El Estío, Inés Arredondo
Estaba sentada en una silla de extensión a
la sombra del amate,mirando a Román y Julio practicar el volley-ball a poca
distancia. Empezaba a hacer bastante calor y la calma se extendía por la
huerta.
–Ya, muchachos. Si no, se va a calentar el
refresco.
Con un acuerdo perfecto y silencioso,
dejaron de jugar. Julio atrapó la bola en el aire y se la puso bajo el brazo.
El crujir de la grava bajo sus pies se fue acercando mientras yo llenaba los
vasos. Ahí estaban ahora ante mí y daba gusto verlos, Román rubio, Julio
moreno.
–Mientras jugaban estaba pensando en qué
había empleado mi tiempo desde que Román tenía cuatro años... No lo he sentido
pasar, ¿no es raro?
–Nada tiene de raro, puesto que estabas
conmigo –dijo riendo Román, y me dio un beso.
–Además, yo creo que esos años realmente no
han pasado. No podría usted estar tan joven.
Román y yo nos reímos al mismo tiempo. El
muchacho bajó los ojos, la cara roja, y se aplicó a presionarse un lado de la
nariz con el índice doblado, en aquel gesto que le era tan propio.
–Déjate en paz esa nariz.
–No lo hago por ganas, tengo el tabique
desviado.
–Ya lo sé, pero te vas a lastimar.
Román hablaba con impaciencia, como si el
otro lo estuviera molestando a él. Julio repitió todavía una vez o dos el
gesto, con la cabeza baja, y luego sin decir nada se dirigió a la casa.
A la hora de cenar ya se habían bañado y se
presentaron frescos y alegres.
–¿Qué han hecho?
–Descansar y preparar luego la tarea de
cálculo diferencial. Le tuve que explicar a este animal A por B, hasta que entendió.
Comieron con su habitual apetito. Cuando
bebían la leche Román fingió ponerse grave y me dijo.
–Necesito hablar seriamente contigo.
Julio se ruborizó y se levantó sin
mirarnos.
–Ya me voy.
–Nada de que te vas. Ahora aguantas aquí a
pie firme. –Y volviéndose hacia mí continuó–: Es que se trata de él, por eso
quiere escabullirse. Resulta que le avisaron de su casa que ya no le pueden
mandar dinero y quiere dejar la carrera para ponerse a trabajar. Dice que al
fin apenas vamos en primer año...
Los nudillos de las manos de Julio estaban
amarillos de lo que apretaba el respaldo de la silla. Parecía hacer un gran
esfuerzo para contenerse; incluso levantó la cabeza como si fuera a hablar,
pero la dejó caer otra vez sin haber dicho palabra.
–... yo quería preguntarte si no podría
vivir aquí, con nosotros. Sobra lugar y...
–Por supuesto; es lo más natural. Vayan
ahora mismo a recoger sus cosas: llévate el auto para traerlas.
Julio no despegó los labios, siguió en la
misma actitud de antes y sólo me dedicó una mirada que no traía nada de
agradecimiento, que era más bien un reproche. Román lo cogió de un brazo y le
dio un tirón fuerte. Julio soltó la silla y se dejó jalar sin oponer
resistencia, comoun cuerpo inerte.
–Tiende la cama mientras volvemos –me gritó
Román al tiempo de dar a Julio un empellón que lo sacó por la puerta de la
calle.
Abrí por completo las ventanas del cuarto
de Román. El aire estaba húmedo y hacia el oriente se veían relámpagos que
iluminaban el cielo encapotado; los truenos lejanos hacían más tierno el canto
de los grillos. De sobre la repisa quité el payaso de trapo al que Román
durmiera abrazado durante tantos años, y lo guardé en la parte alta del closet.
Las camas gemelas, el restirador, los compases, el mapamundi y las reglas, todo
estaba en orden. Únicamente habría que comprar una cómoda para Julio. Puse en
la repisa el despertador, donde estaba antes el payaso, y me senté en el
alféizar de la ventana.
–Si no la va a ver nadie.
–Ya lo sé, pero...
–¿Pero qué?
–Está bien. Vamos.
Nunca se me hubiera ocurrido bajar a
bañarme al río, aunque mi propia huerta era un pedazo de margen. Nos pasamos la
mañana dentro del agua, y allí, metidos hasta la cintura, comimos nuestra
sandía y escupimos las pepitas hacia la corriente. No dejábamos que el agua se
nos secara completamente en el cuerpo.
Estábamos continuamente húmedos, y de ese
modo el viento ardiente era casi agradable. A medio día, subí a la casa en
traje de baño y regresé con sandwiches, galletas y un gran termo con té helado.
Muy cerca del agua y a la sombra de los mangos nos tiramos para dormir la
siesta.
Abrí los ojos cuando estaba cayendo la
tarde. Me encontré con la mirada de indefinible reproche de Julio. Román seguía
durmiendo. –¿Qué te pasa? –dije en voz baja.
–¿De qué?
–De nada –sentí un poco de vergüenza.
Julio se incorporó y vino a sentarse a mi
lado. Sin alzar los ojos me dijo:
–Quisiera irme de la casa.
Me turbé, no supe por qué, y sólo pude
responderle con una frase convencional.
–¿No estás contento con nosotros?
–No se trata de eso es que...
Román se movió y Julio me susurró
apresurado.
–Por favor, no le diga nada de esto.
–Mamá, no seas, ¿para qué quieres que te
roguemos tanto? Péinate y vamos.
–Puede que la película no esté muy buena,
pero siempre se entretiene uno.
–No, ya les dije que no.
–¿Qué va a hacer usted sola en este caserón
toda la tarde?
–Tengo ganas de estar sola.
–Déjala, Julio, cuando se pone así no hay
quién la soporte. Ya me extrañaba que hubiera pasado tanto tiempo sin que le
diera uno de esos arrechuchos. Pero ahora no es nada, dicen que recién muerto
mi padre...
Cuando salieron todavía le iba contando la
vieja historia.
El calor se metía al cuerpo por cada poro;
la humedad era un vapor quemante que envolvía y aprisionaba, uniendo y aislando
a la vez cada objeto sobre la tierra, una tierra que no se podía pisar con el
pie desnudo. Aun las baldosas entre el baño y mi recámara estaban tibias.
Llegué a mi cuarto y dejé caer la toalla; frente al espejo me desaté los
cabellos y dejé que se deslizaran libres sobre los hombros, húmedos por la
espalda húmeda. Me sonreí en la imagen. Luego me tendí boca abajo sobre el
cemento helado y me apreté contra él: la sien, la mejilla, los pechos, el
vientre, los muslos. Me estiré con un suspiro y me quedé adormilada, oyendo
como fondo a mi entresueño el bordoneo vibrante y perezoso de los insectos en
la huerta.
Más tarde me levanté, me eché encima una
bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el
refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las
gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé
con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un
trozo grande, que apenas me cabía y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr
por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por
entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el
segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero.
Un chancleteo me hizo levantar la cabeza.
Era la Toña que se acercaba. Me quedé con el mango entre las manos, torpe,
inmóvil, y el jugo sobre la piel empezó a secarse rápidamente y a ser incómodo,
a ser una porquería.
–Volví porque se me olvidó el dinero –me
miró largamente con sus ojos brillantes, sonriendo–: Nunca la había visto comer
así, ¿verdad que es rico?
–Sí, es rico. –Y me reí levantando más la
cabeza y dejando que las últimas gotas pesadas resbalaran un poco por mi
cuello–. Muy rico. –Y sin saber por qué comencé a reírme alto, francamente. La
Toña se rió también y entró en la cocina. Cuando pasó de nuevo junto a mí me
dijo con sencillez:
–Hasta mañana.
Y la vi alejarse, plas, plas, con el
chasquido de sus sandalias y el ritmo seguro de sus caderas.
Me tendí en el escalón y miré por entre las
ramas al cielo cambiar lentamente, hasta que fue de noche.
Un sábado fuimos los tres al mar. Escogí
una playa desierta porque me daba vergüenza que me vieran ir de paseo con los
muchachos como si tuviéramos la misma edad. Por el camino cantamos hasta
quedarnos con las gargantas lastimadas, y cuando la brecha desembocó en la
playa y en el horizonte vimos reverberar el mar, nos quedamos los tres
callados.
En el macizo de palmeras dejamos el
bastimento y luego cada uno eligió una duna para desvestirse.
El retumbo del mar caía sordo en el aire
pesado de sol.
Untándome con el aceite me acerqué hasta la
línea húmeda que la marea deja en la arena. Me senté sobre la costra dura, casi
seca, que las olas no tocan.
Lejos, oí los gritos de los muchachos; me
volví para verlos: no estaban separados de mí más que por unos metros, pero el
mar y el sol dan otro sentido a las distancias. Vinieron corriendo hacia donde
yo estaba y pareció que iban a atropellarme, pero un momento antes de hacerlo
Román frenó con los pies echados hacia adelante levantando una gran cantidad de
arena y, cayendo de espaldas, mientras Julio se dejaba ir de bruces a mi lado,
con toda la fuerza y la total confianza que hubiera puesto en un clavado a una
piscina. Se quedaron quietos, con los ojos cerrados; los flancos de ambos
palpitaban, brillantes por el sudor. A pesar del mar podía escuchar el jadeo de
sus respiraciones. Sin dejar de mirarlos me fui sacudiendo la arena que habían
echado sobre mí.
Román levantó la cabeza.
–¡Qué bruto eres, mano, por poco le caes
encima!
Julio ni se movió.
–¿Y tú? Mira cómo la dejaste de arena.
Seguía con los ojos cerrados, o eso
parecía; tal vez me observaba así siempre, sin que me diera cuenta.
–Te vamos a enseñar unos ejercicios del
pentatlón ¿eh?
–Román se levantó y al pasar junto a Julio
le puso un pie en las costillas y brincó por encima de él. Vi aquel pie
desmesurado y tosco sobre el torso delgado.
Corrieron, lucharon, los miembros esbeltos
confundidos en un haz nervioso y lleno de gracia. Luego Julio se arrodilló y se
dobló sobre sí mismo haciendo un obstáculo compacto mientras Román se alejaba.
–Ahora vas a ver el salto del tigre –me
gritó Román antes de iniciar la carrera tendida hacia donde estábamos Julio y
yo.
Lo vi contraerse y lanzarse al aire
vibrante, con las manos extendidas hacia adelante y la cara oculta entre los
brazos. Su cuerpo se estiró infinitamente y quedó suspendido en el salto que
era un vuelo. Dorado en el sol, tersa su sombra sobre la arena. El cuerpo como
un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo. No se entendía para qué
estaba Julio ahí, abajo, porque no había necesidad alguna de salvar nada, no se
trataba de un ejercicio: volar, tenderse en el tiempo de la armonía como en el
propio lecho, estar en el ambiente de la plenitud, eso era todo.
No sé cuándo, cuando Román cayó al fin
sobre la arena, me levanté sin decir nada, me encaminé hacia el mar, fui
entrando en él paso a paso, segura contra la resaca.
El agua estaba tan fría que de momento me
hizo tiritar; pasé el reventadero y me tiré a mi vez de bruces, con fuerza.
Luego comencé a nadar. El mar copiaba la redondez de mi brazo, respondía al
ritmo de mis movimientos, respiraba. Me abandoné de espaldas y el sol quemó mi
cara mientras el mar helado me sostenía entre la tierra y el cielo. Las auras
planeaban lentas en el mediodía; una gran dignidad aplastaba cualquier
pensamiento; lejos, algún grito de pájaro y el retumbar de las olas. Salí del
agua aturdida. Me gustó no ver a nadie. Encontré mis sandalias, las calcé y
caminé sobre la playa que quemaba como si fuera un rescoldo. Otra vez mi cuerpo,
mi caminar pesado que deja huella. Bajo las palmeras recogí la toalla y comencé
a secarme. Al quedar descalza, el contacto con la arena fría de la sombra me
produjo una sensación discordante; me volví a mirar el mar; pero de todas
maneras un enojo pequeño, casi un destello de angustia, me siguió molestando.
Llevaba un gran rato tirada boca abajo,
medio dormida, cuando sentí su voz enronquecida rozar mi oreja. No me tocó,
solamente dijo:
–Nunca he estado con una mujer.
Permanecí sin moverme. Escuchaba al viento
al ras de la arena, lijándola.
Cuando recogíamos nuestras cosas para
regresar, Román comentó.
–Está loco, se ha pasado la tarde acostado,
dejando que las olas lo bañaran. Ni siquiera se movió cuando le dije que
viniera a comer. Me impresionó porque parecía un ahogado.
Después de la cena se fueron a dar una
vuelta, a hacer una visita, a mirar pasar a las muchachas o a hablar con ellas
y reírse sin saber por qué. Sola, salí de la casa. Caminé sin prisa por el
baldío vecino, pisando con cuidado las piedras y los retoños crujientes de las
verdolagas. Desde el río
subía el canto entrecortado y extenso de
las ranas, cientos, miles tal vez. El cielo, bajo como un techo, claro y obvio.
Me sentí contenta cuando vi que el cintilar de las estrellas correspondía
exactamente al croar de las ranas. Seguí
hasta encontrar un recodo en donde los árboles
permitían ver el río, abajo, blanco. En la
penumbra de la huerta ajena me quedé como en un refugio, mirándolo fluir.
Bajo mis pies la espesa capa de hojas, y
más abajo la tierra húmeda, olorosa a ese fermento saludable tan cercano sin
embargo a la putrefacción. Me apoyé en un árbol mirando abajo el
cauce que era como el día. Sin que lo
pensara, mis manos recorrieron la línea esbelta, voluptuosa y fina, y el áspero
ardor de la corteza. Las ranas y la nota sostenida de un grillo, el río y mis
manos conociendo el árbol. Caminos todos de la sangre ajena y mía, común y
agolpada aquí, a esta hora, en esta margen oscura.
Los pasos sobre la hojarasca, el murmullo,
las risas ahogadas, todo era natural, pero me sobresalté y me alejé de ahí
apresurada. Fue inútil, tropecé de manos a boca con las dos siluetas negras que
se apoyaban contra una tapia y se estremecían débilmente en un abrazo convulso.
De pronto habían dejado de hablar, de reír, y entrado en el silencio.
No pude evitar hacer ruido y cuando huía
avergonzada y rápida, oí clara la voz pastosa de la Toña que decía:
–No te preocupes, es la señora.
Las mejillas me ardían, y el contacto de
aquella voz me persiguió en sueños esa noche, sueños extraños y espesos.
Los días se parecían unos a otros;
exteriormente eran iguales, pero se sentía cómo nos internábamos paso a paso en
el verano.
Aquella noche el aire era mucho más cargado
y completamente diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Ahora,
en el recuerdo, vuelvo a respirarlo hondamente.
No tuve fuerzas para salir a pasear, ni
siquiera para ponerme el camisón; me quedé desnuda sobre la cama, mirando por
la ventana un punto fijo del cielo, tal vez una estrella entre las ramas. No me
quejaba, únicamente estaba echada ahí, igual que un animal enfermo que se
abandona a la naturaleza. No pensaba, y casi podría decir que no sentía. La
única realidad era que mi cuerpo pesaba de una manera terrible; no, lo que
sucedía era nada más que no podía moverme, aunque no sé por qué.
Y sin embargo eso era todo: estuve inmóvil
durante horas, sin ningún pensamiento, exactamente como si flotara en el mar
bajo ese cielo tan claro. Pero no tenía miedo. Nada me llegaba; los ruidos, las
sombras, los rumores, todo era lejano, y lo único que subsistía era mi propio
peso sobre la tierra o sobre el agua; eso era lo que centraba todo aquella
noche.
Creo que casi no respiraba, al menos no lo
recuerdo; tampoco tenía necesidad alguna. Estar así no puede describirse porque
casi no se está, ni medirse en el tiempo porque es a otra profundidad a la que
pertenece.
Recuerdo que oí cuando los muchachos
entraron, cerraron el zaguán con llave y cuchicheando se dirigieron a su
cuarto. Oí muy claros sus pasos, pero tampoco entonces me moví. Era una trampa
dulce aquella extraña gravidez.
Cuando el levísimo ruido se escuchó, toda
yo me puse tensa, crispada, como si aquello hubiera sido lo que había estado
esperando durante aquel tiempo interminable. Un roce y un como temblor, la
vibración que deja en el aire una palabra, sin que nadie hubiera pronunciado
una sílaba, y me puse de pie de un salto. Afuera, en el pasillo, alguien
respiraba, no era posible oírlo, pero estaba
ahí, y su pecho agitado subía y bajaba al mismo ritmo que el mío: eso
nos igualaba, acortaba cualquier distancia. De pie a la orilla de la cama
levanté los brazos anhelantes y cerré los
ojos. Ahora sabía quién estaba del otro
lado de la puerta. No caminé para abrirla; cuando puse la mano en la perilla no
había dado un paso. Tampoco lo di hacia él, simplemente nos encontramos, del
otro lado de la puerta. En la oscuridad era imposible mirarlo, pero tampoco
hacía falta, sentía su piel muy cerca de la mía. Nos quedamos frente a frente,
como dos ciegos que pretenden mirarse a los ojos. Luego puso sus manos en mi
espalda y se estremeció. Lentamente me atrajo hacia él y me envolvió en su gran
ansiedad refrenada. Me empezó a besar, primero apenas, como distraído, y luego
su beso se fue haciendo uno solo. Lo abracé con todas mis fuerzas, y fue
entonces cuando sentí contra mis brazos y en mis manos latir los flancos,
estremecerse la espalda. En medio de aquel beso único en mi soledad, de aquel
vértigo blando, mis dedos tantearon el torso como árbol, y aquel cuerpo joven
me pareció un río fluyendo igualmente secreto bajo el sol dorado y en la
ceguera de la noche. Y pronuncié el nombre sagrado.
Julio se fue de nuestra casa muy pronto,
seguramente odiándome, al menos eso espero. La humillación de haber sido aceptado
en el lugar de otro, y el horror de saber quién era ese otro dentro de mí, lo
hicieron rechazarme con violencia en el momento de oír el nombre, y golpearme
con los puños cerrados en la oscuridad en tanto yo oía sus sollozos. Pero en
los días que siguieron rehusó mirarme y estuvo tan abatido que parecía tener
vergüenza de sí. La tarde anterior a su partida hablé con él por primera vez a
solas después de la noche del beso, y se lo expliqué todo lo mejor que pude; le
dije que yo ignoraba absolutamente que me sucediera aquello, pero que no creía
que mi ignorancia me hiciera inocente.
–Lo nuestro era mentira porque aunque se
hubiera realizado estaríamos separados. Y sin embargo, en medio de la angustia
y del vacío, siento una gran alegría: me alegro de que sea yo la culpable y de
que lo seas tú. Me alegra que tú pagues la inocencia de mi hijo aunque eso sea
injusto, Después mandé a Román a estudiar a México y me quedé sola.
Inés Arredondo
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