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24 de agosto de 2020

El ajedrez. ¿Imita a la vida? Julio Requena

 

El ajedrez. ¿Imita a la vida? Julio Requena
 
 
TENGO un gran amigo que juega al ajedrez, así que por respeto a él no voy a vituperar ni desmerecer el juego-ciencia gratuitamente.
Me interesa solamente destacar el aspecto competitivo del ajedrez Mi amigo, estoy seguro, aprendió siempre a jugar por jugar, como se dice. Para él es inconcebible que se juegue por la mera satisfacción de ser un triunfador. Así que desde el fondo de mi corazón lo felicito por esta virtud. Por tanto, este artículo no va dirigido a él, que se desempeña como Juez laboral, y en consecuencia se preocupa por ser ecuánime, y en flexibilizar el rigor de la ley si es necesario, amparado en la epiqueya aristotélica de una sabia interpretación.
Aunque pienso que tampoco él se ha librado de caer en la trampa conceptual que han inventado los ajedrecistas prominentes, a saber, que el ajedrez ayuda a crear un campo de concentración (no el de exterminio, sino el de energía concentrada en sí misma) más inteligente, o sea, que el ajedrez despierta la inteligencia. Ya veremos cómo esta maquiavélica concepción de la competencia como inteligencia es la causa primordial del odio disimulado. Por el contrario, juzgo que la competencia es desamor, intensificación ex-trema de la egomaquia (lucha social), esa lucha social del Ego, esa execrable separatividad que establece la falsa concepción de que hay que competir para autosuperarse. Todos los juegos en que intervienen contrincantes están viciados de egomovimiento (el movimiento natural del Yo), y por tanto de agrio desamor. Al emplear esta palabra me evito recurrir a otras que expresen separatividad por competencia.
El canibalismo de la competencia es la causa del desamor y del odio disimulado. En todos los órdenes de la vida en que haya que competir para ganar, ¿quién es el que gana? Siempre hay un Ego y un humillado Perdedor. Me apresuro a aclarar que hay una competitividad natural en la lucha biológica por la existencia. Ya, desde la cifra millonaria en que el maratón de espermatozoides emprende su carrera para llegar uno solo de ellos al útero, la vida misma nos está diciendo que no existe nada sin esfuerzo. El esfuerzo, así, es la mano que tensa el arco. Es la semilla cuyo vientre puja y puja por sacar la raíz. Es la voluntad de imponer su energía vital. La vida toda pareciera entretejer su voluntad de imponerse y reproducirse en todas, todas sus manifestaciones. El fractal genesíaco, a partir del cual cobra forma el episodio morfológico-geométrico de la materia, es el mejor ejemplo. Encontramos siempre un motor activo, dinámico y eterno, en la multiplicación de la biodiversidad espléndida y cuantiosa. Encontramos la voluntad creadora del Universo, la despótica pero necesaria aparición del principio ordenador de todos los fenómenos, desde el átomo organizador hasta la fantástica desintegración del hoyo negro astronómico.
Convengamos entonces que así es la Vida.
Pero, al mismo tiempo, y más allá de esa inexorable fuerza y ley del turbión fenoménico, yéndonos psiquismo adentro me interesa investigar si esos contenidos de nuestra mente –la envidia, la mentira, la ambición, el odio, la codicia, la extrañeza del otro, la servidumbre impuesta, la insociabilidad, la máscara de la respetabilidad, el disfraz del engaño, la agresividad solapada de la soledad, el insulto (“saltar sobre el otro”) violento y provocador, la ira desatada, la burla despreciativa, la discriminación racial feroz, el supremacismo de la ciencia, la imposición excomulgante de las religiones y la política– son realmente una invención de la competitividad aprendida ya en nuestra infancia desde el colegio.
Así, se nos educa para competir. Algunos, para ser guerreros inmisericordes. Otros, para saborear el gusto a sangre del asesinato…
Los norteamericanos, uno de los pueblo deportivos más estimulado por su gobierno, no dicen de alguien que es un ganador, sino que no es un perdedor.
Ser un perdedor es sinónimo, para ellos, de ser alguien condenado a no existir, barrido de la vida de relación.
Tanto es el desprecio que se siente por ese alguien que ha quedado fuera de la competencia misma. Tanto desamor que se inyecta en lo minusválido de una persona no realizada.
¿Cómo esperar, de este modo, que haya paz?
La paz es la suprema palabra que debería importarnos a todos. Suficiente guerra hay ya dentro de nuestra intimidad de conciencia, condicionada y estimulada en la competencia por sobresalir y alcanzar el éxito.
La paradoja es que logrando el éxito uno queda fuera de sí mismo, queda hueco como un molde para hacer la figura de cera, queda vacío, hecho un androide. Etimol. “éxito” es “quedar, salir”. Es lo contrario de lo que se busca, puesto que el éxito obliga a conservar el título o trofeo ganado, y entonces la pobre víctima del éxito ya no tiene más vida interior: depende del espejismo social…
El ajedrez, entonces, desde su creación como un juego-competencia, significa que es un tablero bélico, en que la inteligencia creadora queda sustituida por la estrategia de la astucia. Estrategia es estrategia, no alude a otra cosa, y estratega es ese: el que planifica la guerra.
No insistiremos más en este aspecto, en que cada pieza de los 64 casilleros o escaques representan figuras guerreras sobre el campo de batalla de la competencia.
Sólo nos interesa destacar que donde hay pelea hay competencia, y viceversa.
Ahora entraré de lleno a lo que pude observar en una competencia organizada muy bien para el entonces campeón mundial Garry Kasparov (a quien se considera uno de los campeones mundiales más inteligente de todos los tiempos) y, curiosamente, la máquina Deep Blue.
Esta máquina, cuyo nombre es tan poético (“Azul profundo”) protagonizó una sensacional pugna científica entre el cerebro humano y la nootecnia, o ciencia cibernética de la inteligencia artificial.
Sus creadores, hombres de la IVM, desafiaron a Kasparov a medirse con esa computadora gigante (casi como venida de otra galaxia).
El escenario estaba lleno de gente, quienes aplaudieron cordialmente cuando apareció Kasparov, embutido en un traje con camisa sin corbata, deportivo y ferozmente desafiante.
Esto de “ferozmente desafiante” no es un capricho gratuito. Se lo veía a Kasparov en actitud de tigre caminando astutamente hacia la mesa (el circo), donde lo esperaba el invisible contrincante.
Quizá el invisible jugador haya podido influir en el estado de nervios del jugador ruso, puesto que aquello que no vemos nos amedrenta. Justamente, cuando dos ajedrecistas se enfrentan, pueden observarse ellos sus rostros y adivinar la jugada que desarrollarán.
Pero en este caso, ¿quién era Deep Blue, dónde permanecía no humana la súper máquina, el robot insensible, fríamente matemático, estratega inmisericorde?
Kasparov, pobre, quizá ya se sentía solo frente a este ente mecánico invisible.
Y así fue.
Jugada tras jugada, el jugador ruso sufría, sufría horrores. Acodado, muy desparramado, transfixionado (traspasado) de dudas.
Como que comenzó a transpirar. Su nariz aquilina, propia de las aves de presa (hasta en esto la Naturaleza le da a cada uno, a cada individuo, un rasgo fisonómico-metafórico: aquí el pico del águila ‘aquilina’), su nariz husmeaba la tragedia)…
Y el halcón Garry no podía agarrar la presa mecánica.
El ave Deep Blue volaba demasiado alto.
Y el halcón peregrino o caracará llamado ahora Garry, a pesar de su nariz aquilina no podía con la máquina.
Y así fue que el campeón ruso, campeón por más de 20 años consecutivos de los torneos mundiales, abandonó la mesa violentamente iracundo…
Fue tan evidente que su Ego estalló, que los presentes se sintieron apiadados por él y lo mismo lo premiaron con un aplauso tan cordial como cuando entró a competir. Es que siempre se aplaude al Ego.
¿El significado de todo esto?
La humillación padecida por Garry Kasparov por una máquina. Esa humillación que por primera vez en la historia humana alguien no humano, casi un alienígena, le infligiera al Ego de un hombre. No un hombre cualquiera. Al del portador de un Ego cultivado minuciomente en la competencia durante más de 20 años… ¡Qué lección!
Garry, una vez serenado su ánimo aquilino, lo reconoció. Ya tranquilo, ya más humano, dijo que pediría la revancha, porque no estaba convencido de haber perdido. Y agregó, en el colmo de su reacción egocéntrica: “La máquina no puede ganar, simplemente porque es estúpida”.
No podía creer ni aceptar la derrota a manos (bueno, a manos no, a engranajes sí) de una máquina “estúpida“. Después escribiría un libro, un libro naturalmente describiendo su vida de ajedrecista, al que tituló “La Vida imita al Ajedrez”.
¡Qué título! Propio de su aerostático Ego…
Y después se dedicó a la política. Se presentó como candidato para enfrentar a Putin, el presidente de Rusia.
Creyendo, por supuesto, y no sin razón, que la política es también una astuta estrategia, un tablero de ajedrez de infinitos escaques por donde transitan las piezas de la hipocresía y la mentira.
En definitiva, ¿es no más el ajedrez un juego-ciencia?
¿O, más bien, es una estrategia para cultivar el desamor?
No se lo pregunto a mi amigo. Se lo pregunto a Garry Kasparov.
 
Julio Requena

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