Cantar a Adamastor, Jocelyn, Rocambole, es pueril. Tan
sólo porque el autor espera que el lector sobreentienda que perdonará a sus
héroes bribonea se traiciona a sí mismo y se apoya sobre el bien para dar curso
a la descripción del mal. Precisamente en nombre de esas mismas virtudes que
Frank ha desconocido deseamos con toda nuestra fuerza apoyarlo, oh
saltimbanquis de las enfermedades incurables. ¡No hagáis como esos exploradores
sin pudor, magníficos, a sus propios ojos, de melancolía, que encuentran cosas
desconocidas en su espíritu y en su cuerpo! La melancolía y la tristeza son ya
el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la
desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad. Para
convenceros de esto, leed la Confesión de un hijo del siglo. La pendiente es
fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro.
Desconfiad de la pendiente. Extirpad de raíz el mal. No halaguéis el culto de
los adjetivos tales como indescriptible, inenarrable, rutilante, incomparable,
colosal, que mienten sin vergüenza a los sustantivos que desfiguran: la
lubricidad los persigue. Las inteligencias de segundo orden, como Alfred de
Musset, pueden llevar adelante, de manera reacia, una o dos de sus facultades
mucho más lejos que las correspondientes facultades de las inteligencias de
primer orden, Lamartine, Hugo. Estamos ante el descarrilamiento de una
locomotora sobrefatigada. Una pesadilla empuña la pluma. Sabed que el alma se
compone de una veintena de facultades. ¡Habladme de esos mendigos que poseen un
sombrero grandioso junto con harapos sórdidos! He aquí un medio de comprobar la
inferioridad de Musset respecto de los dos poetas. Leed, ante una muchacha,
Rolla o las Noches, Los Locos, de Cobb, o si no los retratos de Gwynplaine y
Dea, o bien el relato de Teramenes de Eurípides, traducido en verso francés por
Racine padre. Ella se estremece, frunce las cejas, alza y baja las manos, sin
propósito determinado, como un hombre que se ahoga; sus ojos despedirán
resplandores verdosos. Leedle La oración por todos, de Victor Hugo. Los efectos son
diametralmente opuestos. El tipo de electricidad no es el mismo. La muchacha
ríe a carcajadas, pide más. De Hugo sólo quedarán las poesías sobre los niños,
donde hay mucho malo. Pablo y Virginia choca con nuestras más profundas
aspiraciones de felicidad. En otro tiempo, ese episodio, que se entrega a la
melancolía de la primera a la última página, sobre todo en el naufragio final,
me hacía rechinar los dientes. Rodaba sobre la alfombra y daba puntapiés a mi
caballo de madera. La descripción del dolor es un contrasentido. Es preciso ver
todo hermoso. Si esa historia fuese narrada en una simple biografía, yo no la
atacaría. El episodio cambiaría inmediatamente de carácter. La desdicha se
torna augusta por la impenetrable voluntad de Dios, que la creó. Pero el hombre
no debe crear la desdicha en sus libros. Esto significa desear con todas las
fuerzas, ver un solo lado de las cosas. ¡Oh, qué maníacos aulladores sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, la sabiduría de
Dios, la grandeza de la vida, el orden que se manifiesta en el universo, la
belleza corporal, el amor a la familia, el matrimonio, las instituciones
sociales. ¡Dejad de lado a los escritorzuelos siniestros: Sand, Balzac,
Alexandre Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire y La huelga
ele los herreros! No transmitáis a quienes os leen más que la experiencia que
se desprende del dolor y ya no es el dolor mismo. No lloréis en público. Es
preciso saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte; pero
esas bellezas no pertenecerán a. la muerte. La muerte sólo es, en ese caso, la
causa ocasional. No el medio, sino el fin, es lo que no es la muerte. Las
verdades inmutables y necesarias, que hacen la gloria de las naciones, y que la
duda se esfuerza en vano por quebrantar, han comenzado en tiempo muy antiguo.
Son cosas que no deberían tocarse. Quienes desean crear la anarquía en
literatura, con el pretexto de lo nuevo, caen en el contrasentido. No se osa
atacar a Dios; se ataca la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad
del alma es vieja como las bases del mundo. Si debe ser reemplazada, ¿qué otra
creencia la reemplazará? No podrá ser siempre una negación. Si se recuerda la
verdad de que derivan todas las demás, la bondad absoluta de Dios y su absoluta
ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán por sí mismos. Se desplomará,
más o menos en el mismo tiempo, la poco poética literatura que se sustenta
sobre ellos. Toda literatura que discute los axiomas eternos está condenada a
vivir sólo de sí misma. Es injusta. Se devora el hígado. Las novissima verba
hacen sonreírse soberbiamente a los mocosuelos que se inician en el colegio
secundario. No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre punto alguno. Si
sois desdichados, no debéis decírselo al lector. Guardáoslo para vosotros. Si
se corrigieran los sofismas en el sentido de las verdades correspondientes a
esos sofismas, sólo la corrección resultaría cierta, en tanto que el trozo así modificado
tendría derecho a dejar de titularse falso. El resto quedaría fuera de lo
verdadero, presentaría un vestigio de falsedad; sería en consecuencia nulo y se
lo consideraría, forzosamente, corno no ocurrido. La poesía personal ha cumplido
su tiempo de juglerías relativas y contorsiones contingentes. Retomemos el hilo
indestructible de la poesía impersonal, bruscamente interrumpido desde el
nacimiento del frustrado filósofo de Frena, desde el aborto del gran Voltaire.
Bello parece, sublime, con pretexto de humildad o de orgullo, discutir las
causas finales, falsificar sus consecuencias estables y conocidas.
¡Desengañaos, porque no hay nada más tonto! Reanudemos la cadena regular con
los tiempos pasado; la poesía es la geometría por excelencia. Desde Racine, la
poesía no ha progresado ni un milímetro. Ha retrocedido. ¿Gracias a quién? A
las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Gracias a las mujercitas,
Chateaubriand, el Mohicano Melancólico; Sénancour, el Hombre en Enaguas;
Jean-Jacques Rousseau, el Socialista Malhumorado; Anne Radcliffe, el Espectro Chiflado; Edgar Poe, el Mameluco de los Sueños
de Alcohol; Maturín, el Compadre de las Tinieblas; George Sand, el Hermafrodita
Circunciso; Théophile Gautier, el Incomparable Almacenero; Leconte, el Cautivo
del Diablo; Goethe, el Suicida para Llorar; Sainte-Beuve, el Suicida para Reír;
Lamartine, la Cigüeña Lacrimosa; Lermontoff, el Tigre que Ruge; Victor Hugo, el
Fúnebre Figurón Verde; Mickiesvicz, el Imitador de Satán; Musset, el Pisaverde
Descamisado Intelectual, y Byron, el Hipopótamo de las Junglas Infernales. La
duda siempre estuvo en minoría. En este siglo, está en mayoría. Respiramos por
los poros la violación del deber. Esto sólo se vio una vez; no se lo verá más.
Tan oscurecidas se encuentran hoy las nociones de la simple razón, que lo
primero que hacen los profesores de los años iniciales del secundario, cuando
enseñan a componer versos en latín a sus alumnos, jóvenes poetas de labio
humedecido aún por la leche materna, es revelarles, mediante la práctica, el
nombre de Alfred de Musset. ¡Os pregunto un poco! ¡O mucho! Entonces, los profesores
del año siguiente, en sus clases, dan a traducir a verso griego dos episodios
sangrientos. El primero es la repugnante comparación del pelícano. El segundo,
será la atroz catástrofe sobrevenida a un trabajador. ¿Para qué mirar el mal?
¿No está en minoría? ¿Por qué inclinar la cabeza de un colegial sobre
cuestiones que, porque no pudieron comprenderlas, hicieron perder sus cabezas a
hombres como Pascal y Byron? Un alumno me contó que su profesor de retórica
había dado a su clase a traducir a verso hebreo, día tras día, esas dos
carroñas. Esas llagas de la naturaleza animal y humana lo enfermaron durante un
mes, que pasó en la enfermería. Como nos conocíamos, me hizo pedir por su
madre. Me contó, si bien ingenuamente, que sus noches eran turbadas por sueños
persistentes. Creía ver un ejército de pelícanos que se abatían sobre su pecho
y se lo desgarraban. Después volaban hacia una cabaña en llamas. Comían a la
mujer del trabajador y a sus hijos. Ennegrecido el cuerpo de quemaduras, el
trabajador salía de la casa, se empeñaba en combate atroz con los pelícanos.
Todos se precipitaban en la choza, que retumbaba al desplomarse. De la masa de
escombros alzada -esta parte no faltaba nunca -, veía salir a su profesor de
retórica, quien tenía en una mano su corazón y, en la otra, una hoja de papel
donde se descifraban, escritas con trazos de azufre, la comparación del
pelícano y la del trabajador, tales como las compuso el propio Musset. No
resultó fácil, al principio, pronosticar el género de su enfermedad. Le
recomendé callarse cuidadosamente y no hablar de ello a nadie, sobre todo a su
profesor de retórica. Aconsejé a su madre que se lo llevara unos días con ella,
asegurándole que se le pasaría. En efecto, me ocupé de ir allí cada día varias
horas, y se le pasó. Es preciso que la crítica ataque la forma, jamás el fondo
de vuestras ideas, de vuestras frases. Arreglaos. Los sentimientos son la forma
de razonamiento irás incompleta que puede imaginarse. No bastaría toda el agua
del mar para lavar una mancha de sangre intelectual.
Conde de Lautrémont
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