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4 de noviembre de 2022

El membrillo, Inés Arredondo

El membrillo
 
 
—¿Qué sentencia le das al dueño de esta prenda?
—Que bese a uno del sexo contrario.
Elisa se horrorizó al ver en las manos de Laura su anillo de colegio. Lo miró otra vez con la esperanza de haberse equivocado, pero a la luz de la hoguera el anillo brilló inconfundiblemente. Laura y Marta la observaban divertidas, los demás esperaban con una leve tensión que la lastimaba, y tras ella el mar indiferente la hacía sentirse más abandonada. No se atrevió a mirar a Miguel.
—Besar al novio no es tan desagradable, ¿no les parece?
La voz de Marta, la risa de Laura. Tenía ganas de gritarlo: “Nunca me han
besado”, pero que ellas lo supieran hubiera sido en ese momento la peor humillación.
Se levantó con una valentía torpe y lastimosa, le temblaban las comisuras y se
creía que sonreía; cerró los ojos sin darse cuenta al rozar con su boca los cabellos de Miguel. Marta y Laura soltaron una carcajada superior y un poco artificial.
—¿Eso es todo? ¡Pobre Miguel!
Era Laura. Miguel se la quedó mirando fijamente.
Tomó con ternura una mano de Elisa y la sentó a su lado. Hubo un silencio pesado.
Luego el juego continuó inocente como de costumbre, pero Elisa no podía evitar sentir una vaga vergüenza de sí misma, una pequeña angustia que le dejaba un hueco
en el pecho y la hacía rehuir las miradas.
Cuando fue hora de irse, Elisa y Miguel se retrasaron. Caminaron un rato en
silencio por la playa.
—Debes de perdonarlas, realmente no lo hicieron con mala intención,
simplemente estaban aburridas de la ingenuidad con que se jugaba. Piensa que son ya mayores y se divierten de otra manera.
—Tú eres de la edad de ellas. ¿Te aburres, Miguel? —al hacer la pregunta su voz era tímida, casi derrotada.
Él se paró para mirarla: su rostro frágil estaba angustiado, tenía los ojos húmedos.
La abrazó con fuerza, apretando la cabeza contra su pecho para protegerla de aquel pensamiento injusto; la separó lentamente y la besó en los labios. La ternura lo llenó todo, inmensa, sin fondo, y cuando se miraron quedaron deslumbrados al encontrarla reunida, presente, en los ojos del otro. Elisa sonrió en la plenitud de su felicidad y su pureza, dueña inconsciente de un mundo perfecto.
Alrededor de ese momento central fue viviendo los días siguientes, hacia adentro, cubriéndolo y recubriéndolo de sueños. La vida tranquila y perezosa de aquel pequeño lugar de veraneo era roca propicia, y ella se cerró sobre sí misma como una madreperla.
—¡Elisa! ¡Elisa, la pelota!
Se levantó con desgana, recogió la pelota y la devolvió al grupo gritando:
—Ya no juego.
Laura y Miguel todavía estaban dentro del mar, salpicándose y tratando de
hundirse mutuamente; apenas oía sus risas. La vitalidad de Miguel; se acostó de nuevo sobre la arena, con esa especie de suavidad mimosa que había en sus
movimientos cuando pensaba en él. Al sol, abandonada a sí misma, se quedó
adormilada hasta que la voz de Laura la vino a sacar de su modorra. Abrió los ojos incorporándose un poco y la miró caminar hacia ella con lentitud, moviendo acompasadamente su hermoso cuerpo. Traía las manos en la nuca, atándose sobre el cuello los dos tirantes de su breve traje de dos piezas.
—Caramba, niña, qué clase de novio tienes. Estábamos jugando en el agua
cuando se me desató el nudo de los tirantes y él, en lugar de voltearse, se me quedó mirando. No tiene importancia, pero te lo digo para que no creas que es tan caballeroso como aparenta.
Lo dijo casi si detenerse, al pasar. Elisa, anonadada, desentendida aún de su
herida nueva, vio alejarse a Laura y se dio cuenta de que no sentía rabia hacia ella,
sino una especie de respeto y tal vez un poco de envidia. Envidia… ¿porque Miguel la había mirado de aquella manera?… ¿Era ése Miguel?… No comprendía. No sabía nada de nada, nada de nadie. Estaba sola.
Sentada, dobló las piernas sujetándolas con los brazos, apoyó la barbilla en las rodillas y se quedó mirando el mar, indefensa.
Seguía así cuando Miguel llegó.
—¿Qué tal?
Estaba triste, era culpable. Se sentó a su lado, un poco encogido, también mirando el mar.
Por primera vez estaban en silencio sin compartirlo, cada uno condenado a su
propia debilidad, desamparados.
La madre de Elisa los llamó a comer. Se levantaron pesadamente y se acercaron a los demás. La madre los miró divertida.
—¡Qué caras! ¿Se pelearon?
—Es el sol, no nos pasa nada, mamá.
—Entonces vístanse porque ya van a servir la sopa.
Siguieron caminando en silencio por entre las casetas, pero antes de separarse se sonrieron con la misma sonrisa de siempre. Nada había cambiado.
Eso pensaba Elisa bajo la regadera: nada había cambiado. Cuando junto a las
casetas se había vuelto, encontró en los ojos de Miguel la misma ternura de aquella noche, acentuada ahora por la humildad y la angustia, y sintió una piedad alegre y satisfecha, un poco cruel, que la hizo sonreírle sin reservas, redimiéndolo. Desde ese momento todo había vuelto a ser como antes, y ahora no podía encontrar los pensamientos confusos y dolorosos de hacía unos minutos. Era un pequeño milagro,
imperfecto y humano, pero no se dio cuenta ni pensó más en ello mientras se vestía de prisa tarareando una canción.
Cuando se volvieron a encontrar él estaba fresco y resplandeciente, más que
nunca.
Se sentaron a comer en la mesa larga que, en el jacalón que servía de restaurante, se reservaba para las cuatro familias que formaban el grupo más unido. De las otras mesas venía un alboroto confortante y contagioso.
Laura entró tarde con aquel vestido azul que le sentaba tan bien y que tenía un escote generoso. Sin duda era diferente a las otras muchachas, daba la sensación de que iba cortando, separando el ambiente ajeno con disimulo intencionado.
Mientras saludaba se sentó junto a Marta que empezó a contarle algo. Laura no la escuchaba, comía lentamente mirando a Miguel con su sorna aguda y altanera. Él fingía disimulo, pero estaba profundamente turbado; se había olvidado de Elisa.
Marta tocó a Laura en el brazo para obligarla a contestarle, pero Laura siguió su juego durante toda la comida. A los postres dijo Miguel con un tono de descaro que no le conocían.
—Oye, dame un cigarrillo.
Él se lo ofreció.
—¿Y la lumbre?
Miguel se levantó encorvándose sobre la mesa. Su mano tembló un poco al
ofrecérsela. Ella lo sujetó por la muñeca con fiereza y lo retuvo así, muy cerca, hasta que dejó salir la primera bocanada de humo, lenta, acariciante, que rozó la cara de los dos con su tenue misterio moroso. Lo miraba a los ojos, fijamente, con una seriedad extraña y animal. Se dio cuenta de que los observaban y soltó una carcajada victoriosa.
—Qué buena actriz sería yo, ¿verdad? Pero Miguel no tiene sentido de la
actuación.
Se echó un poco sobre la mesa adelantando un hombro y entornó los ojos
exageradamente, imitando a las actrices del cine mudo. Pareció que sólo acentuaba el juego. Todos rieron menos Marta y la madre de Elisa. Laura miraba desafiante, desde un plano de una superioridad desconocida, a Miguel. Él bajó los ojos, derrotado.
Elisa, empequeñecida y tensa, los observaba.
Mientras, los demás se fueron levantando para ir a dormir la siesta. Marta se llevó a Elisa. El mar dormitaba.
—Marta, ¿tú crees que Miguel me quiere? —no lo hubiera querido preguntar
nunca, a nadie, ni a él mismo. Rompía lo sagrado. Se sentía cobarde.
—Sí, te quiere, y mucho, sólo que…
—¿Qué?
—No lo sé.
Pero lo sabía.
—¿Es culpa mía?
—¿El qué? No, tú eres una niña. Y Miguel te quiere más que a nadie, más que a nada, pero no me preguntes ya. Miguel es un idiota; aunque sea mi hermano, es un idiota.
Estaba furiosa, pero mientras gesticulaba y manoteaba se veía que era rabia de impotencia la suya. ¿Por qué estaba furiosa? ¿Qué era lo que sucedía?
Había nubes en el horizonte y entre ellas el sol se ponía despacio. El mar lento,
pesado, brillaba en la superficie con una luz plateada, hiriente, pero debajo su cuerpo terroso estaba aterido.
Elisa sentía dentro de su pecho esa marejada turbia. Hacía un momento había ido al centro del pueblecito a traer café para la cena y había visto a Miguel y a Laura salir de la nevería. Estaban radiantes, como dos contendientes que luchasen por vanidad,
seguros de una victoria común. Miguel era diferente de como ella lo conocía:
agresivo y levemente fatuo, con una voluntad de mando sobre Laura, con una
desenvoltura gallarda y un poco vulgar que ella no le había visto nunca. Era diferente, pero atractivo, mucho más atractivo de lo que había creído.
Eso, no haberlo visto bien, no haberlo descubierto, la humillaba más que el
haberlo perdido. Porque ahora sí estaba claro: Miguel prefería a Laura, y ella, Elisa, no podía oponer nada a lo definitivo. Lo único que supo hacer fue aplanarse, escurrirse, y después correr, correr hasta estar en la playa de su casa, frente al mar, sola. El mar se retorcía en la resaca final, lodoso, resentido. Elisa tenía frío. La agotaban el dolor y el asco, un asco injustificado, un dolor brutal. Temblaba, pero no podía llorar. Algo la endurecía: la injusticia, la terrible injusticia de ser quien era, de no ser Laura, y la derrota monstruosa de estar inerme, de ser solamente una víctima.
Ahora que todo había terminado veía que no quedaba casi nada de sí misma: ella era, había sido su amor, ese amor que ya no servía más. No era nada, nadie, sentía su aniquilamiento, pero no podía compadecerse, se odiaba por ser ella, solamente ella,
esa que Miguel había dejado de querer. “Por tu culpa, por tu culpa”; se repetía. “Por ser una niña”… tal vez, pero en todo caso por ser como era.
Pensó que su madre debía de estar planchando su disfraz para el baile de esa
noche… Ya nada tenía sentido; el futuro, próximo o lejano, estaba hueco,
ostentosamente vacío y ridículo. La borrachera de la desesperación la aliviaba: dejaba de pensar, aunque no pudiera llorar.
Oyó a su espalda la voz de su madre.
—Elisa, ¿has traído el café?… ¿Qué haces ahí? Ya es de noche.
Era verdad.
Se levantó con dificultad. La voz de su madre había apaciguado su desesperación.
Tal vez había sido mentira. Lo que era verdad, lo que estaba presente, sin ceder, era la tristeza.
Entró en la casa suavemente iluminada. Su padre, con el cigarro en la boca,
arreglaba los avíos de pesca y escuchaba distraído a la madre que hablaba desde la cocina. La miró con picardía, con aquella mirada de complicidad alegre que entre ellos era como una contraseña. Elisa se sintió indigna, extraña.
Puso la mesa maquinalmente.
—¿No viene Miguel a cenar? —preguntó su padre acercándose.
—No.
El padre se extrañó pero no preguntó nada, solamente se le quedó mirando, luego le sonrió y le hizo una caricia en la mejilla. El dolor la hirió más profundamente al pensar en la pena que tendría viéndola sufrir sin poder remediarlo.
—Tienes que darte prisa, ya deberías estar vestida —dijo la madre sentándose a la mesa. —No voy a ir, mamá.
—¿Cómo que no vas a ir? Tu traje está listo —la miró a los ojos y calló—.
Sírvete —le dijo con dulzura.
El padre y la madre hablaban entre sí simulando ignorar que ella estaba triste, pero sin darse cuenta bajaban el tono de la voz.
Cuando se oyeron los pasos de Miguel en el vestíbulo, Elisa se quedó quieta, sin respiración casi. Miguel entró vestido de Pierrot; estaba alegre. A Elisa le parecía estar viviendo una escena de otro momento, de un acto ya pasado. Él hizo un saludo teatral hasta el suelo y los padres rieron contentos y aliviados.
—¿No te has vestido? Apúrate. Pierrot no puede vivir sin su Colombina. ¿No ves cuánta falta le hace al pobre?
Aun vestido así resultaba raro oír a Miguel emplear ese tono falso. Quería estar simpático para hacerse perdonar una culpa que él creía secreta. Pero quería hacerse perdonar, eso era lo importante. Y estaba ahí, mirándola. Algo comenzó a zumbar en la cabeza de Elisa. No entendía nada, pero no le importaba. Fue corriendo a su cuarto, tenía la garganta apretada; la emoción martirizaba su cuerpo. Empezó a vestirse, de prisa, en un frenesí que poco a poco se le fue haciendo de alegría, de una alegría tan loca que la hizo reír por lo bajo a borbotones, con un poco de malignidad, con un mucho de liberación; daba vueltas por el cuarto, bailaba, se paraba, no sabía qué hacer con sus manos, con su dicha. Se contuvo: “Me espera, espera por mí, por mí”.
Tan natural y tan extraordinario. Se miró al espejo, agradecida, cariñosa consigo misma. Confiaba plenamente otra vez.
Cuando volvió a la sala estaba resplandeciente. No sabía cómo, pero había
vencido, era ciegamente feliz.
—¡Qué guapa eres!
Ronca, insegura, la voz de Miguel era completamente sincera, enteramente suya.
Cuando llegaron a la fiesta, la música, el calor y las luces los aturdieron. A Elisa le parecía un sueño todo, el estar ahí, con Miguel, el que todos les saludaban joviales, como si nada hubiese sucedido. En efecto, nada había sucedido. Algo cálido la inundó como un vino tibio bebido de golpe. Bailaban. Ella volvía a estar en el centro de ese mundo increíblemente equilibrado que había supuesto perdido para siempre.
De pronto, vestida de pirata, con sus claros ojos hirientes, apareció Laura entre las parejas; se acercó a ellos. Traía un membrillo en la mano. Miraba directamente a Miguel, ignorándola por completo. Miguel titubeó, se detuvo. La cara de Laura estaba casi pegada a la suya, sólo las separaba el membrillo que Laura interponía con coquetería.
—¿Quieres? —le dijo al tiempo que mordía la fruta, invitándolo, obligándolo casi a morder, también él, en el mismo sitio, casi con la misma boca. En sus ojos había un reto vencido; en su voz el mismo sabor agrio e incitante del membrillo. Miguel se estremeció. Pero Elisa había comprendido. Aquel olor, aquella proximidad de Laura y Miguel, anhelosamente enemiga, la habían hecho comprender. Suavemente acercó su cuerpo al de Miguel y eso tuvo la virtud de deshacer el hechizo. Bailando se alejaron de Laura. Elisa se dio cuenta vagamente de que el amor no tiene un solo rostro, y de que había entrado en un mundo imperfecto y sabio, difícil; pero se alegró con una
alegría nueva, una alegría dolorosa, de mujer.
 
 
Inés Arredondo
Inés Amelia Camelo Arredondo (Culiacán, Sinaloa, 20 de marzo de 1928 - Ciudad de México, 2 de noviembre de 1989) fue una escritora mexicana. Integrante del grupo de escritores conocido como Generación del Medio Siglo, grupo de la Casa del Lago o grupo de la Revista Mexicana de Literatura. En 1979 ganó el premio Xavier Villaurrutia por Río subterráneo.


 

3 de noviembre de 2022

El Estío, Inés Arredondo


El Estío, Inés Arredondo
 
Estaba sentada en una silla de extensión a la sombra del amate,mirando a Román y Julio practicar el volley-ball a poca distancia. Empezaba a hacer bastante calor y la calma se extendía por la huerta.
–Ya, muchachos. Si no, se va a calentar el refresco.
Con un acuerdo perfecto y silencioso, dejaron de jugar. Julio atrapó la bola en el aire y se la puso bajo el brazo. El crujir de la grava bajo sus pies se fue acercando mientras yo llenaba los vasos. Ahí estaban ahora ante mí y daba gusto verlos, Román rubio, Julio moreno.
–Mientras jugaban estaba pensando en qué había empleado mi tiempo desde que Román tenía cuatro años... No lo he sentido pasar, ¿no es raro?
–Nada tiene de raro, puesto que estabas conmigo –dijo riendo Román, y me dio un beso.
–Además, yo creo que esos años realmente no han pasado. No podría usted estar tan joven.
Román y yo nos reímos al mismo tiempo. El muchacho bajó los ojos, la cara roja, y se aplicó a presionarse un lado de la nariz con el índice doblado, en aquel gesto que le era tan propio.
–Déjate en paz esa nariz.
–No lo hago por ganas, tengo el tabique desviado.
–Ya lo sé, pero te vas a lastimar.
Román hablaba con impaciencia, como si el otro lo estuviera molestando a él. Julio repitió todavía una vez o dos el gesto, con la cabeza baja, y luego sin decir nada se dirigió a la casa.
A la hora de cenar ya se habían bañado y se presentaron frescos y alegres.
–¿Qué han hecho?
–Descansar y preparar luego la tarea de cálculo diferencial. Le tuve que explicar a este animal A por B, hasta que entendió.
Comieron con su habitual apetito. Cuando bebían la leche Román fingió ponerse grave y me dijo.
–Necesito hablar seriamente contigo.
Julio se ruborizó y se levantó sin mirarnos.
–Ya me voy.
–Nada de que te vas. Ahora aguantas aquí a pie firme. –Y volviéndose hacia mí continuó–: Es que se trata de él, por eso quiere escabullirse. Resulta que le avisaron de su casa que ya no le pueden mandar dinero y quiere dejar la carrera para ponerse a trabajar. Dice que al fin apenas vamos en primer año...
Los nudillos de las manos de Julio estaban amarillos de lo que apretaba el respaldo de la silla. Parecía hacer un gran esfuerzo para contenerse; incluso levantó la cabeza como si fuera a hablar, pero la dejó caer otra vez sin haber dicho palabra.
–... yo quería preguntarte si no podría vivir aquí, con nosotros. Sobra lugar y...
–Por supuesto; es lo más natural. Vayan ahora mismo a recoger sus cosas: llévate el auto para traerlas.
Julio no despegó los labios, siguió en la misma actitud de antes y sólo me dedicó una mirada que no traía nada de agradecimiento, que era más bien un reproche. Román lo cogió de un brazo y le dio un tirón fuerte. Julio soltó la silla y se dejó jalar sin oponer resistencia, comoun cuerpo inerte.
–Tiende la cama mientras volvemos –me gritó Román al tiempo de dar a Julio un empellón que lo sacó por la puerta de la calle.
Abrí por completo las ventanas del cuarto de Román. El aire estaba húmedo y hacia el oriente se veían relámpagos que iluminaban el cielo encapotado; los truenos lejanos hacían más tierno el canto de los grillos. De sobre la repisa quité el payaso de trapo al que Román durmiera abrazado durante tantos años, y lo guardé en la parte alta del closet. Las camas gemelas, el restirador, los compases, el mapamundi y las reglas, todo estaba en orden. Únicamente habría que comprar una cómoda para Julio. Puse en la repisa el despertador, donde estaba antes el payaso, y me senté en el alféizar de la ventana.
–Si no la va a ver nadie.
–Ya lo sé, pero...
–¿Pero qué?
–Está bien. Vamos.
Nunca se me hubiera ocurrido bajar a bañarme al río, aunque mi propia huerta era un pedazo de margen. Nos pasamos la mañana dentro del agua, y allí, metidos hasta la cintura, comimos nuestra sandía y escupimos las pepitas hacia la corriente. No dejábamos que el agua se nos secara completamente en el cuerpo.
Estábamos continuamente húmedos, y de ese modo el viento ardiente era casi agradable. A medio día, subí a la casa en traje de baño y regresé con sandwiches, galletas y un gran termo con té helado. Muy cerca del agua y a la sombra de los mangos nos tiramos para dormir la siesta.
Abrí los ojos cuando estaba cayendo la tarde. Me encontré con la mirada de indefinible reproche de Julio. Román seguía durmiendo. –¿Qué te pasa? –dije en voz baja.
–¿De qué?
–De nada –sentí un poco de vergüenza.
Julio se incorporó y vino a sentarse a mi lado. Sin alzar los ojos me dijo:
–Quisiera irme de la casa.
Me turbé, no supe por qué, y sólo pude responderle con una frase convencional.
–¿No estás contento con nosotros?
–No se trata de eso es que...
Román se movió y Julio me susurró apresurado.
–Por favor, no le diga nada de esto.
–Mamá, no seas, ¿para qué quieres que te roguemos tanto? Péinate y vamos.
–Puede que la película no esté muy buena, pero siempre se entretiene uno.
–No, ya les dije que no.
–¿Qué va a hacer usted sola en este caserón toda la tarde?
–Tengo ganas de estar sola.
–Déjala, Julio, cuando se pone así no hay quién la soporte. Ya me extrañaba que hubiera pasado tanto tiempo sin que le diera uno de esos arrechuchos. Pero ahora no es nada, dicen que recién muerto mi padre...
Cuando salieron todavía le iba contando la vieja historia.
El calor se metía al cuerpo por cada poro; la humedad era un vapor quemante que envolvía y aprisionaba, uniendo y aislando a la vez cada objeto sobre la tierra, una tierra que no se podía pisar con el pie desnudo. Aun las baldosas entre el baño y mi recámara estaban tibias. Llegué a mi cuarto y dejé caer la toalla; frente al espejo me desaté los cabellos y dejé que se deslizaran libres sobre los hombros, húmedos por la espalda húmeda. Me sonreí en la imagen. Luego me tendí boca abajo sobre el cemento helado y me apreté contra él: la sien, la mejilla, los pechos, el vientre, los muslos. Me estiré con un suspiro y me quedé adormilada, oyendo como fondo a mi entresueño el bordoneo vibrante y perezoso de los insectos en la huerta.
Más tarde me levanté, me eché encima una bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero.
Un chancleteo me hizo levantar la cabeza. Era la Toña que se acercaba. Me quedé con el mango entre las manos, torpe, inmóvil, y el jugo sobre la piel empezó a secarse rápidamente y a ser incómodo, a ser una porquería.
–Volví porque se me olvidó el dinero –me miró largamente con sus ojos brillantes, sonriendo–: Nunca la había visto comer así, ¿verdad que es rico?
–Sí, es rico. –Y me reí levantando más la cabeza y dejando que las últimas gotas pesadas resbalaran un poco por mi cuello–. Muy rico. –Y sin saber por qué comencé a reírme alto, francamente. La Toña se rió también y entró en la cocina. Cuando pasó de nuevo junto a mí me dijo con sencillez:
–Hasta mañana.
Y la vi alejarse, plas, plas, con el chasquido de sus sandalias y el ritmo seguro de sus caderas.
Me tendí en el escalón y miré por entre las ramas al cielo cambiar lentamente, hasta que fue de noche.
Un sábado fuimos los tres al mar. Escogí una playa desierta porque me daba vergüenza que me vieran ir de paseo con los muchachos como si tuviéramos la misma edad. Por el camino cantamos hasta quedarnos con las gargantas lastimadas, y cuando la brecha desembocó en la playa y en el horizonte vimos reverberar el mar, nos quedamos los tres callados.
En el macizo de palmeras dejamos el bastimento y luego cada uno eligió una duna para desvestirse.
El retumbo del mar caía sordo en el aire pesado de sol.
Untándome con el aceite me acerqué hasta la línea húmeda que la marea deja en la arena. Me senté sobre la costra dura, casi seca, que las olas no tocan.
Lejos, oí los gritos de los muchachos; me volví para verlos: no estaban separados de mí más que por unos metros, pero el mar y el sol dan otro sentido a las distancias. Vinieron corriendo hacia donde yo estaba y pareció que iban a atropellarme, pero un momento antes de hacerlo Román frenó con los pies echados hacia adelante levantando una gran cantidad de arena y, cayendo de espaldas, mientras Julio se dejaba ir de bruces a mi lado, con toda la fuerza y la total confianza que hubiera puesto en un clavado a una piscina. Se quedaron quietos, con los ojos cerrados; los flancos de ambos palpitaban, brillantes por el sudor. A pesar del mar podía escuchar el jadeo de sus respiraciones. Sin dejar de mirarlos me fui sacudiendo la arena que habían echado sobre mí.
Román levantó la cabeza.
–¡Qué bruto eres, mano, por poco le caes encima!
Julio ni se movió.
–¿Y tú? Mira cómo la dejaste de arena.
Seguía con los ojos cerrados, o eso parecía; tal vez me observaba así siempre, sin que me diera cuenta.
–Te vamos a enseñar unos ejercicios del pentatlón ¿eh?
–Román se levantó y al pasar junto a Julio le puso un pie en las costillas y brincó por encima de él. Vi aquel pie desmesurado y tosco sobre el torso delgado.
Corrieron, lucharon, los miembros esbeltos confundidos en un haz nervioso y lleno de gracia. Luego Julio se arrodilló y se dobló sobre sí mismo haciendo un obstáculo compacto mientras Román se alejaba.
–Ahora vas a ver el salto del tigre –me gritó Román antes de iniciar la carrera tendida hacia donde estábamos Julio y yo.
Lo vi contraerse y lanzarse al aire vibrante, con las manos extendidas hacia adelante y la cara oculta entre los brazos. Su cuerpo se estiró infinitamente y quedó suspendido en el salto que era un vuelo. Dorado en el sol, tersa su sombra sobre la arena. El cuerpo como un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo. No se entendía para qué estaba Julio ahí, abajo, porque no había necesidad alguna de salvar nada, no se trataba de un ejercicio: volar, tenderse en el tiempo de la armonía como en el propio lecho, estar en el ambiente de la plenitud, eso era todo.
No sé cuándo, cuando Román cayó al fin sobre la arena, me levanté sin decir nada, me encaminé hacia el mar, fui entrando en él paso a paso, segura contra la resaca.
El agua estaba tan fría que de momento me hizo tiritar; pasé el reventadero y me tiré a mi vez de bruces, con fuerza. Luego comencé a nadar. El mar copiaba la redondez de mi brazo, respondía al ritmo de mis movimientos, respiraba. Me abandoné de espaldas y el sol quemó mi cara mientras el mar helado me sostenía entre la tierra y el cielo. Las auras planeaban lentas en el mediodía; una gran dignidad aplastaba cualquier pensamiento; lejos, algún grito de pájaro y el retumbar de las olas. Salí del agua aturdida. Me gustó no ver a nadie. Encontré mis sandalias, las calcé y caminé sobre la playa que quemaba como si fuera un rescoldo. Otra vez mi cuerpo, mi caminar pesado que deja huella. Bajo las palmeras recogí la toalla y comencé a secarme. Al quedar descalza, el contacto con la arena fría de la sombra me produjo una sensación discordante; me volví a mirar el mar; pero de todas maneras un enojo pequeño, casi un destello de angustia, me siguió molestando.
Llevaba un gran rato tirada boca abajo, medio dormida, cuando sentí su voz enronquecida rozar mi oreja. No me tocó, solamente dijo:
–Nunca he estado con una mujer.
Permanecí sin moverme. Escuchaba al viento al ras de la arena, lijándola.
Cuando recogíamos nuestras cosas para regresar, Román comentó.
–Está loco, se ha pasado la tarde acostado, dejando que las olas lo bañaran. Ni siquiera se movió cuando le dije que viniera a comer. Me impresionó porque parecía un ahogado.
Después de la cena se fueron a dar una vuelta, a hacer una visita, a mirar pasar a las muchachas o a hablar con ellas y reírse sin saber por qué. Sola, salí de la casa. Caminé sin prisa por el baldío vecino, pisando con cuidado las piedras y los retoños crujientes de las verdolagas. Desde el río
subía el canto entrecortado y extenso de las ranas, cientos, miles tal vez. El cielo, bajo como un techo, claro y obvio. Me sentí contenta cuando vi que el cintilar de las estrellas correspondía
exactamente al croar de las ranas. Seguí hasta encontrar un recodo en donde los árboles
permitían ver el río, abajo, blanco. En la penumbra de la huerta ajena me quedé como en un refugio, mirándolo fluir.
Bajo mis pies la espesa capa de hojas, y más abajo la tierra húmeda, olorosa a ese fermento saludable tan cercano sin embargo a la putrefacción. Me apoyé en un árbol mirando abajo el
cauce que era como el día. Sin que lo pensara, mis manos recorrieron la línea esbelta, voluptuosa y fina, y el áspero ardor de la corteza. Las ranas y la nota sostenida de un grillo, el río y mis manos conociendo el árbol. Caminos todos de la sangre ajena y mía, común y agolpada aquí, a esta hora, en esta margen oscura.
Los pasos sobre la hojarasca, el murmullo, las risas ahogadas, todo era natural, pero me sobresalté y me alejé de ahí apresurada. Fue inútil, tropecé de manos a boca con las dos siluetas negras que se apoyaban contra una tapia y se estremecían débilmente en un abrazo convulso. De pronto habían dejado de hablar, de reír, y entrado en el silencio.
No pude evitar hacer ruido y cuando huía avergonzada y rápida, oí clara la voz pastosa de la Toña que decía:
–No te preocupes, es la señora.
Las mejillas me ardían, y el contacto de aquella voz me persiguió en sueños esa noche, sueños extraños y espesos.
Los días se parecían unos a otros; exteriormente eran iguales, pero se sentía cómo nos internábamos paso a paso en el verano.
Aquella noche el aire era mucho más cargado y completamente diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Ahora, en el recuerdo, vuelvo a respirarlo hondamente.
No tuve fuerzas para salir a pasear, ni siquiera para ponerme el camisón; me quedé desnuda sobre la cama, mirando por la ventana un punto fijo del cielo, tal vez una estrella entre las ramas. No me quejaba, únicamente estaba echada ahí, igual que un animal enfermo que se abandona a la naturaleza. No pensaba, y casi podría decir que no sentía. La única realidad era que mi cuerpo pesaba de una manera terrible; no, lo que sucedía era nada más que no podía moverme, aunque no sé por qué.
Y sin embargo eso era todo: estuve inmóvil durante horas, sin ningún pensamiento, exactamente como si flotara en el mar bajo ese cielo tan claro. Pero no tenía miedo. Nada me llegaba; los ruidos, las sombras, los rumores, todo era lejano, y lo único que subsistía era mi propio peso sobre la tierra o sobre el agua; eso era lo que centraba todo aquella noche.
Creo que casi no respiraba, al menos no lo recuerdo; tampoco tenía necesidad alguna. Estar así no puede describirse porque casi no se está, ni medirse en el tiempo porque es a otra profundidad a la que pertenece.
Recuerdo que oí cuando los muchachos entraron, cerraron el zaguán con llave y cuchicheando se dirigieron a su cuarto. Oí muy claros sus pasos, pero tampoco entonces me moví. Era una trampa dulce aquella extraña gravidez.
Cuando el levísimo ruido se escuchó, toda yo me puse tensa, crispada, como si aquello hubiera sido lo que había estado esperando durante aquel tiempo interminable. Un roce y un como temblor, la vibración que deja en el aire una palabra, sin que nadie hubiera pronunciado una sílaba, y me puse de pie de un salto. Afuera, en el pasillo, alguien respiraba, no era posible oírlo, pero estaba  ahí, y su pecho agitado subía y bajaba al mismo ritmo que el mío: eso nos igualaba, acortaba cualquier distancia. De pie a la orilla de la cama levanté los brazos anhelantes y cerré los
ojos. Ahora sabía quién estaba del otro lado de la puerta. No caminé para abrirla; cuando puse la mano en la perilla no había dado un paso. Tampoco lo di hacia él, simplemente nos encontramos, del otro lado de la puerta. En la oscuridad era imposible mirarlo, pero tampoco hacía falta, sentía su piel muy cerca de la mía. Nos quedamos frente a frente, como dos ciegos que pretenden mirarse a los ojos. Luego puso sus manos en mi espalda y se estremeció. Lentamente me atrajo hacia él y me envolvió en su gran ansiedad refrenada. Me empezó a besar, primero apenas, como distraído, y luego su beso se fue haciendo uno solo. Lo abracé con todas mis fuerzas, y fue entonces cuando sentí contra mis brazos y en mis manos latir los flancos, estremecerse la espalda. En medio de aquel beso único en mi soledad, de aquel vértigo blando, mis dedos tantearon el torso como árbol, y aquel cuerpo joven me pareció un río fluyendo igualmente secreto bajo el sol dorado y en la ceguera de la noche. Y pronuncié el nombre sagrado.
Julio se fue de nuestra casa muy pronto, seguramente odiándome, al menos eso espero. La humillación de haber sido aceptado en el lugar de otro, y el horror de saber quién era ese otro dentro de mí, lo hicieron rechazarme con violencia en el momento de oír el nombre, y golpearme con los puños cerrados en la oscuridad en tanto yo oía sus sollozos. Pero en los días que siguieron rehusó mirarme y estuvo tan abatido que parecía tener vergüenza de sí. La tarde anterior a su partida hablé con él por primera vez a solas después de la noche del beso, y se lo expliqué todo lo mejor que pude; le dije que yo ignoraba absolutamente que me sucediera aquello, pero que no creía que mi ignorancia me hiciera inocente.
–Lo nuestro era mentira porque aunque se hubiera realizado estaríamos separados. Y sin embargo, en medio de la angustia y del vacío, siento una gran alegría: me alegro de que sea yo la culpable y de que lo seas tú. Me alegra que tú pagues la inocencia de mi hijo aunque eso sea injusto, Después mandé a Román a estudiar a México y me quedé sola.
 
Inés Arredondo




 

2 de noviembre de 2022

La señal, Inés Arredondo


 La señal, Inés Arredondo
 
El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte
Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él.
Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral.
Siempre había estado ahí, pero sólo ahora veía que estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo, le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter limpio de capilla de montaña –de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró, sin pensar que entraba en una iglesia.
No había nadie, sólo el sacristán se movía como una sombra en la penumbra del presbiterio. No se oía ningún ruido. Se sentó a mitad de la nave cómodamente, mirando los altares, las flores de papel. . . pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba habitualmente en aquella banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear creer así, en el fondo, tibiamente, pero lo suficiente para vivir.
El sol entraba por las vidrieras altas, amarillo, suave, y el ambiente era fresco. Se podía estar sin pensar, descansar de sí mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó vacío, tranquilo, envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por las vidrieras.
Entonces oyó los pasos de alguien que entraba tímida, furtivamente. No se inquietó ni cambió de postura siquiera; siguió abandonado a su indiferente bienestar hasta que el que había entrado estuvo a su lado y le habló.
Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara, esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos grises y los párpados casi transparentes, de pestanas cortas, y la mirada, aquella mirada inexpresiva, desnuda.
—¿Me permite besarle los pies?
Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso, pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no tenía por qué mezclarlo, !no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo.
Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y el sacristán comenzó a encender con calma unas velas. Pedro balbuceo algo para excusarse. El hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían obligar a cualquier cosa, pero sólo pedían.
—Perdóneme usted. Para mí también es penoso, pero tengo que hacerlo.
Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién iba a hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse la humillación inhumana de que otro le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y de pureza cabe en el alma de un hombre. . . Tuvo piedad de él.
—Está bien.
—¿Quiere descalzarse?
Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos, estaba fuera de si, pero lucido, tan lucido que presentía el asco del contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzo.
Estar descalzo así, como él, inerme y humillado, aceptando ser fuente de humillación para otro. . . nadie sabría nunca lo que eso era. . . era como morir en la ignominia, algo eternamente cruel.
No miró al obrero, pero sintió su asco, asco de sus pies y de él, de todos los hombres. Y aún así se había arrodillado con un respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para ese ser, había dejado de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado.
Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos. . . Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel. . . Era amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez. . . El asco estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo, cuando lo rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración. Hasta eso había llegado para después
ener más tormento. . . No, no, los dos sentían asco, solo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse a pensar una vez, tan solo una vez, en la crucifixión.
El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo miró con sus ojos limpios y se marchó.
Pedro se quedo ahí, solo ya con sus pies desnudos, tan suyos y tan ajenos ahora. Pies con estigma.
Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del mundo y su pecado o la de una desolada redención.
¿Por que yo? Los pies tenían una apariencia tan inocente, eran como los de todo el mundo, pero estaban llagados y él solo lo sabía. Tenia que mirarlos, tenía que ponerse los calcetines, los zapatos. . . Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no poder ir descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno. Estaba llorando.
Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordaría cabalmente lo que había pensado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba.
 
 Inés Arredondo



Inés Amelia Camelo Arredondo (Culiacán, Sinaloa, 20 de marzo de 1928 - Ciudad de México, 2 de noviembre de 1989) fue una escritora mexicana. Integrante del grupo de escritores conocido como Generación del Medio Siglo, grupo de la Casa del Lago o grupo de la Revista Mexicana de Literatura. En 1979 ganó el premio Xavier Villaurrutia por Río subterráneo.

 

 

8 de febrero de 2021

Sombra entre sombras, Inés Arredondo




 Sombra entre sombras, Inés Arredondo
          
 
Para Conchita Torre
 
Antes de conocer a Samuel era una mujer inocente, pero ¿pura? No lo sé. He pensado muchas veces en ello. Quizá de haberlo sido nunca hubiera brotado en mí esta pasión insensata por Samuel, que sólo ha de morir cuando yo muera. También podría ser que por esa pasión, precisamente, me haya purificado. Si él vino y despertó al demonio que todos llevamos dentro, no es culpa suya.
Desde la ventana rota de uno de los cuartos de servicio, que hace tanto que nadie habita, miro pasar a un pueblo que no conozco. Ignoro quiénes son nuevos aquí y las facciones de los niños con que jugaba se han vuelto duras y viejas y tampoco puedo reconstruirlas. Pero ellos sí saben quién soy y por eso me tratan como lo hacen si intentosalir aunque sea a comprar una cebolla, para oler a calle, a aire. Aquí todo está cerrado y enrejado ¡como si aún se guardaran los tesoros que alguna vez en esta casa se encerró! Entre ellos, yo.
Ermilo Paredes tenía cuarenta y siete años cuando yo cumplí los quince. Entonces comenzó a cortejarme,  pero, como era natural, a quien cortejó fue a mi madre.
A base de halagos, días de campo de una esplendidez regia, de regalos de granos, frutas, carnes, embutidos y hasta una alhaja valiosa por el día de su cumpleaños, fue minando la resistencia de mi madre para que me casara con él. Tenía fama de sátiro y depravado.
-No, doña Asunción, no crea usted en chismes amamantados por la envidia. Yo trataré a su hija como a una princesa y seguirá siendo pura y casta, exactamente igual que ahora. Pero en otro ambiente social y moral, se entiende. He corrido mundo, pero sé aquilatar la limpieza del alma, y respetarla. ¿Y por qué he escogido a Laura? Por sus dotes y su belleza notable, sin duda, pero también por ser hija de una mujer tan virtuosa que no ha podido darle sino magníficos ejemplos. Usted lo verá, yo no mancharé a su hija ni con un mal pensamiento.
Mi madre vacilaba entre el consejo de las vecinas y la necesidad de poder y riqueza que sentía en ella misma. Cuando me habló de si quería o no casarme con él, a mi lo mismo me daba, pero al describirme el vestido de novia, la nueva casa que tendría y el gran número de sirvientes, que en ella había, pensé en la repugnancia que yo tenía hacia los quehaceres domésticos, y en la posibilidad de unirme después a un pobretón como nosotras, llena de hijos, de platos sucios y de ropa para lavar, y decidí casarme.  Ermilo no me importaba, ni para bien, ni para mal. Era un asiduo amigo de mamá y por eso debía ser un buen hombre.
Mí anillo de compromiso causó sensación entre mis amigas.
—“Déselo usted, a mi me daría miedo asustarla con un contacto y un presente que la turbarían” – oí desde la cocina cómo Ermilo se lo decía a mamá.  — “cásate, cásate.” “no te imaginas la cantidad de vestidos que te comprarías con este sólo regalo”, “y el tipo no es feo, viejo, pero no feo”, “y es tan fino”. “mira nada más el detalle de no dárselo él personalmente por no tocarte.”
Todo favorecía mi noviazgo menos las visitas tediosas de Ermilo que hablaba con mamá de cosecha, viejas historias, parentescos, y sobre todo, de sus propiedades y  subien provisto almacén.  Mamá estaba
 al día de todas las novedades y los precios que en él había, aunque no necesitaba pisarlo para nada porque todas las mañanas recibía una gran canasta con todo lo que podía desear.
El revuelo de sedas y organdíes, linos y muselinas, lanas, terciopelos, me enloquecía; probarme ropa; mirarme al espejo; abrir las cajas que venían de París me volvía loca, y pensaba y me regodeaba en esas cosas y en comer bombones mientras Ermilo y mamá charlaban.
Yo quería que mamá se viniera a vivir con nosotros pero ella, sonriendo con coquetería dijo el famoso dicho “el casado casa quiere” y la cara de Ermilo se quedó seria, como si no hubiera escuchado nada. Fue lo único que pedí y me fue negado.
Mi vestido de novia fue el más elegante que se había visto en el pueblo. La ceremonia, solemnísima, la ofició el propio señor Obispo. Luego hubo un banquete regio en el parque que estaba atrás de la casa, lleno de abetos y de abedules. En el jardín de enfrente se sirvió comida y se les dio dinero a los pobres para que rezaran por nuestra felicidad. A medida que caía la tarde mi madre y Ermilo se ponían cada vez más nerviosos. Yo no entendía por qué. Quizá por que terminaba aquel día de agitación con la marcha de los invitados.
Mi madre me arrastró tras unos arbustos.
-¿tienes miedo?- me preguntó.
-¿miedo de qué?
Pareció muy turbada. Al fin dijo: —de quedarte a solas con Ermilo.
—¿por qué? Él llevará la conversación y yo lo seguiré.
—Aunque no sea conversación, tú síguelo —el tono de voz de mi madre era medroso y de pronto me apretó contra su pecho y comenzó a sollozar—. Yo debí hablarte antes… pero no pude… Esta noche pasarán cosas misteriosas y tendrás que ser valiente—mi madre siguió sollozando un breve rato, luego compuso su rostro y se despidió de Ermilo. Fue la última en salir.
Aquellas frases entrecortadas de mi madre no me dieron miedo sino curiosidad, y una llamita de esperanza nació en mí: si había algo misterioso en aquella casa, mi relación con Ermilo sería menos aburrida.
Por la noche, a la hora de dormir, Ermilo me preguntó  que si sabía que debíamos dormir  juntos. No, no lo sabía. Entonces me tomó de la mano y con la suya y la mí en lo alto, como para danzar, subimos las escaleras al piso superior: -Nadie duerme en esta ala de la casa más que nosotros –dijo, y abrió una gran puerta. Ni en mis sueños más locos había imaginado yo una alcoba tan enorme, tan rica, llena de muebles y pesadas cortinas. El lecho era muy amplio y el rico cubrecama estaba recogido a los pies.
—Este es tu cuarto. El mío está enseguida –dijo. Instintivamente me senté en la cama para probar el colchón: era de pluma de ganso y el baldaquín hacía sombras chinescas a la luz de las velas mientras yo brincaba, ya sin zapatos, sobre ella.
—¡No hagas eso!-me gritó Ermilo con una voz de trueno que no le conocía. Me quedé petrificada. Bajé humildemente hasta la alfombra y esperé con mí vestido de novia nuevas órdenes
—.Ahora vas a ir a tu camarín, que está a la derecha y te desnudarás. Cuando estés desnuda te tiendes sobre la cama y me esperas. Pero no te tardes.
¡Desnuda! Sí que mi madre debió hablar antes conmigo. Llena de vergüenza me quité las alhajas y me desembaracé del vestido con sus mil brochecillos.
Cuando no tuve nada encima pateé la ropa que tenía a mis pies. Pero mi rabia se apaciguó ante el miedo de lo que podía suceder. De lo que sucedería quisiéralo  yo o  no.
Con los ojos bajos salí del camarín. Me tendí en la cama como se me había ordenado y fingiendo dormir, me quedé  inmóvil, con la espalda pegada sobre aquel colchón que tanto me había ilusionado. No pude resistir aquello y me tapé hasta el pelo con una sábana. Apreté los párpados.
No tuve que esperar. La sábana fue bajando muy lentamente y sentí que por mis cabellos, por mi cara, capullos frescos y olorosos me iban cubriendo: eran azares. La sábana siguió bajando hasta que todo mi cuerpo estuvo cubierto por aquellas flores.
Una embriaguez dulcísima se extendió por todos mis miembros. Ermilo comenzó a besar las flores, una por una, y yo no sentí sus labios sobre mi piel. Cubierta de frescura y perfume lo dejé que besara una a una las abiertas flores del limonero y, como ellas, me abrí. Sentí algo que acariciaba mis entrañas con una ternura y un dulce cuidado como el que había en acariciar con los labios los azahares. No hubo abrazos ni besos, ni sentí apenas el roce de su cuerpo sobre el mío. Diría más bien que una sombra me había poseído, muy para mi placer, únicamente para mi deleite. Después de mi gustoso y lento espasmo me quedé dormida entre mis flores, y nadie interrumpió mi sueño.
 Desperté perezosamente bien cubierta y al olor moribundo de las hijas de los limones reales. De cera, de seda, eran aquellos capullos abiertos como yo, en plena juventud. Ermilo asomó la cabeza por la puerta, como debía haberlo hecho muchas veces aquella mañana, pues el sol ya estaba alto, y  yo lo llamé con una voz profunda, nueva.
 —Ermilo, qué feliz soy. Pero quítame ya estas flores, me hacen sentir ahora como una amortajada.
—Amortajada estás ahora— me respondió y buscó mi boca con ansia, pero yo me esquivé: ni él, ni nadie me había besado nunca. Trató de echarse sobre mí, pero un asco feroz me hizo incorporarme en arcadas repetidas, hasta que me soltó.
—Poco a poco-— dijo—. Ponte una bata, que voy a ordenar tu desayuno.
Mi madre debía llevar horas espiando, porque apenas había salido Ermilo llamó a la campanilla con un furor urgente. La oí subir a trompicones la escalera y cuando calculé que su cara de luna iba a aparecer entreabriendo la puerta, eché ostensiblemente elcerrojo. Seguramente se quedó pasmada, pero como era culpable no se atrevió a dar de golpes a la puerta como hubiera hecho en otra ocasión. Yo me pasé parsimoniosamente a lo que desde ese día era mi cuartito de estar, contiguo a la alcoba, cerré con cuidado la puerta de comunicación que había entre ambos y abrí la que daba al pasillo. Mi madre permanecía aún en donde la había dejado con un palmo de narices. Luego me vio y se precipitó prácticamente sobre mí:
—¿Qué pasó?-quiso besarme pero yo no se lo permití.
—¿Qué no se lo permitiste? Entonces…
—Aquí está el desayuno, madre, ¿quiere tomarlo conmigo?
—Sí, claro, pero anoche…
—Muerda usted un croissant, están calientes y deliciosos.
—Pero, hija…
—Discúlpeme pero tengo mucho que hacer.
—¿Qué hacer?
—Bañarme y arreglarme. ¿le parece a usted poco?, ya es muy tarde. Ahora debo parecer una señora ¿o no es así?
Un rencor negro hacía que quisiera que mi madre se fuera lo más pronto posible, ni sabía bien por qué.
Eloísa me estaba esperando con un deleitoso baño tibio.
Tardé mucho tiempo en decidir el vestido y las alhajas que me pondría. Eloísa me peinó de un modo completamente nuevo: liso al frente con montones de bucles en la parte de atrás. El vestido me tapaba los zapatos y eso me estorbaba, pues estaba acostumbrada a usar falda hasta el tobillo, sobre las medias blancas y los zapatos sin tacón: ahora
Tenía que usarlos.
—La señora está preciosa— exclamó Eloísa juntando las manos.-gracias a ti Eloísa. Pero no sé qué hacer con la falda y los zapatos.
—Tómeme de la mano y demos vueltas por el cuarto, así se irá acostumbrando poco a poco.
Nos reímos bastante de mis tropiezos y presunciones de gallardía. Y me ayudó a bajar a un luminoso salón de la planta inferior cuando me anunciaron que Lidia y Ester me buscaban. Yo no quería otra cosa que lucir mis nuevas galas, ¿mejores? No, tenía una gama muy completa de ropa para decir que aquella era la mejor: apenas un vestido de diario.
Me vieron entrar con la ayuda de Eloísa y las dos se quedaron con la boca abierta, pero cuando Eloísa se marchó y quise acercarme a ellas, caí redonda sobre la alfombra. Las tres rompimos en carcajadas y volvimos a ser las amigas de siempre.
Todo se nos fue en comentar el suceso del día anterior: que si fulanita, que si sutanito y ¡ah! Los sorbetes y el pastel… todavía los rememorábamos con gula cuando discretamente llamaron a la puerta. Le pedí a Ester que abriera: no sabía cómo levantarme con mi nueva indumentaria. Era Simón, el mayordomo, que preguntaba si no queríamos tomar un refrigerio. Le dije lentamente que “por supuesto”. Momentos después entraron el propio Simón y dos criadas trayendo refrescos y toda clase de golosinas. Mientras nos servían di mi primera orden de ama de casa.-Simón, que nunca falten estas cosas en este lugar.-como mande señora.-y para mañana quiero sorbetes como los de ayer.-así se hará. En cuanto salieron, mis dos amigas se tiraron al suelo, riendo a carcajadas: “que bien lo hiciste…” “Estuviste espléndida”
Cuando el barullo pasó, nos dedicamos a saborear aquellas delicias: nueces confitadas, pastelitos de todas clases, pastas, bombones, caramelos, en fin, todo lo que se le ocurriera a uno pedir, o imaginar porque, por ejemplo, los dátiles no los conocíamos. Comimos y charlamos hasta reventar. Luego Lidia y Ester se fueron rápidamente por temor de que llegara Ermilo y nos encontrara en aquella orgía.
Sentada en el vestíbulo esperé la llegada de Ermilo: no sabía qué hacer.
Cuando llegó, no pareció sorprenderse por mi cambio. Me besó en la mejilla y me dijo quedo: “que hermosa eres, niña mía”. Ordenó que no nos sirvieran la comida en el gran comedor, sino en un pequeño salón de mesa redonda. Como no queriendo ayudarme, me tomó del brazo y me sostuvo hasta dejarme sentada en el silloncito. Al presentarme los platillos los rechacé uno a uno y cuando él insistió en que comiera algo dije secamente: “no tengo apetito”. No insistió. Había un silencio embarazoso.
— ¿Qué le dijiste a tu madre?
—Nada absolutamente.-
—Pues resulta que llegó al almacén descompuesta, llorosa, como si fuera a pedirme perdón por algo. Pero o no se supo expresar o yo no pude comprender. Nunca la había visto así. Lo único que entendí fue que estuvo aquí y te encontró muy extraña. ¿Extraña en quésentido?
—Bueno, me he casado y he dejado de ser la hija de mamá.
—Eso está bien, aunque debes de ser indulgente con ella, mimarla.
—¿No lo haces tú ya, por mí?
—Lo vi turbarse. Al fin, volviendo a su serenidad dura me dijo:
—Vamos a la biblioteca. Hay cosas que tienes que hacer.
—La biblioteca era enorme y estaba detrás del despacho de Ermilo.
—¿Ves todos esos libro? No los tienes que leer todos, pero sí una buena parte. Empezarás por pasajes de historia que puedas asimilar fácilmente. Hoy, por ejemplo, te vas a sentar y leerás todo lo relacionado con Enrique VIII de Inglaterra y sus esposas. Puedes tirar del cordón si deseas alguna cosa. Pero no te levantarás hasta haber terminado. Yo estaré haciendo cuentas en el despacho por si quieres preguntarme algo. Las palabras que no conozcas las puedes buscar en estos tomos que son diccionario. Pero ya te dije, si no comprendes algo, ve y pregúntamelo.
Juré no hacerlo. En cuanto a aquella prisión tan fieramente guardada, me sentí muy ofendida, y, sobre todo, humillada. Consuelo y Ana me habían ofrecido visita esta tarde y se lo dije, me contestó secamente “con decirles: la señora está ocupada, no puede recibirlas pero ella misma les mandará recado para que venga a acompañarla otro día, asunto arreglado: se lo advertiré a Simón”.
Casi destrocé el enorme globo terráqueo a patadas. Ermilo debió escuchar el estruendo de los libros al caer, pero puso oído de mercader.
Al fin, agotada, me quité los zapatos y me puse a leer los amores de Enrique VIII. Debo confesar que la lectura me iba gustando. Al finalizar la tarde entró un criado con un candelabro que puso a mi lado, junto con un refresco. Todavía pasaron horas antes de que Ermilo abriera la puerta y me preguntara:
—¿Terminaste?
—Sí. Pues entonces ya podemos cenar.
Esta vez cenamos en el gran comedor sin pronunciar una palabra. Esa noche, después de cepillarme el pelo, en lugar de ponerme el camisón para dormir, Eloísa comenzó a vestirme y peinarme de una manera estrafalaria, como si fuera a ir a un baile de máscaras.-
—¿Qué significa esto, Eloísa?
—Son órdenes del señor —contesto muy seria. Luego me llevó a la gran alcoba y me dejó sola.
Pasaron minutos largos, muy largos, hasta que Ermilo,  con su  gran panza, apareció vestido y coronado como rey; lo reconocí por un grabado que había visto esa tarde: era Enrique VIII. Lo recibí con una carcajada larga y alegre.
—¡Qué  buena idea! Yo nunca fui a un baile de máscaras.
—¡Silencio, esto es serio! Vamos a ver si aprendiste la lección de esta tarde: tú eres Ana Bolena. Y comenzó a recitarme palabras y versos de amor mientras me perseguía por la habitación con los brazos tendidos hacia mí.-
—Ya hemos llegado al acto de amor. Hagámoslo, querida mía. Será placentero para ti y para mí, puesto que estamos enamorados. Después seguiremos con la historia.
Cuando se acercó más a mí, le tiré con un tibor chino que encontré a mano. El tibor se rompió sobre su cabeza y rodó la corona. Comenzó a sangrar por la frente. Me asusté.-
—Adúltera, relapsa, hereje. Estás condenada a muerte –y sacó de entre sus ropas un verduguillo que vi resplandecer a la luz de las velas. Pero la sangre le cubrió los ojos. Pude llegar a la puerta: estaba cerrada con llave. Se limpió la cara con una sábana, y haciendo una tira con ella se envolvió la frente.
—Esto sí me lo pagarás con sangre –gritó. Yo me quedé petrificada. Me alcanzó con una mano, pero rasgando el vestido pude zafarme, y así seguimos, él tratando de asirme con sus manos, con sus uñas y yo huyendo, siempre huyendo. Hasta que me atrapó frente a la chimenea. Ambos estábamos jadeantes y nos quedamos mirando con odio. Luego me cogió fuertemente por el cuello y me obligó a ponerme de rodillas-. Aquí morirás –y para hacer mayor mi miedo, con el filo del verduguillo cortó todas las ropas por mi espalda y lo hundió en mi carne.
Se estremeció. Me levantó con sumo cuidado del suelo y me dijo: “¿pero que iba a hacer? Debo de estar loco, ángel mío”. Me apretó contra él. Yo jadeaba. Me fue calmando con sus manos sobre mi cuerpo semidesnudo. Luego comenzó a acariciarme y de pronto me sujetó por la trenza y me besó: metió su enorme lengua en mi boca y su saliva espesa me inundó. Sentí un asco mayor que el miedo a la muerte y desasiéndome como pude escupí su saliva espesa.
—Prefiero morir ahora mismo a que me vuelvas a besar con la boca abierta.
Contra lo que esperaba, se separó de mí, avergonzado y dijo quedamente: “no volverá a suceder. Pero tú, tú… ¿qué te he hecho esta noche?” se puso de rodillas y terminó de quitarme los harapos que colgaban de mi cuerpo. Me tomó en brazos y me llevó al gran lecho salpicado con su sangre. Me tocaba apenas con la yema de los dedos y musitaba incansablemente “mi belleza, mi belleza, mi belleza…” hasta que me quedé dormida.
—¡Dios mío! ¡Pero qué es esto! –exclamó Eloísa al verme sobre la cama ensangrentada.
—No pasa nada, nada –le aseguré.
—¿Nada? ¿El médico que mandó traer el señor en la madrugada? ¿Nada, y usted golpeada,llena de arañazos y con esa herida que le corre por la espalda?
—Con un buen baño se arreglará todo.
—¿Un baño?
—Sí, estoy molida, pegajosa. No quiero más que un baño, querida Eloísa. Y tú me lo vas a dar en este instante.
—Como mande la señora.
Se fue refunfuñando y yo traté de incorporarme. ¡Ay qué dolores! No sentía ni huesos ni pedazo de piel sanos. Un pie pisado, las rodillas y los codos sangrantes, arañazos por todo el cuerpo y mi cara. Entonces sí me levanté rápidamente a alcanzar un espejo: mi cara estaba arañada y golpeada. Mi palidez no era de ira, era de sufrimiento. Cuando me metí en la tina tibia, sentí un gran alivio, y después, cuando Eloísa puso árnica en mis moretones y un magnífico ungüento en mis heridas, me sentí mucho mejor.
—El doctor está esperando en la salita.
—Y me verá desnuda, no, mil veces no.
—Pero señora, él espera enviado por el señor, la herida es de cuidado…
—Eloísa, que no entre nadie, nadie. Solamente tú tráeme las comidas. Di que tengo una enfermedad contagiosa y que el doctor ha prohibido las visitas. ¡Ah! Y cuando vengan Lidia y Ester que las hagan pasar al salón de juegos y les sirvan sorbetes. A mí también me traes.
—Sí, señora —Y al verme macilenta, tirada en el diván, puso una cara muy triste y se fue para no estorbarme.
No terminé de desayunar, porque en mi habitación de estar mi madre estallaba como una bala de cañón.
-¿mi hija enferma? ¿Y la puedo ver? ¡Esto clama al cielo!… Aunque me contagie, aunque me muera, mi deber está en la cabecera de su cama. ¿Y quién eres tú, Eloísa, para impedírmelo? Ni tú, ni el doctor, ni nadie. Mi sagrado deber…
Gritaba tanto que con mi dolor de cabeza creí que ésta iba a estallar.
—Váyase madre, estoy muy bien atendida y sus gritos me mortifican. vuelva dentro de quince días, como dijo el doctor. Haga el favor de no gritar más.
Quince días son pocos y muchos. Mi madre venía cotidianamente y acurrucada delante de la puerta del saloncito lloriqueaba, gemía. Eso me ayudaba a comprender que ella me había vendido a sabiendas de la vida licenciosa de Ermilio que él ocultaba. A trozos, Eloísa me contaba lo que en pueblos cercanos hacía, y que nadie en la casona pensaba que se casaría y menos con una niña como yo. Al llegar al punto final de cada relato, Eloísa sollozaba.
A los quince días mi madre se presentó con todas las fanfarrias y gritos y amenazas. Yo tenía una fuerte jaqueca y los puntos de la herida que me supuraban, eran verdaderamente llagas. Había mandado decir a Ermilio que llamara al médico. Además, me sentía muy débil. Como pude llegué al saloncito y lo abrí. Me quedé en el vano, me desabroché la bata y la dejé caer.
—¡Quiere ver más? –y me volví de espalda.
—¡Cómo es posible que ese canalla…?
—Calle, madre. Con ese canalla me casó usted y con él vivo en esta casa donde no puede ser insultado su nombre. De él vive usted y hasta tiene una muchacha de servicio. No le conviene que nadie sepa esto. Métaselo en la cabeza: estoy enferma de una enfermedad dolorosa y contagiosa, y tengo prohibido recibir visitas. Hasta las suyas, porque me lastiman. No quise ver sus lágrimas y me volví a mi diván sin recoger la bata. Eloísa cerró. Me puso otra bata y me dejó reposar. Por la tarde mandé preguntar a Ermilio como se encontraba y a pedirle algunos libros que considerara que yo debía leer. Vino en persona a traérmelos y de rodillas ante mi diván me pidió mil veces perdón, besando mis manos semidesolladas. Venía con un gorro alto de astracán, que no tenía nada que ver con la estación. Su cara estaba roja e hinchada. Pero ambos callamos sobre su herida y las mías. Las cicatrices que nos hicimos perdieron importancia.
A partir de ese día hicimos un pacto silencioso en el que yo aceptaba de vez en cuando sus fantasías y él acataba mis prohibiciones, y se puede decir que fuimos felices más de veinte años. Yo aprendí a andar en caballo para ir a visitar las posesiones más retiradas de Ermilio. Aprendí también el movimiento de la tienda, a rayar, a hacer las cuentas, en fin, todo lo que podía aprender una propietaria. No tuvimos hijos.
De vez en cuando llegaban a mí rumores de que Ermilio había armado una bacanal enun pueblito cercano. Yo fingía no escuchar. Pero cuando cumplió sesenta y ocho años la orgía irrefrenada pareció una afrenta porque sucedió allí mismo, en el pueblo, en el campamento de unos gitanos que no tuvieron inconveniente en desnudarse y dejarse manosear. Se supo hasta que cohabitó con el más joven. Todos bien pagados, todos contentos. La fiesta duró tres días.
Muy temprano, al cuarto día, tomaba yo providencias para ir a “La esmeralda”cuando llamaron reciamente a la puerta. Simón fue a abrir y yo me quedé parada esperando a ver quién era. Oí que Simón discutía con alguien.
—Déjalo pasar –ordené.
Entró un hombre alto, al que no pude ver la cara porque de su hombro sobresalía la panza y a su espalda colgaba la cabeza de Ermilo.
-póngalo en el suelo –le ordené y tuve que volver la cabeza y taparme la boca para no vomitar al ver tanta inmundicia.
—Tenga la amabilidad de subirlo, porque pesa mucho, y ya en su cuarto déjeselo a Simón. ¡Ah! Báñese usted allí mismo y que le den ropa limpia para que se cambie –dije sin volverme.
Pedí una taza de té para aplacar mi estómago. ¿Cómo decirlo? Lo vi en lo alto de la escalera: fuerte, rubio, ágil, seguro de sus movimientos y con un dejo desdeñoso en la cabeza que me recordó el grabado de alguien de alguien. ¡Aquiles! Era lo más bello vivo que había visto.
La boca me sabía a miel. Vino hacia mí y sus ojos azules llenaron mi alma de luminosidad. Tuve que sentarme.
—La señora está servida y yo agradezco este magnífico vestido.
—Calle, calle usted. Nosotros somos los agradecidos, y no sé cómo pagarle el bien que nos ha hecho.-
—…el pobre señor…nadie quería acercársele… alguien me dijo cómo se llamaba y dónde vivía, y lo traje. Cualquiera tiene una desgracia.
—Pero esto no fue una desgracia y usted lo sabe.
Sus ojos se fijaron en los míos.
—Hay diferentes tipos de desgracias –dijo muy seguro.
—Acompáñeme usted a desayunar, tenga la amabilidad.-
—La bondad es suya y no está bien…
—En esta casa yo digo  lo que está bien y lo que está mal.
—Estoy a sus órdenes.
Yo, mandándolo, cuando lo que quería era ser su esclava.
Durante el desayuno me dijo que se apellidaba Simpson por su padre, que había sido inglés. Su madre era de nuestra tierra, pero cuando él tuvo doce años su padre se empeñó en que se alistara en la marina mercante inglesa. Ambos fueron a Europa a arreglar el asunto y éste quedó solucionado a gusto de su padre. Como aprendiz de marino fue un fracaso y me contó algunas anécdotas chuscas que me hicieron reír a carcajadas, cosa que hacía muchos años que no hacía y que puso nerviosas a las sirvientas.
—Quiero que me acompañe a “La Esmeralda”, me puede ser útil.
—Para servirle a la señora… pero tengo que entregar el carro de heno en el que traje al señor. Un hombre de buen corazón, sin conocerme, me lo confió.
—Vaya usted, vaya usted, yo todavía tengo cosas que ordenar aquí. Por supuesto que era mentira, y empleé el tiempo en emperifollarme. Cantaba y Eloísa se burlaba de mí porque desafinaba dos de cada tres notas. Pero no  me importaba.
—¿Está contenta la señora porque el señor volvió a casa?
Me paré en seco.
—Sí, Eloísa… y ve a decir que ensillen el canelo y el alazán.
Eloísa  salió y yo me sumí en un dolor profundo. Simpson tendría veintidós o veintitrés años y yo estaba atada a Ermilo, tenía treinta y seis años, aunque no  los aparentaba ni por asomo. Pero  ¿ qué era aquello? Aquellas ganas de reírme y ser feliz, ¿eran pecado? Mas sabía en el fondo de mí que me mentía, que era Simpson, Simpson el que me sacaba de mi manera de ser.
Muy reposada tratando de aparentar majestuosidad, bajé lentamente, cuando me comunicaron que “el joven había regresado” Lo saludé con la cabeza y la pluma que pendía del sombrerito tembló ligeramente, como burlándose de mi.
—Vamos —dije con plena autoridad. El me siguió.
Me siguió  por el camino sin pronunciar palabra ni que preguntar a que íbamos, a qué iba él.
Antes de llegar  a la “Esmeralda” emparejé mi caballo al suyo y le pregunté a quemarropa.
—¿Quiere  usted trabajar?¿Sabe de labores de campo?
—Un poco, pero puedo aprender de prisa.
—Esta bien. —Y fustigando mi caballo, me alejé de nuevo de él.¡ Cuanto me costaba!
Al ruido de los caballos, Jerónimo salió cojeando de su choza y al verme puso una rodilla en tierra.
Frene mi caballo y antes de que me diera cuenta las fuertes manos de Simpson me tomaron de la cintura y me pusieron en tierra.
—No vuelva a hacer eso. —le dije con rudeza.
Jerónimo con su brazo y su muslo vendados gritaba “¡Vino la señora, vino!;¡la señora! ¡vino a verme!
—A eso he venido, y a traerte ayuda, le dije condescendiente. Vamos adentro a ver las heridas.
—Fue un descuido, señora, un parpadeo.
—Cállate ya y déjame verte. —Con el mayor cuidado, fui quitando los trapos sucios y vi con horror las profundas heridas infectadas.
—Traiga las faltriqueras —ordené a Simpson. Él lo hizo.
Comencé a curar con el mayor cuidado posible. Desinfecté a conciencia y Jerónimo  se contorsionó y se mordió los labios para no gritar. Simpson lo sostenía, Jerónimo se desmayó y puede curarlo con mayor soltura y eficacia.
—Lo bueno es que no tiene fiebre —Me dijo Simpson.
—Pues si no lo llevamos al pueblo, no solo tendrá fiebre, sino que será necesario amputar.
—¡No! ¡Eso no! —gritó él— Y Ahora no tenemos en que llevarlo, con lo debilitado que está. Yo me quedaré y lo cuidaré hasta que esté sano como un roble. Sé hacerlo. En el mar se aprenden muchas cosas. También puedo cazar para sostenernos.
—Eso no será necesario. Yo vendré o enviaré lo que haga falta. Sabe usted escribir ¿verdad? Pues por  recado hágame saber sus necesidades. Las de ambos.
Cuando Jerónimo se repuso un poco comimos “pechugas de ángel” como decía él y lo hicimos beber un poco más de lo necesario.
De vuelta a casa encargué el asunto a Fulgencio, el jefe de campo y me dispuse a seguir mi vida de siempre.
No vi en quince días a Ermilo, que según supe había mandado a llamar al médico, y eso fue un gastaran descanso para mí.
En casa no podía estar así que visité “Santa Prisca” “El matorral” “ La acequia”. Pero la culpa era del alazán siempre. Pardeando la tarde llegamos a la “Esmeralda” a preguntar nada más por el enfermo. Mejoraba de hora en hora, y como se hacía tarde Simpson me acompañaba de regreso; al paso de los caballos, contándome sus historias.
Cuando sentía yo ver las lucecitas del pueblo.
 —Hasta pronto.
—Hasta pronto señora.
Y siempre me quedaba con la impresión de que iba a decirle, “Hasta nunca Simpson”
Ésa fue mi intención cuando decidí  dejar de ir.
Después de las lágrimas y las peticiones de perdón, Ermilo y  yo seguimos la vida de siempre, la de tantos años en común, pero sin contacto sexual.
Un día salió Ermilo vestido de campo, pero en el carrito de dos caballos: ya no montaba” va inspeccionar alguna propiedad importante” pensé.
Cuando regresó por la tarde venía mas gordo que de costumbre, resplandeciente. Me llamó a la biblioteca.
—¡Seremos ricos como Creso! Y tú sin decirme nada de ese señor Simpson. ¡Él nos hará miles de  veces millonarios! —y dio vuelta al globo terráqueo— ¿ Qué quieres? ¿Samarcanda? ¿El golfo Pérsico? ¿Tripoli? ¿Madagascar? ¿China? ¿Japón? ¿Tonkin? ¿Corea?… Todo lo tiene en sus manos. Trabajó muchos años en la marina mercante inglesa y tiene cientos de contactos y sabe las rutas, las compañías navieras que hay que utilizar. Además como es natural domina el inglés y podrá escribir a todo el mundo. Ya no seremos comerciantes, sino distribuidores… Y tú te lo llevas a cuidar a Jerónimo, jajaja
        Yo ya veía a Simpson alternando con nosotros y un miedo mortal me hizo exclamar:
—¿Para qué queremos tanto dinero? Tenemos más de lo que pudiéramos gastar en toda nuestra vida y aún quedaría para darle la vuelta al globo y dejar herencias considerables a familias necesitadas.
—¿Pero tú sabes lo que da el poder del dinero?
—No.
—La humillación de todos los demás.
Simpson se vino al almacén a trabajar como loco. Dormía en un cuarto del entresuelo del ala de la casa donde estaban nuestras habitaciones, pero venía de noche cuando ya dormíamos.
Dormir es decir mucho en mi caso, porque desde que Simpson llegó apenas puedo hacerlo. Fui a ver al médico que sin preguntarme los motivos del insomnio —conocía como todo mundo a Ermilo— me dio una botellita para tomar cinco gotitas por la noche. Así lograba un suelo leve después de que oía como Simpson cerraba las cerraduras de la casa. Luego sus pasos y por fin el silencio.
Cuando comenzaron a llegar las maravillas de Oriente tuve que ir al almacén a verlas. Pero sólo veía los movimientos elásticos de Simpson mostrándomelas. Ermilo estaba presente.
—Escoge algo…encapríchate con alguna cosa —me animaba.
Pero yo no podía ver  más que los ojos de Simpson. El  me llenó de telas perfumes, de objetos, explicándome siempre de dónde procedían. Yo me los lleve porque venían de sus manos. Cuando hubieron llegado varios embarques, Ermilo organizó una gran exposición en nuestra casa e invitó a ella a todos los comerciantes solventes de la región. Los compradores de alhajas se quedaron a dormir  en el ala sur de la casa.
Eñ negocio fue redondo.
Por la noche una vez desmantelada la exposición  se dio un gran baile.
Sórdida, escondida en el hueco de un balcón, miré como las mujeres asediaban a Simpson. Podría escoger a quien quisiera para amante o para esposa, pero Simpson parecía no darse cuenta. Era gentil con todas pero con ningun en especial.
Cuando vi aquello salí de mi escondite y me mezcle con los invitados.
Mis amigas de la infancia me rodearon.
   Mañana vendremos a ver tus maravillas.
   Oye y que guapísimo es tu socio
   Y agradable.
Hacía el final de la fiesta comencé a beber Champaña. Mucha Champaña hasta que  Simón me llevó a su cuarto y me cubrió con una cobija.
La luna está  sucia de nubes negras. Enciendo la vela y las sombras de las cosas se me echan encima causándome más miedo. Todo me acusa por lo que sufro, comprendo que mi miedo no es más que un remordimiento disfrazado, que mis cosas queridas me rechazan con repugnancia por sentir el amor que siento. Mi amor, sin embargo, no se bambolea como me bamboleo yo.  Me echo encima la capa de terciopelo verde olivo y sin pensarlo camino por los corredores y las escaleras como una sonámbula que da traspiés y se bambolea rítmicamente. Abro la puerta del cuarto de Simpson. Lo que veo me deja petrificada: Simpson y Ermilo hacen el amor.
Pero no tengo tiempo de salir de mi estupor. Ermilo ha cerrado la puerta y grita como un poseso.
   Te dije que algún día vendría … que vendría… está loca por ti
Me arranca la capa y me desgarra la ropa
   Ya verás que hermosura es , esta hija de… ya verás que hermosura
Mientras me desnuda con manos torpes, simson hinca una rodilla ante mi, me besa la mano y dice muy dulcemente “ Mi señora”. Yo miro sus ojos de niño y olvido lo que he visto un poco antes.
Estoy desnuda. Ermilo salta sobre sus piernas chatas y flacas.
       —¡Ya los tengo! ¡Ya los tengo! —grita a todo pulmón— ¡ Ahora a la piel de oso, donde las llamas den reflejos a sus cuerpos! —y saca su cinturón y comienza a azotarlo por el suelo.
      —¡Rápido enamorados, porque se hace tarde!
Leche y miel bajo su lengua fina. Delicia en mis dedos al tocar su piel. Simpson me recorre con sus manos con su  boca abierta. Todo es lento y frenético al mismo tiempo. Parecía que los dos habíamos  esperado  desde siempre este encuentro. Descansamos un poco para mirarnos con un amor sin fronteras y volvemos a  acariciarnos como si para eso fuera hecha la eternidad. Cuando me posee saco conocimientos de no sé donde para moverme rítmicamente, luego de un rito largo, muy  largo, quedamos extenuados uno sobre otro, acariciándonos apenas con dulzura infinita.
Hasta entonces me doy cuenta de que Ermilo nos ha estado mirando y fustigando con un gran cinturón y palabras soeces. No me importa.
Nos incorporamos porque el cinturón de Ermilo nos obliga
       —Muy bien muchachos, muy bien. Tú no sabias lo que era esto ¿verdad querida? Pero ahora sabrás muchas cosas más.
Alarga hacia nosotros sendas copas de champaña. Nos incorporamos y yo me siento muy mal desnuda. Sirve más champaña, una copa, y  otra y otra ¿Cuántas? Charla sin cesar: “No lo llames Simpson, su nombre de pila es Samuel””Como ahora tendremos relaciones más intimas nos iremos, desde mañana,  a celebras nuestras fiestas en tu alcoba que es mucho más bonita que esto”” ¡Ah! Samuel, Samuel, cuánto conoces de hombres y de mujeres”. No sé cuánto tiempo ha transcurrido  ni me importa lo que Ermilo dice. Yo escondo mi dicha tras las copas de champaña. Pero no es el alcohol lo que me emborracha: es el  amor de Samuel, es el placer que ha sabido darme.
En un momento dado,  Ermilo estalla por centésima vez su cinturón.
      —Basta de descansar. Ahora seremos los tres los que disfrutemos y yo seré el primero en montarla ¿ eh Samuel?
 Yo me encojo de terror pero ya estoy en el circulo infernal y glorioso: Lo he aceptado.
Al mediodía siguiente despierto con dolor de cabeza y Eloisa me regaña dulcemente  por haber bebido mas champaña del debido. Va a la cocina a traerme una pócima para mi malestar. Le pido que no abra las cortinas.
Me quedo quieta, en una contradicción terrible de sentimientos.Me he portado como una descarada y una mujer sin escrúpulos. Lo que me molesta es compartir mi placer con Ermilo, a quien desde este momento detesto. Y compartir mi cuerpo entre dos hombres me avergüenza profundamente, sean estos hombres quienes sean. Pero el placer con Samuel , y las caricias disimuladas pero llenas de amor que recibí de él, mientras estábamos con Ermilo… mi carne vuelve a encenderse de deseo y siento que lo volvería hacer mil veces con tal de estar en los brazos de Samuel. Ya se llama Samuel, ya no es el señor Simpson y por otra parte Ermilo no sólo  lo ha permitido, sino que lo ha propiciado. A pesar de que sus caricias asquerosas, pienso que en el pasado las he tenido que soportar igualmente, sin tener un cómplice que no sólo las aligera, sino que las borrará con las suyas propias. Pienso todo eso,  pero me siento moralmente mal, físicamente mal, y me cubro con la sábana hasta la cabeza. —“Estás amortajada querida” me había dicho Ermilo a la mañana siguiente a nuestro casamiento… Pues no, ya no estaba amortajada por el vejete, sino viva, muy viva con mi amor por Samuel.
Después de tomarme el horrible menjurje hecho por Eloísa, me siento mucho mejor. Aunque con las cortinas bajas porque no quiero enfrentarme con el sol. El sol y yo  ya no podemos ser amigos. Yo pertenezco a la luna menguante y siniestra.
Me baño muy lentamente y Eloísa se molesta un poco por mis movimientos torpes y desganados. No puede hacerme probar bocado. Le pido que me deje en bata, sola.
La lucha dentro de mi continúa. No es fácil olvidar los principios de toda una vida por más justificaciones y amor que haya  por el lado contrario.¿ Qué pensarían mi madre o mis amigas si supieran lo que había sucedido? Lo que hubiera pensado yo apenas unos meses antes: nada, no lo hubiera comprendido, me hubiera escandalizado al máximo y hubiera llamdo,  por lo menos degenerada a la que tal había hecho. Y ahora esa degenerada era yo. Pero Samuel,  Samuel… De seguro que ni mi madre ni mis amigas habían ni siquiera soñado un amor así.
Eloísa entró con un paquete que habían mandado del almacén para mí. Esperé a que se fuera para abrirlo: era un aderezo de rubies que traía una tarjeta que decía así: “Mi amor es más grande que el tuyo porque para conseguirte, he tenido que llorar rojas lagrimas de humillaciones sin nombre  Samuel”.
Poco después llegó un paquete más pequeño con un anillo que hacía juegos con el aderezo: “Para la puta más bella que he conocido. Ermilo” Estaban de acuerdo. Eloísa vino a decirme que el Señor y el señor Simpson vendrían a comer y que era necesario que me vistiera inmediatamente. Me negué. Mandé a decir que los esperaría a cenar. Yo mandaba en todo esto.
Por la tarde atendí con alegría a las amigas que habían venido a ver “mis maravillas”. Nada les impresionó tanto como mi conjunto de rubíes. Charlamos ycomimos golosinas hasta bien entrada la tarde.
Esa noche me puse un vestido negro escotado y los rubíes. Eloísa estabaconfundida porque ni el día anterior para la fiesta me había hecho arreglar con tanto esmero. Bajé triunfante. Los dos nombres se deshicieron en cumplidos.
Mientras comíamos, Simpson y yo no nos recatamos para mirarnos con amor y alguna vez rozamos las manos. Cuando terminamos, Ermilo preguntó si estaba encendida la chimenea de mi cuarto; hizo que la prendieran y ordenó que los licores y el champaña los subieran a mi dormitorio. Los sirvientes se quedaron pasmados.-esa habitación me gusta mucho, y ahora que le señor Simpson es de la familia, no tiene nada de raro que tomemos una copa allí. Al calor del hogar. Cuando suban el servicio se pueden retirar todos a dormir. ¡Ah! y les anuncio que desde hoy ganarán ustedes doble sueldo. La escena de la noche anterior se repitió casi punto por punto más apaciblemente porque Ermilo no tuvo que romper mi ropa, sino que Samuel me la fue quitando en medio de abrazos y besos llenos de pasión. Emilo hacía chasquear su cinturón como un domador de circo y realmente se desesperaba por entrar en acción.
La servidumbre no cayó, como había supuesto Ermilo que lo haría, dándoles sueldos fabulosos. Todo el pueblo supo que algo raro pasaba en nuestra casa, y todos sospechaban de qué se trataba. Como suele suceder en estas cosas, mi madre fue la última que se enteró de las murmuraciones. No queriendo abordar el asunto a solas conmigo, una mañana se presentó con el señor cura Ochoa, hombre prudente y al que yo tenía mucho respeto. Comenzó por abordar el tema del escándalo.
—Los ricos somos gente excéntrica, padre; ya mi marido lo era antes de que me casara con él y nadie me lo advirtió. Además señor cura, Dios es el único que ve realmente lo que sucede, por qué sucede, y mira dentro de nuestro corazón. Yo me atengo a su oficio. Con esto y algunas escaramuzas más terminó la entrevista. Pero mi madre comenzó a adelgazar a palidecer y pronto murió.
En el momento en que su cadáver descendía por la fosa, alguien gritó:-¡Asesina! Y a continuación una piedra me abrió la frente. Ermilio gritó: -¡Alto!, ya te vi, Ascensión Rodríguez, arrojar la piedra. Esta misma tarde te verás con mis abogados, y a todo aquel que de algún modo u otro ofenda a mi esposa, se le cobrará el adeudo total de su cuenta en el almacén so pena de embargo inmediato.
Además del remordimiento por la precipitación de la muerte de mi madre, aún tengo en la frente la cicatriz de la pedrada, como un recordatorio perenne.
Montaba a caballo todos los días, cuidaba de las flores del jardín sólo para mantener la figura. Eloísa, cada vez más callada, me ponía en todo el cuerpo frescas mascarillas de frutas, cremas, aceites refinadísimos. Me dedicaba todo el día a mi cuerpo para que no se marchitara y se viera y se sintiera deseable cada noche. Procuraba no pensar en otra cosa que en Samuel, porque si leía o mi pensamiento reparaba en la realidad, se ponía en peligro mi equilibrio, tan celosamente cuidado. Sobre todo, no había que pensar en edades ni en el futuro. No existía más que cada día para cada noche.
Pero hubo quien pensó en mi futuro: Ermilo. Redactó un testamento según el cual el señor Samuel Simpson no debía casarse o vivir en amasiato con otra mujer que no fuera yo, su querida esposa, y si no se cumplía esta cláusula, la sociedad quedaba disuelta en términos muy desfavorables para Simpson; en cambio, a mi muerte, quedaba  como único heredero de la fortuna completa. Samuel, riendo
aceptó y dijo que no me abandonaría jamás.
 Nuestras costumbres siguieron iguales noche a noche, aunque al final Ermilio no participaba más que muy parcialmente en ellas.
Ermilo murió a los ochenta y cinco años. Yo tenía cincuenta y tres y Samuel apenas cuarenta. A pesar de mi aspecto juvenil, cuando me encontré a solas con Simpson sin el apoyo de Ermilo, apenas ahora me daba cuenta de eso, de que había sido mi apoyo, me entró un terror que me hacía castañear los dientes. ¿Por qué no confiaba yo en Samuel? En todos aquellos años había sido tan amoroso conmigo que debía estar segura de que su pasión era tan intensa como la mía, pero ahora tenía miedo de mi dulce Samuel. ¿Por qué?
Comíamos solos en el inmenso comedor y la conversación languidecía. Durante la cena yo estaba nerviosa, esperando, pero pasaban los días que remataban en las noches con un beso en las manos y un “Que duermas bien”. Claro que no dormía. En mi desesperación le rogaba a Ermilo, como si fuera un santo, que intercediera por mí, que no me abandonara.
Y mis ruegos fueron escuchados. Diez días después de la muerte de Ermilo, alterminar la cena, Samuel tomó mis manos y subimos a mi alcoba. ¡Ah!, ¡qué dichosa fui! Solo y sin testigos. ¡Al fin! Pudimos hacernos uno o ser uno en el otro. ¿Para qué hablar de las caricias? Las inventamos todas, porque antes de nosotros no había habido amantes en el mundo. Exhaustos vimos amanecer, pero el sol se empañó cuando Samuel dijo, tomándome de la mano:
— “nos hace falta Ermilo”.
Fueron días lánguidos y noches ardientes.
Yo pasaba de la cama al baño y          del baño al diván lentamente,  saboreando mis movimientos, la dulce tibieza del agua, la sonrisa de Eloísa, la caricia de las sedas de mi ropa, los perfumes diferentes de la mañana tardía. Me sentía convaleciendo de una enfermedad que había puesto en peligro mi vida, y me mimaba con la más sutil delicadeza. Me adormecía recordando las palabras de amor de la noche anterior, y dormía suavemente, como envuelta en un capullo. No bajaba a comer porque Samuel por esos días no comía en casa, pero el ritual de vestirme para lacena comenzaba a las seis de la tarde porque era necesario disimular, cubrir, atrapar y domar las más pequeñas arruguitas de la cara, de las manos, de todo el cuerpo, y hacer  brillar una belleza en toda su plenitud. Yo sabía mi edad, pero él no y, sinceramente, me conservaba mucho más joven de lo que era. Y hermosa, seguía siendo muy hermosa. Él no se cansaba de decírmelo.
¿Cuánto duró el encantamiento? ¿Semanas? ¿Meses? No lo sé porque no me ocupé de medir el tiempo pues vivía en la eternidad, una eternidad relampagueante. Empecé a inquietarme cuando repetía todas las noches que hacía falta Ermilio, que todo había sido mejor con él, que extrañaba la presencia de Ermilo. Me sentía herida pero no podía decirlo.
Una noche me preguntó muy galantemente si le permitía llevar a cenar a un amigo, “estamos tan solos”; dijo que yo escogiera el día, el menú, que todo lo dejaba en mis manos. La idea de romper nuestra intimidad no me gustaba, pero no tenía argumentos para negarme a una cosa tan natural. Fijamos la fecha y no volvimos a hablar de la cena ni del amigo. Yo debería haber tenido más curiosidad, preguntar sobre él y qué tipo de amistad llevaban, pero seguro que para defenderme olvidé el asunto hasta que la víspera del día señalado llegó. Puse el mejor mantel, saqué el servicio de plata y ordené un menú excepcional. Me vestí con más cuidado que nunca y esperé. Contra toda etiqueta, cuando llegó Samuel con su amigo salí a recibirlos. El amigo era un jovencito rubio, con un bigotito ridículo. Me pareció muy pagado de sí mismo. Cuando estuvo delante de mí alzó la barbilla e hizo una reverencia casi militar. Por poco me río, pero me quedé helada cuando Samuel dijo:
-Laura, éste es… bueno, para abreviar, lo llamaremos Ermilo, ¿te parece bien?
Comprendí inmediatamente y acepté.
A ese Ermilo, que no me gustó, siguieron muchos, muchos Ermilos y hubo las famosas orgías de los Ermilos, en las que la mayor atracción era yo, por ser la única mujer. A medida que fui envejeciendo, perdiendo los dientes, arrugándome, poniéndome fea, fui atrayendo personajes más importantes, los que me habían deseado cuando era joven, y    los jóvenes para gozar algo de una diosa de la belleza. Todos los “próceres” de la ciudad tuvieron algo que ver conmigo en aquellas bacanales que, por fortuna, no eran demasiado frecuentes. Fueron ellos mismos los que salieron escandalizando al pueblo por lo que sucedía en mi casa. Mi casa… lo que quedaba de ella. Saqueada por los Ermilos con la anuencia de Samuel, con las cortinas desgarradas, ya sin alfombras, los muebles cojos, sucios y estropeados, apestosa a semen y vomitonas, es más un chiquero que una habitación de personas, pero es el marco exacto que me corresponde y así le gusta a Samuel. Ahora tengo setenta y dos años. Él apenas cincuenta y nueve. No tengo dientes, sólo puedo chupar y ya no hago nada para disimular mi edad, pero Samuel me ama, no hay duda de eso. Después de una bacanal en la que me descuartizan, me hieren, cumplen conmigo sus más abyectas y feroces fantasías, Samuel me mete a la cama y me mima con una ternura sin límites, me baña y me cuida como una cosa preciosa. En cuanto mejoro, disfrutando mi convalecencia, hacemos el amor a solas, él besa mi boca desdentada, sin labios, con la misma pasión de la primera vez, y yo vuelvo a ser feliz. Mi alma florece como debió de haber florecido cuando era joven. Todo lo doy por estas primaveras cálidas, colmadas de amor, y creo que Dios me entiende, por eso no tengo ningún miedo a la muerte.
 
Inés Arredondo


 

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