EL CABRITO
A la memoria de Rodolfo Ortiz.
Aquella nublinosa mañana en un destartalado camión
Rodolfo y yo llegamos al puesto de su campo de Santa Rita, que esté entre
Condorhuasi y Altautina, al pie de una loma bravía, poblado de garabatos espinosos
y rastreras chéguaras puntiagudas. Milagro de Dios fuese caminar por esas
serranías tan solo cien pasos y no espinarse hasta sangrar.
El motivo expresado del viaje era la necesidad de mi
amigo de echarle una mirada a sus vacas, pero el tapado comer un cabrito
rociado con algo de vino. Nos anunció y recibió el agudo coro de los perros, a
manera de saludo campesino, hasta que apareció Merlo, el puestero, que nos
estaba esperando. Próximo al rancho se advertía una fogata chisporroteante
vigilada por dos niños. El hombre nos saludo cortés y parcamente. Merlo es
delgado, reseco como el paisaje,
con cuerpo fibroso como vara de jarilla, de cara huesuda,
bigotes singularmente claros y patilla prócer. Hay esquividad en su mirada
tímida, y al sonreir se derrama por su rostro el candor de un alma triste.
Rodolfo y el puestero charlaron un rato sobre vacas,
pariciones, novillos, y convinieron sobre una próxima yerra. Finalmente
callaron, se miraron en silencio y se entendieron. Entonces Merlo llamo a los
niños y les hablé con palabra juiciosa y confidente. Les indicé que atrapasen
un cabrito de la veintena que había encerrados en las ruinas de lo que hubo de
ser la última habitación del rancho que, por no tener techo, servía de corral a
los mamones. Saltaron dentro por un vano donde quizá. alguna vez una ventana lo
ocupaba. Allí principiaron a retozar fraternos con los animalitos. Urgidos,
pillaron uno cualquiera.
Era el único de pelo chasco, renegrido y lustroso. El
cabrito forzaba zafarse de los brazos infantiles, balando lastimero. Acaso presentía...
Lo alcanzaron por el pedazo de la pared más derruido.
Una vez salidos del corral, sin que se les ordenase, como
si fuese una costumbre con sabor a rito, corrieron en busca de un facón de filo
cortante y de una fuente grande. Mientras tanto el hombre había llevado a su
víctima bajo la ramada. Sentándose en cuclillas, la inmovilizo tomándola de las
patas con ambas manos. El cabrito se contrajo arqueando el lomo y tornando a
balar. Puede que clamara por su madre. Luego calló y comenzó a suspirar con
espasmódicos
resoplidos, mientras los perros excitados por los balidos
y por la inusual actividad rondaban curiosos.
Así se abrió un compás presagiante en el cual se
escuchaban los resuellos de la víctima, el crujido de la chala que comía un
caballo y la crepitación del fuego. Al volver los niños con el arma de acero bruñido
sustituyeron a Merlo. Este, libre de las manos, le palpo el cogote al cabrito
con parsimonia de cirujano. Aquellas toscas palmas terminaron el examen con
blanda caricia a manera de despedida.
Luego, quizá ansioso por su sino de verdugo de un
capullo, de improviso le hundió el cuchillo en la garganta que, jabonoso, se
deslizo como culebra.
Hubo un doloroso gemir y un manantial do sangre broto
salvaje acompañado de ásperos y sordos ronquidos, cálido y humeante chorro que
llenaba el fuentón. La sangre surtía y surtía con intensidad intermitente, al
ritmo de una respiración entrecortada y gemebunda.
El cabrito revolviase, desesperado, impotente, ante la
mirada curiosa de los niños que lo apretaban con fuerza. Los perros, fija la vista
en la sangre, movían la cola vertiginosamente.
Un gato, arriba, encogido en el sobrante de Ia cumbrera,
relamía su bigote.
La herida continuaba vertiendo.
Todo parecía teñirse de rojo, menos los ojillos de la
víctima, entornados hasta casi quedar blancos. De cuando en cuando hipaba,
arrancando exclamaciones a los niños. Únicamente Merlo estaba retraído vuelto
sobre si mismo, en aquella escena donde el ritmo vital de la gente y animales allí
convocados a esa ceremonia primitiva y bárbara, se acercaba a expensas de una
muerte. A mí se me antojaba que el sacrificado expiaba la culpa de haber nacido
en un paraje tan bello, agreste e impregnado de paz.
En ese momento el rojo, pincelaba las expresiones, las
cosas y hasta el aire mismo.
—Ta muy sangriento esta maula.
Nueva cuchillada y crujieron los huesos.
Se escuchó entonces un roncar sordo - quizá postrer
ensayo de un balido - y en la mirada del cabrito se durmió la luz de la vida.
Ya casi no manaba sangre. Luego estiró las patas con
total distensión. Brevísimo temblor le recorrió el cuerpo. Se produjo el estertor
final.
Después...iNada! Había muerto.
El degollador limpió el facón sobre el lomo del animal.
Los niños retiraron la fuente llena de un coágulo temblante.
Alzó Merlo al cabrito y lo puso sobre un tronco. La
cabeza cayó hacia atrás mostrando la herida enorme. Finos hilos sanguinolentos comenzaron
a descender por la corteza. Un perro los lamié con fruición; otro mes atrevido
hizo lo mismo con la herida.
—iSalgan, che!—, les gritó enérgico el matador, dándoles un
planazo con el facón.
Alejados los perros colgó al cabrito sobre la viga
costanera dela enramada y comenzó a cuerearlo
con habilidad consumada.
Resonaron sordamente los primeros tajos. Abierto el
vientre se vio la carne. Habló para si Merlo:
— No está muy gordo. Esté. apenas... apenas...
En breve tiempo al rasguear del facón siguió un sonoro quebrantamiento
de huesos y, envueltos en una nubecita vaporosa, comenzaron a caer las tibias
entrañas, algunas de las cuales Merlo arrojó a los perros hambrientos. El gato,
sin duda por temor a los colmillos de aquellos, no bajó, y comenzó a maullar
lastimero.
Poco a poco el cuero se fue desprendiendo y cayendo hasta
casi tocar el suelo. Cuando lo sacó totalmente y quedó limpia, monda la cabeza,
los ojos de la víctima, antes suaves y tiernos, se veian enormes, desorbitados,
como una visión febril, semejante a la impresión que dejan en el alma de los niños
los cuentos de ultratumba.
Merlo, mirando esos despojos con candor caviloso de
poeta, musitó:
—¡Pensar que era tan bonito!
Y sonrió con su sonrisa triste.
José María Castellano
-1954-