Jose Luis Colombini leyendo El tacto de los sueños de Ricardo Rubio, Plaza Mojada de Baldomero Fernández Moreno, Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini
Café Literario del Jueves 9 de Febrero de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Tacto
El tacto de los sueños
Es una mirada en la que palpita el vértigo
y recobra fuerzas el uno.
Es pronta y repentina luz
como una bestia fibrando la sombra.
Es una mirada en la que está la voz,
los dedos y la distancia,
es una última caricia
por la que el corazón respira
con remilgada sensatez de estatua,
astuto sino del deseo.
Ah, si mi palabra acertara un monosílabo.
Si un verbo, repitiendo noches,
brotara unísono y no volviera del sueño.
Con la atónita respiración de la quietud
el tacto sucumbe en cada una
de las negras cinturas de la noche.
Hierve la insensatez, arde la nada:
cruel sueño para soñar.
Ricardo Rubio de Simulación de la rosa Editorial La luna
que (1998)
Plaza Mojada
Como ha llovido oh plaza! todo el día,
no eres más que un rincón abandonado.
Se trenzan en arroyos los caminos,
puja bajo la arena el sucio barro,
la lepra que corroe las estatuas
parece que ha crecido y se ha esponjado,
y tú, siempre inclinada de parejas,
murmuras una ausencia en cada banco.
Del refugio del guarda, receloso,
sale un pobre gatito todo tacto.
Sombra, humedad, silencio, soledad,
y un tumido airecillo de pecado.
Alrededor un despegar de llantas
y farolillos verdes y encarnados:
mariposas fugaces en la niebla
o peces de color en el asfalto.
Y focos, sucedáneos de la luna,
y ventanas de luz en los palacios,
el te en espiras, circular el beso,
tal vez la fiesta y el dolor ahogado.
Y yo como un fantasma por la plaza,
de impermeable y de sombrero blando.
Baldomero Fernández Moreno
Conejos en la nieve
Alguien se pasea sin paraguas bajo la lluvia. ¿Para
apagar
la locura que lo sigue como una sombra en llamas? ¿Para
gozar como nadie, en ese instante, el cielo sobre su
cabeza
¿O para tocar la lluvia con todo el cuerpo y ahogarse en
su
perfume?
Instantáneamente después de haberse amado, un hombre y
una
mujer quedan en silencio. ¿Angustiados al intuir que allí
algo se ha roto para siempre? ¿Temerosos de presentir que
es la muerte quien ordena esos pequeños cataclismos? ¿O
felices
de escuchar el eco de los gemidos que aún perduran en la
penumbra?
Un padre y su pequeño hijo van por la calle tomados de la
mano. ¿Quién elige el camino, quién el regreso? ¿Quién
esa
noche soñará que llevó de la mano al otro? ¿Y quién, al
despertar, sabrá que él es el camino?
Un gorrión –ave deslucida salta obsesivo de un árbol a
otro y a otro. ¿Qué busca? ¿El espíritu del bosque? ¿La
razón de su inquietud? ¿O escapar de los abismos del
aire?
El otoño ensombrece a los árboles y se lleva al olvido la
luz de las hojas. ¿Qué quiere demostrar? ¿Qué es el
secuaz
de la tristeza? ¿Qué es la tristeza misma engastada en el
tiempo? ¿O que es el alimento irresistible de los
exiliados
del mundo?
Quien a menudo se interroga en el espejo, ¿qué espera?
¿Una respuesta que lo haría añicos? ¿Multiplicarse para
repartir las penas? ¿O llegar al fondo de su maltratado
corazón?
La nostalgia, antigua dama que sólo sabe dar opacidad al
ojo y palpitación a la voz, apoya la cabeza en el hombro
de una nueva víctima. ¿Qué hacer entonces? ¿Cortarle los
cabellos llorosos y arrojarlos al fuego? ¿Morderle los labios
hasta apagarle los suspiros? ¿O seguirla, enternecido,
hasta su alcoba de niebla?
Cumplida su faena un estafador llora repentinamente
sobre un crucifijo. ¿Qué pretende? ¿Lavar de sombra el
aire? ¿Humanizar el rito hasta hacerlo arte o leyenda?
¿O creer que es posible la ilusión sin término?
Los que regresan al barrio después de haber vagado por
los
mundos de este mundo, ¿adónde regresan realmente?
¿A esa mujer en cuyos ojos se adivina un corazón helado?
¿Al patio del tiempo inmutable en que el sol deliraba?
¿O al infierno del que huyeron, para que alma y últimos
días dejen de tiritar?
Un poeta escribió cierta vez que una mujer tenía en la
voz
la flor de una pena. ¿Dónde encontrar esa flor? ¿En los
pantanos que el alcohol refleja en los vasos sin fondo?
¿En la memoria de algún colibrí que libó de esa flor
hasta
dejarla sin luz? ¿O en alguien que soñó con los jardines
del paraíso y, puesto a morir, se hizo tatuar esa flor
en el consuelo del pecho, para iluminar el ataúd?
Interminablemente los perros aúllan a la luna. ¿Es acaso
un homenaje a sus ancestros, los tenores olvidados? ¿Es
el
aullido un arpón y la luna el linde oscuro de la ballena
de Ahab? ¿O simplemente es un lamento que imita la voz
de la vida?
¿Y si de pronto al doblar una esquina o mirar al fondo de
un
aljibe, como un sobresalto o un estallido, aparece la
Belleza? No importa si en forma de revelado amor, de
cielo
en un prado nunca visto o de pájaro posado sobre una rama
invisible. Importa que es ella, desnuda en toda su luz,
invasora como el diluvio, real como la sangre de la
historia.
¿Qué hacer entonces? ¿Cerrar los ojos y ordenar a la
lengua
el olvido del grito para no enloquecer? ¿Arrodillarse
como el sediento ante el último espejismo? ¿O seguir
de largo, imperturbable o con cierto vaivén de
soberbia en los pasos, dado que la Belleza es sólo
un reino fugaz?
Ahora bien: ¿qué miro yo tan fijamente en la llanura
blanca
cuando quiero escribir y el poema se niega? ¿Conejos
en la nieve?
Eugenio Mandrini