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1 de febrero de 2021
La Fea, Francisco Rodríguez Criado
La Fea, Francisco Rodríguez Criado
Ligue una vez con una chica muy fea. No sé cómo ocurrió... Bueno, sí lo sé... recuerdo que vino hasta mí y me dijo: "Llevo un tiempo observándote, creo que me gustas. Soy fea, y algo intelectual, por eso no gusto a los hombres, supongo. Aun así, me atrevo a pedirte que pases la noche conmigo... Podríamos pasear y hablar de libros."
Salimos de aquella agobiante discoteca de ninfas presumidas y nos dirigimos hacia el paseo marítimo, su brazo aferrado al mío.
Habló con entusiasmo del realismo mágico de García Márquez, del mundo absurdo de Beckett, del monólogo interior de Ulises, del existencialismo ateo de Heiddegger. Yo le conté que me gustaban las tostadas con mermelada de fresa, los cómics eróticos y las carreras de caballos. Después de mirar a todos lados y comprobar que nadie nos espiaba, le chivé la receta de la tarta de manzana; e hice un truco de magia con un pañuelo. Sonrió y aplaudió.
Continuó hablando de la teoría de la relatividad, del psicoanalisis de Freud, de la revolución de las telecomunicaciones, algo también sobre la lucha de sexos.
Para que no molestara el ruido de las olas, paramos el tiempo; y mirándome a los ojos, me besó. Fue un beso sencillo, con sabor a mar: el beso de una chica muy fea.
Cogidos de la mano nos echamos a andar de nuevo, ahora callados.
En un pequeño hotel alquilamos una habitación con una ventana que daba a la vida. Nos duchamos juntos y, borrachos de caricias, nos fuimos a la cama. Como hacía algo de frío, nos arropamos con el calor del deseo.
Su cuerpo, escurridizo como la verdadera felicidad, se derritió entre mis manos.
El cálido ulular de una sirena lejana llegaba hasta nosotros en un susurro cansino.
¿Le importaría si fumaba? Me dijo que lo hiciese, que no había problema.
- ¿Es la primera vez que estás con un marinero?
- Es la primera vez que estoy con un hombre -respondió.
Reíamos si alguien contaba algo gracioso, nos echábamos a llorar si era algo triste.
Atenazándome con sus brazos, me oprimió contra su pecho, con vigor: puros músculos de soledad.
- No vuelvas a decir que eres fea: eres la mujer más hermosa del mundo ¿me oyes?
- ¡Calla! -se rió irónicamente, y me dio un beso en la frente.
Nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente me desperté temprano, ella ya se había ido.
Errabundo, paseé por el centro: mi barco no zarpaba hasta bien avanzada la tarde.
Jamás he visto una chica tan fea... fea, fea de verdad. Pero, aunque hace años de aquello y no he vuelto a pisar la ciudad, sigo esperándola; he aprendido algunos trucos de magia que quisiera enseñarle...
Francisco Rodríguez Criado
31 de enero de 2021
Un hombre, una mujer, un libro, Francisco Rodríguez Criado
Un hombre, una mujer, un libro, Francisco Rodríguez Criado
Un día tranquilo: es sábado y no trabaja.
No ha comprado el periódico –“siempre las mismas noticias”– ni ha desayunado. Saluda a un conocido con la mano y prosigue su camino.
Está cansado, ciertas cosas le agotan.
No se ha percatado de los niños que juegan en el tobogán; ni de los ancianos que, formando un corro, charlan sobre sus cosas; ni del gorjeo de los pájaros, ni del inevitable ruido del tráfico, ni de las flores adormecidas que tapizan el suelo.
Absorto en sus pensamientos, ha olvidado incluso dónde se encuentra.
Se recobra de su ausencia. Siempre le gustó ese parque.
El perro le pide una caricia y él se la da: son buenos amigos.
Nada le mueve y nada le detiene. Llegará hasta el café, y volverá sobre sus pies.
Siete u ocho mesas y un camarero con chaqueta blanca y pajarita.
Y allí, sentada a una mesa, leyendo un libro, la ve.
¿Es ella?
Levanta la vista y chocan sus miradas. Sí, es ella. Ha tardado en encontrarla pero ahora no tiene dudas.
No quiere sucumbir, no debe: es demasiado tarde. ¿Por qué ahora?
Se agacha y le regala a su compañero otra caricia.
Mira de nuevo hacia la terraza. Disfrutando del día: también es sábado para ella.
Se para a contemplarla mejor, quiere hacerlo.
Ella vuelve a levantar la mirada. Sí, son él y ella. Los dos lo saben.
Se miran fijamente, ninguno lo evita ya: hay cosas inevitables.
Ella llama al camarero. No duda a la hora de pedir la consumición para él.
Camina hacia allá. Relajado. ¿Por qué han tardado tanto en encontrarse?, ¿qué sentido han tenido sus vidas hasta ese instante, siempre por caminos diferentes? Todo es tan sencillo, sólo es cuestión de mirarse: que hablen los ojos.
Sigue caminando hacia ella.
No le presta atención al libro, aún entre sus manos.
Se sienta. Ni un saludo, ni una sonrisa, ni un gesto de complicidad.
El camarero le sirve una taza de café solo con dos azucarillos. Tal como a él le gusta.
El perro se echa en el suelo y mira a la pareja. Sus ojos perezosos adoptan una expresión de asentimiento.
Toma el café a sorbos: está muy caliente.
Se gira, y la siente. No es guapa, no es alta, no es refinada. ¿O sí? Qué más da. Sabe quién es.
Y él, ¿quién es? Simplemente él, lo demás no importa.
Ella habla: “No soy buena cocinera. No quiero casarme, ya lo estuve. A veces tengo mal genio. Tú decides”. “Todo está bien…”, responde él.
Ella coge su libro y se enfrasca nuevamente en la lectura.
El silencio es hermoso.
Apura el café. Tiene que pensar: la vuelta a casa, la maleta, ese olor a sosiego que tanto le aturde y despedirse de todo para empezar una nueva vida con una mujer cuyo nombre no conoce.
Francisco Rodríguez Criado
De Sopa de pescado, Editora Regional de Extremadura, Mérida, España 2001
30 de enero de 2021
Guía literaria para navegantes (poética del cuento) Francisco Rodríguez Criado
GUÍA LITERARIA PARA NAVEGANTES (POÉTICA DEL CUENTO)
Francisco Rodríguez Criado
Si me hubieran dicho años atrás, cuando aún no me
interesaba la literatura, que hoy iba a estar escribiendo una poética del
cuento, no lo hubiera creído. Y es que entonces no sólo desconocía qué era una
“poética” sino que, además, entendía los cuentos exclusivamente como textos
literarios con sabor a épocas pasadas donde princesas encantadas, brujas,
duendes y personajes similares, ricos o pobres, guapos o feos, locos de amor o
de desesperación, campaban con desigual suerte por castillos, mazmorras o
ciénagas, todo ello dependiendo de la generosidad del autor.
De cualquier manera, ha pasado el tiempo y aquí estoy, en
el difícil ejercicio de reflexionar sobre este género narrativo, con tanta
frecuencia infravalorado.
Si bien la imagen que yo apuntaba en el primer párrafo
sobre el cuento es simplista y por ello no del todo acertada –imagen, dicho sea
de paso, aún en el subconsciente de demasiadas personas-, he de reconocer que
me cuesta concretar qué es exactamente un cuento o relato (o short story[2][2],
como lo conocen los angloparlantes). Lejos de haber concebido una brillante
teoría sobre su naturaleza, me adhiero sin condiciones a la definición que nos
da el escritor norteamericano Richard Ford, para quien “un relato es
simplemente una obra de ficción, escrita en prosa y no en verso, cuya extensión
oscila entre un párrafo y un número de páginas o palabras más allá de las
cuales la palabra “corto” parezca poco convincente para una persona en su sano
juicio”.
Cabe imaginar que hasta ese punto todos (o casi todos)
estamos de acuerdo. Aceptemos el elemento ficticio y la brevedad como rasgos
inherentes del cuento, o al menos como puntos de referencia básicos. Ahora
bien, el asunto se complica cuando nos adentramos en aguas más profundas.
Porque, ¿cuáles son los temas a tratar?, ¿debe ser didáctico o limitarse a
entretener?, ¿el final ha de ser abierto o cerrado?, ¿la voz del narrador ha de
estar en primera o en tercera persona?, ¿qué pasa cuando desaparece la trama?,
¿están permitidos los anacronismos?, ¿dónde deja un texto de ser un relato
corto y pasa a ser una nouvelle[3][3]?
Al lector del siglo XXI, habituado a modernas tecnologías
de lectura y escritura que asombrarían al hábil inventor de la imprenta que fue
Gutenberg, puede que estas preguntas le parezcan banales y concluirá que todo
está o debería estar permitido a la hora de escribir un cuento. Entonces yo
lanzo al aire otra pregunta: “Si todo está permitido, ¿por qué seguimos
denominando cuento y no de otra forma a ciertas historias breves, incluso
cuando algunas no son tan breves y, en ocasiones, ni siquiera parecen
historias?” Me responderé yo mismo: “Porque afortunadamente hemos llegado a un
nivel de libertad creativa donde priman valores como la imaginación y la innovación
frente al encorsetamiento de leyes arcaicas, y donde el contenido del texto es
más importante que su etiquetaje”.
Esta ruptura de fronteras afecta hoy a todos los géneros
literarios, aunque quizá sea el cuento, casualmente la modalidad narrativa más
antigua, donde se noten con mayor claridad los cambios que ha experimentado con
el paso del tiempo.
El origen del cuento oral es paralelo al origen del ser
humano, y en un principio atiende a una necesidad de comunicación por encima
del interés artístico. Se transmite oralmente y su perfil es folclórico. Para
llegar al cuento “literario” hay que esperar hasta el Egipto del siglo XIV a.
C., cuando la escritura aún era jeroglífica. Un ejemplo es Setna y el Libro
mágico[4][4].
De tradición milenaria, cabe entender que su naturaleza
esté sujeta a las modas de la época. Pero demos un gran salto en el tiempo
hasta llegar al siglo XIX del narrador y poeta Edgar Allan Poe (1809-1849), que
se atrevió a promulgar siete años antes de su muerte las leyes de elaboración
de lo que conocemos hoy como “relato moderno”. Según él, éste debería dejarse
leer de una sentada. Exigía, además, que su estructura interna operara en una
única dirección: provocar sobresalto en el lector. Cuando mayor era ese golpe
de efecto, mejor era el relato. En su opinión, el escritor debía crear primero
el efecto, y a partir de ahí edificar el resto del relato. Sus leyes
cuentísticas, que ahora nos parecen mecánicas y claustrofóbicas, fueron
aceptadas en su momento casi como dogma de fe, y de ahí que muchos críticos
literarios cargaran tintas contra el maestro Anton Chéjov (1860-1904), al que
le afeaban ciertos “defectos” como la ausencia de acción y trama, personajes
cuyos rasgos físicos apenas eran dibujados, finales “precipitados”, etcétera. Estas
proposiciones chejovianas, tangencialmente presentes en sus obras de teatro (El
tío Vania, La Gaviota, El jardín de los cerezos), acabaron por ganarse el
reconocimiento del círculo literario ruso. Aunque opuestas a las de Poe,
escritor no menos significativo, las lecciones de Chéjov han sobrevivido al
paso del tiempo y son muchas las generaciones de escritores, y no sólo
cuentistas, que se reconocen deudores de su magisterio. La preferencia de
insinuar a mostrar, a desarrollar la psicología de los personajes en detrimento
de la trama, o a convertir el tedio existencialista en un personaje más son
algunas de esas influencias.
Esos dos modelos, el de Poe y el de Chéjov, siguen
vigentes, alimentándose mutuamente. A ellos, por suerte, se han sumado numerosas
innovaciones estilísticas en un intento de vigorizar el género. En este
apartado destacan sobre todo los autores latinoamericanos, que supieron
conjugar hábilmente la ficción con la cruda realidad: Rulfo, García Márquez,
Borges, Bioy Casares, Cortázar...
La manifiesta reticencia de los críticos rusos y del
mismo Poe hacia la “ilegalidad creativa” (entiéndase el porqué de las comillas)
me hacen pensar que cualquier definición artística es sensible de convertirse
en un anacronismo, y que es tarea más difícil e injusta de lo que parece; por
eso su revisión cada cierto tiempo será siempre bien acogida. Dejó escrito
Lázaro Carreter que “todo buen cuento debe apuntar hacia un lector universal no
limitado por variables históricas”. Estoy de acuerdo. Es más, aplicaría esa
teoría no sólo al cuento sino también a la poética del cuento.
De la misma forma que no hay dos personas que caminen o
piensen igual, no hay dos escritores semejantes. Cada cual está impelido por
sus propias necesidades. Por eso opino que la finalidad de este taller
literario no debe ser explicar o enseñar qué es la literatura (tampoco yo
podría aunque quisiera) sino incitar al alumno a buscar su propia voz creadora.
Ahí coincido con Manuel Pérez, el personaje de Entre Líneas: El cuento o la vida,
de Luis Landero, quien señalaba que paradójicamente la literatura se aprende,
pero no se enseña.
Una dieta literaria equilibrada sería, a mi juicio,
aquella que comparte la erudición con la experiencia. No es necesario “apurar
el cáliz de la vida” antes de empezar a escribir, pero sí muy recomendable.
Yo me decanté desde un principio a favor del cuento
(aunque no por ello en contra de otros géneros) porque vi en él un espacio
amigo donde descargar mis experiencias, deseos o frustraciones. Quiero decir: a
su amparo encontré una razón de ser literaria. Entonces me dejaba llevar por la
intuición más por que por los conocimientos. Me faltaban lecturas. Éstas
vinieron después, gracias a los sabios consejos de algunos amigos escritores.
“Para ser escritor hay que ser antes un buen lector”, me advertían. Acepté el
reto y me sumergí sin complejos en la lectura de numerosas antologías de
relatos breves. Para mi sorpresa, la variedad –temática, estilística,
conceptual- era mayor de lo que había esperado. Ante un escritor sobrio,
conciso y universalista como el estadounidense Hemingway, contraargumentaba su
compatriota Faulkner con una temática localista y un estructuralismo barroco.
Ante el humor vitalista de Saki o Wodehouse, el nihilismo y la misantropía de
Kjell Askildsen; ante las historias humanas de las pequeñas aldeas judías de
Isaac Bashevis Singer, la robotecnia de Isaac Asimov; ante lo fantástico que
caracteriza a los autores latinoamericanos, el relato predominantemente
autobiográfico de los norteamericanos...
Todas estas confrontaciones entre unos y otros acaban por
bifurcarse gracias a una mano invisible que las agrupa para interés del
destinatario final: el anónimo lector. Yo al menos las entiendo como piezas de
un mismo puzzle. Cuantas más piezas tenga un escritor en su poder, mayor será
su capacidad de maniobra creativa.
El cuento goza actualmente de dimensiones ilimitadas. La
premisa “no poner puertas al campo” ha favorecido el hecho de que ya no sepamos
dónde acaba el campo y dónde empieza la ciudad. Al cuento de toda la vida
(realista, erótico, policial, infantil, fantástico, de terror, político, de
aventuras) se le han unido textos de difícil tipificación, donde lo destacable
es precisamente el gusto por el mestizaje.
En un principio, la inevitable condición de brevedad
opera sobre estos textos como inhibidora, pero a la larga incita al autor al
esfuerzo continuado, a obtener los mayores frutos de la parcela más reducida.
La presencia de al menos dos personajes, la economía del lenguaje, el
sincretismo y el intimismo siguen siendo referencias a tener en cuenta. Pero a
partir de ahí, el autor es libre de buscar su voz personal más allá de
cualquier frontera.
Esta liberalización nos ha llevado al microcuento
(narraciones extremadamente breves), al hipercuento (relato compuesto por
bloques de textos unidos entre sí de una forma no necesariamente lineal), al
articuento[5][5] (híbrido de artículo periodístico y cuento), a las ingeniosas
e indefinibles columnas de José Luis Alvite, etcétera. Aquí hay un territorio
aún no explorado en su totalidad, de carácter misceláneo, donde tienen cabida
la greguería, el chiste popular o el refrán.
Algunos historiadores aventuran que Cristóbal Colón
consiguió descubrir América con menos problemas de los esperados al aprovecharse
de los conocimientos de otro navegante, Alonso Sánchez de Huelva, quien en una
ocasión le esbozó la ruta a seguir. No confesar ese hecho, añaden estos
historiadores, llenó de remordimiento a Colón hasta el final de sus días.
El escritor es una suerte de navegante que pretende de
una manera u otra surcar una ruta “conquistada” previamente por otros
escritores. No debe sentir remordimientos por ello, más bien lo contrario.
“Todos somos discípulos de todos”, nos recuerda el poeta José Hierro. Sin caer
en el plagio (que ahora conocemos por el moderno eufemismo de
“intertextualidad”), el mundo del literato es un compendio de otros mundos, un
reconocimiento y homenaje a otras vidas que le marcaron el camino.
Todo aquel que practique el hermoso hábito de escribir ha
tenido y tiene como faros literarios a varios Alonso Sánchez de Huelva.
No me di cuenta de que mi pluma estaba naufragando en
arenas movedizas hasta que empecé a leer a Carver, Chéjov, Kafka, Cheever,
Monterroso, Hemingway, Pedro Juan Gutiérrez, Mrozek... Fueron ellos y otros
muchos escritores –algunos casi desconocidos- quienes sutilmente me enseñaron
que la mejor definición de un cuento es el cuento en sí.
Para Julio Cortázar el cuento era “como andar en
bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero
si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad
al final es un golpe para el autor y para el lector”. No es mal símil para
cerrar esta introducción al género breve, que paradójicamente ha sido quizá
demasiado extensa.
Y ahora dejemos a un lado el miedo escénico y empecemos a
pedalear.
[6][1] Conjunto de principios o de reglas, explícitos o
no, que observan un género literario o artístico, una escuela o autor.
(Diccionario de la Real Academia Española)
[7][2] Traducido al castellano: historia corta.
[8][3] Término casi en desuso con el que se define a una
obra de ficción con una extensión mayor que el cuento y menor que la novela.
[9][4] Serie de relatos populares que giran en torno a un
libro poderoso que es custodiado por serpientes y escorpiones.
[10][5] La definición es del escritor Juan José Millás,
que en un ejercicio de innovación unió artículo periodístico y cuento.
Nota: Francisco Rodríguez Criado leyó esta poética, de la
que es autor, el 20 de octubre de 2004 en el taller de relato y poesía que
impartió en la Universidad Popular de Albuquerque (Badajoz, España)
Francisco Rodríguez Criado
29 de enero de 2021
¿Por qué leemos?, Francisco Rodríguez Criado
¿Por qué leemos?
Es habitual preguntar a los escritores por qué escriben –seguramente a la espera de que se luzcan con una disertación brillante–, pero rara vez se pregunta a los lectores por qué leen.
Isaac Bashevis Singer, en el discurso que pronunció cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1978, explicó por qué escribía para niños al tiempo que hacía de las motivaciones de lectura de estos un encendido elogio. Según él, a los niños les importa un bledo la crítica, no leen para librarse de su culpa, ni para saciar su sed de rebelión ni para librarse de la alienación, les gustan las historias interesantes sin guías o notas a pie de página y son reacios a la psicología y a la sociología. Los niños, según Singer, leen simplemente por el placer de leer, que no es poca cosa. Quizá en esa línea habría que encajar la cita de Flaubert: «No leo para aprender, sino para vivir».
Según el informe sobre hábitos de lectura y compra de libros en España en 2017, realizado por el Observatorio de la Lectura y el Libro, quienes más leen son los niños de 10 a 14 años.
El problema aparece a los 15 años, cuando esa pulsión visceral por la lectura comienza a decaer, tal vez –esto es opinión mía– porque la lectura que defienden Singer (para los niños) y Flaubert (en lo personal), supeditada no tanto al aprendizaje sino al mero placer de «vivir», tiene demasiados rivales en el ámbito del ocio.
Es obvio que quien no lee con gozo antes o después renunciará a los libros, pero más allá del placer por las historias y por cierto abandono momentáneo del mundo real, me cuesta entender la lectura como un pasatiempo destinado solo a insuflarnos unos chutes de vida.
Al contrario que Flaubert y que tantos lectores, leo más por aprender que por el proyecto grandilocuente de «vivir otras vidas». Yo me daría por satisfecho si los libros me ayudaran a comprender esta extraña vida que me ha tocado en suerte.
Francisco Rodríguez Criado
28 de enero de 2021
Mendel, de la calle Market, Francisco Rodríguez Criado
MENDEL, DE LA CALLE MARKET
Mendel, el pintor que vivía en la calle Market, había convencido a un amigo labriego, viejo y achacoso como él, para que le cortara la oreja izquierda. Mendel era sordo de ese oído desde los ocho años, secuela de unas fiebres mal curadas; así que pensó que no tenía nada que perder. Después de la "hazaña" su fama de autor maldito recorrería todo el país y sus cuadros, por fin, serían apreciados en su justa medida. ¿Qué tenía Van Gogh que no tuviera él? "Guardaré la oreja en la nevera e invitaré a grandes personalidades de la cultura a que vengan a admirarla", le dijo a Moshe, que era el nombre del labriego. Éste se encogió de hombros, alzó la hoz y cortó la oreja de un tajo limpio. Aunque la amputación resultó un éxito, el tiempo se encargó de arruinar las previsiones del pintor. Los galeristas seguían rechazando sus obras; su mujer, harta de sus extravagancias, lo abandonó; y sus hijos Yoshua y Lea, avergonzados, optaron por negarle el saludo. Era increpado por unos y otros; los niños le perseguían por la calle y entre burlas coreaban: "Mendel el loco, Mendel el loco"; el rabino alzó las manos e invocó al Todopoderoso pidiendo perdón por su "alma extraviada"; los acreedores le reclamaban a voces el pago de sus deudas. Por si fuera poco, un funcionario del juzgado le había amenazado con el desahucio. La palabra "idiota" estaba en boca de todos. Ante estos reproches, Mendel, con aire de no entender nada, se mesaba su larga y canosa barba y sonreía más feliz que nunca: Moshe, pobre ignorante, le había sajado la oreja equivocada.
Francisco Rodríguez Criado