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17 de noviembre de 2015

Lenguaje, Hermann Hesse

Lenguaje
(1917)

 La carencia más importante, el barro terrenal más pegadizo, bajo los que sufre el escritor, es el lenguaje. A veces puede llegar a odiarlo, condenarlo y maldecirlo —o más bien quizá se maldiga a sí mismo por haber nacido para trabajar con tan miserable instrumento. Con envidia pensará en el pintor cuyo idioma —el color— habla de manera comprensible a todo el mundo desde el Polo Norte hasta África, o en la música cuyos tonos también hablan cualquier idioma humano y al que desde la melodía unísona hasta la orquesta de cien voces, desde el cuerno hasta el clarinete, desde el violín hasta el arpa, tienen que obedecer tantos idiomas nuevos, individuales, delicadamente diferenciados.
 Pero hay algo por lo que el escritor envidia a diario y profundamente al músico: que posea su idioma para él solo, exclusivamente para hacer música. El escritor en cambio, tiene que utilizar el mismo idioma con el que se enseña en la escuela y se hacen negocios, con el que se telegrafía y llevan procesos. Es tan pobre que no dispone para su arte de un instrumento propio, de una vivienda propia, de un jardín propio, de una ventana propia para contemplar la luna; tiene que compartirlo todo con la vida cotidiana. Si dice «corazón» refiriéndose a lo más vivo y palpitante que hay en el ser humano, a su capacidad y debilidad más íntimas, la palabra significa al mismo tiempo un músculo. Si dice «fuerza» tiene que luchar con el ingeniero y el físico por el sentido de su palabra, si habla de «bienaventuranza» aparece en la expresión de su idea un matiz teológico. No puede utilizar una sola palabra que no mire al mismo tiempo hacia otro lado, que no recuerde en el mismo instante ideas extrañas, molestas, hostiles, que no contenga inhibiciones y limitaciones y que no se estrelle contra sí misma como contra paredes demasiado estrechas, de las que vuelve la voz, ahogada y sin resonancia.
 Si realmente es un bellaco el que da más de lo que tiene, un escritor no es nunca un bellaco. Pues no da ni la décima, ni la centésima parte de lo que quisiera dar, y estará satisfecho si el que le escucha le entiende superficialmente, desde lejos, de pasada, y por lo menos no le interpreta demasiado mal en lo que es más importante. Generalmente no consigue más. Y por todas partes donde un escritor cosecha aplauso o crítica, donde causa algún efecto o es objeto de burla, donde se le quiere o condena, no se habla de sus ideas y sueños, sino sólo de la centésima parte que pudo pasar por el estrecho canal del idioma y el no más amplio del entendimiento del lector.
 Por eso la gente se rebela con tanta vehemencia, tan a vida o muerte, cuando un artista o toda una juventud de artistas, prueban nuevas expresiones y lenguajes y tratan de romper sus penosas cadenas. Para el ciudadano, el lenguaje (todo lenguaje aprendido con esfuerzo, no sólo el de las palabras) es algo sagrado. Para el ciudadano es sagrado lo común y colectivo, lo que comparte con muchos, quizás con todos, lo que nunca le recuerda la soledad, el nacimiento y la muerte, el yo más profundo. Los ciudadanos tienen también, como el escritor, el ideal de un idioma universal. Pero el idioma universal de los ciudadanos no es el que sueña el escritor, una jungla de riqueza, una orquesta infinita, sino un lenguaje de signos, simplificado, telegráfico, con el que se ahorran esfuerzo, palabras y papel y que no estorba a la hora de ganar dinero. ¡Ah, la literatura, la música y cosas parecidas estorban siempre cuando se quiere ganar dinero!
 Cuando el ciudadano por fin aprende un idioma que él considera el idioma del arte, se siente satisfecho, cree comprender y poseer el arte, y se enfurece cuando descubre que ese idioma que ha aprendido tan penosamente sólo es válido para una provincia diminuta del arte. En la época de nuestros abuelos había gente aplicada y culta que había logrado aceptar en la música junto a Mozart y Haydn también a Beethoven. Hasta ahí «llegaban». Pero cuando aparecieron Chopin y Liszt y Wagner y se exigió de ellos que volviesen a aprender un nuevo idioma, que abordasen con un espíritu revolucionario y joven, elástico y entusiasta algo nuevo, se enojaron profundamente, descubrieron la decadencia del arte y la degeneración de la época en la que estaban condenados a vivir. Hoy les sucede a muchos miles de seres lo que les sucedió a aquellas pobres gentes. El arte muestra nuevos rostros, nuevos lenguajes, nuevos sonidos y ademanes balbuceantes, está harto de hablar siempre el mismo idioma de ayer y anteayer, quiere bailar una vez, quiere cometer excesos, quiere ponerse una vez el sombrero ladeado y andar haciendo eses. Y los ciudadanos se enfadan, se sienten burlados, y cuestionados fundamentalmente, lanzan denuestos a diestro y siniestro, y se tapan con la manta de la cultura. Y el mismo ciudadano que por el roce y la ofensa más leves de su dignidad personal corre al juez, inventa ahora ofensas terribles.
 Pero precisamente esa ira y esa excitación estéril no liberan al burgués, no descargan ni limpian su interior, no disipan de ningún modo su inquietud y su desgana internas. El artista en cambio, que no tiene menos motivos de quejarse del ciudadano que éste de él, el artista hace un esfuerzo y busca, inventa y aprende un idioma nuevo para su ira, su desprecio, su rabia. Siente que las injurias no valen de nada y comprende que el que las usa está equivocado. Como en nuestro tiempo no posee otro ideal que el de sí mismo, como no quiere ni desea otra cosa que ser totalmente él mismo, y hacer y expresar lo que la naturaleza ha creado y depositado en él, convierte su hostilidad contra los ciudadanos en algo sumamente personal, bello y expresivo. No expresa su ira con saña, sino que escoge, tamiza, construye y trabaja, y amasa una forma, una nueva ironía, una nueva caricatura, un nuevo camino, para convertir lo desagradable y la desgana en algo agradable y hermoso.
 Qué infinidad de lenguajes tiene la naturaleza, y qué infinidad han creado los hombres. Esos miles de gramáticas simples que han fabricado los pueblos entre el sánscrito y el volapuk, son productos relativamente pobres. Son pobres porque siempre se han contentado cor. lo más indispensable y lo que los ciudadanos consideran siempre lo más indispensable es ganar dinero, hacer pan y cosas parecidas. De esa manera no florecen los idiomas. Nunca ha alcanzado un idioma (me refiero a la gramática) el impulso y la gracia, el esplendor y el espíritu que derrocha un gato en los movimientos de su cola o un ave del paraíso en el polvo plateado de sus galas nupciales.
 Sin embargo, en cuanto el hombre ha sido él mismo y no ha pretendido imitar a las hormigas y las abejas, ha superado al ave del paraíso, al gato y a todos los animales o plantas. Ha inventado lenguajes que comunican y permiten vibrar infinitamente mejor que el alemán, el griego o el latín. Ha creado como por arte de magia religiones, arquitecturas, pinturas, filosofías, ha creado música cuyo juego expresivo y riqueza cromática superan ampliamente a todas las aves del paraíso y mariposas. Cuando pienso «pintura italiana»; ¡cuánta riqueza y variedad veo, qué coros llenos de devoción y dulzura e instrumentos de todo tipo escucho! Huele a frescor devoto en iglesias de mármol, veo monjes arrodillados y mujeres hermosas reinar en paisajes cálidos. O pienso «Chopin»: los tonos surgen como perlas en la noche, suaves y melancólicos, la nostalgia suspira solitaria en la lejanía al son de la lira, los sufrimientos más delicados y personales se expresan en armonías y disonancias de una manera más íntima, infinitamente mejor y más precisa que por medio de todas las palabras, números, curvas y fórmulas científicas.
 ¿Quién piensa seriamente que «Werther» y «Wilhelm Meister» están escritos en el mismo idioma? ¿Que Jean Paul ha hablado el mismo idioma que nuestros maestros de escuela? ¡Y fueron sólo poetas! Tuvieron que trabajar con la pobreza y la aridez del lenguaje, con un instrumento que estaba hecho para algo completamente distinto.
 Pronuncia la palabra «Egipto» y oirás un lenguaje que alaba a Dios con poderosos acordes de bronces, impregnados de una visión de la eternidad y de un temor profundo a lo perecedero: reyes que miran con ojos pétreos, implacables sobre millones de esclavos y por encima de todos y de todo sólo ven los negros ojos de la muerte; animales sagrados que miran fijamente, graves y terrenales-flores de loto que huelen delicadamente en las manos de bailarinas. Este «Egipto» es un mundo, un firmamento de mundos, puedes tumbarte boca arriba y fantasear durante un mes sobre esta palabra. Pero de repente se te ocurre otra cosa. Oyes el nombre «Renoir» y sonríes y ves el mundo disuelto en generosas pinceladas rosadas, luminosas y alegres. Y dices «Schopenhauer» y ves ese mismo mundo descrito con los rasgos de las personas que sufren, que en noches de insomnio convirtieron el sufrimiento en su divinidad y que con rostros graves recorren un camino largo y duro que conduce a un paraíso infinitamente quieto, infinitamente modesto y triste. O recuerdas las palabras «Walt und Vult» y el mundo entero se ordena como las nubes, dúctil a la manera de Jean Paul en torno a un nido de pequeños burgueses alemanes, donde el alma de la humanidad, dividida en dos hermanos camina indiferente a través de la pesadilla de un testamento extravagante y las intrigas de un hormiguero enloquecido de pequeños burgueses.
 El burgués suele comparar al soñador con el loco. El burgués no se equivoca cuando piensa que se transtornaría inmediatamente si, como el artista, el religioso o el filósofo, descendiese a su abismo interior. Podemos llamar a ese abismo alma o subconsciente o como queramos, de él procede todo impulso de nuestra vida. El burgués ha colocado entre él y su alma un guardián, una conciencia, una moral, una oficina de seguridad y no acepta nada que venga directamente de ese abismo del alma, sin que previamente haya recibido el visto bueno de esa entidad. El artista, en cambio, no dirige constantemente su desconfianza contra el mundo del alma, sino precisamente contra cualquier autoridad fronteriza y se mueve en secreto entre el aquí y el allí, entre el consciente y el subconsciente, como si en ambos se sintiese en casa.
 Cuando vive en este lado, en el lado conocido del día, donde también vive el burgués, la pobreza de todos los lenguajes pesa infinitamente sobre él, y ser poeta le parece una vida espinosa. Pero si está más allá, en el mundo del alma, las palabras vuelan como por encanto una tras otra hacia él, llevadas por todos los vientos, las estrellas cantan y las montañas sonríen y el mundo es perfecto y es lenguaje divino donde no falta ninguna palabra, ni letra, donde todo puede decirse, donde todo resuena, donde todo está liberado.


Herman Hesse

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