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22 de agosto de 2020

El sentido y sentimiento de la paz humana, Julio Requena

 

 

El sentido y sentimiento de la paz humana, Julio Requena

 

In memoriam Cristina Beatriz Rodríguez

Las Leyes de la Armonía Universal

 


La Primera Noble Verdad del budismo dice: “La vida es una larga agonía, no es sino dolor; y el niño tiene razón en llorar cuando nace". La elección de esta frase es así posible por su antigüedad histórica y por su reflexión filosófica, ya que desde siempre la humanidad ha aceptado tal verdad. En efecto, si analizamos la palabra agonía (agón) vemos que ella significa lucha, combate, angustia. Y el ser humano, desde sus inicios, prácticamente no conoce otro estado viviente más que el del dolor físico y psicológico, es decir, la agonía.
De modo que su transcurrir está marcado por esa fatalidad de ser una dolorosa supervivencia, porque se sostiene entre la vida y la muerte. De ahí que en el constante fragor de su cotidiano batallar, el hombre haya preferido la palabra paz para desearle a la persona viva tranquilidad y serenidad de espíritu, en tanto un deseo de “descanso en paz” para la persona muerta.
Absolutamente todo el destino de la humanidad se ha venido desarrollando a través de este juego antagónico de la dualidad existencial.
Así, hemos aprendido que el acto de vivir depende, fundamentalmente, de la armónica convivencia con los demás, armonía que todos los fenómenos del Cosmos demuestran realizar para mantenerse unidos entre ellos por obra de leyes primordiales forjadoras del orden.
Nadie, entonces, pone en duda que la paz ejerce una gravitante importancia en las cuestiones del quehacer humano destinado al funcionamiento correcto de la sociedad. Podría afirmarse que existimos gracias a la existencia de la paz. La paz es el orden que establece la armonía.
 
El Diálogo

Pero la palabra paz es una abstracción, y para su concreción ella necesita ser revelada. Desde las organizaciones sociales más tribales y primitivas hasta lo que son nuestras modernas sociedades industriales y las tecnocráticas, se ha venido manejando un instrumento idóneo para ello: el diálogo.
El diálogo (del griego ‘dialogos’, conversación de dos o de varios’) hizo factible el entendimiento de la vida de relación. Sin dialogar no imperaría la comunicación entre otros, ni la transmisión de las ideologías, y ni siquiera el amor por el semejante. Si bien es cierto que nombrar la cosa no es comprenderla, no lo es menos dejarla sin nombrar. La “aparición” de las cosas depende del interés que le prestemos a ellas. Las cosas están ahí a condición de saber cómo se llaman. Ignorarlas es dejarlas en silencio, en tanto verbalizarlas es darles identidad.
Se comprende, entonces, la suprema importancia que asume el diálogo como palabra en acción intelectual.
 
Saber escuchar

Pero el diálogo no es solamente comunicarse con palabras, sino saber escuchar. Escuchamos meramente por cortesía, pero no por ganas de aprender sobre el tema en sí y el interlocutor. Escuchamos de memoria. Ella es la culpable de la pérdida de espontaneidad para emprender un diálogo siempre nuevo y fresco, porque la memoria está presidida por la obviedad.
La obviedad (‘que sale al paso, que se presenta por el camino expuesto’: ob = ‘contra, a, ante’; viam = ‘camino, vía’) es como la rutina, que significa “camino trillado”. Obviedad y rutina: dos caminos paralelos que traza la memoria para alejarnos del diálogo.
¿Cómo es esto? ¿Simulamos hablar, cuando en verdad no hacemos más que repetir de memoria una contestación que ya estaba registrada en el cerebro por las generaciones antepasadas?
Y también lo hace la frase hecha.
Si bien uno lo observa, cuando hablamos o contestamos empleamos todo un catálogo de frases hechas. De este modo, no hay ninguna originalidad en el diálogo, o muy poca, debido entonces a que la pobreza expresiva (la inopia, más bien) atomiza una verdadera comunicación. Así nos perdemos la preciosa oportunidad de llegar al otro y comprenderlo mediante una expresividad que no sabe de paciencia ni de elección de las palabras para hacerlo.
Esta franca pereza coloquial es un auténtico falsiloquio.
Es la falsedad de no saber escuchar. Siempre estamos apurados por interrumpir al otro. Por eso, toda la tragedia de la falta de diálogo verídico reside en no saber escuchar. Es el arte más difícil, sin duda, pero simultáneamente es la única forma de amar al otro asumiéndolo desde el lenguaje.
Quizá todo el amor al otro esté expresado en esa axiomática frase.
¡Cuántas malas interpretaciones se evitarían si el diálogo se cumpliera!
Primer descubrimiento: amar es posible, en su estricta significación de “amar al otro como a uno mismo”, cuando éste se dispone a saber escuchar. Para ello hay que emplear una sencilla fórmula: olvidarse de usar la frase hecha. Es preciso indagar plenamente, a conciencia, en las entrañas del lenguaje. Las palabras son, como lo supieron los antiguos griegos, unas cosas vivas, entes prodigiosos que cumplen la misión de llegar al otro para alcanzar la comprensión.
Toda la tragedia humana, la extrañeza por el prójimo y el patetismo de ignorar sus reales necesidades y prioridades, ancla en esa visión y cuestión fundamentalísima del diálogo viviente, no automático.
 
La actuación del Silencio frente a la Paz Interior
Segundo descubrimiento: sin el inestimable ser del silencio, del silencio casi místico de querer absorber al otro, tampoco hay una auténtica comprensión. Para saber escuchar es menester saber estar en silencio.
El silencio es, metafóricamente hablando, el estetoscopio del lenguaje. Con ese silencio, y desde ese silencio, hay que auscultar.
Auscultar significa saber escuchar. Como que escuchar deriva de auscultar, que es “aplicar el oído para oír, prestar atención a lo que se oye”.
A su vez, para entender (comprender) hay que atender, vale decir, resucitar el mismo origen de estos dos vocablos: “intendere = tender hacia, llevar la atención hacia un fin”.
Recapitulando, para un importante y verdadero diálogo, se hace así imprescindible: a) saber entender; b) saber estar en silencio; c) estar dispuesto a no hacer frases hechas; d) saber escuchar.
En estas cuatro normas se encuentra la semilla fértil del diálogo.
Escuchando hablar a los políticos, por ej., se percibe que ellos no cumplen con este sagrado mandamiento del lenguaje de no practicar el fraude del monólogo en sustitución del diálogo. Siempre hay en ellos, corridos por su deseo egocéntrico de sobresalir, la manía separativa de ignorar el diálogo, propensos como son al insulto o al escarnio, pero nunca a la perentoria necesidad de saber dialogar para hacerse entender.
Mientras el ser humano no utilice correctamente el invalorable instrumento de la palabra oral (la escritura es demasiado fácil o rebuscada para comunicar sentimientos) no habrá no solamente el esperado entendimiento, sino -lo que es muchísimo más importante- la buscada paz.
Esta paz proviene de nuestra sinceridad. Es saber expresar nuestra sinceridad.
 
La Paz como la libre expresión de la palabra del escritor
Asociada con el vocablo libertad, la creación literaria emerge de los labios del escritor como una auténtica pasión por decir la verdad.
Decir la verdad no es posible si, previamente, no se está en libertad para expresarla. Luego, la creación verbal es la creación de la libertad. Esto no es un sofisma ingenioso. Es la esencia misma de la anhelada libertad creadora, que, por reflejo inmanente, crea lo literario.
Creación y libertad, o libertad y creación, de tal modo, son “aseidades” (seres que existen por sí mismos) en virtud de que el escritor las necesita para poder vivir en forma pacífica.
Así es que la verdad -la verdad del escritor asumiendo el mundo- se le revelará en la medida de estas fidelidad y lealtad a su apostolado por la libertad, la que le traerá la experiencia personal de la creatividad.
Desde luego, esa libertad es, traducida en el papel, la libre expresión de la palabra, por cuya causa han sacrificado su vida muchos escritores, además de esforzados periodistas y de tantos documentalistas camarógrafos.
 
Las revoluciones ideológicas

¿Se justifica dar la propia vida en aras de un ideal? Nunca. Porque los ideales son puras abstracciones egoicas, sin asideros en la vida real. Y si nuestra vida no se repetirá, ¿tiene sentido sacrificarla antes de tiempo y aspirar a la ilusoria recompensa de quedar en la memoria de los demás?
¡Qué diferencia, por ej., con el Subcomandante Marcos, aquel portavoz del Ejército Zapatista de Liberación, cuyos discursos tendieron a pacificar los reclamos por la justicia social!
Baste este breve párrafo para demostrarlo: “¿Por qué es necesario matar y morir para que ustedes, y a través de ustedes todo el mundo, la escuchen a Ramona (la Comandanta), que está aquí, decir cosas terribles?”
Si bien es cierto que Carlos Marx desarrolló en “El Capital” su tesis científica y pragmática del trabajo, postulando desajenar al proletariado, llevarla a la práctica sigue siendo un utópico y sofisticado deseo intelectual, porque el hombre, al no querer conocer o ignorar cómo funciona su mente, tampoco puede conocer la mente del otro, es decir, su equivalente de projimidad.
Por eso, sin un cambio serio y en paz de la estructura psicológica de la mente humana, no hay posibilidad alguna de que las relaciones entre patrón y obrero se reconcilien.
Desde el instinto egocéntrico, la explotación esclava del trabajador ha venido conformando la historia de la humanidad, cuando todo es muy simple: si uno ve que el otro es uno mismo, con el cual comparte la vida, entonces cesa el daño, porque nadie puede perjudicarse a sí mismo si no esclaviza al otro. Ser es compartir. Amar.
Ninguna ideología, ni política ni religiosa, ama al hombre, porque lo someten para obtener el resultado apetecido. Por eso, la pertenencia a una ideología es la muerte de la libertad. La ideología crea la extrañeza del que no pertenece a ella. La extrañeza es el fértil terreno del odio. El odio es el cazador del bien, y sólo por el bien se llega a la comprensión de la unidad del género humano, no por las revoluciones políticas.
 
Liberarse de la mitología de lo divino: el Yo como el buscador de su salvación
Sabemos cómo el Ego humano, aferrado a su primitiva animalidad, que está configurada por sus órganos sensoriales, busca indudablemente su propia salvación; y así trata de conseguirla aduciendo que el hombre ha sido creado por la clonación misma de la entidad divina. Bajo este fraudulento conformismo, el cual casi nunca es investigado porque la fe prohíbe hacerlo, el hombre medio transcurre sus días convencido de su genealogía sagrada.
Sin embargo, apenas uno examina qué es el Yo o Ego, no puede entonces menos que horrorizarse o escandalizarse, porque vivimos incubando un despreciable Yo de huevo de serpiente, que muy poco tiene que ver con una concepción de lo sagrado.
Todo lo contrario: el Yo es una bomba de violencia e intolerancia, pronto a estallar al menor choque con la opinión contraria. Esto recuerda a la palabra china “yo”, que significa una bola de hierro rellenada de una mezcla de salitre, azufre y resinas, y que se considera la primera bomba tirada contra los mogoles cuando asediaron la capital de ese país.
Este símil con el yo psicológico no es rebuscado si se está entonces de acuerdo con su carácter de agresividad explosiva, listo a estallar en cualquier momento como bomba de tiempo.
Muy pocos son los que tienen el lúcido coraje de analizar su yo y abominar de él, como lo hace el pensador actual Emile A. Cioran: “Sería capaz de cualquier sacrificio para librarme de este yo lamentable, que en este instante mismo ocupa en el Todo un lugar con el que ningún dios ha osado soñar”.
O admitir una autoincriminación desesperada, como la del físico nuclear Marcus Oliphant, quien se acusó a sí mismo de “criminal de guerra” por haber contribuido a la creación de la bomba atómica.
El conocimiento propio es un proceso inherente al yo, y su enfoque es la autoobservación atenta de sus movimientos, siempre cambiantes y huidizos, en total consonancia con la Realidad Fluyente que nunca cristaliza, que no es continua ni permanente, y de ahí que deba ser descubierta en el eterno presente. Y respecto del yo o ego, no se sabe hasta qué punto es -precisamente por su abstracción tan radicalizada- una construcción arbitraria y el concepto más equívoco de todos, a punto tal que algunos de los investigadores de la conciencia, como Rodolfo Llinás, han necesitado calificarlo de “invento”: “El yo es un aparato local, un invento listo y conveniente del propio cerebro”.
Ya en la antigüedad de los faraones, es notable cómo al inventado yo se lo transfería a la estatua del muerto, la cual simbolizaba su segundo yo o ‘ka’. Y debido precisamente a su característica de “virtualidad” o “ka”, más que de una realidad consistente, David Hume apuntaría: “Jamás he podido captar mi yo en ningún instante sin una percepción, y nunca he podido observar nada que no fuese la percepción”.
De ahí que no haya un yo en sí mismo, sino que sus plurales manifestaciones siempre deben ser observadas en pasividad mental, lo mismo que si se estuvieran contemplando las imágenes de una película cuadro por cuadro. La característica más real de nuestro yo o ego, paradójicamente, es su permanente identidad oscilante, su cambio de una entidad a otra entidad reciente, cambios que llamamos “estados de ánimo”.
¿Qué definición exacta podemos entonces dar de este yo nuestro, que por no querer perecer desea autoesculpirse?
La confusión existe aún dentro de la propia maraña de la terminología psicológica, en donde reconocidos y hasta insoslayables autores como Freud, Lacán o Jung se sirven de la descripción literaria para poder así capturarlo. Estos tres investigadores del “aparato psíquico” no en vano son los que han creado, o “inventado”, más vocablos para designar la resbaladiza y proteica naturaleza abstracta del ego. Se diría que los tres son por vocación escritores literarios (¿hasta qué punto frustrados?), o, al menos, que han pretendido escribir desde la vertiente de la literatura, y ello demuestra que sus estilos son de factura netamente literaria por su afinidad con la capacidad intrínseca que tiene la literatura para reinventar continuamente la conciencia léxica.
 
La Meditación y el Cese del Yo para alcanzar la felicidad y paz de la mente
Jiddu Krishnamurti es quien ha propuesto un nuevo modo de meditar, del cual resulta una nueva cosmovisión que conduce a la felicidad de la paz mental.
Sus descripciones sobre los paisajes de la Naturaleza son verdaderamente cautivantes, no sólo por su destreza en capturar a pleno el ‘momentum’ de la contemplación, sino por su apertura a la totalidad de una visión liberada de condicionamientos.
Transcribiremos aquí uno de los múltiples ejemplos de tal forma de observar: “Había llovido mucho durante todo el día y toda la noche, y el riachuelo fangoso fue formando arroyuelos que desaparecían en el mar dándole color de chocolate. Paseando por la playa, podía verse la magnitud de las olas que con fuerza se rompían dibujando magníficas curvas. Caminando contra el viento, súbitamente se sentía que nada existía entre uno mismo y el cielo, y esta abertura total era una especie de paraíso. Hallarse tan abierto, tan vulnerable a las colinas, al mar y al hombre, es la misma esencia de la meditación”.
O sea, la paz mental.
 
Julio Requena

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