaban la tienda, y que sus caballos se alejaban. Mejor que no dejaran ningún espacio para poder espiar porque es precisamente lo que hubiera hecho. La tentación de mirar hacia arriba y ver lo que pasaba era casi irresistible.
Pasó largo tiempo sin que pensara en nada. Entonces oí el silbido del señor Acosta y supuse que daba vueltas el buitre rey. Mi suposición se volvió certeza cuando oí el aleteo de unas poderosas alas y, de pronto, el cadáver del burro empezó a sacudirse como si estuviera experimentando un huracán. Entonces sentí un peso sobre el cadáver y supe que el buitre rey había aterrizado sobre el burro y ya no se movía. Oí el aleteo de otras alas y el silbido del señor Acosta, a la distancia. Me preparé para lo inevitable. El cadáver empezó a mecerse mientras algo hacía pedazos la piel.
Luego, de pronto, una enorme cabeza feísima con una cresta roja, un pico enorme y un penetrante ojo abierto, entró violentamente. Grité de susto y le agarré el cuello con las dos manos. Creo que por un instante sorprendí al buitre rey porque no hizo nada y me dio oportunidad de agarrarle el cuello con más fuerza, y entonces la cosa se puso fea. El buitre salió de su sorpresa y empezó a tirar con tal fuerza que me dio un golpe contra la armadura, y al instante quedé medio fuera del cadáver del burro, armadura y todo, agarrado del cuello de la bestia invasora con toda la fuerza de mi vida.
Oí a la distancia el galope del caballo del señor Acosta. Oí que gritaba:
¡Suéltalo, chico, suéltalo, que te va a llevar volando!
El buitre rey ciertamente o iba a llevarme con él o iba a hacerme pedazos con la fuerza de sus garras. No me pudo agarrar del todo porque su cabeza estaba metida entre la víscera y la armadura. Sus garras se resbalaban sobre los intestinos y no llegaban a tocarme. Otra cosa que me salvó fue que la fuerza del buitre estaba concentrada en liberarse de mi agarre, y no podía mover las garras hacia adelante lo suficiente para herirme. En seguida, en el momento preciso en que se me zafaron los guantes de cuero, el señor Acosta aterrizó encima del buitre.
Estaba rebosante de alegría.
¡Lo logramos, chico, lo logramos! me dijo-. La próxima vez ponemos estacas más largas para que el buitre no dé un tirón y te atamos a la armadura.
Mi asociación con el señor Acosta había durado lo suficiente para cazar un buitre. Luego, mi interés en seguirlo desapareció tan misteriosamente como había aparecido al principio, y nunca tuve la oportunidad de agradecerle por todo lo que me había enseñado.
Don Juan dijo que me había enseñado la paciencia del cazador en el mejor momento para aprenderla; y sobre todo, me había enseñado a sustraer de la soledad todo el alivio que necesita el cazador.
No puedes confundir la soledad con estar solo me explicó don Juan una vez . La soledad para mí es psicológica, es un estado mental. El estar solo es físico. Uno debilita, el otro da alivio.
Por todo esto, don Juan había dicho, tenía yo una gran deuda para siempre con el señor Acosta, comprendiera o no el estar agradecido de la manera que lo comprende un guerrero viajero.


Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

26 de febrero de 2016

Agradeciendo, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Agradeciendo, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

"Recuerda que un guerrero no detiene jamas su marcha" L. A. S.

Tácticas y estrategias para hacerle una trampa a la máquina de nuestro cuerpo y de nuestro intelecto, para pasar los días y combatir a nuestro principio de autosatisfacción que no nos deja quitar nuestra importancia personal.

AGRADECIENDO, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Los guerreros viajeros no dejan cuentas pendientes dijo don Juan.
¿A qué se refiere usted, don Juan? pregunté.
Es hora de que arregles algunas deudas que has contraído durante tu vida dijo . No es que vayas a poder pagarlas por completo, no, pero tienes que hacer un gesto. Tienes que hacer un pago de muestra para reparar, para apaciguar al infinito. Me contaste de tus dos amigas que tanto estimabas, Patricia Turner y Sandra Flanagan. Es hora de que vayas a encontrarlas y que les hagas, a cada una, un regalo en el que gastes todo lo que tengas. Tienes que hacer dos regalos que van a dejarte sin un céntimo. Ése es el gesto.
No tengo idea dónde están, don Juan dije, casi con humor de protesta.
Ése es tu desafío, encontrarlas. En tu búsqueda, no vas a dejar piedra sobre piedra. Lo que vas a intentar es algo muy sencillo, y a la vez, casi imposible. Quieres cruzar el umbral de la deuda y en una barrida, ponerte en libertad para continuar. Si no puedes cruzar el umbral, no hay motivo para tratar de continuar conmigo.
Pero, ¿de dónde le vino la idea de esta faena para mí? pregunté . ¿La inventó usted mismo porque lo cree apropiado?
Yo no invento nada dijo, como si nada . Conseguí esta tarea del infinito mismo. No es fácil decirte todo esto. Si crees que me estoy divirtiendo de maravilla con tus tribulaciones, estás en un error. El éxito de tu misión me vale más a mí que a ti: Si fracasas, pierdes muy poco. ¿Qué? Tus visitas conmigo. Vaya cosa. Pero yo te perdería a ti, y eso significa para mí o perder la continuidad de mi linaje o la posibilidad de que tú lo cierres con broche de oro.
Don Juan dejó de hablar. Siempre sabía cuándo tenía yo la cabeza acalorada de pensamientos.
Te he dicho una y otra vez que los guerreros viajeros son pragmáticos siguió . No están involucrados en sentimentalismo o nostalgia o melancolía. Para los guerreros viajeros, sólo existe la lucha, y es una lucha sin fin. Si crees que has venido aquí a encontrar paz, o que éste es un momento de calma en tu vida, estás equivocado. Esta faena de pagar tus deudas no está guiada por ninguna sensación que tú conozcas. Está guiada por el sentimiento más puro, el sentimiento del guerrero viajero que está a punto de sumergirse en el infinito, y que justo antes de hacerlo, se vuelve para dar las gracias a aquellos que lo favorecieron.
Te tienes que enfrentar a esta tarea con toda la gravedad que merece continuó . Es tu última parada antes de que te trague el infinito. De hecho, si el guerrero-viajero no está en un estado sublime de ser, el infinito no lo toca por nada del mundo. Así es, no te restrinjas, no te ahorres ningún esfuerzo. Empuja, despiadada pero elegantemente, hasta el final.
Había conocido a las dos personas a quienes don Juan se refería como las amigas que tanto estimaba, cuando asistía al colegio. Vivía en un apartamento sobre el garaje de la casa que les pertenecía a los padres de Patricia Turner. A cambio de cama y comida, les limpiaba la piscina, las hojas del jardín, sacaba la basura y hacía el desayuno para Patricia y yo. También hacía de «handyman» y de chófer. Llevaba a la señora Turner a hacer las compras y compraba licor para el señor Turner, licor que tenía que meter en la casa a escondidas y luego en su estudio.
Era un ejecutivo de aseguranzas, un bebedor solitario. Le había prometido a su familia que jamás iba a volver a tocar una botella después de algunos altercados serios a causa de su excesivo consumo. Me confesó que ya no tomaba tanto, pero que de vez en cuando necesitaba una copa. Su estudio, desde luego, le estaba vedado a todos, menos a mí. Mi obligación era entrar allí para hacer la limpieza, pero lo que hacía en realidad era esconder sus botellas dentro de una viga que parecía servir de apoyo a un arco del techo del estudio, pero que estaba hueca. Tenía que meter las botellas a escondidas y sacar las vacías también a escondidas y deshacerme de ellas en el mercado.
Patricia estudiaba teatro y música en el colegio y era una cantante fabulosa. Su meta era llegar a cantar en las comedias musicales de Broadway. Ni vale la pena decirlo, me enamoré locamente de Patricia Turner. Era muy delgada, buena atleta, de pelo oscuro con facciones angulares y finas y me llevaba una cabeza de estatura, mi máximo requisito para que una mujer me alocara.
Parecía yo cumplir con una profunda necesidad en ella, la necesidad de cuidar de alguien, sobre todo cuando se dio cuenta de que su papá me tenía completa confianza. Se convirtió en mi mami. No podía ni abrir la boca sin su consentimiento. Me vigilaba como un águila. Hasta me escribía mis ensayos para el colegio, leía los libros de texto y me hacía resúmenes de las lecturas. Y me encantaba, no porque quería que me cuidara; no creo que esa necesidad alguna vez haya formado parte de mi cognición. Me deleitaba el hecho que ella lo hiciera. Me deleitaba su compañía.
A diario me llevaba al cine. Tenía entradas gratis a todos los teatros de Los Ángeles, pues se las regalaban a su padre algunos de los ejecutivos de la industria cinematográfica. El señor Turner nunca las utilizaba; sentía que no le correspondía a un hombre tan digno, tan importante, utilizar pases gratis. Los dependientes del cine siempre hacían que los poseedores de tales pases firmaran un recibo. A Patricia le importaba un pepino firmar cosa alguna, pero algunas veces los maliciosos dependientes querían que firmara el señor Turner y cuando yo lo hacía, no se satisfacían simplemente con la firma. Exigían ver identificación. Uno de ellos, un joven descarado, hizo un comentario que nos tendió de risa a él y a mí, pero que puso fúrica a Patricia.
Creo que usted es el señor Truhán me dijo con una de las sonrisas más maliciosas que se pudiera uno imaginar , no el señor Turner.
Yo hubiera podido pasarlo por alto, pero luego nos sometió a la profunda humillación de negarnos la entrada para Hércules, con Steve Reeves.
Generalmente íbamos a todas partes acompañados por Sandra Flanagan, la amiga íntima de Patricia que vivía al lado, con sus padres. Sandra era totalmente lo opuesto de Patricia. Era igual de alta, pero de cara redonda, de mejillas encarnadas y boca sensual; era más sana que un mapache. No se interesaba para nada en el canto. Lo que le interesaban eran los placeres sensuales del cuerpo. Podía comer y beber lo que fuera y digerirlo, y (la característica que acabó conmigo) después de dejar limpio su plato hacía lo mismo con el mío, cosa que siendo yo mañoso para comer, nunca había podido hacer en toda mi vida. También era excelente atlética, pero de una manera sana y fuerte. Daba golpes como un hombre y patadas como una mula.
Como acto de cortesía a Patricia, hacía los mismos quehaceres para los padres de Sandra que los que hacía para los padres de ella: limpiar la piscina, barrer las hojas, sacar la basura, y quemar los papeles y la basura inflamable. Era la época cuando la contaminación del aire incrementó en Los Ángeles a causa del uso de los incineradores.
Quizás fue por la proximidad, o por la gracia de esas dos jóvenes, que terminé locamente enamorado de las dos.
Fui a pedirle consejos a un joven amigo mío extraordinariamente extraño, Nicholas van Hooten. Tenía dos novias y vivía con las dos, aparentemente muy feliz. Empezó dándome, me dijo, el consejo más sencillo: cómo comportarse en un cine cuando tienes dos novias. Dijo que cuando iba al cine con las dos, siempre enfocaba su atención sobre la que estaba a su izquierda. Después de un rato, las dos se levantaban y se iban al baño y a su regreso, cambiaban de asiento. Anna se sentaba donde Betty había estado y nadie de los que los rodeaban se enteraban. Me aseguró que éste era el primer paso en un largo proceso de entrenamiento para que las chicas aceptaran prosaicamente la situación de tres. Nicholas era un poco cursi y usó la gastada expresión francesa: ménage á trois.
Seguí sus consejos y fui a un cine de películas mudas en la avenida Fairfax, con Patricia y Sandy. Senté a Patricia a mi izquierda y le entregué toda mi atención. Fueron al baño y a su regreso les dije que cambiaran de lugar. Empecé a hacer lo que me había aconsejado Nicholas van Hooten, pero Patricia no iba a aguantar tal cosa. Se levantó y se salió del teatro, ofendida, humillada y furiosa. Quería correr detrás de ella y disculparme, pero Sandra me detuvo.
Deja que se vaya dijo con una sonrisa venenosa . Ya está grande. Tiene dinero para tomar un taxi.
Caí en la trampa y me quedé en el teatro, besuqueando a Sandra un poco nervioso y lleno de culpabilidad. Estaba besándola apasionadamente cuando alguien me tiró hacia atrás por el cabello. La fila de asientos estaba suelta y se volcó hacia atrás. Patricia la atleta saltó antes de que los asientos donde nos encontrábamos sentados se cayeran sobre la fila de atrás. Oí los gritos aterrados de dos personas que estaban sentadas al final de la fila, junto al pasillo.
El consejo de Nicholas van Hooten no había valido una pizca. Patricia, Sandra y yo regresamos a casa guardando absoluto silencio. Emparchamos nuestras diferencias en medio de extrañísimas promesas, llantos, todo. El resultado de nuestra relación a tres fue que al final casi nos destruimos. No estábamos preparados para tal maniobra. No sabíamos resolver los problemas de afecto, moralidad, obligación y de costumbres sociales. No podía abandonar a una por la otra, y ellas no podían dejarme. Un día, al final de un tremendo alboroto y de pura desesperación, los tres huimos en distintas direcciones, para nunca jamás volvernos a ver. Me sentí devastado. Nada de lo que hacía podía borrar el impacto que habían dejado en mi vida. Me fui de Los Ángeles y me involucré en incontables cosas en un esfuerzo de apaciguar mi anhelo. Sin exagerar en lo mínimo, puedo decir con toda sinceridad que caí en la boca del infierno, creyendo que nunca volvería a salir. Si no hubiera sido por la influencia que don Juan tuvo sobre mi vida y mi persona, nunca hubiera sobrevivido mis demonios personales. Le dije a don Juan que sabía que lo que había hecho estaba mal, que no tenía por qué haber involucrado a dos personas tan maravillosas en tan sórdidos y estúpidos engaños con los que yo mismo no podía lidiar.
Lo que había de malo dijo don Juan era que los tres eran unos egomaniáticos perdidos. Tu importancia personal casi te destruyó. Si no tienes importancia personal, sólo tienes sentimientos.
»Compláceme siguió , y haz el siguiente sencillo y directo ejercicio que puede valerte el mundo: borra de tu memoria de esas dos chicas cualquier declaración que te haces a ti mismo, como «Ella me dijo tal o cual cosa, y gritó, ¡y la otra me gritó a MÍ!» y manténte al nivel de tus sentimientos. Si no hubieras tenido tanta importancia personal, ¿qué te hubiera quedado como residuo irreductible?
Mi amor incondicional por ellas dije, casi ahogándome.
¿Y es menos hoy de lo que era entonces? preguntó don Juan.
No, don Juan, no lo es dije con toda sinceridad, y sentí la misma punzada de angustia que me había perseguido durante años.
Esta vez, abrázalas desde tu silencio dijo . No seas un pinche culo. Abrázalas totalmente por la última vez. Pero intenta que ésta sea la última vez sobre la Tierra. Inténtalo desde tu oscuridad. Si vales lo que pesas siguió , cuando les presentes tu regalo, harás un resumen de tu vida entera dos veces. Actos de esta naturaleza hacen que los guerreros vuelen, los convierte casi en vapor.
Siguiendo los dictámenes de don Juan, tomé la tarea a pecho. Me di cuenta de que si no salía victorioso, don Juan no era el único que iba a perder. Yo también perdería algo, y lo que perdería me era tan importante como lo que don Juan había descrito como importante para él. Perdería mi oportunidad de enfrentarme al infinito y ser consciente de ello.
El recuerdo de Patricia Turner y Sandra Flanagan me puso en un terrible estado de ánimo. El sentimiento devastador de pérdida irreparable que me había perseguido todos esos años estaba tan fresco como siempre. Cuando don Juan exacerbó esos sentimientos, supe de hecho que hay ciertas cosas que se quedan en uno, según él, por toda una vida y, quizás, más allá. Tenía que encontrar a Patricia Turner y a Sandra Flanagan. La última recomendación de don Juan fue que si las encontraba no podía quedarme con ellas. Tendría tiempo solamente para expiarme, envolver a cada una con el afecto que le tenía, sin la colérica voz de la recriminación, de la autocompasión o de la egomanía.
Me embarqué en la colosal faena de averiguar qué les había pasado, dónde estaban. Empecé por interrogar a las personas que habían conocido a sus padres. Sus padres se habían ido de Los Ángeles y nadie podía darme una idea de dónde encontrarlos. No había nadie con quién hablar. Pensé en poner un anuncio personal en el periódico. Pero luego, pensé que a lo mejor ya no vivían en California. Finalmente tuve que acudir a un detective. A través de sus contactos con oficinas oficiales de documentos y quién sabe qué, las localizó en un par de semanas.
Vivían en Nueva York, a poca distancia una de otra, eran tan amigas como siempre. Fui a Nueva York y me enfrenté primero con Patricia Turner. No había llegado a la categoría de estrella de Broadway, como había soñado, pero formaba parte de una producción. No quise saber si era como actriz o administradora. La visité en su oficina. No me dijo qué hacía. La sobresaltó verme. Lo que hicimos fue sentarnos muy cerca, tomarnos de las manos y llorar. Tampoco yo le dije qué hacía. Le dije que había venido a verla porque quería darle un regalo que expresara mi agradecimiento, y que me embarcaría en un viaje del cual no pensaba regresar.
¿Por qué estas palabras siniestras? me dijo aparentemente muy preocupada . ¿Qué piensas hacer? ¿Estás enfermo? No lo pareces.
Fue una frase metafórica le aseguré . Regreso a Sudamérica con la intención de hacer allí mi fortuna. La competencia es feroz y las circunstancias duras, eso es todo. Si quiero lograrlo, voy a tener que darle todo lo que tengo.
Pareció sentirse aliviada y me abrazó. Se veía igual, sólo mucho más grande, mucho más poderosa, más madura, muy elegante. Le besé las manos y me sobrevino un afecto abrumador. Don Juan tenía razón. Limpio de recriminaciones, lo que me quedaba eran sólo sentimientos.
Quiero hacerte un regalo, Patricia Turner -dije-. Pídeme lo que quieras y si tengo los medios, te lo compro.
¿Te ganaste la lotería? dijo y se rió . Lo maravilloso de ti es que nunca tuviste nada y nunca lo tendrás. Sandra y yo hablamos de ti casi todos los días. Te imaginamos estacionando coches, viviendo de las mujeres, etc., etc. Lo siento, no nos podemos contener, pero todavía te amamos.
Insistí que me dijera lo que quería. Empezó a llorar y reír a la vez.
¿Me vas a comprar un abrigo de visón? me preguntó entre sollozos.
Le acaricié el cabello y dije que lo haría.
Se rió y me dio un golpecito de puño como siempre lo hacía. Tenía que regresar al trabajo y nos despedimos después de prometerle que regresaría a verla, pero que si no lo hacía, quería que comprendiera que la fuerza de mi vida me llevaba por aquí y por allá; sin embargo, guardaría su memoria en mí por el resto de mi vida y quizás más allá.
Sí regresé, pero fue solamente para ver, desde la distancia, cómo le entregaban el abrigo de visón. Oí sus gritos de alegría.
Había acabado con esa parte de mi tarea. Me fui, pero no me sentía ligero, vaporoso como había dicho don Juan. Había abierto una llaga de antaño y había comenzado a sangrar. No llovía del todo afuera; había una bruma que me llegaba hasta la médula.
En seguida fui a ver a Sandra Flanagan. Vivía en las afueras de Nueva York, donde se llega por tren. Toqué a su puerta. Sandra la abrió y me miró como si fuera un fantasma. Se le fue todo el color de la cara. Estaba más hermosa que nunca, quizás porque estaba más llena y parecía del tamaño de una casa.
¡Pero tú, tú, tú! balbuceó, no pudiendo articular mi nombre.
Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala.
¿Qué estás haciendo aquí? dijo, ya más calmada . ¡No puedes quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi matrimonio.
Disparando las palabras como si salieran de una ametralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo faltaba al trabajo, pero que había logrado darle tres hijos hermosos, y que después de haber nacido el tercero, su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. Ya no funcionaba, pero a ella no le importaba.
Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida o molestarla de ninguna manera. Le describí lo difícil que había sido dar con ella.
He venido a despedirme de ti dije y a decirte que eres el amor de mi vida. Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y de mi afecto eterno.
Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa sonrisa abierta como antes lo hacía. La separación de los dientes le daba un aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la verdad.
Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. Pero que empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le había afectado. Hasta había pensado, a pesar de ser católica devota, en suicidarse, pero en sus hijos había encontrado el consuelo que necesitaba; lo que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pueden borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la alfombra.
Cuando le pregunté si había algún regalo que pudiera hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo tendría, porque así me habían hecho. Insistí en que me nombrara algo.
¿Me puedes comprar una camioneta en donde quepan todos mis hijos? me dijo, riéndose . Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los extras.
Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice.
Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde estaba yo escondido escuché su sorpresa; pero congruente con su ser sensual, su sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción corporal, un sollozo de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo. Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. Me caí en pedazos en el asiento del coche.
A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los Ángeles, persistía el sentimiento de que se me estaba acabando la vida; se me iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y haberme despedido. Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca. Quería ponerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los títulos que mi amigo, Rodrigo Cummings, había inventado para los libros que nunca fueron escritos. Se especializaba en escribir títulos. Su predilecto era «Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi favorito, por el cual pagué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo Cummings». Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, moriría en Hollywood.
Le conté todo esto a don Juan en mi informe de lo que yo consideraba mi seudo éxito. Lo descartó desvergonzadamente. Me dijo que lo que sentía era simplemente el resultado de darle rienda suelta a mis sentimientos y mi autocompasión, y que para despedirse y dar las gracias, y que para que valga y se sostenga, los chamanes debían re hacerse a sí mismos.
Vence tu autocompasión ahora mismo me ordenó . Vence la idea de que estás herido, y ¿qué te queda como residuo irreductible?
Lo que me quedaba como residuo irreductible era el sentimiento de que les había hecho mi máximo regalo a las dos. No con el ánimo de renovar nada, ni de hacerle daño a nadie, incluyendo a mí mismo, pero en el verdadero espíritu del guerrero viajero cuya única virtud, me había dicho don Juan, es mantener viva la memoria de lo que le haya afectado; cuya sola manera de dar las gracias y despedirse era a través de este acto de magia: de guardar en su silencio todo lo que ha amado.




Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

25 de febrero de 2016

¿Quièn era Juan Matus, en realidad?, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

¿QUIÉN ERA JUAN MATUS, EN REALIDAD?, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

El segmento de la historia de mi encuentro con don Juan que él no quería oír, tenía que ver con los sentimientos e impresiones que sentí al entrar, ese día fatal, a su casa; el contradictorio choque entre mis expectativas y la realidad de la situación, y el efecto que un racimo de las ideas más extravagantes que jamás he tenido causó en mí.
Eso es más bien una confesión que una narración de sucesos me dijo una vez, cuando intenté contárselo.
No puede estar más errado, don Juan empecé, pero me detuve. Algo en su mirada me dijo que él tenía razón. Lo que yo dijera parecería halago, adulación. Lo que pasó durante nuestro primer verdadero encuentro, sin embargo, fue de una importancia trascendental para mí, un suceso de consecuencias finales.
Durante mi primer encuentro con don Juan, en la estación de autobuses de Nogales, Arizona, algo de una naturaleza extraordinaria me sucedió, pero estaba camuflado por mis preocupaciones con la presentación del yo. Quería causarle una fuerte impresión a don Juan, y al intentarlo, había enfocado toda mi atención en el acto de venderme, por decirlo así. Sólo después de meses sucedió que un residuo extraño de sucesos olvidados empezó a aparecer.
Un día, de la nada y sin que yo lo provocara o lo dirigiera, me acordé de algo con una claridad extraordinaria, algo que me había pasado completamente por alto durante mi encuentro mismo entre don Juan y yo. Cuando me frenó al querer decirle mi nombre, me había escudriñado y su mirada había penetrado en mis ojos, dejándome paralizado. Había infinitamente más que yo le podía decir acerca de mí. Podría haber expuesto durante horas y con gran detalle mi conocimiento y valor, si no hubiera sido que su mirada me dejó seco.
En vista de esta nueva realización, me puse a considerar de nuevo todo lo que me había ocurrido en aquella ocasión. Mi conclusión inevitable fue que había experimentado la interrupción de cierto flujo misterioso que me mantenía, un flujo que jamás antes había sido interrumpido, por lo menos no en la manera en que lo hizo don Juan. Cuando intenté describir a mis amigos lo que había experimentado físicamente, un extraño sudor empezó a cubrirme el cuerpo entero; el mismo sudor que había sentido cuando don Juan me dio esa mirada; en ese momento, no solamente había sido incapaz de pronunciar una sola palabra, sino también de tener un solo pensamiento.
Por algún tiempo después, me quedé enfocado sobre la sensación física de la interrupción, para la cual no encontraba yo ninguna explicación racional. Argumenté, durante un tiempo, que don Juan me había hipnotizado, pero mi memoria me decía que él no me había dado ninguna orden hipnótica ni había hecho ningún movimiento que pudiera haber atrapado mi atención. De hecho, simplemente me había mirado. Era la intensidad de aquella mirada lo que la hizo aparecer como si me hubiera escudriñado durante largo rato. Su mirada me había obsesionado y me había dejado descompuesto físicamente a un nivel profundo.Cuando finalmente tuve a don Juan de nuevo delante de mí, lo primero que percibí era que no se parecía para nada a lo que me había imaginado durante todo el tiempo que traté de encontrarlo. Había fabricado una imagen del hombre que había conocido en la estación de autobuses, imagen que perfeccionaba todos los días al aparentemente recordar más y más detalles. En mi mente, era un viejo todavía fuerte y ágil, pero casi delicado. El hombre delante de mí era muscular y decisivo. Caminaba con agilidad, pero no era de paso fino. Sus pasos era firmes aunque ligeros. Irradiaba vitalidad y propósito.
El recuerdo que compuse no estaba en armonía con la cosa real. Creí que tenía pelo corto y blanco y una tez bastante morena. El pelo lo tenía más largo y no tan blanco como me lo imaginaba. La tez tampoco la tenía tan oscura. Podría haber jurado que sus facciones eran agudas como las de un ave, a causa de su edad. Pero no era así. Tenía la cara llena, casi redonda. De un vistazo, la característica más sobresaliente del hombre que me estaba mirando eran sus ojos oscuros, que brillaban con una luz peculiar, danzante.
Algo se me había pasado completamente por alto en mi primera evaluación de él, y era que su apariencia entera era la de un atleta. Tenía espaldas anchas, el estómago plano; su postura estaba firmemente plantada sobre el suelo. No había debilidad en sus rodillas ni temblores en sus brazos. Había imaginado un ligero temblor en la cabeza y los brazos, como si estuviera nervioso o inestable. También imaginé que medía alrededor de un metro setenta, diez centímetros menos que su estatura real.
Don Juan no manifestó ninguna sorpresa al verme. Quería decirle cuán difícil había sido encontrarlo. Quería que me felicitara por mis esfuerzos titánicos, pero simplemente se rió de mí en tono de broma.
Tus esfuerzos no me importan dijo . Lo que me importa es que encontraste dónde vivo. Siéntate, siéntate -dijo atrayéndome, señalando una de las cajas de carga que estaban bajo su ramada y dándome una palmada en la espalda; pero no era una palmada amistosa.
Era como si me hubiera golpeado en la espalda, aunque nunca me tocó. Su cuasi palmada creó una sensación extraña e inestable que apareció de pronto y desapareció antes de que pudiera captar lo que era. Lo que quedó en mí fue un extraña tranquilidad. Sentí bienestar. Mi mente estaba clara. No tenía ni expectativas ni deseos. Mi acostumbrada nerviosidad y mis manos sudadas, las señales de mi existencia, desaparecieron de pronto.
Ahora vas a comprender todo lo que te voy a decir me dijo don Juan mirándome a los ojos como lo había hecho en la estación de autobuses.
Usualmente hubiera hallado su pronunciamiento superficial, quizá retórico, pero cuando lo dijo no pude sino asegurarle repetida y sinceramente que iba a comprender todo lo que me dijera. Me miró de nuevo a los ojos con una intensidad feroz.
Soy Juan Matus dijo, sentándose en otra caja a unos metros de mí . Ése es mi nombre y lo articulo porque con él estoy haciendo un puente para que cruces adonde yo estoy.
Se me quedó mirando un instante antes de volver a hablar.
Soy chamán siguió . Pertenezco a un linaje de chamanes que ha durado veintisiete generaciones. Soy el nagual de mi generación.
Me explicó que el líder de un grupo de chamanes como él se llamaba «nagual», y que éste era un término genérico que se aplicaba a un chamán de cada generación que tenía una configuración energética específica que lo apartaba de los demás. No en términos de superioridad o inferioridad, o nada por el estilo, sino en términos de la capacidad de ser responsable.
Sólo el nagual dijo tiene la capacidad energética de ser responsable del destino de sus cohortes. Cada uno de sus cohortes sabe esto y accede. El nagual puede ser hombre o mujer. En el tiempo de los chamanes que fueron los fundadores de mi linaje, las mujeres eran, por regla, las naguales. Su pragmatismo natural, producto de su feminidad, condujo a mi linaje hacia pozos de practicalidades de los que casi no pudieron salir. Entonces, los hombres asumieron la dirección y condujeron a mi linaje hacia pozos de imbecilidades de los cuales apenas estamos saliendo ahora.
»Desde el tiempo del nagual Luján, que vivió hace unos doscientos años siguió , ha habido un nexo conjunto de esfuerzo, compartido por un hombre y una mujer. El hombre nagual trae sobriedad; la mujer nagual trae innovación.
Quería preguntarle en ese momento si había una mujer en su vida que fuera la mujer nagual, pero la profundidad de mi concentración no me permitió formular la pregunta. En cambio, él la formuló por mí.
¿Hay una mujer nagual en mi vida? preguntó-. No, no la hay. Soy un brujo solitario. Sin embargo, tengo mis cohortes. En este momento, no andan por aquí.
Un pensamiento emergió en mi mente con un vigor incontenible. En aquel instante me acordé de lo que algunas personas en Yuma me habían dicho, que don Juan andaba con un grupo de mexicanos que parecían estar muy bien entrenados en maniobras de brujería.
Ser chamán continuó don Juan no significa practicar hechizos, o tratar de afectar a la gente, o ser poseído por los demonios. El ser chamán significa alcanzar un nivel de consciencia que da acceso a cosas inconcebibles. El término «brujería» no tiene la capacidad de expresar lo que hacen los chamanes, ni tampoco el término «chamanismo». Las acciones de los chamanes existen exclusivamente en el reino de lo abstracto, de lo impersonal. Los chamanes luchan para alcanzar una meta que nada tiene que ver con la búsqueda del hombre común. Los chamanes aspiran a llegar al infinito, y a ser conscientes de ello.
Don Juan continuó, diciendo que la tarea de los chamanes era enfrentarse al infinito, y que se sumergen en él diariamente, tal como un pescador se sumerge en el mar. Era una tarea tan enorme que los chamanes tenían que pronunciar sus nombres antes de entrar en ello. Me recordó que en Nogales había pronunciado su nombre antes de que se llevara a cabo interacción alguna entre nosotros. Había afirmado, de esa manera, su individualidad ante el infinito.
Comprendí con una claridad sin igual lo que me explicaba. Ni siquiera tenía que pedir aclaraciones. La agudeza de pensamiento debería haberme sorprendido, pero no fue así. Supe en aquel momento que siempre había sido claro de pensamiento, que sólo me hacía el tonto para el beneficio de otro.
Sin que supieras nada continuó , te inicié en una búsqueda tradicional. Tú eres el hombre a quien buscaba. Mi búsqueda terminó cuando te encontré, y la tuya cuando me encontraste ahora.
Don Juan me explicó que como nagual de su generación estaba buscando a un individuo que tuviera una configuración energética específica, adecuada para asegurar la continuidad de su linaje. Dijo que, en cierto momento, el nagual de cada generación durante veintisiete generaciones sucesivas, había entrado en la experiencia más desgarradora de su vida; la búsqueda de sucesión.
Mirándome directamente a los ojos, dijo que lo que hacía que seres humanos se convirtieran en chamanes era su capacidad de percibir la energía tal como fluye en el universo, y que cuando los chamanes perciben a un ser humano de esta manera, ven una bola luminosa, o una figura luminosa en forma de huevo. Su postura era que los seres humanos no sólo son capaces de ver energía directamente como fluye en el universo, sino que en verdad la ven, pero no están deliberadamente concientes de verla.
Hizo inmediatamente la distinción más crucial para los chamanes, la que hay entre el estado general de ser consciente y el estado particular de ser deliberadamente consciente de algo. Categorizó a todos los seres humanos como poseedores de conciencia de manera general, que les permite ver energía directamente, y categorizó a los chamanes como los únicos seres humanos que son deliberadamente conscientes de ver energía directamente. En seguida, definió «conciencia» como energía y «energía» como un flujo constante, una vibración luminosa que nunca está quieta sino siempre en movimiento por impulso propio. Afirmó que cuando se ve a un ser humano se percibe como una aglomeración de campos energéticos unidos por la fuerza más misteriosa del universo: una fuerza vibratoria aglutinante y unificadora que mantiene juntos a los campos energéticos en una unidad cohesiva. Explicó además que el nagual era un chamán específico de cada generación, a quien los otros chamanes podían ver, no como una sola bola luminosa, sino como una unidad de dos esferas de luminosidad fundidas la una sobre la otra.
Esta característica de ser doble continuó , le permite al nagual llevar a cabo maniobras que son bastante difíciles para un chamán ordinario. Por ejemplo, el nagual es conocedor de la fuerza que nos mantiene como una unidad cohesiva. El nagual puede fijar su atención total por una fracción de un segundo sobre esa fuerza y paralizar a otra persona. Te hice eso en la estación de autobuses porque quería detener tu bombardeo de yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo. Quería que me encontraras y te dejaras de mierdas.
»Mantenían los chamanes de mi linaje continuó don Juan , que la presencia de un ser doble, un nagual, basta para aclararnos las cosas. Lo que es raro es que la presencia del nagual aclara las cosas de manera velada. Me ocurrió a mí cuando conocí al nagual Julián, mi maestro. Su presencia me confundió durante años, porque cada vez que estaba cerca de él pensaba claramente, pero cuando él se alejaba, volvía yo a ser el mismo idiota que siempre había sido.
»Tuve el privilegio siguió don Juan de conocer y tratar con dos naguales. Por seis años, a pedido del nagual Elías, el maestro del nagual Julián, fui a vivir con él. Él es el que me crió, por decirlo así. Un privilegio de lo más inusual. Tenía un lugar en la primera fila para observar lo que es realmente un nagual. El nagual Elías y el nagual Julián eran dos hombres de temperamentos tremendamente diferentes. El nagual Elías era más callado y estaba perdido en la oscuridad de su silencio. El nagual Julián era rimbombante, un hablador compulsivo. Parecía que vivía para apantallar a las mujeres. Había más mujeres en su vida que lo que uno quisiera pensar. A la vez, los dos se parecían asombrosamente en que no tenían nada adentro. Estaban vacíos. El nagual Elías era una colección de asombrosos cuentos hechizantes de regiones desconocidas. El nagual Julián era una colección de historias que tenía a todos muertos de carcajadas. Cuando trataba de dar con el hombre en ellos, el verdadero hombre, como podía con mi padre; con el hombre en toda la gente que conocía, no encontraba nada. En vez de tener a una persona real dentro de ellos, había un montón de cuentos acerca de gentes desconocidas. Cada hombre tenía su gracia, pero el resultado final era igual: el vacío, un vacío que no reflejaba el mundo, sino el infinito.
Don Juan siguió explicando que en el momento en que uno cruza el peculiar umbral del infinito, sea deliberadamente o como en mi caso, inconscientemente, todo lo que le pasa a uno desde ese momento, ya no está exclusivamente en el dominio de uno, sino que entra en el reino del infinito.
Cuando nos conocimos en Arizona, los dos cruzamos un peculiar umbral continuó . Y ese umbral no fue decidido ni por ti ni por mí; sino por el infinito mismo. El infinito es todo lo que nos rodea. Dijo esto haciendo un gesto amplio con los brazos . Los chamanes de mi linaje lo llaman el infinito, el espíritu, el oscuro mar de la conciencia, y dicen que es algo que existe allí afuera y que rige sobre nuestras vidas.
Podía realmente comprender todo lo que me estaba diciendo, y sin embargo, no sabía de qué demonios estaba hablando. Le pregunté si cruzar el umbral había sido un suceso accidental, resultado de circunstancias impredecibles regidas por el azar. Contestó que sus pasos y los míos fueron guiados por el infinito, y que circunstancias que parecían ser regidas por el azar fueron en esencia guiadas por el lado activo del infinito. Lo llamó intento.
Lo que nos reunió a ti y a mí siguió , fue el intento del infinito. Es imposible determinar lo que es este intento del infinito, sin embargo está allí, tan palpable como tú y yo. Los chamanes dicen que es un temblor en el aire. La ventaja de los chamanes es el saber que existe el temblor en el aire y asentir a él sin más. Para los chamanes no hay cavilaciones, preguntas, especulaciones. Saben que todo lo que tienen es la posibilidad de unirse con el intento del infinito, y lo hacen.
Nada podría haber sido más claro que esos pronunciamientos. En cuanto a mí, la verdad de lo que me decía era tan auto evidente que no me permitía pensar cómo tales aseveraciones absurdas podían parecer tan racionales. Sabía que todo lo que decía don Juan no sólo era una perogrullada, sino que podía comprobarlo al referirme a mi propio ser. Yo sabía acerca de todo lo que hablaba. Tenía la sensación de haber vivido cada vuelta de su descripción.
Allí terminó nuestra conversación. Algo pareció desinflarse dentro de mí. Fue en aquel instante cuando se me ocurrió que estaba perdiendo la cabeza. Había sido cegado por pronunciamientos estrafalarios y había perdido todo sentido concebible de la objetividad. A consecuencia, me fui de la casa de don Juan muy apresuradamente, sintiéndome amenazado hasta el corazón por un enemigo invisible. Don Juan me acompañó a mi coche, totalmente a sabiendas de lo que pasaba dentro de mí.
No te preocupes me dijo, poniéndome la mano sobre el hombro . No te estás volviendo loco. Lo que sentiste fue un ligero toque del infinito.
Con el paso del tiempo, pude comprobar lo que don Juan había dicho de sus dos maestros. Don Juan Matus era exactamente como esos dos hombres a los que había descrito. Hasta diría que era una unión extraordinaria de los dos; por un lado, extremadamente callado e introspectivo; por otro, extremadamente abierto y ocurrente. El pronunciamiento más acertado de lo que es un nagual, y que articuló ese día en que lo encontré, es que el nagual está vacío, y que ese vacío no refleja el mundo sino que refleja el infinito.
Nada puede haber sido más acertado que esto con referencia a don Juan Matus. Su vacío reflejaba el infinito. No existía alboroto en él, ni aseveraciones sobre el yo. No había ni una pizca de necesidad de enojos o remordimientos. Era suyo el vacío del guerrero viajero, avezado al punto que no da nada por supuesto. Un guerrero viajero que nunca subestima o sobreestima nada. Un luchador callado y disciplinado, cuya elegancia es tan extrema que nadie, no importa cuánto se esfuerce por ver, encontrará la costura donde se une toda esa complejidad.

 Carlos Castaneda tomado del Libro El Lado activo del infinito (1998)

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