III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror
(1869)
Hice un pacto con la prostitución para sembrar el
desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa
asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una
casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta
orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis
mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire
hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y
leí:
«Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya
sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor
que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis
pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano
con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma
una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten cuidado tú, el más débil, porque yo soy el
más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el
corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande;
después de muchos
esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la
altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una
montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró
en el suelo el grandor de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis
iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando,
para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie.
La luz sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer
desnuda, «¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad
por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado».
Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más.
Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y
los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis.
Eres bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós!
¡Te amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh
pueblos!, cuando oís gemir el viento
invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las
grandes ciudades que desde hace mucho
tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: «No
es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución
junto con los graves gemidos del montevideano».
«Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando
misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los
piojos, hagan largas plegarias».
Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes
solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas
revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de
pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas,
aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las
alas de la juventud, todo eso me hacía
soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través
del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace
erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto
furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí
para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran
en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como
los elefantes, antes de morir, lanzan en
el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus
trompas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las
orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a
ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido
en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como
un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona
una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al
este, contra las estrellas al sur,
contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas
parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el
aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el
interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos
cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el
pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en
un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo
después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los
matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus
propios ladridos que a ellos mismos esp espantan, contra los sapos a los que
trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la
ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente,
constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren
descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de
sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos
que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio
con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se
encienden en los mástiles de navíos
invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al
nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las
profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan
de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por
encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas y las rocas
escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran estanque para
apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos
espantan a la
naturaleza toda.
¡Ay del viajero rezagado! Estos amigos de los
cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que
chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes
temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando
hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de
correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la
boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en
mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con
los ojos vidriosos, me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los
ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles
de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como yo, como todos los
otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a
la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto
la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de
infinito Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre
y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por
otra parte, ¿qué me importa mi origen? De
haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de
tiburón, cuyo apetito es camarada de las
tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería tan malo. Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque
mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas
verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares
a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a
las abruptas montañas alpestres que
recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y
cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos
ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como
una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de
terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no
es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con
una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se
levanta para los otros, esparciendo por
la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el
espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos,
acurrucado en el fondo de mi amada
caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con
mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no
estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que
sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que
pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su
suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi
cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no
caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir
girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido
opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que
dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser
las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de
aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién,
entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo que golpeara el yunque?
Conde de Lautréamont
III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror
(1869)
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