Fotografía; Luna entre los árboles Traslasierra, Córdoba, Argentina
El que sabia
¿Con cuánta insistencia se pregunta el mundo desde hace
siglos si existe vida en Marte? ¿Y qué absurda parece esta insistencia ahora
que conozco la respuesta?
Absurda solamente a mis ojos, ya que yo soy el único que
conoce la respuesta. Los demás están esperando precisamente esta respuesta.
Pero yo no se la transmitiré jamás. No podré. Desde donde estoy, me es
imposible comunicarme con los hombres. Y jamás volveré a su mundo. Al menos, no
vivo. También sé eso. El misterio seguirá siendo impenetrable una vez más. Y no
es imposible pensar que hemos querido ir demasiado lejos, y que el secreto de
Marte nos está prohibido. Y que aquellos que, como yo, lograrán desvelarlo, no tendrán
jamás la ocasión de divulgarlo a los demás.
No podrán hacer nada con este secreto. Salvo llevárselo a
la tumba.
Sin embargo, todavía estoy con vida. Pero solo aquí.
Puesto que en la Tierra he sido borrado ya de la lista de los vivos. También
esto lo sé. Y, una vez más, yo soy el único que lo sabe, sin ningún error
posible.
¿Olvidarán mi nombre en la Tierra? No estoy seguro. Ni
siquiera queda excluido el que erijan una estatua para perpetuar mi memoria. La
veo desde aquí. Será imponente, masiva, leonina, pese a que yo soy bajo,
delgado, y mi aspecto es más bien el de un gato despellejado. Con un gesto
noble, yo, el conquistador del espacio, señalaré el buzón más próximo o el
tercer piso de un banco. Con un poco de suerte, tendré mi plaza y mi calle. Y
un parterre de geranios alrededor de mi pedestal. Y, por supuesto, una placa de
bronce que me servirá de tarjeta de identidad frente a la eternidad: « Claude
Drebner, 1940-1976. Voluntario del espacio, fue el primer hombre en alcanzar el
planeta Marte, de donde nunca regresó».
El primer suicida interplanetario: este habrá sido mi
destino. El primero realmente, ya que los hombres que desembarcaron en la Luna
en 1970 regresaron sanos y salvos, y terminaron sus días en el campo
chapoteando en la fortuna que les proporcionó la explotación del relato de su
viaje. Sin duda aquella expedición estuvo mejor y más cuidadosamente preparada.
O bien más simplemente en esta segunda ocasión la suerte hizo una mala
elección: he de reconocer que la suerte nunca me ha tomado por blanco en
ninguna ocasión de mi pasado. Muy pocas veces he tenido éxito en nada de lo que
he emprendido.
Conviene sin embargo anotar que, en el plano científico,
la empresa ha sido un completo éxito: abandoné la Tierra, crucé el espacio,
sobreviví, he alcanzado el planeta Marte. Y a fin de cuentas aún estoy vivo,
pese a estar condenado en breve plazo. Quizá la empresa científica limitó su
ambición a la primera parte del programa: enviar un hombre a Marte, sin
preocuparse de su regreso. En este caso, la operación ha sido un completo
éxito. No puedo hacer más que dirigir todas mis felicitaciones a los
responsables, a los directores de esta aventura interplanetaria. También puedo
añadirles una petición que seguramente no será oída nunca por nadie: decirles
que abandonen sus experiencias, que no envíen a otros hombres a Marte. El
planeta no tiene nada de pintoresco, el clima es rudo, el suelo ingrato, el
secreto que contiene este mundo es cautivador, ciertamente, pero poco agradable
de saber sin preaviso y sin paliativos. Además, saberlo no sirve de nada, ya
que nadie puede regresar de este mundo.
Secreto, sí, y qué sorpresa. Los hombres de este siglo de
acero y de átomos, de ecuaciones y de teoremas bien experimentados, están muy
lejos de imaginar el color exacto de la sorpresa que les aguarda en Marte. Un
color que no tiene nada que ver con todo lo que las matemáticas y la ciencia
nos han enseñado. Objetivamente, es algo que vale el desplazamiento. Pero
¿estoy todavía en condiciones de ser objetivo, cuando estoy en la víspera de mi
muerte? ¿Y quién podía prever que este viaje tuviera un final tan absurdo?
Sin embargo, todo empezó bien. En un clima de una tal
lógica, de un tan perfecto rigor. Según un plan previsto desde hacia tanto
tiempo que cada gesto parecía un simple reflejo de un gesto ya realizado
centenares de veces. Todo ello sin hablar del hecho de que nada pertenecía al
campo de los sueños, ni siquiera al de algún desbordamiento de la imaginación,
en aquella aventura espacial. El viaje a la Luna había servido de lección y de
ejemplo, ya que se había desarrollado sin el menor imprevisto, y la Luna no
había reservado ninguna sorpresa a los terrestres.
Entre algunos centenares de candidatos entrenados desde
hacía años, me habían elegido a mí, Claude Drebner.
¿Por qué? Simplemente por mis cualidades de resistencia.
Gracias a ellas había sido admitido a seguir el entrenamiento de choque
reservado a los futuros navegantes del espacio. Lo cual concedía a los felices
candidatos el privilegio de ser sometidos a un permanente tercer grado y a un
régimen intensivo de tortura cotidiana. Parece ser que antiguamente se
compadecía a las cobayas y a los conejos de experimentación. ¡Oh, vamos! La
sensibilidad humana había evolucionado considerablemente. Nadie nos compadeció
nunca a nosotros. Por el contrario, siempre había un fotógrafo dispuesto a
tomar unas placas de nuestros rostros convulsionados, y un periódico ávido de
publicar este tipo de documentos, que hacían furor. Es cierto que el hombre ha
tenido siempre la lágrima fácil pensando en la suerte de los perros bajo la
lluvia, pero la piedad coriácea cuando se trataba de la suerte de los demás
seres humanos. Nuestros verdaderos hermanos deben ser los animales, y no los
demás hombres.
Dicho esto, el oficio de cobaya humano estaba bien
pagado. Puesto que uno se arriesgaba a dejar la piel antes de los treinta y
cinco años, se nos testimoniaba en contrapartida alguna generosidad. Además, se
recibían condecoraciones y honores según la intensidad de los suplicios
soportados. Y además nos alimentaban según todos los principios de la higiene
alimenticia: aislados del alcohol, de las mujeres, del tabaco, de los agentes
de corrupción corporal. También recibíamos enseñanzas teóricas por la mañana.
Pero la Mayor parte de nuestro tiempo lo pasábamos dejándonos comprimir,
estirar, martillear, girar, o soportando los ejercicios en la cuerda floja que
la ciencia era capaz de idear para poner a nuestra disposición. Un oficio
absurdo. Si tuviera que empezar otra vez, me contrataría como contable en la
oficina más próxima. Pero ya nada puede empezar otra vez. Ni siquiera el camino
de la Tierra al planeta Marte. Y el billete de retorno que me fue concedido
gratuitamente no me va a servir de nada. Y no veo a qué oficina de reclamaciones
puedo dirigirme. En Marte todavía no existen las oficinas. O más bien sí, hay
una especie de oficina. Una sola. De hecho, en un cierto sentido, todo el
planeta no es más que una especie de oficina. Una oficina como no tenemos
ninguna en la Tierra. Tan enorme, tan desértica. Tan silenciosa. Y tan
singular-mete organizada. Superando en tal medida la competencia de nuestros
más brillantes cerebros.
Sin hablar del viaje, que fue aburrido, sin imprevistos y
muy monótono, debo señalar que la llegada a Marte no fue menos decepcionante.
Todo ocurrió según lo previsto. Recuerdo sin ninguna
emoción aquel momento que sería histórico si lograra consignarlo por escrito o
transmitirlo a los cronistas de servicio. Pero vine solo a Marte, y no siento
deseos de hacer de ello una epopeya.
La hora H se acercaba. Y el planeta Marte parecía cada
vez más ávido de querer tragarme con su masa. Pero todo funcionaba según el
plan previsto. Los cohetes de frenado escupían su potencia máxima. Me posé en
aquel mundo tan ligeramente como una libélula sobre una hoja. Antes de aquello,
tuve tiempo de admirar sin gran sorpresa el hecho de que el planeta estaba
realmente acribillado con enormes canales, tal como se había pretendido. Los
canales de Marte brillaban al sol, metálicos, como ríos de plata maciza.
Dejando aparte esto, Marte presentaba muy pocas
seducciones naturales a primera vista. El lugar donde acababa de desembarcar
tenía una ligera forma de valle, despojado de toda vegetación, recubierto de
arena gris rojiza. Uno podía creer que estaba al borde de algún océano, en una
extensión de dunas desiertas, con la diferencia de que aquí no había ningún
océano. Pero estaban los canales, los había visto. Podía considerarlos, a falta
de nada mejor, como una curiosidad turística del país, de un interés mediocre,
de acuerdo, pero que al menos merecían que se les echara un vistazo.
Con un clic y un golpe de palanca, hice surgir la pequeña
oruga del cohete que la había transportado en sus entrañas desde la Tierra.
Estaba lista para la partida, cargada de víveres, repleta de combustible, ávida
de probar en el suelo marciano la eficacia del material terrestre. Fue fácil:
el suelo era poco maleable, casi tan liso como el hormigón armado.
Un cuarto de hora más tarde alcanzaba la orilla del
primer canal. Un canal desprovisto de agua, he de decirlo. En realidad, se
trataba más bien de un gigantesco foso bastante poco profundo, pero de una
amplitud de varios centenares de metros. Y en el interior de aquel foso había
dispuesta una apretada red de tuberías conectadas las unas a las otras, en un
solo haz rectilíneo que parecía ir de uno a otro horizonte. Los tubos parecían
estar hechos de metal. Eché una moneda. Sonaban a hueco.
¿Qué hacer, sino ir hasta la fuente de aquellas tuberías?
¿Pero dónde se hallaba esa fuente? ¿A mi izquierda o a mi derecha? Opté por la
izquierda, confiando en el azar. Iba a servirme.
Efectivamente, tras una hora llegué a una ramificación.
Un foso menos ancho, pero igualmente atestado de tubos, venía a unirse al canal
que estaba siguiendo; los tubos se entrecruzaban, se devoraban, se confundían,
y seguían avanzando en la dirección que yo había tomado. Bastaba continuar,
estaba en el buen camino. Iba directo a mi destino. ¿Y hacia qué destino? Si
tan solo hubiera podido adivinar su textura. Me hacía preguntas, forjaba
hipótesis. No tenía otra cosa que hacer, ya que la ruta era monótona y el
trayecto desprovisto de incidentes. El paisaje apenas cambiaba, ninguna
criatura viva aparecía en el horizonte, ninguna construcción, pero aquellas
tuberías no podían ser consideradas un capricho forjado por la naturaleza. En
pocas palabras, poseían todos los elementos para intrigarme. ¿Se trataba tal
vez de un oleoducto gigante que enlazaba algún gigantesco pozo petrolífero con
un centro industrial? ¿O simplemente un sistema de correspondencia neumática?
Aquellos tubos podían ser desagües, conducciones de gas, cualquier cosa. ¿Qué
hay más vulgar en una civilización que una tubería? Muchas veces se ha dicho
que el propio hombre no es más que un simple conjunto de tuberías.
Tras haber divisado otras cinco ramificaciones
secundarias y pasado un auténtico cruce múltiple que me sugirió que aquel mundo
estaba sometido realmente a una civilización tubular, llegué a una enorme
meseta donde se erguía una construcción en forma de cubo, gris, lisa y sin
ventanas. Tan solo un bloque masivo. Una especie de central eléctrica o de
relés. A doscientos metros de aquella construcción las tuberías se hundían en
el suelo, tragadas, engullidas. Había llegado a todas luces a la fuente que
estaba buscando.
Detuve el motor de la oruga. Verifiqué mi arma, y avancé
arrastrándome hacia el bloque.
Todas las caras del cubo eran opacas, cerradas, a excepción
de una, casi enteramente abierta. Parecía la entrada de un túnel subterráneo
tallado en la misma roca.
Penetré en el interior del bloque de piedra, siguiendo la
suave pendiente que avanzaba entre dos paredes grises, desnudas, porosas. El
interior estaba bañado por una luz igualmente grisácea, pero artificial. El
silencio más absoluto invadía aquel subterráneo. No vi ninguna puerta por
ninguna parte. Luego, el corredor de entrada giró en ángulo recto y me encontré
bruscamente en un laberinto de galerías desiertas cuyas paredes, bastante
altas, estaban repletas de tableros de mando, gráficos, indicadores luminosos
que a veces parecían desplazarse, y una inextricable red electrónica de la que
no comprendía nada. Una central que difundía algún tipo de energía, pensé de
nuevo, aún admitiendo que funcionaba según un principio que se me escapaba por
completo.
Quizá me hubiera perdido en aquel dédalo de galerías de
paredes fosforescentes si no hubiera oído aquel ruido de pasos.
Las galerías se hacían cada vez más oscuras, como si
convergieran de un día gris hacia una noche teñida de verde. En efecto, las
paredes difundían una claridad cada vez más verdosa, aunque ninguna luz caía
del techo. Y en las paredes, por todas partes, el mismo incomprensible amasijo
de signos y de indicadores luminosos, como si se tratara de una gigantesca
epopeya concebida en jeroglíficos algebraicos.
Y entonces las vi.
Eran tres. En una galería más grande que las otras, más
oscura también, concebida en forma de óvalo.
Tres empleadas, vestidas muy simplemente con una especie
de bata de laboratorio. Dos de ellas estaban de pie ante un pequeño cuadrante
negro en el que no podía leer nada, y sus gestos se parecían enormemente a los
de los empleados que perforan las fichas de un ordenador IBM. La otra manejaba
unas clavijas de acero bastante parecidas a las de una central telefónica, y
podría creerse que estaba realizando un trabajo de telefonista. Pero con una
destreza y una rapidez que no tenían nada de humano. Parecían sin embargo mujeres,
aunque muy poco femeninas y desprovistas totalmente de gracia. Me habían visto
entrar, pero permanecían impasibles, sin mostrar ninguna reacción, como
totalmente absortas en su trabajo. Incluso se parecían entre sí. Las tres
tenían los mismos descoloridos cabellos, los mismos rasgos apenas marcados,
medio momificados, deshidratados, cicatrizados.
Luego, con una cierta laxitud, una de ellas se giró hacia
mí, abandonando por unos momentos su tarea. Me miró sin ninguna expresión
particular. Sin sorpresa. Como un conserje, acostumbrado a recibir sin inquina
y sin placer a muchos desconocidos.
- Claude Drebner, supongo -me dijo, con una voz parecida
a su rostro, a la vez seca y descolorida, privada de entonaciones.
En aquel instante sentí que un gran frío interior me
ganaba, se diluía en mi sangre. No dije nada. Tuve simplemente el reflejo de
asentir.
- Hace ocho días que te esperamos de un momento a otro.
¿Ocho días? En efecto, hacía ocho días que había partido
de la base terrestre. Algo en mí empezaba a comprender. Era por esto que sentía
tanto frío. Dentro de algunos segundos comprendería por completo y… A menos que
huyera, que me negara a seguir escuchando. Pero permanecía allí, fascinado por
lo que me decía aquella empleada de rostro ingrato, de ojos sin mirada.
- Cometiste un error aceptando esta misión -añadió-. No
puedo hacer nada por ti.
Lo decía sin una gran amargura y sin satisfacción. Como
un hecho inevitable, irremediablemente inevitable. Con un gesto vago, señaló a
la empleada que parecía realizar el trabajo de telefonista. Sabía ya lo que me
iba a decir.
- Lo siento -dijo-, pero mi hermana ha desconectado ya tu
clavija en la Tierra.
Esto era. Lo que ya había comprendido desde hacía unos
minutos. Mi clavija. Sin vacilar ni un instante, con gestos de cirujano, la
tercera empleada arrancaba las clavijas de un panel móvil que hacía deslizar
ante sus ojos. Parecía actuar casi al azar, como si estuviera arrancando malas
hierbas. Un azar sabiamente meditado. Un trabajo de telefonista, sí. La apariencia
disimulaba una realidad. -En la Tierra -murmuré-. Pero en Marte… La empleada
había previsto sin duda este razonamiento. Agitó la cabeza. -No -dijo-. Nadie
puede vivir en Marte. Lo siento. Y, juzgando que ya no tenía nada más que
decirme, siguió con su trabajo. Me retiré. Yo tampoco tenía nada más que decir.
Esto ocurrió anteayer.
He pasado dos días en el interior del cohete. Abandonaré
hoy este mundo. De todos modos, mis reservas de agua y de víveres no son
eternas. Y en Marte nadie puede vivir. Aparte la muerte. Tendríamos que haber
pensado en el pasado de la humanidad antes de lanzarnos con tanto aplomo hacia
su futuro. Pero los hombres piensan siempre en todo salvo en lo esencial. Somos
hijos de lo superfluo.
Abandonaré Marte. Según mis cálculos, debo conseguirlo.
Luego… ya nada más. Fatalmente, algo ocurrirá. En cuanto a saber el qué… Pero
nunca llegaré a mi destino. Jamás regresaré a la Tierra. Ya no tengo mi clavija
conectada allá. He sido borrado del mundo de los terrestres, casi del de los
vivos. A menos que alcance otro planeta donde la vida sea posible. ¿Pero cuál?
¿Dónde hallarlo? Y, de todas formas, mi cohete no puede realizar más que un
solo viaje: ile Marte a la Tierra.
Me atrevería a decir que ni siquiera es ya un cohete. Es
tan solo un ataúd.
¡Sus pasaportes, señores!
Primero se lanzó el primer satélite artificial.
Luego se lanzaron otros.
Tras diez años de tentativas abortadas, los Hombres
consiguieron por fin alcanzar la Luna. Pero el interés que se extrajo de esta
investigación fue bien poco.
Veinte años más tarde, un equipo de primera clase
encerrado en un cohete de pruebas llegó a Marte. Mientras el aparato penetraba
en la atmósfera de aquel planeta, un primer mensaje proveniente de Marte llegó a
los navegantes.
En aquel mensaje, los marcianos señalaban el lugar
preciso donde debía posarse la astronave; luego, sin ninguna transición, la
voz, atravesando las ondas con una frialdad ejemplar, afirmó:
- Señores, están penetrando ustedes en territorio
marciano. Sírvanse preparar sus pasaportes para el control de la aduana.
Estupefactos, los viajeros ni siquiera tuvieron tiempo de
comprender que a nadie se le había ocurrido pensar en aquel detalle.
- ¿Están ustedes vacunados? -estaba preguntando ya la
voz.
Los hombres, tomados de sorpresa, respondieron que sí.
-Perfecto -siguió la voz-. En este caso, tengan preparados también sus
certificados de vacunación. Y la astronave se posó en el planeta Marte.
Desde que se empezó a soñar en este desembarco, se había
pintado a Marte con todos los colores del sueño y de la pesadilla, con todas
las definiciones. Las más dementes suposiciones habían creado un escenario que
había sido difundido a todos los rincones del mundo. Aquello era un testimonio
en favor de la imaginación del hombre, pero había que reconocer que la realidad
apenas se correspondía con la ficción. Allí estaba, ofrecida a ellos, tan vulgar
que parecía más aterradora que cualquier impensable pesadilla: la astronave se
había posado en un enorme hangar cuyo gigantesco techo se iba cerrando al
ralentí, aprisionando a los viajeros y a su apartado en los límites de un cubo
de color grisáceo, perfectamente hermético.
Se abrió una puerta, y aparecieron tres marcianos.
Uno de ellos era un civil, los otros dos llevaban
uniforme. Las ropas de los militares recordaban las de los bomberos, mientras
que el civil iba enfundado en un deslucido traje de tejido gris que evocaba muy
singularmente el atuendo tradicional de todos los empleadillos del mundo.
Aparte el hecho de que aquellos marcianos tenían seis brazos, eran parecidos a
nosotros como unos hermanos. Aunque su mirada no expresaba este embrutecimiento
que los hombres conocemos tan bien. Sus rostros parecían laxos, tristes,
incapaces de expresar un sentimiento realmente próximo a la violencia o a la
vida. Un bigote de largos pelos hirsutos brotaba bajo la nariz del empleado
civil.
- Esta es la aduana de Marte -anunció uno de los
militares-. Sus pasaportes, señores.
Así fue como se presentaron, y así fue como acogieron a
los terrestres. Su expresión no traducía la menor sorpresa. Ni siquiera echaron
una ojeada a la astronave, plantada en medio del hangar.
Los terrestres tuvieron que confesar que ni siquiera
habían pensado en proveerse de pasaportes.
- Esto es un problema -declaró uno de los marcianos-.
¿Tienen ustedes al menos tarjetas de identidad?
Algunos de los hombres las llevaban, otros no
Los dos oficiales de la aduana examinaron las tarjetas de
identidad con esa negligencia teñida de suspicacia característica de la lenta
erosión de la rutina.
- No creo que esto sea suficiente -murmuró el empleado
civil-. Me veo en la obligación de decirles, señores, que no están ustedes en
regla. ¿Tienen la bondad de seguirnos?
Los marcianos hicieron entrar a los navegantes en una
pequeña sala de espera provista de una mesa y algunas sillas. Tras aquella mesa
aguardaba un hombre. También él llevaba un hirsuto bigote. Pero tenía tan solo
un brazo, que le servía para clasificar unas fichas. Tenía el aspecto de estar
ejerciendo una importante función, ese aspecto que tan solo adoptan los bedeles
y los ordenanzas.
Tras una hora de espera, los viajeros fueron llamados. El
bedel, avisado por un timbre, los condujo a una enorme estancia de hormigón,
acero y madera, donde trabajaban algunas decenas de empleados, rodeados de una
densa humareda de cigarrillos que se mezclaba con el acre calor del
aburrimiento. Uno podía creer hallarse en las interioridades de una gran
oficina de correos o en las de cualquier departamento de
importación-exportación. Había millones de lugares de aquel tipo en la Tierra.
Y ningún detalle insólito daba un aire extraterrestre al conjunto. Las mesas
estaban llenas de ceniceros, lápices, legajos, facturas y sellos de goma.
Reglamentos, calendarios, avisos, e incluso un gran cartel recomendando la
Mayor educación por parte del personal, estaban clavados en las paredes. Del
techo pendían lámparas encerradas en globos de mayólica. Los teléfonos dejaban
oír sus llamadas. Muchos empleados iban y venían. Algunos de ellos muy
atareados; otros mimando esta agitación propia de aquellos que no piensan más
que en perder su tiempo haciendo ver que trabajan a sus superiores. Casi todos
los empleados tenían seis brazos, y simplemente y con mucha destreza sacaban
fichas y redactaban informes con algunos de ellos, mientras que con los demás
llevaban la contabilidad. Los jefes de servicio, sin embargo, no tenían más que
cuatro brazos, a veces dos. Algunos empleados sencillamente ni siquiera tenían
brazos. Debía tratarse sin duda de los pensadores.
Los terrestres fueron recibidos por un oficial de aduanas
que les hizo saber que no veía su caso demasiado claro. Aparentemente, había
que admitir que no estaban en absoluto en regla.
- Y el hecho de que sean ustedes extranjeros no arregla
nada, sino al contrario -afirmó el oficial.
Hasta entonces, abrumados por la estupefacción, los
hombres no habían objetado nada. Sin embargo, esta vez, arrancándose a su
torpor, uno de los terrestres se puso a gritar que todo aquello era
inconcebible, y que realmente aquella forma de acoger a los representantes de
otro planeta rozaba casi la grosería.
- Comprendo su reacción -le respondió el oficial de la
aduana-, pero gritando no hará más que agravar su caso. Tenemos un reglamento
muy estricto, y nos vemos obligados a respetarlo. Por otro lado, estimamos que
hemos dado pruebas de muchas benevolencia con respecto a ustedes. Hay un hecho
incuestionablemente cierto: no tienen ustedes ni pasaporte ni visado. Algunos
de ustedes ni siquiera tienen tarjeta de identidad, me atrevería a decir.
Esforzándose en hablar sin levantar el tono de su voz,
uno de los navegantes explicó que naturalmente ellos no habían previsto
aquellas absurdas complejidades, y que aquel viaje a Marte representaba para
ellos una empresa única en los anales de la Historia y no una simple excursión
al extranjero.
- Razón de más para ir provistos de todos los papeles en
regla -dedujo el oficial-. ¿Transmitieron ustedes, antes de partir, una
solicitud de residencia a nuestro Ministerio, o como mínimo una petición de
visado temporal?
- ¿Cómo podíamos saber que tenían ustedes ministerios? Ni
siquiera sabíamos que su mundo estuviera habitado.
- Lo comprendo. Pero hubiera sido más prudente, pese a
todo, transmitir una demanda a nuestro Ministerio. Nunca se ha visto un viajero
extranjero sin visado. Es algo inconcebible.
Uno de los hombres sugirió, con una suavidad impregnada
de aplicación, que tal vez, en razón de las circunstancias, podría hacerse una
excepción a la regla…
- Nosotros no toleramos las excepciones -fue la
respuesta-. Y las circunstancias no me parecen tan extraordinarias como eso.
Sería demasiado sencillo, ¿comprenden? Un precedente que nadie sabe dónde iría
a terminar. Sin embargo, me gustaría poder hacer algo por ustedes…
El oficial pareció reflexionar, sumergido en un esfuerzo
mental que dio un cierto relieve a las venas de su frente. Tras haber vacilado
durante largo tiempo, se levantó.
- Sea. Si me conceden algunos minutos, voy a hablar con
mis superiores.
Se rogó a los terrestres que volvieran a la sala de
espera. Dos horas más tarde, se les hizo entrar en otra oficina más lujosa,
donde fueron acogidos por un hombre sin brazos, adornado con una banda que
parecía una Legión de Honor. En un rincón, una joven mecanógrafa, bastante
hermosa y dotada con cuatro brazos, tecleaba una máquina de escribir de doble
teclado.
- Siéntense, señores, por favor -dijo el jefe del
servicio-. Me han sometido su caso. Es lamentable, pero a decir verdad, incluso
apelando a la mejor voluntad del mundo, no veo muy bien lo que puedo hacer por
ustedes.
En aquel instante fue interrumpido por un oficial de la
aduana que se acercó al enorme escritorio y deposió en él algunas hojas de un
dossier. El oficial murmuró algunas palabras y el jefe del servicio pareció
bastante contrariado. Miró severamente a los hombres, y cuando volvió a hablar
su voz era más seca.
- Esto es mucho más grave, señores. Acaban de anunciarme
que nuestros servicios han procedido al registro;de su astronave. ¿No tienen
nada que declarar en la aduana?
Nadie respondió a aquella pregunta.
- Lamento infinitamente comunicarles que han sido
sorprendidos ustedes en flagrante delito de fraude y de transferencia ilícita
de mercancías no autorizadas. ¿Acaso no saben ustedes que transportan armas,
municiones, aparatos electrónicos (tasados por la ley con un impuesto de un 60
% de su valor), ropas, materiales de construcción? ¿Y productos alimenticios en
cantidades tales que dejan suponer una intención de actividad comercial? Y, por
supuesto, supongo que no poseerán ustedes ninguna licencia de importación.
Uno de los hombres tuvo la fuerza de responder: -No, en
efecto: ninguna.
- Todo esto puede costarles muy caro -siguió el jefe del
servicio -. La ley nos autoriza a confiscarles la astronave y todo lo que
contiene, infligirles una multa de varios millones de francos y, si no están
ustedes en situación de pagarla, condenarles a varios años de privación de
libertad. Hemos de ser severos con todos los transgresores. Espérenme aquí, por
favor.
La secretaria se levantó y, rozando a los terrestres con
sus puntiagudos senos y ondeando con evidente premeditación sus caderas, hizo
pasar a los viajeros a otra sala de espera.
Ya caída la noche, sin una palabra, un bedel acompañó a
los terrestres a un enorme despacho donde varios empleados, actuando con una
gran destreza, tomaron sus huellas dactilares, les pesaron, les midieron, y les
fotografiaron desde todos los ángulos.
- Les daremos una tarjeta de identidad provisional
-afirmó uno de los empleados.
Los terrestres se sintieron aliviados. Pese a todo, las
cosas habían terminado arreglándose amistosamente. Respondieron con mucha
amabilidad a las preguntas que les hicieron los empleados de aquel mundo. Hubo
gran cantidad de preguntas, y el interrogatorio, si bien fue llevado con la
Mayor cortesía, fue tremendamente severo. Fueron interrogados sobre sus
intenciones, sobre su pasado, sobre sus actividades reales. Tras lo cual les
hicieron firmar una gran cantidad de declaraciones a través de las cuales
precisaban que no venían a territorio marciano con intenciones hostiles, ni
para fundar un comercio, ni para hacer ningún tipo de publicidad, ni para crear
una nueva religión, y que en sus intenciones no entraba el asesinar a ningún
Jefe de Estado.
Finalmente, al alba, cada terrestre recibió una tarjeta
provisional de identidad, con su foto y algunos sellos oficiales.
- Ahora están ustedes en regla -les hizo saber un
empleado.
Entonces tan solo fueron llevados los terrestres en
presencia de los tres empleados que los habían recibido el día anterior en
aquel mundo.
- ¿Tienen ustedes sus papeles, señores? -les preguntó el
oficial.
Se los mostraron.
- Perfecto. Como pueden ver, todo termina siempre
arreglándose -declaró el oficial-. Los trámites han terminado. Son ustedes
libres, señores. Pueden regresar a su casa.
- ¿A nuestra casa? -preguntó uno de los viajeros,
incrédulo.
- A la Tierra, supongo. Puesto que, si no vienen de la
Tierra, habrán falseado ustedes sus declaraciones, y si han falseado sus
declaraciones, habrá que poner todo esto en tela de juicio, y entonces…
Los terrestres juzgaron preferible no insistir. Tras no
conocer de Marte más que un interminable dédalo de polvorientos y ahumados
despachos, subieron a bordo de su astronave.
Sin embargo, uno de los hombres fue abordado por uno de
los aduaneros marcianos, que lo llevó aparte.
- Óigame -murmuró confidencialmente-, si alguna vez
vuelven ustedes por aquí, piensen en traer unos quesos de Holanda. Casi nunca
hay por aquí, y los nuestros son tan sólo malas imitaciones. No tendrán que
pagar ninguna tasa, ¿saben? Los haremos pasar de contrabando, no se preocupen…
Pero los hombres jamás regresaron a Marte.
Jacques Sternberg