La galera (1803) Manuel Mujica Láinez, de
"Misteriosa Buenos Aires"
¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace
que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja
de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la
cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber
transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas
dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires; y
aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo
ochenta separan, en verdad, a su punto de origen y la Guardia de la Esquina,
próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las
cabezas como títeres; pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los
ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje
columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobres las
ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y
balancines estén revueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los
encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para
martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto
lleguen a Buenos Aires, la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de
Tejada, administrador principal de correos; y si es menester, irá hasta la
propia virreina Del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién
es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa
una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y
que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen
de su actitud; más su desconfianza se deshace pronto. Nadie se fija en ella. El
conductor de la correspondencia ronca atrozmente en un rincón; al pecho, el
escudo de bronce con las armas reales; apoyados los pies en la bolsa del
correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con
las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso.
Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las valijas al
chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo
envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas
las armas, porque en cualquier instante, puede surgir un malón de indios y
habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los
postigotes mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a
los viajeros; de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que
apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo,
cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares,
de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo!
Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de
Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Se confunden los nombres en la
mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que
velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces
pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para
acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la
ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir,
pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se
revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos
por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafiaban la vihuela o
asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente…. Los negros se afirmaban en
el estribo, prendidos como sanguijuelas; y era milagro que la zarabanda no los
despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre
la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a
galopar, a galopar.
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de
mugre como lamparones, las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cocidos, los
bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo
que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie
enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor virrey del
Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo
su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago, y
la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y, ahora a ella,
le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó
cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y
aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al
hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le
debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal
que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope…. Junto a la portezuela
traqueteante, baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo
gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una
etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá,
avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus
trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del
Medio. Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado
de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan
a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose,
hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con
lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche,
reanudan la marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el
silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el
cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor
guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las
huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta
poco. Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan
las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que
recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora,
furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero
cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche
la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo; brumosa,
espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella, se cubre con
un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que
no fue en Pergamino, la parada postrera, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas; y
Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade,
la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no
haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá, el fraile
reza con las palmas juntas; y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y
cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la
observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas
nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz.
Manotea en el aire espeso; más sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de
ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del
vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las
mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a
salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada.
Dentro de media hora, estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su
andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida
sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche, cuya caja ha recobrado la
posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno, y los soldados montan en
sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje para
cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al
interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide
levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que
tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se
hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se
le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se
acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el
oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón
bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora
lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya
recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia
Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal
desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la
soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito
de los caranchos.
Manuel Mujica Láinez
"La Galera" de Manuel Mujica Laínez narrado por
Alberto Laiseca
Manuel Bernabé Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de
septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril
de 1984) fue un escritor, biógrafo, crítico de arte y periodista argentino.
La prosa de Mujica Láinez es considerada "fluida y
culta, de sabor algo arcaico, detallista y preciosista; rehuye la palabra
demasiado común, sin buscar sin embargo la desconocida para el lector". Es
en especial hábil en reconstruir ambientes, gracias a un dotado talento
descriptivo y una gran formación como crítico de arte, aparte de su rica
inventiva y su exquisitez literaria enriquecida por los conocimientos de
historia legados a travez de sus antepasados.
El autor, seducido por las doctrinas esotéricas, creía
con firmeza en la reencarnación y declaró escribir "para huir del
tiempo". Ese es el tema de la mayor parte de sus obras.
En su narrativa pueden establecerse dos vertientes
principales: el tema argentino (La casa, Los viajeros, Invitados en El Paraíso,
El Gran Teatro) y las novelas históricas (Bomarzo, El unicornio, El laberinto y
El escarabajo).
Se sintió igual de gustoso en el cuento (Aquí vivieron;
Misteriosa Buenos Aires; Crónicas reales; Un novelista en el Museo del Prado y
Cuentos completos) que en la novela.
Se considera que su obra maestra es Bomarzo (1962).
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