H. P. Lovecraft,
El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía
Los seres subterráneos
El misterio, los túneles secretos donde yacían o
vegetaban antiguos monstruos, los seres subterráneos que lo acosaron desde niño
cuando recorría los fenecidos vericuetos de Providence, o escuchaba las
historias terroríficas que le contaba el abuelo, marcaron la primera etapa de
este genial escritor que fue H. P. Lovecraft o sencillamente el Sumo Sacerdote
Ech-Pi-El, como firmada sus cartas convirtiendo a la fonética las iniciales de
su nombre.
Influido, entonces, por el abuelo, por los libros que
éste tenía en su inmensa biblioteca, y por autores como Lord Dunsany, Edgar
Allan Poe, M. P. Shiel, y Bram Stoker, sus primeros relatos y muchos de los
últimos están estructurados sobre la base de un sótano o una cripta, un
pasadizo y un monstruo que por artes mágicas o sobrenaturales se alimenta de
otros seres.
Las voces secretas
No tenía ni 10 años cuando concibió su primer cuento: El
noble oyente, que trata de un niño, quien repentinamente extraviado en una
cueva, oye los planes de destrucción de seres subterráneos que conspiran contra
los humanos.
El abuelo, hombre de vastas lecturas, vio en esas líneas
iniciales al futuro escritor. Lo alentó a pesar de los defectos de su prosa.
Indudablemente el joven Lovecraft había fundado en ese cuento su inminente
narrativa.
Era la época en que tenía frecuentes pesadillas en cuyos
sueños lo acechaban seres gomosos y sin rostro. El mismo Lovecraft lo dirá
después. Recordará que en esas pesadillas veía una especie monstruosa de
entidades que él llamaba alimañas descarnadas:
“Las alimañas descarnadas eran unos seres sin rostro,
todos ellos negros y alas de murciélago. Es posible que tales imágenes
provinieran de una mezcla de los dibujos de Doré (especialmente los del Paraíso
perdido) que me deslumbraban durante la vigilia.”
Las voces secretas están en sus sueños y en su
imaginación. Las lleva en el inconsciente, desde donde fluyen a su memoria y a
los relatos que van delineando su intransferible perfil.
En 1898, cuando Lovecraft tenía 8 años, intentó otro
relato con un túnel: El sótano secreto o la aventura de John Lee. El sótano
conduce a un pasadizo secreto en el que John y su hermana, al cavar en él,
hallan una caja de la que se apoderan. Pero la excavación da paso a un torrente
en el que se ahoga la hermana. John Lee se salva. La caja, que es el botín de
esa aventura, contiene un lingote de oro valuado en 10.000 dólares. La muerte
de la hermana por muy poco.
Los miedos de la infancia siguieron vigentes y a veces
amalgamados con sus aficiones. Le gustaban los gatos, en quienes veía seres
astutos y enigmáticos, presencias de un mundo mítico que aun tenía vigencia.
Cuando escribe Las ratas en las paredes, su protagonista, De la Poer, vivirá en
la casa maldita con 7 criados y 9 gatos. Pero no bastarán estos felinos.
Lovecraft le añade al relato otros de sus terrores infantiles: las ratas. Y de
esta manera enriquece la obra con la maldición que pesa sobre la mansión en que
vive De la Poer, referida a un ejército invisible de ratas que sólo él y los
gatos podrán oír. El protagonista, sin embargo, no tendrá posibilidades para
eludir la maldición. Un túnel lo conducirá a una caverna llena de jaulas con
esqueletos humanos, vestigios de un culto caníbal practicado en otros tiempos.
De la Poer terminará enrejado, oyendo el deslizamiento infinito de las ratas.
Criptas y túneles
El terror al vacío y el miedo a la soledad, manifestados
por Lovecraft por la enfermedad y muerte prematura de sus padres, fueron, en
parte, los determinantes de las criptas y los pasajes secretos de sus
argumentos. También influyó en él M. P. Shield, quien ya en The purple cloud
(1901), nos hablaba de un ser de infinidad de ojos que moraba en el centro de
la Tierra. O de aquellos esqueletos de peces con rostro humano de Xelucha
(1904), invadidos por gusanos que devoraban la úvula para continuar
caprichosamente por sus adyacencias.
No sería extraño que Lovecraft lo hubiera seguido no sólo
en las obras citadas, sino también en La Ciudad Sin Nombre (1923) y en
Prisionero de los faraones (1924). En la primera nos describe un descenso en
una cripta, de donde seres con alas de murciélago llevan en sus grupas a otros
seres. En Prisionero de los faraones el protagonista es secuestrado por una
banda y bajado a un túnel cerca de la Esfinge de Gizah, en la que se practican
“execrables” rituales eróticos.
Hay algo más que ya se observa en ese ser repulsivo que
en Beast in the cave, escrito a los 13 años, pugna por estallar desde el sótano
en que está metido. Es esa axiomática de la transgresión de que hablaba Maurice
Levy en su Lovecraft ou du fantastique (1972). Una axiomática en la que se
corta el aflujo de la realidad por otra instancia en que privarán los seres
gomosos o las criaturas fantasmales del mundo onírico.
Eso no impedirá un tratamiento racional del argumento.
Estos monstruos, en efecto, actúan inmersos en un mundo material en el que se
distinguen de los demás sólo por sus formas fantasmales. Coexisten con los
humanos en extraños contubernios que únicamente son posibles en los sueños.
A veces se invierten los hechos y son los humanos los que
invaden el mundo de los sueños, como acaece en la saga de Randolph Carter, en
uno de cuyos volúmenes, En busca de la Ciudad del Sol Poniente, el protagonista
desciende audazmente “los 300 peldaños que conducen al Pórtico del Sueño
Profundo”.
Los seres oníricos, los silenciosos zoogs, le dirán a
Carter qué debe hacer para estar en contacto con los Grandes Dioses. La
inversión de los hechos no excluye, sin embargo, el tratamiento material de los
protagonistas. O en otros términos: es el realismo dentro del sueño.
Hay un instante en el que Carter pierde la llave de la
puerta que conduce al mundo onírico (como se ve en La llave de plata). Pero
angustiado entre distintos objetos, hallará una vieja llave de plata con la que
llega a un escondite de su infancia. Es el acceso al misterio. Allí se
transfigura en el niño que fue y vuelve a la región de los sueños.
La llave de plata que halló Carter, es el símbolo de la
propia vida de Lovecraft. Este también la buscó, y cuando la halló en su
escritura, sólo pudo regresar a un mundo que siempre deseó, pero poblado de
seres intangibles dictados por su memoria prodigiosa.
De H. P.
Lovecraft, El horror sobrenatural, Juan-Jacobo Bajarlía
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