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12 de marzo de 2018

Puerilidades, Conde de Lautrémont




Cantar a Adamastor, Jocelyn, Rocambole, es pueril. Tan sólo porque el autor espera que el lector sobreentienda que perdonará a sus héroes bribonea se traiciona a sí mismo y se apoya sobre el bien para dar curso a la descripción del mal. Precisamente en nombre de esas mismas virtudes que Frank ha desconocido deseamos con toda nuestra fuerza apoyarlo, oh saltimbanquis de las enfermedades incurables. ¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, magníficos, a sus propios ojos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en su espíritu y en su cuerpo! La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad. Para convenceros de esto, leed la Confesión de un hijo del siglo. La pendiente es fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro. Desconfiad de la pendiente. Extirpad de raíz el mal. No halaguéis el culto de los adjetivos tales como indescriptible, inenarrable, rutilante, incomparable, colosal, que mienten sin vergüenza a los sustantivos que desfiguran: la lubricidad los persigue. Las inteligencias de segundo orden, como Alfred de Musset, pueden llevar adelante, de manera reacia, una o dos de sus facultades mucho más lejos que las correspondientes facultades de las inteligencias de primer orden, Lamartine, Hugo. Estamos ante el descarrilamiento de una locomotora sobrefatigada. Una pesadilla empuña la pluma. Sabed que el alma se compone de una veintena de facultades. ¡Habladme de esos mendigos que poseen un sombrero grandioso junto con harapos sórdidos! He aquí un medio de comprobar la inferioridad de Musset respecto de los dos poetas. Leed, ante una muchacha, Rolla o las Noches, Los Locos, de Cobb, o si no los retratos de Gwynplaine y Dea, o bien el relato de Teramenes de Eurípides, traducido en verso francés por Racine padre. Ella se estremece, frunce las cejas, alza y baja las manos, sin propósito determinado, como un hombre que se ahoga; sus ojos despedirán resplandores verdosos. Leedle La oración por todos, de Victor Hugo. Los efectos son diametralmente opuestos. El tipo de electricidad no es el mismo. La muchacha ríe a carcajadas, pide más. De Hugo sólo quedarán las poesías sobre los niños, donde hay mucho malo. Pablo y Virginia choca con nuestras más profundas aspiraciones de felicidad. En otro tiempo, ese episodio, que se entrega a la melancolía de la primera a la última página, sobre todo en el naufragio final, me hacía rechinar los dientes. Rodaba sobre la alfombra y daba puntapiés a mi caballo de madera. La descripción del dolor es un contrasentido. Es preciso ver todo hermoso. Si esa historia fuese narrada en una simple biografía, yo no la atacaría. El episodio cambiaría inmediatamente de carácter. La desdicha se torna augusta por la impenetrable voluntad de Dios, que la creó. Pero el hombre no debe crear la desdicha en sus libros. Esto significa desear con todas las fuerzas, ver un solo lado de las cosas. ¡Oh, qué maníacos aulladores sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, la sabiduría de Dios, la grandeza de la vida, el orden que se manifiesta en el universo, la belleza corporal, el amor a la familia, el matrimonio, las instituciones sociales. ¡Dejad de lado a los escritorzuelos siniestros: Sand, Balzac, Alexandre Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire y La huelga ele los herreros! No transmitáis a quienes os leen más que la experiencia que se desprende del dolor y ya no es el dolor mismo. No lloréis en público. Es preciso saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte; pero esas bellezas no pertenecerán a. la muerte. La muerte sólo es, en ese caso, la causa ocasional. No el medio, sino el fin, es lo que no es la muerte. Las verdades inmutables y necesarias, que hacen la gloria de las naciones, y que la duda se esfuerza en vano por quebrantar, han comenzado en tiempo muy antiguo. Son cosas que no deberían tocarse. Quienes desean crear la anarquía en literatura, con el pretexto de lo nuevo, caen en el contrasentido. No se osa atacar a Dios; se ataca la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es vieja como las bases del mundo. Si debe ser reemplazada, ¿qué otra creencia la reemplazará? No podrá ser siempre una negación. Si se recuerda la verdad de que derivan todas las demás, la bondad absoluta de Dios y su absoluta ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán por sí mismos. Se desplomará, más o menos en el mismo tiempo, la poco poética literatura que se sustenta sobre ellos. Toda literatura que discute los axiomas eternos está condenada a vivir sólo de sí misma. Es injusta. Se devora el hígado. Las novissima verba hacen sonreírse soberbiamente a los mocosuelos que se inician en el colegio secundario. No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre punto alguno. Si sois desdichados, no debéis decírselo al lector. Guardáoslo para vosotros. Si se corrigieran los sofismas en el sentido de las verdades correspondientes a esos sofismas, sólo la corrección resultaría cierta, en tanto que el trozo así modificado tendría derecho a dejar de titularse falso. El resto quedaría fuera de lo verdadero, presentaría un vestigio de falsedad; sería en consecuencia nulo y se lo consideraría, forzosamente, corno no ocurrido. La poesía personal ha cumplido su tiempo de juglerías relativas y contorsiones contingentes. Retomemos el hilo indestructible de la poesía impersonal, bruscamente interrumpido desde el nacimiento del frustrado filósofo de Frena, desde el aborto del gran Voltaire. Bello parece, sublime, con pretexto de humildad o de orgullo, discutir las causas finales, falsificar sus consecuencias estables y conocidas. ¡Desengañaos, porque no hay nada más tonto! Reanudemos la cadena regular con los tiempos pasado; la poesía es la geometría por excelencia. Desde Racine, la poesía no ha progresado ni un milímetro. Ha retrocedido. ¿Gracias a quién? A las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Gracias a las mujercitas, Chateaubriand, el Mohicano Melancólico; Sénancour, el Hombre en Enaguas; Jean-Jacques Rousseau, el Socialista Malhumorado; Anne Radcliffe, el Espectro Chiflado; Edgar Poe, el Mameluco de los Sueños de Alcohol; Maturín, el Compadre de las Tinieblas; George Sand, el Hermafrodita Circunciso; Théophile Gautier, el Incomparable Almacenero; Leconte, el Cautivo del Diablo; Goethe, el Suicida para Llorar; Sainte-Beuve, el Suicida para Reír; Lamartine, la Cigüeña Lacrimosa; Lermontoff, el Tigre que Ruge; Victor Hugo, el Fúnebre Figurón Verde; Mickiesvicz, el Imitador de Satán; Musset, el Pisaverde Descamisado Intelectual, y Byron, el Hipopótamo de las Junglas Infernales. La duda siempre estuvo en minoría. En este siglo, está en mayoría. Respiramos por los poros la violación del deber. Esto sólo se vio una vez; no se lo verá más. Tan oscurecidas se encuentran hoy las nociones de la simple razón, que lo primero que hacen los profesores de los años iniciales del secundario, cuando enseñan a componer versos en latín a sus alumnos, jóvenes poetas de labio humedecido aún por la leche materna, es revelarles, mediante la práctica, el nombre de Alfred de Musset. ¡Os pregunto un poco! ¡O mucho! Entonces, los profesores del año siguiente, en sus clases, dan a traducir a verso griego dos episodios sangrientos. El primero es la repugnante comparación del pelícano. El segundo, será la atroz catástrofe sobrevenida a un trabajador. ¿Para qué mirar el mal? ¿No está en minoría? ¿Por qué inclinar la cabeza de un colegial sobre cuestiones que, porque no pudieron comprenderlas, hicieron perder sus cabezas a hombres como Pascal y Byron? Un alumno me contó que su profesor de retórica había dado a su clase a traducir a verso hebreo, día tras día, esas dos carroñas. Esas llagas de la naturaleza animal y humana lo enfermaron durante un mes, que pasó en la enfermería. Como nos conocíamos, me hizo pedir por su madre. Me contó, si bien ingenuamente, que sus noches eran turbadas por sueños persistentes. Creía ver un ejército de pelícanos que se abatían sobre su pecho y se lo desgarraban. Después volaban hacia una cabaña en llamas. Comían a la mujer del trabajador y a sus hijos. Ennegrecido el cuerpo de quemaduras, el trabajador salía de la casa, se empeñaba en combate atroz con los pelícanos. Todos se precipitaban en la choza, que retumbaba al desplomarse. De la masa de escombros alzada -esta parte no faltaba nunca -, veía salir a su profesor de retórica, quien tenía en una mano su corazón y, en la otra, una hoja de papel donde se descifraban, escritas con trazos de azufre, la comparación del pelícano y la del trabajador, tales como las compuso el propio Musset. No resultó fácil, al principio, pronosticar el género de su enfermedad. Le recomendé callarse cuidadosamente y no hablar de ello a nadie, sobre todo a su profesor de retórica. Aconsejé a su madre que se lo llevara unos días con ella, asegurándole que se le pasaría. En efecto, me ocupé de ir allí cada día varias horas, y se le pasó. Es preciso que la crítica ataque la forma, jamás el fondo de vuestras ideas, de vuestras frases. Arreglaos. Los sentimientos son la forma de razonamiento irás incompleta que puede imaginarse. No bastaría toda el agua del mar para lavar una mancha de sangre intelectual.

Conde de Lautrémont

11 de marzo de 2018

Compruebo, con amargura, que sólo restan algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras tísicas épocas, Conde de Lautrémont


Compruebo, con amargura, que sólo restan algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras tísicas épocas. Desde los lloriqueos odiosos y especiales, patentados sin garantizar un punto de referencia, de los Jean-Jacques Rousseau, de los Chateaubriand y de las nodrizas en pantalón de los angelotes Obermann, pasando por los restantes poetas que se han revolcado en cl lodo impuro, hasta cl sueño de Jean-Paul, el suicidio de Dolores de Veintemilla, el Cuervo de Allan, la Comedia Infernal del polaco, los ojos sanguinarios de Zorrilla, y el cáncer inmortal. Una carroña, que pintó en otro tiempo, con amor, el morboso amante de la Venus hotentote, los inverosímiles dolores que este siglo se ha creado a sí mismo, en su voluntad monótona y repulsiva, lo han tornado tísico. Con la música a otra parte. Sí, buenas gentes, soy yo quien os ordena quemar, sobre una pala, enrojecida al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el pato de la duda, de labios de vermut, que derramando en melancólica lucha entre el bien y el mal, lágrimas que no brotan del corazón, hace en todas partes, sin máquina neumática, el vacío universal. La desesperación, nutriéndose, prejuiciosa, de sus fantasmagorías, lleva imperturbablemente al literato a la abrogación en masa de las leyes divinas y sociales, y a la maldad teórica y práctica. En una palabra, hace prevalecer en los razonamientos cl trasero humano. ¡Vamos, pasad la consigna! Uno se vuelve malvado, lo repito, y los ojos toman el color de los condenados a muerte. No retiraré lo que digo a continuación. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una joven de catorce años. El verdadero dolor es incompatible con la esperanza. Por grande que sea ese dolor, la esperanza se levanta cien codos por encima. Dejadme en paz, pues, con los indagadores. A tierra las patas, abajo, perras ridículas, fabricantes de confusión, farsantes. Aquello que sufre, que diseca los misterios que nos rodean, no espera. La poesía que discute las verdades necesarias es menos bella que la que no las discute. Indecisiones acérrimas, talento mal empleado, pérdida de tiempo: nada será más fácil de verificar.


Conde de Lautrémont

10 de marzo de 2018

Villemain es treinta y cuatro veces más inteligente que Eugénc Suc y Frédéric Soulié, Conde de Lautrémont


Villemain es treinta y cuatro veces más inteligente que Eugénc Suc y Frédéric Soulié. Su prefacio del Dictionnarie de l'Académie asistirá a la muerte de las novelas de Walter Scott, de Fenimore Cooper, de todas las novelas posibles c imaginables. La novela es un género falso, porque describe las pasiones por sí mismas: no hay allí conclusión moral. Describir las pasiones no significa nada; basta nacer un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera. No estamos de acuerdo. Describirlas para someterlas a una alta moralidad, como Corneille, es otra cosa. Quien se abstiene de hacer lo primero, conservándose capaz de admirar y comprender a aquellos a quienes es dado hacer lo segundo, sobrepasa, con toda la superioridad de las virtudes sobre los vicios, a quien hace lo primero. Basta que un profesor de los años superiores del secundario se diga: “Así me dieran todos los tesoros del universo, no quisiera haber escrito novelas como las de Balzac y Alexandre Dumas”, basta eso para que sea más inteligente que Alesxandre Dumas y Balzac. Basta que un estudiante a mitad de su bachillerato se haya convencido de que no se deben cantar las deformidades físicas intelectuales, para que; por eso sólo, sepa más y sea más capaz, más inteligente que Victor Hugo, si éste no hubiese escrito más que novelas, dramas y cartas. Jamás de los jamases escribirá Alexandre Dumas hijo un discurso de distribución de premios para un liceo. Ignora lo que es la moral. Esta no transige. Si lo escribiera, debería antes tachar de un plumazo todo lo que escribió hasta ahora, empezando por sus absurdos Prefacios. Reunid a un jurado de hombres competentes: sostengo que un buen alumno secundario de retórica sabe más que Alexandre Dumas hijo acerca de cualquier tema, incluso sobre la sucia cuestión de las cortesanas. Las obras maestras de la lengua francesa son los discursos de distribución de premios en los liceos y los discursos académicos. En efecto, la enseñanza de la juventud tal vez sea la más bella expresión práctica del deber, y una buena apreciación de las obras de Voltaire (ahondad en el término apreciación) es preferible a esas obras mismas. ¡Naturalmente! cuerpos docentes, conservadores de lo justo, no mantuvieran a las generaciones jóvenes y viejas en la senda de la honestidad y el trabajo. En el nombre personal de la humanidad llorona, y a pesar de ella, pues así es necesario, acabo de renegar, con voluntad indomable, y tenacidad de hierro, de su abominable pasado. Sí: quiero proclamar lo bello con una lira de oro, deducción hecha de las tristezas cretinas y los estúpidos orgullos que descomponen, en su fuente, la pantanosa poesía de este siglo. Hollaré con los pies las estancias agrias del escepticismo, que no tienen razón de ser. El juicio, una vez alcanzado el florecimiento de su energía, imperioso y resuelto, sin titubear un segundo en las irrisorias incertidumbres de una piedad mal situada, fatídicamente las condena, como un procurador general. Es preciso vigilar sin descanso los insomnios purulentos y las pesadillas atrabiliarias. Desprecio y execro el orgullo, así como las infames voluptuosidad de una ironía que, enemiga de las luces, desplaza la exactitud del pensamiento.
Algunos personajes, excesivamente inteligentes no corresponde que invalidéis este juicio mediante palinodias de gusto dudoso -, se han arrojado, perdida la cabeza, en brazos del mal. Es el ajenjo, no creo que sabroso, pero sí nocivo, lo que mató moralmente al autor de Rolla. ¡Desdichados los glotones! Apenas entrado en su edad madura el aristócrata inglés, se rompe su arpa bajo los muros de Missolonghi, tras no haber recogido en su tránsito sino las flores que abrigan el opio de los taciturnos aniquilamiento. Era más grande que los genios comunes, pero sien sus tiempos hubiese existido otro poeta dotado como él, en dosis parecida, de una inteligencia excepcional, y capaz de presentarse como su rival, aquél hubiese sido el primero en confesar la inutilidad de sus esfuerzos por producir disparatadas maldiciones, así como en reconocer que es exclusivamente el bien lo único que la voz de todos los pueblos declara digno de recibir nuestra estima. Lo cierto fue que no hubo quien pudiese combatirlo con ventaja. Esto es lo que nadie ha dicho. ¡Cosa extraña!, ni siquiera hojeando las colecciones y libros de su época, se encuentra un crítico que haya pensado en poner de relieve el riguroso silogismo anterior. Y no es aquel que lo sobrepasará quien puede haberlo inventado. Tales eran el estupor y la inquietud, antes que la admiración reflexiva, que producían obras escritas por una mano pérfida, pero que revelaban, sin embargo, las manifestaciones imponentes de un alma que no pertenecía al común de los hombres y se encontraba a sus anchas en las últimas consecuencias de uno de los dos problemas menos oscuros que interesan a los corazones no solitarios: el bien, el anal. No a todos es dado abordar los extremos, sea en un sentido, sea en otro. Ello explica por qué, elogiando sin segunda intención la maravillosa inteligencia de que él, uno de los cuatro o cinco faros de la humanidad, a cada instante da pruebas, se formulen, en silencio, múltiples reservas sobre las aplicaciones y el empleo, injustificables, que conscientemente le dio. No hubiese debido recorrer los dominios satánicos. La feroz rebelión de los Troppmann, los Napoleón 1°, los Papavoine, los Byron, los Victor Noir y las Charlotte Corday, será contenida a distancia de mi severa mirada. A esos grandes criminales, que lo son a tan diversos títulos, los aparto con un gesto.
Con lentitud que se interpone, pregunto: ¿a quién se cree engañar aquí? ¡Oh, caballitos de pallo de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Peleles de tripa de buey! ¡Cordeles usados! Que se acerquen los Konrad, los Manfred, los Lara, los marinos que se parecen al Corsario, los Mefistófeles, los Werther, los Don Juan, los Fausto, los lago, los Rodin, los Calígula, los Caín, los Iridión, las brujas infernales a imagen de Colomba, los Ahriman, los manitúes maniqueos, embadurnados de cerebro, que fermentan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades, consideradas como anormales, del antiguo Egipto, las hechiceras y las potencias demoníacas del medievo, los Prometeos, los Titanes de, la mitología fulminados por Júpiter, los Dioses Malvados vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros: toda la serie ardiente de los diablos de cartón. Con la certeza de vencerlos, tomo la fusta de la indignación y de la concentración que sopesa, y a pie firme espero a esos monstruos, como su domador previsto. Hay escritores rebajados, bufones peligrosos, juglares de tres al cuarto, mistificadores sombríos, verdaderos alienados que, deberían poblar Bicétre. Sus cretinizantes cabezas, que han sido desprovistas de una teja, crean fantasmas gigantescos, que bajan en vez de subir. Ejercicio escabroso; gimnasia especiosa. Grotesca maniobra de prestidigitador. Si os place, retiráos de mi presencia, fabricantes, por docena, de jeroglíficos prohibidos, donde antes yo no advertía de inmediato como hoy la connivencia con la solución frívola. Caso patológico de egoísmo formidable. A esos autómatas fantásticos, indicad vosotros, hijos míos, con el dedo, a uno y a otro, el epíteto que los pone de nuevo en su lugar. Si existiesen, bajo la plástica realidad, en alguna parte, serían, pese a su inteligencia reconocida, pero trapacera, el oprobio, la hiel de los planetas que habitaran, su vergüenza. Figuráoslos, un instante, reunidos en sociedad con sustancias que se les asemejaran. Es una sucesión ininterrumpida de combates, con la que no soñarían los bulldogs, los tiburones y los macrocéfalos cachalotes. Son torrentes de sangre, en esas regiones caóticas llenas de hidras y minotauros, y de donde la paloma, espantada sin remedio, huye volando con la mayor rapidez posible. Es un amontonamiento de bestias apocalípticas, que no ignoran lo que hacen. Son choques de pasiones, irreconciabilidades y ambiciones, a través de los aullidos del orgullo que no se deja ver, se contiene, y cuyos escollos y bajíos nadie, ni siquiera aproximadamente, podría sondear. Pero no se me impondrán más. Sufrir es una debilidad, cuando es posible evitarlo y hacer algo mejor. Exhalar los sufrimientos de un esplendor no equilibrado significa demostrar, ¡oh moribundos de las marismas perversas!, resistencia y coraje menores aún. Gloriosa esperanza, con mi voz y mi solemnidad de los grandes días te llamo a mis desiertos lares. Ven a sentarte junto a mí, envuelta en el manto de las ilusiones, sobre el trípode razonable de la pacificación. Como un mueble de desecho, te he arrojado de mi casa con un látigo de cuerdas de escorpiones. Si quieres convencerme de que has olvidado, al volver a mí, las penas que, bajo la señal de los arrepentimientos, te causé en otro tiempo, lo juro, trae entonces contigo, cortejo sublime -¡sostenedme, me desvanezco!-, las virtudes ofendidos y sus imperecederas rectificaciones.

Conde de Lautrémont

9 de marzo de 2018

III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)


III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y leí:
«Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten  cuidado tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de muchos
esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado». Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh pueblos!, cuando oís gemir el viento  invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las grandes  ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano».
«Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias».
Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las alas de la  juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en  el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus trompas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur,  contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos esp espantan, contra los sapos a los que trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden  en los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos  espantan  a  la  naturaleza toda.
¡Ay  del  viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como yo, como todos los otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De  haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón,  cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida:  quizá no sería tan malo.  Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres  que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta  para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo  de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo  que golpeara el yunque?

Conde de Lautréamont
III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

8 de marzo de 2018

Los lamentos poéticos de este siglo son sólo sofismas... Conde de Lautrémont


Los lamentos poéticos de este siglo son sólo sofismas.
Los primeros principios deben estar fuera de discusión.
Acepto a Eurípides y a Sófocles; pero no acepto a Esquilo.
No deis muestra de carecer del más elemental decoro ni de mal gusto hacia el creador.
Rechazad la incredulidad: será para mí un placer.
No existen dos géneros de poesía; sólo hay uno.
Existe una convención poco tácita entre el autor y el lector, por lo cual el primero se llama enfermo y acepta al segundo como enfermero. ¡El poeta es el que consuela a la humanidad! Los papeles se han invertido arbitrariamente.
No quiero ser difamado con el calificativo de fanfarrón.
No dejaré Memorias.
La poesía no es la tempestad, como tampoco el ciclón. Es un río majestuoso y fértil.
Sólo admitiendo físicamente la noche, se ha llegado a hacerla admitir moralmente. ¡Oh Noches de Young! ¡Cuántas jaquecas me habéis ocasionado!
No se sueña sino durmiendo. Palabras como sueño, nada de la vida, pasó por la tierra, el adverbio quizás, el trípode desordenado, han infiltrado en vuestras almas esa poesía húmeda de languideces similar a la podredumbre. Sólo hay un paso de las palabras a las ideas.
Las perturbaciones, las ansiedades, las depravaciones, la muerte, las excepciones en el orden físico o moral, el espíritu de negación, los embrutecimientos, las alucinaciones favorecidas por la voluntad, los tormentos, la destrucción, las lágrimas, las insaciabilidades, las servidumbres, las imaginaciones penetrantes, las novelas, lo inesperado, lo que no debe hacerse, las peculiaridades químicas del buitre misterioso que acecha la carroña de alguna ilusión muerta, las experiencias precoces y abortadas, las oscuridades con caparazón de chinche, la terrible monomanía del orgullo, la inoculación de los estupores profundos, las oraciones fúnebres, las envidias, las traiciones, las tiranías, las impiedades, las irritaciones, los despropósitos agresivos, la demencia, el soleen, los terrores razonados, las inquietudes extrañas que el lector preferiría no sentir, las muecas, las neurosis, las hileras ensangrentadas por las que se hace pasar la lógica que no tiene salida, las exageraciones, la falta de sinceridad, los parloteos, las vulgaridades, lo sombrío, lo lúgubre, los partos peores que los asesinatos, las pasiones, el clan de los novelistas de tribunales, las tragedias, las odas, los melodramas, los extremos presentados perpetuamente, la razón silbada impunemente, los olores de gallina mojada, las insipideces, las ranas, los pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, todo aquello que es sonámbulo, turbio, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco, tuberculoso, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto, hermafrodita, bastardo, , albino, pederasta, fenómeno de acuario y mujer barbuda, las horas repletas de desaliento taciturno, las fantasías, las acritudes, los monstruos, los silogismos desmoralizadores, las basuras, lo que es irreflexivo como el niño, la desolación, ese manzanillo intelectual, los chancros perfumados, los muslos con camelias, la culpabilidad de un escritor que rueda por la pendiente de la nada y se desprecia a si mismo con gritos jubilosos, los remordimientos, las hipocresías, las perspectivas imprecisas que os trituran con sus engranajes imperceptibles, los severos escupitajos sobre los axiomas sagrados, , la piojería y sus cosquilleos insinuantes, los prefacios insensatos como los de Cromwell, de la señorita de Maupin y de Dumas hijo, las caducidades, las impotencias, las blasfemias, las asfixias, las sofocaciones, las rabias; frente a esos inmundos osarios que con sólo nombrarlos enrojezco, es hora de reaccionar contra lo que nos ofende y nos doblega autoritariamente.
Vuestro espíritu es arrastrado perpetuamente fuera de quicio y sorprendido en la trampa de tinieblas construida con grosero artificio por el egoísmo y el amor propio.
Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la providencia este insigne favor. Más ¿quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos, sino como la alta y magnífica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacia largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable.
Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. El menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia.
Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza de un hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. "

Conde de Lautrémont

7 de marzo de 2018

II fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont



Canto Primero (II Fragmento)

He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi
propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increíbles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben.
También los he visto enrojecer o palidecer de vergúenza por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que los has creado con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podríamos contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída como acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cierto?, pues no tiene ningún sabor.
Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones, llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo que resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas?
Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto, y puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una batalla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado como una avalancha, te precipitarás desde la habitación vecina y harás el simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extraviados, y te pondrás a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe entre nosotros, y que tan raramente se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón cuando puede consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar?
¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima? Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quiero que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida a tu boca. Incluso de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me desgarrarás, sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio y los dos sufriremos ~, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con mi boca unida a tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.» Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano, pero habrás sido amado por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde podrás internarlo en un hospital, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo existo todavía!

Conde de Lautréamont
II fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

6 de marzo de 2018

I fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont


CANTO PRIMERO (I Fragmento)

Ruego al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica  rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de que penetres más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolentas y meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona razonable, que no está contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desprovisto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más próxima.
Después de haber mirado numerosas veces, con sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia), con su grito  vigilante demelancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, emprende así otro camino más seguro y filosófico.
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legitimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos deformes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices, esmesuradamente dilatadas por la inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso, pues se colmarán de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.
En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está Luego se apercibió de que había nacido perverso:¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Asi, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad...
¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes dela gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.
Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que, al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis...
Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y
perversos de su héroe estén en todos los hombres'.



Conde de Lautréamont
I fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

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