La seducción de la
hija del portero, Mario Pacho O Donnell (1976)
Al principio era
salada y al final tenía gusto a vainilla. Una mezcla de vainilla y romero.
Divina la conchita. Lampiña, apenas una suave pelusa. ¿Alguna vez tocaron
terciopelo? Muy parecida al terciopelo. Lo que más me impresionaba era, no sé
cómo decirlo, siempre me impresionaron las cosas flamantes y la conchita de
María era una de las cosas más flamantes que he conocido en mi vida. A lo mejor
algunos de ustedes se impresionan con lo que les cuento. O les da asco, no sé.
Jódanse. Cuando se llega a los setenta años como yo si no se comprende que el
asco, los escrúpulos, las buenas maneras y todas esas cosas son frenos para la
vida, caput. Ya bastante freno es la vejez para que encima haya que sujetarse a
todo eso. No sé, a mí me parece que es así. Aunque en general no pienso tanto.
Cuando me pongo a filosofar caigo en lo barato, en lo cursi.
Los deseos hay que cumplirlos y chau. Porque vivir es lo
mismo que desear. Por otra parte, no creo haberle hecho mucho daño a María. No
sé, a lo mejor hasta le sirvió. A lo mejor aprendió muchas cosas de acuerdo con
la mejor pedagogía. Viviéndolas. Además yo no estoy de acuerdo con eso de que
por tener catorce años como María se es ingenua. Deberían de haber visto sus
ojos cuando recibía el premio.
Esos ojos no eran ingenuos. Eran perversos, ambiciosos,
crueles y todo lo demás. María no era ninguna ingenua. Por tener catorce años
no se es ingenua. También se puede tener setenta y ser el monumento a la
ingenuidad.
Yo nunca necesité decirle que no le contara nada al
padre. Además le ocultaba lo que compraba con mi plata, si no peor: compraba
una muñequita barata para disimular y escondía los collares o los cigarrillos.
Cuando ella aceptó el primer cigarrillo que le convidé, un poco en broma, con
la seguridad de que lo rechazaría, fue muy evidente que ya era canchera en eso.
Si tragaba el humo y todo. Lo largaba por la nariz para que no quedaran dudas
de que sabía fumar.
A veces pienso que si María hubiera tenido madre las
cosas hubieran sido distintas. No sé, se me ocurre que las madres se dan cuenta
de esas cosas. A lo mejor no, a lo mejor es una idea mía nada más. Sin embargo
creo que el padre fue un boludo en no darse cuenta antes.
Por algo no me sorprendió el día que no vino más. Ya lo
esperaba. Y debo confesar que tenía miedo pero ya no me podía echar atrás.
Hortensio podría haber llamado a la policía, hacerme juicio, de todo. Sin
embargo un día desaparecieron de la portería y no se supo más nada de ellos.
Sí, tuve miedo. Durante varios días esperé que vinieran a llevarme. Estupro.
Qué nombre tan feo para algo tan lindo. Lo repito, si se escandalizan, jodansé.
Porque fue lindo, jamás quise tanto a nadie como a María.
La desaparición de Hortensio fue el tema obligado de los
inquilinos. En la puerta de entrada, en el ascensor, se hablaba de eso. Que
parecía mentira, que era un ingrato, que después de tantos años, que— hombre
debía estar mal de la cabeza. Hubo una reunión del consorcio para tratar el
tema. Yo nunca voy, me parecen ridículas esas reuniones. Hablan del agua caliente,
del felpudo, del incinerador como si fueran las cosas más importantes del
mundo. A ésa fui no sé por qué. En realidad sí sé por qué fui: fui porque
quería evitar que hicieran algo que me embromara. Y tuve razón porque la
pelotuda del cuarto A propuso hacer una denuncia a la policía. Yo dije que no,
que era injusto, que no debíamos olvidar los años que Hortensio había trabajado
en el edificio, que no teníamos derecho a perjudicarlo. Ustedes me acusarán de
cinismo pero también dije que teníamos que pensar en esa chica, María, hija
única, huérfana de madre, en qué iba a ser de su vida si le creábamos problemas
al padre. Sin embargo no fue cinismo, lo dije con absoluto convencimiento. A
María la quería mucho y no deseaba que le pasara nada malo. La sigo queriendo.
La quise desde que era chiquita. Creo que me impresionaba
eso de que no tuviera madre. Hortensio contó que había muerto poco tiempo
después de nacer María. Pero las versiones que se chismorreaban en el edificio
eran otras. La más acertada, o por lo menos la que a mí me pareció más creíble,
era la de que la tipa se las había tomado porque Hortensio chupaba demasiado.
Casi nadie se daba cuenta de su alcoholismo. Yo sí, porque los años me
enseñaron a descifrar esa pose laxa, esa mirada medio vacuna, esa especie de
normalidad forzada típica de la mañana que sigue a una noche de tranca. Eso
también me impresionaba. Que ese hombre flaco y amarillo, más abúlico que no sé
qué, fuera el padre de esa pibita deliciosa, divina. Porque María siempre fue
muy bonita. Un remolino rubio que cantaba, saltaba, jugaba. Al mirarla no
quedaba otro remedio que acordarse del cuento de la hiena. O del me río por no
llorar del tango.
Los mojigatos boludos y las mojigatas boludas que lean
esto no lo van a creer pero en este momento tengo los ojos llenos de lágrimas.
Una inundación de ternura.
Todos en el
edificio la querían mucho, salvo la loca del primero que siempre se quejaba de
que María no la dejaba dormir la siesta. Ésa es una ley de la vida: siempre que
alguien se permite juntarse con su deseo y salirse de lo establecido, porque el
deseo y lo establecido son como el aceite y el agua, no sólo se las tiene que
ver con las prohibiciones internas sino que nunca falta una loca del primero,
que chiste y proteste. Esto viene a cuento de que no se crean que me fue muy
fácil hacer lo que hice. Nada fácil. Me insulté, me critiqué, me putié, me
llamé al orden, me amenacé con la policía, con la cárcel. Pero no hubo caso. Mi
pasión por María siempre era más fuerte.
Les cuento lo que me sucedió recién: me quedé un rato
largo mirando la palabra “pasión”. Qué palabra tan chirle, aguachenta, llena de
agujeros por donde se escapa lo que no puede significar. Tampoco hay ninguna
que la pueda reemplazar con ventaja. Amor, deseo, calentura, necesidad. Son
todas una cagada. Para poder transmitir lo que sentía por María necesito
inventar alguna. Por ejemplo “restello”.
O juntar varias: luztemblorvidamariamuertesiempre yo.
También se me ocurren palabras opuestas: negro blanco, odioamor, puroinmundo.
Tampoco. Quizás lo más gráfico sería que tomara esta hoja y la refregara contra
mis genitales impregnándola de olor, después dejaría caer dos o tres gotas de
lavanda, que era el perfume que a María y a mí nos gustaba. Lavanda Devon.
Después la mancharía con sangre. Sangre de la yema de estos dedos que recorrían
su cuerpo, que se hundían en su vaginita, que se derretían en la tibieza de su
cuello, de sus muslos. Pero todo esto también sería insuficiente porque para
completar lo de los olores necesitaría el de su piel. Ese olor mezcla de
transpiración de bebé y de puta después de una jornada de laburo.
Es que así era María. Mezcla de angelito y de canalla. No
es una disculpa, pero juro que todavía no sé si era yo quien la utilizaba, o si
era ella la que me dominaba y hacía conmigo lo que se le cantaba. El juego del
gato maula con el mísero ratón. Es cierto, no lo niego, al carajo con la loca
del primero, que ella se desvestía y se metía en la cama para que yo me
desahogara, no es ésa la palabra exacta, para que yo la amara, la deseara, la
acariciara. La palabra nueva: para que restalláramos juntos. Pero también es
cierto que ella me jodía como la más consumada de las amantes francesas: si
habíamos convenido que subiría a mi departamento a las cinco podían ser las
seis y ella nada, ni noticias. Yo sufría, sufría de veras, transpiraba,
caminaba de un lado a otro, fumaba cincuenta cigarrillos por minuto. Me
desesperaba la idea de perderla, de que no volviera más, por arrepentimiento o
porque nos hubieran descubierto o cualquier otro motivo. Hasta que sonaba el
timbre y ella entraba con esa naturalidad impresionante, como si llegara a la
escuela o de visita a lo de una tía y enfilaba derechito a la cama. Como si
quisiera acabar con el asunto lo más rápido posible, sin rodeos, para después
cobrar y poder irse.
Las primeras veces, claro, fue distinto. Voy a tratar de
contárselo lo más ordenadamente posible. Si no puedo o si puedo a medias
tendrán que entender que setenta años no pasan al cuete. Además hay cosas que
no son fáciles de contar aunque, insisto, no me arrepiento de nada. Sería
hipócrita hablar de arrepentimiento. Porque si en un platillo de la balanza
pongo la moral, los mandamientos, las normas y todos esos soretes, en el otro
está la última oportunidad, y de eso estoy seguro, que la vida me dio de sentir
la sangre dentro de mi cuerpo dibujando cada arteria y cada vena. La última
chance de sentir mis músculos enchotecidos por la vejez vibrando de entusiasmo.
La piel con esas arrugas que ya ni me animo a mirar en el espejo hirviendo de
calentura. Todo mi cuerpo estallando en esos orgasmos que hacía veinte años que
no sentía. Más de veinte años. Desde que Berta se fue, la hija de puta. Y
recuerdo que entonces ni siquiera me había jubilado.
Se lo aseguro: si
el infierno existe voy a entrar en él con una sonrisa de oreja a oreja,
haciéndole pito catalán a Satanás, Belcebú o como mierda se llame el gerente.
Así que imagínense lo que me puede importar el juicio de un simple mortal como
cualquiera de ustedes. Bueno, para qué lo voy a negar, un poco me importa y eso
se ve muy claro en el julepe que todavía me produce encontrarme con cualquier
vecino. Algo así como la sensación del chorro cuando un cana lo encara por
alguna infracción de tránsito. Está claro: ese susto es la protesta de la loca
del primero que todos tenemos adentro, la moral que nos atornillaron en el
caracú desde que dimos la primera chupada a la teta.
El asunto empezó más o menos así: una tarde, me acuerdo
que el jacarandá de la vereda de enfrente era una mancha violácea así que sería
noviembre más o menos, al salir del departamento me encontré con María jugando
en la vereda. Como siempre. Como todos los días. Como todas las veces que salía
del departamento. Pero ese día pasó algo. Es un poco ridículo contarlo otra
vez, siento que las palabras no transmiten nada. Sirven, se me ocurre, para
deslizarse sobre un tema pero no para reproducir sentimientos. Pueden referirse
a los sentimientos pero no ser ellas mismas el sentimiento.
La cuestión es que María saltaba la cuerda y debajo de la
remera se movía algo. Una tetita enloquecedora, más que divina. En la remera
decía “University de no sé qué” y una de las íes pasaba exactamente por encima
de la tetita y se curvaba sobre ella. Una curva suave, apenas visible.
Lo juro. Sentí que me ahogaba. Fue tan repentino, tan
inesperado, que me asusté. Creí que me pasaba algo, un ataque o algo así. Me
costó aceptar que si jadeaba como si hubiera corrido era por esa tetita tímida,
casi invisible. Mi corazón latía toctoctoc a todo lo que daba. Sentía el cuerpo
recorrido por oleadas de frío y de calor lo creara. Despacito, demorando lo
mejor. Estirando el orgasmo lo máximo posible. Después la besaba y la lamía.
Besaba y lamía cada centímetro de su cuerpo, hasta dejarlo brillante.
Yo sabía que la muy guachita estaba con los ojos
abiertos, mirando el techo, esperando que yo terminara. Inmóvil como una
muñeca. A veces, muy pocas, consentía en acariciarme sin demasiado entusiasmo.
Yo no le pedía nada, me bastaba con que se sacara la ropa y se metiera en la
cama. Era una delicia la guachita. Yo le decía ahora y ella abría las piernas y
se dejaba hacer. Pero me desvié de lo que les estaba contando.
Ahora se me ocurre pensar por qué estoy contando eso. No
lo sé. Realmente no lo sé. A lo mejor se lo cuento para espantarlos. O para que
me comprendan. O como si escribiéndolo pudiera sacarme de adentro a María.
Expulsarla para que se deje de hacer estropicios en mi interior. Dejar de
soñarla, de extrañarla, de verla por las calles. De quererla con mi tuétano y
mi retuétano. En fin, no sé por qué les cuento esto. Ni siquiera sé si al final
no voy a romper los papeles. Es muy probable.
Sigo: fue
Hortensio el que a los pocos días me ofreció la punta del ovillo. Porque yo
había decidido que la pibita ésa iba a ser mía. Aunque no me hacía muchas
ilusiones, como es de imaginar. La cosa fue que el pobre infeliz del padre, que
me tenía mucha confianza, contó que la maestra lo había llamado para decir que
María era medio vaguita, que no atendía, que solamente le gustaba jugar y que
patatín y que patatán. Hortensio no sabía qué hacer. Yo me iluminé,
evidentemente las tetitas y las piernas de atleta me habían aguzado la sesera.
Ahora voy a hacer un minuto de intervalo para que los
santulones, los reprimidos, los normales y demás mierdas puedan tirarse al
piso, arrancarse los pelos, desgarrarse la ropa, invocar a san Jeremías, san
Paneracio y san Culofrío, echar espuma por la boca, etcétera. Porque lo que
sigue no exactamente un ejemplo de moral y buenas costumbres. Saben por dónde
me las paso a la moral y a las buenas costumbres.
Adelante: la cuestión es que yo lo agarré a Hortensio y
con mi voz más generosa le dije que a esa chica había que crearle el sentido de
la responsabilidad, que sin sentido de la responsabilidad no se llegaba a nada
en la vida. Yo, justamente yo, hablando de sentido de la responsabilidad. Si me
junté con Berta fue porque era la única persona en el mundo y planetas vecinos
más irresponsable que yo. Así me fue. La muy turra se las tomó con la plata que
habíamos ahorrado pacientemente para el viaje. Meses, qué digo, años nos
pasamos hablando del viaje a Europa. Y cuando casi habíamos terminado de juntar
los dólares, bajó las escaleras muy despacito, con sus gambas de centroforward,
y se hizo humo. En fin, así es la vida, siempre hay alguien que jode y otro que
es jodido. Basta con lo de Berta.
Quedamos en que María, la guachita, la pendejita llena de
sol, la pibita maravillosa, subiría todos los días a mi departamento para hacer
algún trabajito. Yo después le daría algún premio. Le expliqué a Hortensio que
lo del trabajito sería algo así nomás, nada que le significara ningún esfuerzo.
Lo hacía por ayudarlo. Los sistemas modernos de enseñanza dicen que el buen
aprendizaje no se logra por el castigo sino por el premio. Parece que el bestia
del tipo le había dado una paliza bárbara después de estar con la maestra.
Borracho, a lo mejor.
En este momento se me ocurre algo. María era una chica de
catorce años pero muy curtida: madre muerta o fugada, padre medio curdela y
boludo que encima le daba palizas. Una persona así a los catorce años sabe más
de la vida que muchos adultos. Y eso se le veía en la mirada. Una mirada que no
tenía un pito que ver con el resto de la cara. Unos ojos tristones, graves. De
esos ojos que incomodan. Como si pidieran pero sin mucha esperanza de recibir.
Atención: recién me detuve porque no sabía si escribir lo
que creo haber descubierto al terminar el párrafo anterior. Pero se lo voy a
contar. Además es muy posible, casi seguro, que estas hojas terminen en el
incinerador. Aunque el incinerador es demasiado vulgar. Si ago desaparecer
tendría que inventar un rito, algo que tenga que ver con María. Lo que descubrí
es esto: María subía a mi departamento no sólo por la plata que le daba sino
también porque a lo mejor esperaba recibir de mí lo que no le habían dado ni su
madre ni su padre. Ese pedido que había en sus ojos. Debo confesarles a los
Jueces de la Moral, para vuestro regocijo, que pensar esto me jode, me hace mal.
Pero vosotros aceptaréis, salvo que vuestra boludez no os permita percataros de
los asuntos de esa cosa tan extraña, tan hermética que se llama Vida, que
generalmente, o quizás siempre, la felicidad de unos radica en el sufrimiento
de otros. Y si no, sus Señorías, preguntádselo a la turra de Berta, que bien
habrá gozado de los dólares.
El asunto es que cuando María tocó mi timbre por primera
vez yo ya había ensayado obsesivamente la sonrisa y el tono de voz con que la
recibí. Me acuerdo de que entró dando pasitos cortos y observándolo todo, sin
decir nada. En ese momento creí que era timidez, pero ahora, a raíz de todo lo
que sucedió después, sé que era desconfianza. Le encargué que limpiara y
ordenara un estante absolutamente limpio y ordenado. El estante donde están mis
piezas de arqueología americana, calculando que le iban a interesar. Me senté
en el otro extremo del living, disimulándome en la penumbra, y fingí leer La
Nación.
Lógicamente, habéis acertado: lo que hice fue junarla por
el rabillo del ojo, acecharla. Si en la vereda me había parecido hermosa, allí,
recortada contra el ventanal, el sol contorneando su piel con una línea de
tonalidad ocre, María parecía mucho más que una persona. Era una mezcla de lo
más salvaje y lo más temido y lo más envidiado, algo que hubiera deseado comer,
meterme adentro, no dejar salir, transformarme en eso. Algo que podía odiar o
amar con la sola diferencia de una sonrisa no devuelta o de alguna mirada una
décima más prolongada. Algo que tenía aquello que yo ya había perdido o aquello
que jamás había podido tener. Nada que hacerle. Todo esto que escribo tiene un
franco tufo a cursilería, pero la culpa es de las palabras. Esas mismas
palabras sirven con un orden distinto y algunos agregados o algunas quitas,
para presentar una queja a la Municipalidad porque los barrenderos hacen
demasiado ruido al quitar los tachos en la madrugada o para desarrollar una
sesuda especulación sobre la cuadratura del círculo. No hay forma de escaparse
de la hijaputez del alfabeto. Lo sentido y su descripción están a años luz.
Esto lo deben haber señalado muchos otros antes que yo y mucho mejor pero como
no soy una persona culta no me queda otra alternativa que buscar por mi cuenta.
Y eso es algo que no os recomiendo, normales de ceño fruncido, porque os daréis
de jeta contra verdades que harán tambalear vuestras solideces. ¡Soretoides del
mundo, no penséis! Limitaos, forzaos, a creer simplemente, creed, creed y multiplicaos.
Vuelvo: a la pendejita maravillosa la adoraba, por tocar
su piel hubiera sido capaz de dar años de mi vida (Vivan los lugares comunes!
No queda otra alternativa). Ella era capaz de cualquier cosa, buena y mala. Y
lo fui. Ahora tapaos los ojos, boca y oídos, como los tres monitos que nunca
entendí muy bien qué querían decir ni por qué eran monos: la seduje, me acosté
con ella, la inicié sexualmente, la prostituí, le enseñé el valor de la guita,
le inyecté la codicia. Etcétera, etcétera. Ahora podéis despejaros ojos, boca y
agujero del culo porque sois unos pobres imbéciles que por aferraros amblando a
las convenciones os habéis perdido lo mejor de la vida. Porque para la maldad y
la perversión hay que tener mucho coraje. Pero también podéis quedaros tranquilos
porque acabo de decidir que estos papeles van a. desaparecer en cuanto la
Lettera 32 cuyas cuotas todavía estoy pagando haya incrustado el punto fina1
contra el papel tamaño carta marca “1028”. Os informo, pajeros clandestinos,
que aún no está decidida la manera, aunque os anticipo que ocurrirá en una
tocante ceremonia.
Continúo,
lamentando las continuas digresiones a que me obliga la multitud de locas del
primer piso que me bitan, con sus chistidos y sus gestos agrios. Durante no más
de cinco minutos, María pasó una franela sobre los huacos inmaculados y los
desordenó redistribuyéndolos de acuerdo a su tamaño, lo que después de todo no
deja de ser un criterio tan válido como el mío de hacerlo por cultura y edades.
Por supuesto que nuevamente habéis acertado, oh guardianes de lo occidental y
de lo cristiano: demostré gran sorpresa y satisfacción por lo bien que había
cumplido mis instrucciones y le palmeé la coronilla y le di un beso rápido en
la frente. Debo confesar que fue una dura prueba de voluntad no apartarme del
rol que me había impuesto para esa primera vez: persona adulta, magnánima y
amable, mitad bondad y mitad boludez, de la que pueden extraerse beneficios si
se es una pibita piola de catorce años. Me arrodillé a su lado y le hablé de los
indios mochicas y de su alfarería excepcional, de cómo otros indios guerreros
que se llamaban incas los habían hecho pomada como siempre suele suceder cuando
uno tiene un arma y otro un pincel. Salvo que el pincel esté mojado en ácido
sulfúrico como aquel caso de La Razón, el del artista celoso y su modelo infiel
que aunque tenía toda la pinta de ser una de esas macanas que inventan para
llenar espacio no dejaba de ser divertido.
Otra vez me desvié. No en vano se cumplen setenta años.
Le daba la lata sobre los incas acariciándola un poquito, no mucho. No os
alegréis, custodios del orden establecido, si no la acaricié más fue únicamente
en función de una táctica perfectamente diagramada. En el mismo instante en que
María echó atrás su cabeza, no más de un centímetro, con un fastidio que quizás
ni ella misma registró, entonces di por terminada su visita y le alcancé el
billete. Mil pesos. Dado que la inflación hace que nunca se sepa cuánto
significa cifra, voy a traducirlo diciendo que mil pesos eran el equivalente a
lo que ganaba en dos horas la mujer que venía a hacerme la limpieza. Cuando
María vio mil pesos en mi mano, alzó sus ojos para mirarme, incrédula,
recelosa. Yo le sonreí con mi sonrisa más sonriente. No es exageración si
escribo que en el fondo de su mirada estalló un brillo como si se hubiera
encendido un fósforo. Y en mí creció la esperanza porque su codicia era un buen
pronóstico para mis planes. Y mal a los vuestros, oh conchudos impolutos.
Lo que sucedió en las siguientes visitas de María no que
sea difícil de adivinar se acortó el trabajo y se estiró la felicitación, de
manera que después de una o dos semanas ella subía a mi departamento para
dejarse besar y acariciar. Yo le iba aumentando la recompensa a medida que
íbamos avanzando en, qué palabras puedo utilizar, avanzando en las etapas.
Llegué a pagarle cinco mil. O cincuenta, como decía ella. Yo nunca me
acostumbre al cambio de moneda. No es solamente cuestión de la costumbre y su
fuerza sino que sacar dos ceros o la coma dos lugares en los precios, las
cuotas, la jubilación es como violentar un proceso, sobre todo en se refiere al
tiempo. Un kilo de duraznos, por ejemplo, estaba a cuatro pesos hace veinte
años y decir que ahora cuesta lo mismo es como retorcerle el pescuezo a esa
necesidad que todos tenemos de ordenar las cosas que nos pasaron, nuestros
proyectos, todo. Poner en fila lo que tenemos adentro.
Oh, sacrosantos genuflexos, seguramente no os habéis
dado cuenta porque si tuvierais algo en la mollera no creeríais tanto en lo que
os es impuesto como verdades, pero acabo de descubrir que me voy por las ramas
cada vez que tengo que vérmelas con un punto espinoso. Pero si tuve coraje, o
inconciencia, no sé, para salvar las “etapas”, también voy a tener eso para
contárselas. A propósito: creo que ya voy vislumbrando cuál va a ser el ritual
en que estas páginas van a ser inhumadas. Aunque lo de inhumado debe tener que
ver con el humo y el fuego, como su nombre lo indica, y no sé todavía si su
final va a ser alguno de estos Rancheras que tengo al lado de la Olivetti. Al
asunto, cueste lo que cueste.
Lo bravo fue conseguir que se acostara. Para lograrlo, un
día me metí entre las sábanas y simulé una gripe. Ya he dicho que María se
hacía desear, a veces demoraba más de una hora. Quizás porque le costaba venir
y estiraba el momento o, y esto se me ocurre como más probable, porque le
gustaba jugar conmigo, amenazarme con su desaparición, ablandarme de manera que
cuando ella tocara el timbre yo estuviera en disposición de darle todo lo que me
pidiera. María conocía mucho de la vida, acepto que aprendí muchas cosas de
ella. Estábamos en que ella entró y yo con “gripe”. Le pedí que se acercara,
que necesitaba de su cariño porque las enfermedades me deprimían mucho, que las
personas viejas somos seres muy necesitados y otros argumentos por el estilo
que creo innecesarios describir porque vosotros ya los imaginaréis, ‘ que en
vuestros cerebros castos y nobles muchas veces habrán anidado fantasías
similares. De donde se desprende que la única diferencia entre los que como
vosotros sois los adalides de la moralidad y los que como yo merecemos
tormentos del infierno reside simplemente en que unos tienen las pelotas y los
ovarios de hacer realidad las fantasías y los otros no, transforman sus pelotas
y sus ovarios en fantasía. Si estáis en desacuerdo me nefrega.
Por supuesto, ya que ése era un momento decisivo, prometí
aumentarle la recompensa. De tres mil a cinco. De treinta a cincuenta. María me
miró y no dijo rada, yo trataba de disimular mi ansiedad, María se dio vuelta,
yo luchaba por aplacar mi pecho que subía y bajaba igual que si tuviera asma,
María se alejó dos o tres pasos, yo estrujaba el borde de la sábana como si
colgara de un precipicio, María muy lentamente, sin que su cara revelara la más
mínima emoción, empezó a sacarse la ropa, yo sentía que reventaba de alegría,
que tocaba el cielo con las manos (otro lugar común, con tas apenas cincuenta y
pico letras que tiene el alfabeto es ridículo pensar en encontrar la forma de
transmitir lo que sentí en ese momento. Debe de haber sido más o menos, para
que podáis entender, lo que sintió la nenita ésa de Fátima cuando se le
apareció la Virgen). Ese día María se dejó la bombachita. Al día siguiente ya
se la sacó.
¿A que no saben qué me sucede en ese momento? ¿No
adivinan? Tienen tres chances. No. No. No. Como siempre, habéis errado. Ahí va:
tengo los dedos tan transpirados que las teclas quedan húmedas. ¿Les molesta
que se los cuente? Ya saben lo que tienen que hacer. Como los chinos. Ya lo
sabéis.
No hay caso, vosotros estáis adentro mío, vosotros sois,
oh profilácticos de la civilización, una parte mía: me parece que puedo seguir
adelante solamente si confirmo mi decisión de deshacerme de estas simples
palabritas mecanografiadas. “Mecanografía” es una palabra antigua. Igual que
yo. Dos antigüedades. Çava. El ritual va a ser el siguiente: me voy a acostar,
sin ninguna ropa, nada que tape o disimule mis desnudeces medio arrugadas,
bueno bastante arrugadas (qué se le va a hacer), voy a desparramar estas hojas
sobre mi cuerpo, como envolviéndome en ellas, quizás las pegue, ¿con qué podría
pegarlas?, con transpiración, seguro que si cierro los ojos y me concentro en
lo que vosotros imagináis, so picarones, voy a transpirar, o si no con saliva,
porque la saliva también es un elemento con mucho reminiscencias, no miréis hacia otro lado, no giréis vuestros
turbados rostros, después me voy a levantar y voy a bailar con Jobim, tenía
buen gusto la guachita, y voy a dar vueltas y vueltas, algunas de las hojas se desprenderán
y planearán hasta la alfombra, la misma alfombra que a veces nos hizo
cosquillas en la espalda o en el pecho, no redondeéis la boca en punta, lista
ya para emitir ese ¡oh! de estupor y reproche, no lo hagáis porque aún falta lo
peor. O lo mejor. ¿A que no sabéis qué es lo que pondrá broche final al asunto?
¿No lo adivináis? Aquello con lo tanto habéis soñado y deseado, imaginado y
fantaseado, y que a veces os lo permitís a costa de castigaros con la culpa y
que reprimís en los demás aunque sepáis que hasta el más miserable de los
animales lo hace, el diminuto cuis o el hipopótamo colosal, pero gozando,
gozando con una sonrisa en la boca, o en el hocico, o en lo que tenga de jeta,
gozando más, muchísimo más que vosotros. So eunucos 007 con licencia para
frustrar y frustrar. ¡Habéis acertado! Iré al baño, cerraré la puerta, no,
mejor la dejaré abierta por si queréis asomar vuestras narices y presenciar el
espectáculo, y me voy a masturbar. Prolijamente. Con la meticulosidad de un
cirujano en el quirófano. La gran paja.
Está bien, basta de mandarme la parte. Ante vosotros me
cuesta reconocer que a medida que fui avanzando con estas páginas me fue
creciendo la tristeza adentro. No entiendo mucho de música, mejor dicho
entiendo bastante poco, pero una vez fui a escuchar a un violoncelista en el
Colón y me preparaba para aburrirme como una ostra, cuando de pronto el tipo le
arrancó una nota a ese armatoste de madera que tenía entre las piernas que me
puso los pelos de punta. Era una nota grave que se metía en los huesos,
cacheteaba las paredes del estómago, ahuecaba las vértebras. Era “mi” nota. Me
acuerdo que le apreté el brazo a la amiga que me acompañaba, por ella había
aceptado el sacrificio de ir a un concierto, muy linda era, más que linda
interesante, después no pasó nada, muy frígida, y ella me contestó que era la
nota “re”. Nunca supe si entendía realmente o si me macaneaba pero ese sonido
me quedó grabado. Esa misma nota es la que ahora revive en mis vísceras (iba a
escribir “genitales” pero me detuve para no faltaros el respeto). El “re” que
surge de este armatoste viejo y de cuerdas gastadas, a punto de cortarse, zas,
otra vez me puse cursi.
Después voy a quemar, sí, inhumar, estos papeles y las
cenizas, también las cenizas del pañuelito que María se dejó olvidado aquel día
y que no le devolví, las voy a lanzar al viento para que perviertan esta ciudad
de mierda, para que impregnen los semáforos con el perfume de aquella conchita
flamante como un amancay de Traful, para que el pan, los bifes, las tetas
maternas, los labios amados, todo, todo, tenga gusto salado al principio y
después una mezcla de vainilla y romero, para que las cárceles sean tan tibias
como aquella piel para que todas las mediocridades y las rutinas y las agonías
puedan ser santificadas por un momento aunque sólo sea un momento, del placer
que sentí con María. Para que vivir tenga algún sentido aunque los policías
hagan sonar las sirenas y los jueces den un martillazo contra las perversiones
y los psicoanalistas inventen palabras difíciles para disimular lo que es tan
simple y los mojigatos me ahorquen con sus rosarios.
Aunque vosotros me miréis con esas medias sonrisas
irónicas, suficientes, victoriosas. Porque tenéis razón. También vosotros a
veces tenéis razón. Porque al final de todo, y estas hojas escritas y la caja
de Rancheras son el final de todo, sólo me queda volver a sumergirme en chota
vida de lesbiana setentona.
Mario Pacho O Donnell (1976)
Mario Pacho O Donnell
La Editorial Norma ha decidido reeditar todos mis libros
de ficción (cuatro novelas y un libro de cuentos), lo que mucho me alegra
porque casi todos ellos salieron a la luz en malas circunstancias, cuando
estaba prohibido o exiliado. En consecuencia, mi producción cuentística y
novelística es prácticamente desconocida, ya es tiempo de que salga a la luz y
sea leída y juzgada.
Mi primer libro de cuentos, único hasta hoy, La seducción
de la hija del portero , fue publicado en Siglo XXI y debía presentarlo en la
Feria del Libro el mismo viernes de abril de 1976 cuando la editorial fue
asaltada y destrozada por civiles con armas largas que llegaron en varios
Falcon y se llevaron a Alberto Díaz y Jorge Tula. Igualmente fui a la Feria,
muy asustado lo reconozco, por solidaridad y para hacer público lo sucedido.
Las anécdotas sobre aquel primer libro de cuentos,
segundo de ficción después de mi novela Copsi , no terminaron allí. Por algún
motivo que aún desconozco y que me sigue pareciendo excesivo, el relato que le
dio título provocó una inesperada conmoción que mucho se acercó al escándalo.
Fue considerado pornográfico y varias instituciones protectoras de la moral
pública elevaron airadas protestas. A Borges se lo consultó sobre el tema a la
espera de su escarnio: "Qué opina usted del libro de ese Pacho
O´Donnell?". "Que es muy audaz", respondió. "¿Por lo
pornográfico?". "No, porque llama ´portero´ a quien debería llamar
´encargado´".
Mucho menos sentido del humor tuvieron los de la
editorial Emecé, que tenía a su cargo la distribución de los libros de la
editorial Belgrano, una feliz experiencia de la Universidad homónima que
reeditó La seducción... cuando regresé de mi exilio, en 1981. A su director,
Luis Tedesco, se le anunció que no se distribuiría un libro tan obsceno como el
mío y hubo riesgo de que se cancelara el contrato entre ambas editoriales.
Más aún: cuando en el alba democrática de 1983 asumí como
secretario de Cultura de Buenos Aires, aquel excelente intendente y maravillosa
persona que fue Julio Saguier debía soportar que cuando se reunía con vecinos
no faltara quien, con ceño inquisitorial, le reprochara haber designado al
autor de La seducción de la hija del portero . Entonces, riendo, me contaba que
respondía: "No se preocupe, Pacho ya no escribe más esas cosas". Y
después me alentaba, cómplice: " Vos seguí escribiendo así, es un cuento
excelente".
¡Todo eso por un cuento! Y hubo más. Muchos años después,
creo que en 2000, cuando presenté mi solicitud de socio a un club, recibí un
llamado telefónico de su entonces presidente, quien en un admonitorio spanglish
me informó que mi solicitud había sido rechazada "por izquierdista y
pornógrafo", textual, sic , lo juro por Dios. En cuanto al primer pecado,
si bien adolece de imprecisión, me enorgullece. Y en lo referente al segundo,
no dudo de su origen.