Descubrimiento, José B.
Adolph
Esto es cada vez peor:
últimamente he estado despertándome, en las noches, con esta opresión que me
hunde el pecho. Me he quedado muy quieto, de costado o de espaldas en la cama,
con esa sensación aplastante recorriéndome el esternón y hundiéndose hasta casi
no permitirme respirar.
No recuerdo exactamente
cuándo comenzó. Súbitamente estuvo allí, acompañándome en la calle, apareciendo
en cualquier momento. En esos casos tenía que detenerme, tratar de pensar en
otra cosa, entrar a un café y pedir algo. Poco a poco la sensación se iba
diluyendo, y minutos después yo respiraba aliviado y retornaba al mundo de los
vivos. En las primeras ocasiones, yo estaba seguro que el terror no volvería.
Pero no solo volvió, sino que era cada vez más frecuente y cada vez más profundo.
Podía ocurrir, como dije, en
la calle. Pero luego el terror comenzó a asaltarme en el cine, durante las
comidas, en el sueño, en la oficina (soy empleado público y escritor casi
inédito).
¿Es así, entonces, como se
anuncia la muerte?
Porque lo que yo sentía era
el terror ante la muerte. Hasta los cuarenta años, mi vida se había
desarrollado sin mayores preocupaciones acerca de su final. La idea de la
muerte, como generalmente sucede, era una constatación científica, relegada
—como la teoría atómica o los dogmas religiosos— a un archivo lleno de cosas
reales, pero sin significación práctica. A esto se añadía una característica
muy mía: la de una permanente sensación de irrealidad. Esta irrealidad de los
fenómenos, de las personas, los hechos —hasta los más personales e íntimos— me
había valido la acusación (que yo comparto) de ser un hombre frío, cuyo
ocasional sentimentalismo era una especie de representación teatral para mi
propio beneficio y el ajeno. Los grandes sucesos de mi vida —el amor, la muerte
de seres queridos, las enfermedades, las injusticias de la vida cotidiana—
aumentaban en mí una sensación de irrealidad. Apenas algo importante ocurrió a
mi alrededor, un segmento de mi personalidad huía de mí, se colocaba al frente,
y observaba con fría indiferencia lo síntomas de sufrimiento que mis irreales
restos me mostraban.
A veces pienso que mi aspecto
juvenil, del que estoy orgulloso, se debe en gran medida a que tanto las
alegrías como los sufrimientos resbalan por mi piel y no dejan huella alguna ni
en mi personalidad ni en mi rostro. Naturalmente, soy capaz de indignarme. Es
más, suelo tener, muy raramente, verdaderos estallidos de furia acumulada que
hace explosión por motivos nimios. También en casos verdaderamente extremos —un
orgasmo perfecto, una obra de arte verdaderamente excelente, una muerte
horrible ante mi— la sensación de irrealidad cede antes esta irrupción de la
vida en mi permanente semisueño. Pero esto ocurre en muy pocas oportunidades.
Es extraño (quizás ahora no
lo sea para quien lea estas líneas) que ahora, a los cuarenta y dos años, la
vida ingrese en mí a través del terror a la muerte. Un ambiente especial, una
canción melancólica, una mirada triste o simplemente un momento de reposo y de
paz mental me provocan una sensación de súbito envejecimiento, como si mis
células estuvieran perdiendo rápidamente, en cuestión de segundos, la
flexibilidad juvenil y decayeran notoriamente. Entonces, se abre ante mí, el
boquete de la muerte, la negrura infinita de la nada.
No soy un hombre religioso.
No creo en la vida después de la muerte. Hasta hace poco había aceptado sin
problema alguno, la brevedad de la vida física, la pertenencia a una larga
cadena vital uno de cuyos eslabones era yo, cadena que hundía ambos extremos
—pasado y futuro—en el magma gelatinoso del tiempo. Podía comer, dormir, amar,
escribir y trabajar dentro de ese concepto. Podía odiar, protestar por la
injustica y admirar el progreso ¿La muerte? Era el fin de mi persona ¿Y qué?
Para algunos, esa idea era horrible. Para mí no era horrible ni encantadora.
Era un hecho. Y los hechos son mortalmente neutros.
La mujer con quien vivo notó
mi cambio. Preguntaba que me ocurría. Yo evadía las repuestas y, como siempre
en estos casos, ella pensó que iba dejarla por otra mujer ¿Cómo decirle que,
junto con la realidad, yo estaba descubriendo la inexistencia de todo lo que no
fuera mi disolución?
Físicamente, durante estos
ataques depresivos que me oprimían el pecho y me hacen doler las vísceras, yo
caía en un remolino del cual surgía mareado e impotente. Y, pese a todo, había
un sabor dulce en esa pasiva amargura que me iba invadiendo por todos los
ángulos y a través de todos los poros. En esos momentos, el contacto con mis
semejantes era imposible, y me hundía en mí mismo con una furiosa
desesperación, incapaz de resistirme. Un año, diez, veinte ¿Qué importaba el
plazo, si de todas maneras la muerte estaba a la espera, y de todas maneras iba
ganar la batalla?
Mi mujer me sugirió ver a un
médico, a un psiquiatra. Una vez lo intente: nunca escuche tantas tonterías
juntas en una sola tarde (y tantas caras). Me sugirió buscar un motivo para la
vida: Dios, el trabajo, la política, el amor. Hacer las paces con la muerte.
Tomarla como un descanso. Construirme a mí mismo en este mundo. Y así durante
casi una hora. Le agradecí cortésmente, pagué sus honorarios y no volví. Todo
eso me lo podía haber dicho yo mismo. Es más, ya lo había hecho. Pero ahora
comprendo porque los psiquiatras son locos. Nadie puede enfrentarse diariamente
a la verdad y permanecer en su juicio.
Mientras tanto, el terror
aumentaba en frecuencia e intensidad. Describirlo no es fácil. Habría que
juntar varias experiencias y mezclarlas, y aun quedaría algo más: la amargura
de un niño castigado injustamente; la humillación ante la mirada de desprecio
dela mujer nada, que nos abandona sin mirar atrás; la tristeza de un
adolescente que ha visto por primera vez, a su padre saliendo de un prostíbulo;
el marco de una noche de verano, cuando, de espaldas sobre la yerba, los ojos
se hunden el universo multicolor e inexplicable; la imposibilidad de la sin
embargo evidente eternidad; el llanto de una niña violada; la angustia de todas
las pérdidas del mundo. Algo de todo eso, y mucho más, cayendo como plomo, con
lenta y ominosa presión, y quedándose dentro, instalándose en mí.
Pensé en terminar. Pero el
suicidio es un acto vital: requiere una decisión, de una voluntad de cambio.
Nunca me aproxime, siquiera, a la realización física de semejante acto. Por lo
demás, mi fantasía, me dictaba, sucesivamente, absurdas soluciones que jamás
tome en serio: asesinar a alguien, huir del país, incendiar una casa.
Poco a poco la muerte comenzó
adquirir consistencia. A existir como entidad palpable, nombrable. A veces
bromeaba con ella, la llamaba señora Kafka o Monsieur Proust. Mi mujer me
muraba, silenciosa, cuando con un firulete versallesco invitaba a madame Kafka
a tomar asiento en el sillón de la sala. Mis ojos se llenaban de lágrimas e
inmediatamente sonreía a mi mujer, tranquilizándola. Esto parecía un juego, y
lo era.
En la oficina, cubría a veces
el papel que estaba escribiendo, para que la muerte no leyera sobre mi hombro.
Nadie reparaba en mí; o, si lo hacía, yo no me daba cuenta de ello. En el
ómnibus, varias veces estuve tentado de pedir dos pasajes. Sonreía a solas,
hablaba con ella y trataba de entender las repuestas que me daba, pero solo
veía sus labios que se movían silenciosamene y el relampaguear de sus ojos
cargados de compasivo odio ¿Compasivo odio?
Llamemos a las cosas por su
verdadero nombre: desprecio.
Mi mujer dice que estoy
hablando en sueños. Y me hace escenas. Dice que exclamo: “¿Por qué me
desprecias?” “¿Por qué no puedes amarme, o siquiera dejarme en paz?”. Mi mujer
quiere saber el nombre de la otra. ¿Cómo decírselo? Y yo recuerdo algunos de
mis sueños: una amplia falda que revolotea sobre mi cara yacente que me
cosquillea y me cubre los ojos. Una mujer sin rostro me excita silenciosamente
y me aplasta, que me golpea sin que yo sintiera dolor alguno. Una invitación
negra que soy incapaz de aceptar. Un dolor perfumado que despliega increíbles
alas en la niebla, mientras yo corro, desesperado, tras las vísceras que me han
sido arrancadas dejándome vacío y con náuseas.
Mi mujer llora y mira a
través de mí. No me escucha ni me habla. A veces sus labios se mueven, pero no
puedo oírla. Pareciera que habla sola y descubro, con frecuencia cada vez
mayor, que su mirada ya no se fija en mis ojos, sino que observa mis cejas, o
mi nariz, o una de mis orejas. Es una mirada vacua, imprecisa bordeada de
lágrimas. Coincidentemente, la gente de la calle tiende a tropezar conmigo, sin
pedirme disculpas. Y solo los perros se acercan, con el pelo erizado, a
olfatearme.
En la oficina, otra persona
ocupa mi asiento. Cuando pregunto por mi nueva ubicación, apenas hay discretas
toses y algún portazo. Mi mujer, a la que trato de relatarle todo —desesperado
ahora, incapaz de ocultarle la verdad— escucha calladamente, vestida de negro y
con las manos cruzadas sobre la falda.
Pienso en mi cumpleaños, que
se aproxima. En tres días más debo cumplir cuarenta y tres años: no hay
preparativo alguno para la fecha. Hoy he llorado, arrodillado ante mi mujer
que, sentada en el sillón de la sala —el mismo que me servía para bromear—
observa silenciosamente, a través de mi cráneo y la ventana, el paso lento de
las nubes hacia el norte.
José Adolph, (1971).
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13 de diciembre de 2021
Descubrimiento, José B. Adolph
12 de diciembre de 2021
Armageddón en la Internet (2000), José B. Adolph
Armageddón en la Internet
(2000)
Una vez, y sólo una, encontré
en mi vida a una persona que había realizado todas sus fantasías y cumplido
todos sus deseos. Fue en un asilo mental. Visitando a un viejo amigo, éste
—deslumbrado— me la había presentado.
—Mucho gusto-me dijo ella,
extendiéndome una mano pequeña, blanca y firme.
—Me Llamo Isabel.
El deslumbramiento era
explicable: su blancura entre pálida y olivácea, mediterránea, cremosa y mate,
recordaba a una perla. La cara ovalada, enmarcada por un cabello negroazulado,
invitaba a concentrarse, primero, en unos ojos verde oscuro y luego en unos
labios gruesos, ligeramente pintados de un rosado muy tenue. Pero tras mirarla
a los ojos, su boca daba esa impresión de maquillaje indiferente, casi
despectivo, con el que se le dice al mundo —o el mundo cree escuchar— que, en
fin, hay que pintarse. La sonrisa que me brindó, sin embargo, era sensualmente afectuosa;
una sonrisa que hablaba su propio idioma, y la impresión general era que tenías
al frente a dos mujeres: una cotidiana, decidida, profesional y distante, al
estilo de una azafata de línea aérea; la otra como uno se imagina a una hurí,
incitante en su retorcido y mentiroso recato. La primera, concentrada en sus
ojos, prometía decisiones tajantes y utilitarias; la segunda, juguetones
placeres y muy serias frivolidades. La combinación era perturbadora y te sometía
a la inquietante pregunta de si eras un hombre capaz de abarcar a ambas. Mi
primera idea, al verla y al escuchar su voz —fuerte, casi dura en las
afirmaciones; dulce y dubitativa en las preguntas— fue: «¡Qué mala suerte
encontrar a una mujer así en
un lugar como éste». La idea murió pronto: la reemplazó, cuando profundizamos nuestras
conversaciones, una sensación de alivio precisamente por haberla encontrado
allí. Afuera, normal entre normales, no sé hasta qué punto hubiera sido dañina.
Aún en el sanatorio, llegué a pensar y lo reafirmo, habrían debido aislarla. Mi
ansiedad me ha conducido a adelantarme. No puedo impedir que me sacuda el
temblor que imagino típico de una sesión de exorcismo.
El sanatorio era un lugar
tranquilo y agradable, muy diferente al deprimente sanatorio habitual. El amigo
al que visitaba estaba allí para reponerse de otra institución, en la que había
combatido su adicción al alcohol; esto de usar un sanatorio para curarse de
otro nos provocó obvias sonrisas. Mi amigo inmediatamente notó el impacto que
Isabel me causaba; me advirtió, cuando nuevamente estuvimos solos, que era una
persona «peligrosa». Le pregunté por qué le parecía tal cosa y él, sonriendo
para disculparse de hablar tonterías respondió que era una bruja. Nos reímos, hombres
occidentales del siglo veintiuno que han leído libros y visto películas.
Recuerdo haber exclamado que eso era maravilloso. Y entonces
mi amigo agregó:
—Isabel afirma haber nacido
en Karakorum, durante el exilio mongol de sus padres, en el siglo trece después
de Cristo; sospecha que ése es sólo el último de muchos nacimientos. Dice que
es el que recuerda.
«Bueno», comenté ante tal
información, «será mi primera bruja» y que yo, tras haber leido a tantos
autores y visto decenas de películas sobre el tema —terroríficas o
humorísticas— merecía encontrarme por una vez dentro de la
literatura.
—No lo tomes tan a la
ligera-respondió, aunque sin perder su sonrisa.
Cuando mi amigo, dos semanas
después, abandonó el sanatorio, Isabel y yo ya éramos amigos y continué yendo a
verla. «Estoy aquí para siempre» dijo sin tristeza: después supe por qué
«siempre» era, para ella, un término sin sentido. La única otra
persona que la visitaba era o decía ser el hermano, muy mayor, que la habla
recluido: un hombre canoso, de piel oscura y actitudes frías pero corteses, que
en nada se parecía a Isabel. La saludaba con un beso en la frente; hablaban
poco y nunca en privado. Preguntaba por su bienestar y ella respondía
formalmente que estaba bien. Él sólo mostró un tono inusualmente preocupado en
una oportunidad, cuando le preguntó si tenía problemas (todo esto delante de
mí). Ella, indiferente, le aseguró que ninguno y él retornó a su propia
indiferencia.
Pero se volvió hacia mí y,
con una sonrisa evidentemente forzada, trató de explicarme que su hermana era
una persona buenísima. «Estoy seguro de que así es», respondí.
—Es que usted no sabe cuán
buena.
Murmuré algo.
—Tan buena que asusta a
algunos-añadió—. La bondad extrema, se dice por ahí, se parece terriblemente a
una maldad extrema.
Esto me pareció curioso. Sólo
dije que Isabel no me asustaba. Ella emitió una carcajada que sólo puedo
describir como cristalina. El hermano también sonrió. «La respuesta de
siempre», dijo mostrando unos dientes amarillentos e irregulares.
Recuerdo haber pensado que le
convendría un buen dentista.
—¿De siempre?
No respondió. Se despidió de
ella besando su frente y me estrechó la mano con un «cúidese» que me pareció la
despedida habitual en estos tiempos. Había muchas preguntas que yo quería
hacerle, pero no delante de ella. Por ejemplo y para comenzar, por qué una
persona tan simpática, hasta dulce, tenía que estar recluida (y de por vida)
por una simple e inocente chifladura; afuera hay millones de excéntricos, con
teorías, opiniones y acciones tanto o más irrazonables y hasta antipáticas. Fue
imposible; el extraño hermano y yo nunca estuvimos solos. Días después, con más
confianza entre nosotros y seguro de que la pregunta no la incomodaría, se lo
pregunté a ella.
—Dicen que soy mala, que hago
daño-respondió, y la sonrisa de sus labios contrastaba con la frialdad de su mirada—.
No me molesta. No tiene sentido molestarse con la Oscuridad y sus emisarios o
víctimas: hacen lo que les corresponde.
—¿Quiénes lo dicen?
—Todos: mi hermano, la gente
que he ido conociendo, los amantes que he tenido, mis súbditos…
—¿Súbditos?
—¿No te dije que desciendo
del Santo Grial?
—Espera. Espera un momento.
Ya me perdiste. ¿Estamos en la corte del Rey Arturo? Isabel sonrió, condescendiente.
—El Santo Grial no es, como
se creía, un cáliz u otro objeto sino una deformación de las palabras francesas
«sang réal». Ya no es un secreto desde que lo revelara, en la década de 1990,
el historiador místico Peter Berling. Yo desciendo de la estirpe del rey David
a través de Jesús y su compañera María de Magdala, de Mahoma, y de los príncipes
cátaros Roç y Yeza, mis padres. Y antes de David, de profetas olvidados como
Zoroastro. Mucho, mucho antes, desciendo de aquellos que hubieron de refugiarse
en las profundidades. La misión del «Santo Grial», de la sangre real, es unificar a la
humanidad e instaurar el reino de la paz: lo llamamos el «gran proyecto».
—Un proyecto muy largo.
—Muy largo, sí, y
recurrentemente fracasado… hasta hoy. Ahora, finalmente, con el nuevo milenio
(algunos hablan de la era de Acuario; las etiquetas no importan) todas las
condiciones coinciden: el nombre que le dan ahora es «globalización».
—¿Y todos somos, entonces,
tus súbditos?
—Sí. El Gran Programador y
unos cuantos Elegidos lo saben. Y ahora tú estás entre los Elegidos.
—¿Eso es bueno o malo?
Otra carcajada de la boca y
otra mirada helada.
—Y tu hermano, ¿quién o qué
es?
—Uno de los Inquisidores.
—¿Inquisidores?
—La Oscuridad tiene muchos
nombres y soldados.
—Eso significa que tu
hermano…
—Eso significa que tu
hermano…
—Prefiero no hablar de eso.
Digamos que cumple con la misión que la Oscuridad le ha encargado. La Oscuridad
considera que la humanidad no merece ser salvada. Que, en verdad, fue desde el
comienzo un error o una malevolencia.
Como dije, este diálogo se
produjo cuando ya llevábamos varios días de conversaciones, al principio más
bien superficiales, sobre nuestras vidas —la de una niña extraña e
introvertida, la de un niño extrovertido y ambicioso— y sobre el mundo. Para
ella, la «vida» no sólo era una ilusión sino que además era una ilusión
imperfecta, absurda y peligrosa. Para mí, un campo inmenso pero real y
conquistable. En su adolescencia, Isabel, tras las excursiones habituales entre
personas como ella por las tentadoras vías de los budismos, había decidido que
la verdad —si la había— tenía que estar más allá, por debajo o por detrás de
esos incompletos ensayos orientales. Pero ambos nos reencontrábamos ahora en lo
«occidental»: el judeo-islamo-cristianismo y la tecnología. Ella había
privilegiado un camino de retorno espiritual, y yo la cotidianidad y con ella,
la más occidental de las ideas: la de la conquista y subordinación del mundo.
Con Isabel descubrí esa otra ruta.
La describió así:
—Zambullirse en el pasado y
encontrarse a sí mismo para extraer el futuro.
Intento reproducir algo de su
explicación, a la vez confusa, seductora y alienada:
—Hay una rama del budismo que
propone la superación de todo deseo por medio de su satisfacción-dijo—. Fue un
instrumento útil para mí. He realizado todas mis fantasías y satisfecho todos
mis deseos antes de perder toda fantasía y todo deseo. Como aquel adepto
nuestro dentro del cristianismo, el llamado San Agustín: relee sus Confesiones
con los nuevos ojos que ahora posees. Y a Dostoyevski. Y a Nietzsche. Y a
muchos otros, partícipes y agentes del «gran proyecto». Y ese gran proyecto
consiste en utilizar a las religiones (las occidentales: judaísmo, cristianismo,
islamismo; las orientales: hinduismo, budismo, shinto) manejando las nuevas
herramientas que ahora están a nuestra disposición, como la Internet. Al fin la
era de Acuario tiene los medios unificadores de que carecía: el Gran
Programador ha dicho que es la hora de la batalla final del perpetuo
Armageddón.
Yo la escuchaba oscilando
entre el horror, la compasión y la tentación de dejarme arrastrar a su locura.
Ahora sé que me estaba enamorando de Isabel, aunque mi razón se resistía con
garras y dientes a ser arrastrada a esa vorágine.
Mi mundo era el de la
realidad: agente en la Bolsa de Lima («yupi con Proust», me llamaba Isabel),
acceso a la web, negocios violentos y rápidos acompañados por diversiones
violentas y rápidas; el de ella era el de otra clase de globalización, una que
había estado con nosotros, me decía, desde hacía milenios, trabajando en el
inconsciente individual pero también colectivamente en el espacio y en el
tiempo. Sus soldados —los haschishin, o «asesinos», del Viejo de la Montaña,
los fida’i del Islam ismaelita, los apóstoles del Kristos (menos Saulo, el de
Tarso y Damasco,
que era un Oscuro) y los
Templarios, masacrados, como los cátaros, los nestorianos y tantos otros por la
Iglesia de Roma, los treintiséis Justos de los judíos, ciertos chaskis del
Tahuantinsuyo (que transportaban algo más que noticias
y estadísticas)— eran las
tropas de Mazda, de la Luz, que combatían por todo el planeta contra los
Oscuros.
—¡Y ahora-agregó,
triunfante-por primera vez, gracias a las redes mundiales de la informática y a
las conexiones satelitales, tenemos acceso, por un lado, a todos los rincones
y, por el otro, al corazón mismo del Dominio del Mal!
—¿Y dónde está ese corazón?
—pregunté.
—No dónde, sino
cuándo-respondió—. Armageddón, el gran combate, no está en el espacio sino en
el tiempo.
Armageddón se combate en el
tiempo.
—¿Cómo?
—La Oscuridad es el tiempo;
el tiempo como manifestación del Mal. Una derivación de lo luminoso, que nació y
vivió un nanosegundo sin sombra; el tiempo es una atribución del espacio, que
nació puro, es decir intemporal, y fue desafiado por una dimensión nueva: lo
que la física denomina tiempo y las religiones Satanás. Luzbel era la «bella
luz» hasta que, harto del error divino, se lanzó a su rebeldía correctora. La
Oscuridad es la sombra, por lo demás inevitable, que proyecta la Luz y que,
como, ésta, adquirió autoconciencia. Más cómodo era antropomorfizarla y
llamarla «diablo». Pero ahora existen la nueva física y las comunicaciones
totales: ya no necesitamos parábolas.
Hemos llegado a la madurez y
tenemos las herramientas. Los libros sagrados— —las Biblias (judía y
cristiana), las Gathas y el Avesta, los Evangelios Apócrifos de la gnosis, el
Quran, el Canon Pali del Buda y la Tripitaka, el Popol Vuh y todos los demás—
eran hermosas parábolas con las que la Luz nos fue preparando para el «gran
proyecto».
Nosotros apostamos a que
Satanás está equivocado y que la humanidad, la Creación entera, son
rescatables. Me sería imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no
porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente imposible reproducir todas
nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo
excelente memoria— sino porque serían tediosas y repetitivas para el no
iniciado. Eran historias de personas y de viajes, de supervivencias y crímenes.
—¿Cómo es eso de todas las
fantasías realizadas y todos los deseos satisfechos?
Esta vez hasta sus ojos
participaron de una pícara sonrisa:
—En ocho siglos se puede
hacer muchas cosas ¿no crees? Pero además he contado y cuento con la ayuda de mis
padres.
—¿También viven?
—Ningún luminoso deja de
vivir. También viven Abraham, cuya supuesta tumba veneran en vano judíos y musulmanes,
Jesús —para evadir la persecución le provocaron con una pócima, que dijeron era
vinagre, una catalepsia o falsa muerte en la cruz—, Siddharta el Buda, Spinoza,
Einstein…
—El cerebro de Einstein se
conserva en una universidad, creo que la de Princeton.
—Bernardo, Bernardo… Me
hablas de átomos y moléculas ¡y yo te hablo de fuerzas que los dominan, transforman
y reproducen! ¿Por qué tantas religiones te hablan de la resurrección de toda
carne a sabiendas de que los cadáveres se pudren y desaparecen? Todo tiene una
copia en el Gran Archivo. Y todos esos amigos y muchos más viven, se comunican
entre sí y ejercen su influencia; son nuestros asesores y tropas de reserva.
Así como hay un genoma humano, hay un genoma universal o gran archivo que Jung
denominó «inconsciente colectivo». Por ahora sólo nosotros los luminosos somos
la parte autoconsciente de ese archivo. Y sus viajes: Roma, Grecia, Galia, Palestina,
Persia, los territorios del único imperio nómade de la historia, el de los
mongoles, Catay y, por supuesto, lo que ahora llamamos India. Pero también por
Africa —sobre todo el Sahara, que alguna vez contuvo un mar y dio lugar al
imperio fenicio de Cartago— y la futura América en los recios pero esbeltos
barcos vikingos.
—Ah, Bernardo-me decía, con
los labios dulces y la mirada hierática—, ningún lugar, ningún comportamiento, ningún
dolor o placer me es ajeno. Guerrera con los hititas (a quienes enseñé el uso
del hierro), diosa para los tutsis, esclava en Baltimore, prostituta sagrada
entre los adoradores de Baal, no tan sagrada en Marsella, ñusta en Machu Picchu,
tú nómbralo: estuve allí y lo fui todo. Borges no llegó a saber que yo, Isabel
Trencavel, soy el aleph.
—¿Trencavel?
—Mi apellido cátaro, del
Languedoc. Mis padres descienden de Perceval o Parsifal, nuestro gran héroe.
Fuimos víctimas de una cruzada de cristianos contra cristianos, de la Oscuridad
de la prepotente Roma, esa nueva Babilonia.
El tiempo combate en el
espacio para destruir la luz. Hemos sufrido terribles derrotas, como en la
bravía Atlántida, en Creta —imperio femenino dedicado al amor y a las artes— y
en la dulce Avalon de los Pictos, la actual Inglaterra.
Los huaris eran regidos por
gente nuestra: los quechuas los destruyeron; los cultos mayas sucumbieron ante
los demoníacos aztecas que, como Roma, exclamaron su versión de delenda est
Cartago. Tampoco quisieron dejar rastros, pero el Popol Vuh y los templos
escondidos permanecieron y los sacerdotes huyeron a tiempo al Asia Central. Qué
historia, ¿verdad?
—Increíble.
—No estás obligado a creerla;
casi nadie lo hace. Y cuando lo creen, la Oscuridad a menudo transforma la Gran
Verdad en locura de grupitos chiflados o estafadores. O los luminosos somos
encerrados en sanatorios mentales.
Algunos se suicidan, otros
simulan «volver a la razón» —es decir, a la mentira— pero algunos continuamos
este combate de la eternidad contra el tiempo.
—¿Y cómo va a terminar todo
esto?
—¿Quién sabe? Las fuerzas son
parejas. A veces dudamos, no creas. Como preguntan ciertos gnósticos, ¿quién sabe
si Dios no es una falsificación?
—¿Y Dios qué pito toca?
—Te perdono la vulgaridad
porque es tu mecanismo de defensa: tal como los individuos neuróticos defienden
su mal, el colectivo defiende su oscuridad. Si tenemos razón, y tenemos que
tenerla, Dios es el Gran Programador.
—Entonces, ¿por qué no nos ha
programado para ganar? ¿Y para qué esta absurda y sangrienta lucha en una Creación
que pudo ser perfecta?
—La Oscuridad es el gran
virus.
—Los virus se fabrican.
—Sí, hay un Gran Hacker.
—¿Y quién creó al programador
y al hacker?
—Ése es el misterio final,
que sólo sabremos, para bien o para mal, cuando se decida Armageddón.
—El Dios de Dios. El Rey de
Reyes.
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Einstein sigue
diciendo que Dios no juega a los dados, pero ahora añade, sonriendo, «si hay
tal cosa
y si hay dados».
—Tal como yo lo veo, nosotros
somos los dados.
—No, todos los dados son
iguales. Nosotros somos piezas de ajedrez. Sólo que ahora, en el tercer
milenio, vamos a jugar en un tablero universal, y vamos a conocer el juego.
Por supuesto, nunca llegué a
creer en lo que decía Isabel, registrada en el sanatorio no como Trencavel sino
con el apellido Valmel. Pero desde que la conozco vivo amándola, aterrado,
preguntándome: ¿Y si fuera cierto? La alternativa es que se trata
de una loquita. Una loquita que, como me insinuó ayer con suficiente claridad,
sólo podrá amarme si ingreso con plena consciencia al ejército de la luz. Por
eso y para horror de familiares, amigos y colegas,
vivo aquí, con ella y con la
computadora con la que continúo mi trabajo en la Bolsa y navego, con Isabel,
por las zonas más demoníacas de la Internet.
José B. Adolph
11 de diciembre de 2021
Carta a un elegido del Señor (2001), José B. Adolph
Carta a un elegido del Señor
(2001)
Estimado señor:
Acabo de leer la entrevista
que le hace la revista «Caretas» de esta ciudad y me he detenido, reflexivo, en
aquella frase suya que sin duda resume con precisión y cierto encanto los
sentimientos de gratitud y renovada religiosidad que le embargan.
«Siento que he vuelto a
nacer», afirma usted. «Durante todo lo que me quede de vida agradeceré al
Señor, que me hizo el milagro de mi supervivencia.» No es una sentencia
demasiado original pero estoy seguro de que sintetiza a la perfección el
mensaje que usted le envía, a través de la revista, a su Creador. El reportaje
es acompañado de varias fotografías, en una de las cuales usted aparece de
rodillas en una iglesia con la mirada fija en el altar, presumo que rezando.
Sin duda es lo menos que usted puede hacer, visto el extraordinario favor
recibido y la relación especial que usted tiene con Dios. Lejos de mi intención
perturbar tal relación o minimizar la gracia obtenida. Es evidente que usted
debe merecerla, porque quienes, como usted, creen en el plan divino y en la
Divinidad que lo ha elaborado
—quizás en noches de insomne
y metódico esfuerzo—, han de haber acumulado méritos enormes en este valle
cuyas lágrimas no siempre están bien distribuidas. ¿Y quién sería yo para
cuestionar la existencia de tales métodos o para valorarlos?
Los hechos mismos son
fácilmente descriptibles: un avión despega del Aeropuerto Jorge Chávez de Lima
rumbo a Madrid, vuela desapasionadamente durante un par de horas y luego inocentemente
cae a tierra víctima de lo que los expertos y los no expertos denominan una
«falla técnica». Utilizo el adverbio «inocentemente» porque no hay forma de
culpabilizar a alguien (los metales pueden fatigarse, las tuercas aflojarse, la
electrónica enloquecer en su inestabilidad) y usted, con sus declaraciones, ha
puesto en su lugar a quienes, descreídos, hubiésemos podido hablar de azares,
casualidades o matemáticas caóticas. O de injusticia. No, no. Dios estuvo allí,
haciendo su trabajo al menos con usted, señor. Fue Él, asegura usted, quien le
hizo retrasarse y perder el avión, adjetivado como «fatídico» en un ataque de huachafería inusual
en «Caretas». El vuelo o el avión fue fatídico para 118 personas entre
pasajeros y tripulantes, incluyendo a Elsa, mi Elsa, pero no para usted,
gracias a Dios. Usted volvió a nacer. Elsa y los otros 117 se quedaron
definitivamente muertos. El Señor no dispuso para ellos, como lo hizo para
usted, un ligero accidente de tránsito rumbo al aeropuerto, cuyo único efecto práctico
fue hacerle perder el «fatídico» avión y revelarnos que usted es un Elegido,
categoría que no alcanzó, entre tantos otros, mi Elsa.
Sí, pues: fatídico para unos,
maravilloso avatar para usted, como solitaria demostración de la infinita
bondad de Dios para con sus Elegidos. Eso, en cierta forma, tiene algo de
reconfortante en el sentido de que si bien Dios puede no existir para algunos o
muchos, definitivamente existe, vive y colea para seres benditos como usted.
Un creyente muy amigo mío,
que me acompañó generosamente en las primeras horas después de conocerse la
desgracia, me aseguró que el plan del Señor está más allá de nuestra escasa
comprensión humana y que Elsa, en estos precisos instantes en que le escribo
esto, debe estar gozando de la placentera inmortalidad del espíritu. Esa es una
buena noticia, sin duda. No muy verificable, es verdad, y mi amigo —como los
periodistas— guarda sus fuentes de información en secreto. Pero como diría el
filósofo Pascal, ¿por qué no apostar a que es verdad? Pero usted, Elegido del
Señor y por lo tanto un hombre bueno y comprensivo, tendrá la tolerancia de
entender y posiblemente hasta de justificar que yo hubiera preferido que Elsa,
como usted, fuese una Elegida y que también perdiera el avión, en vez de convertirse en un montón
de carne chamuscada. Me atrevo a blasfemar: no me hubiera molestado que se
postergara su goce de la siguiente vida, para, en mi egoísmo, tenerla unos años
más en ésta. Son pensamientos bajos, postergara su goce de la siguiente vida,
para, en mi egoísmo, tenerla unos años más en ésta. Son pensamientos bajos, me
imagino, rayanos en la herejía.
En definitiva, respetado
señor, quisiera pedirle una intermediación. Aprovechando de sus excelentes
relaciones con Dios, ¿no podría usted preguntarle, en uno de los sublimes
diálogos que indudablemente sostienen, qué fue del espíritu de mi Elsa? ¿Goza
realmente allí donde esté?
Sería un consuelo saberlo y
no les costaría nada, ni a usted ni a Dios, soltar esa mínima información.
Agradeciéndole el favor que
le merezcan estas líneas y felicitándole por su alto cargo como Elegido del
Señor, le saluda
Francisco Pereda,
José B. Adolph (2001)
10 de diciembre de 2021
In memoriam, José B. Adolph
9 de diciembre de 2021
Pesistencia, José B. Adolph
Persistencia
O’Henry debe de haberse
agitado miles de veces en su tumba, gruñendo ante los innumerables finales
sorpresa de segunda categoría que se escriben y que se supone sorprenderán al
lector con su inesperado giro. Sin embargo el autor de «Persistencia»
probablemente habrá merecido un asentimiento —y no un gruñido— del Maestro. El
final de su realmente corta historia me sorprendió de la mejor manera posible.
Lee a O. Henry acá https://elgatodelespejo.blogspot.com/search/label/O.%20Henry
A.E. van Vogt
Gobernar la nave se hace cada
vez más problemático. Los hombres están inquietos; sólo la más ardua disciplina,
las más dulces promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación
activa y dispuesta. Una humanidad que ya no se asombra de nada nos vio partir
hacia el más allá: estaba ya habituada a una desfalleciente fascinación.
Comprendo a todos; estos han
sido años de sucesos terribles, de convulsiones. Muertes masivas, guerras, inventos
maravillosos; ¿quién podía entusiasmarse por una conquista de aquel espacio que
ya nada nuevo promete a hombres hartos de progreso? Los costos son elevados,
pero ya nadie se fija en cifras. Corre sangre y corre dinero en estos años en
que somos, a la vez creadores y asesinos. Amo y odio a mis compañeros. En
cierto sentido, son la hez del universo; en otro son balbucientes niños en
cuyas manos se moldea el futuro. Abriremos una ruta que liberará a este planeta
del hambre, de las multitudes crecientes que ya no encuentran un lugar bajo el
sol y que sólo esperan aterradas y resignadas, un juicio final del que
desconfío: ¿cómo se puede ser tan supersticioso en estos tiempos de
triunfo de la ciencia, del
arte, de una nueva promesa de libertad como la que encarna esta nave?
Hemos partido hace meses; en
este tiempo solitario hemos recorrido la inmensidad de cambiantes colores, reducidos
a lo mínimo. Nos hemos visto convertidos en criaturas desnudas, flotando en la
creación: los hombres tienen miedo. Sabían que existía este vació; lo supieron
siempre. Pero ahora que se sienten devorados por él, sus miradas se han
endurecido para siempre. El final es un lejano punto que no logro construirles.
Huimos de un mundo de miseria
y hartazgo; de violencia y caridad; de revolución y orden. Habremos de retornar,
sin duda, pero tampoco puedo garantizárselo a ellos. Ven el vacío; no son
capaces de perseguir un sueño a plenitud. No hay comunicación con u pasado que
sólo recobraremos como futuro. Y mi soledad es mayor: ¡ay de los que poseemos
la verdad y la seguridad! Una sola lagrima nuestra, descubierta por ellos,
equivaldría a una desesperada muerte. Pero es inmensa la recompensa: al otro
lado nos esperamos a nosotros mismos, encarnados en esa libertad y en esa
abundancia de que ahora carece nuestro planeta. Debemos durar, debemos
resistir, no solo porque el retorno es imposible, sino porque mienten cuando
dicen preferir la seguridad de la prisión que dejaron. La verdad, me digo, es
obligatoria. Y el encargo que llevamos nos ha sido encomendado por todos los
hombres de la tierra, aun por aquellos que no saben de este viaje e ignoran lo
miserable de su existencia.
El viaje continuará, así
tuviese que matarlos a todos y gobernar yo sólo la nave. Nadie puede escapar,
si no es a través de su propia muerte: confío en sus instintos, más que en sus
razonados temores. Hasta ahora no hemos encontrado las horribles pesadillas que
algunos timoratos previeron. Sé que todo marchará bien, o todos moriremos juntos;
si así fuera, si lo último se cumpliera, otros retomarán la esperanza y esa
huída que será un gran encuentro. El cielo es negro sobre nosotros, pero miles
de luces nos acompañan; son como cirios de esperanza. Ellos las miran con temor
y odio; no quieren comprender que son guardianes y guías: ¡Cómo no sentirse
hermano de las estrellas, que observan, comprensivas, nuestra soledad que es la
de ellas?
Me siento solo, y no me
siento solo. ¿Habrá alguien que pueda comprender esta atracción por un abismo
que para mi no es sino una ruta más? Es cierto que a veces tengo miedo, como
todos. No soy sino un hombre frente a fuerzas desconocidas: las intuyo, pero no
las domino; las comprendo pero no son mías.
Pero sin miedo no hay
esperanza.
Y sin embargo, el tiempo es
largo, sobre todo para ellos. El viaje se les aparece infinito. Empiezan a
sentirse privados de toda realidad; se creen fantasmas de sí mismos. Sus ojos
me amenazan, porque siempre hay un culpable.
La nave cruje y se mece, la
inmensidad es cada vez mas aplastante, pese a esos signos que, desde hace un
par de días, nos aseguran que no hay error, que mis cálculos son correctos.
Debo anotar, pues, que ojalá se cumplan los pronósticos favorables antes que el
temor termine totalmente con la confianza. Rogaré al Señor para que tal cosa no
ocurra. Danos, pues, Señor, la gracia de poder cumplir nuestra misión antes que
finalice este octubre de 1492.
José B. Adolph
(1980)
8 de diciembre de 2021
Marta, José B. Adolph
Marta
La batalla final, me dije, no
es la del bien y el mal: es aquella que, en el universo minucioso de cada día,
enfrenta diversos niveles del infierno. Dios y sus eufemismos -oníricas
emanaciones del caos- se disuelven como la tartamudeante incoherencia de un
loco. (Marta me mira desde su escritorio, seis metros más allá. ¿Sonríe? Se
acerca; lee por sobre mi hombro: "Dios y sus eufemismos, oníricas
emanaciones..." Menea la cabeza en simulado escándalo. Dice: "Joyce
no eres aparatoso cocodrilo" y vuelve a su sitio. Unas lágrimas me
chorrean hacia adentro -nunca hacia fuera-, no por su esbozo de justísima crítica literaria, sino porque es tan
espantosamente inocente, tan patológicamente sana).
Pongamos las cosas así: Marta
trabaja en esta redacción desde hace seis meses, durante cuyo transcurso se ha
enamorado cinco veces, tres de las cuales la portaron hacia otros tantos
lechos. El promedio de duración de cada romance: 2,4 semanas. Ninguno de sus
¿qué? ¿amantes, enamorados, pretendientes, pretendidos, ilusiones, oníricas
emanaciones de su deseo y de su soledad?
pertenecía, a alguien gracias, a esta redacción. Dos poetas, un periodista de
otro corral, un esotérico traficante internacional de mercaderías turbias pero
no ilegales y un destacado miembro del partido que nos gobierna. Marta no es ni
joven ni vieja: exactamente treinta años, con tendencia a ser algo gorda pero
sin serlo todavía, cómoda melena negra sobre un rostro algo jadeante; escribe
bien pero poco, carece de un concepto definido del tiempo -quiero decir, de la
hora-, es asombrosamente inteligente y, como suele ocurrir, asombrosamente
estúpida: lo que dije, sana. Básicamente cree en la gente, sobre todo en los
hombres. Con su séptimo amante, y ni un minuto antes, tuvo su primer orgasmo
con un hombre. Sabe la verdad sobre las personas (pese a lo afirmado
anteriormente) y no sabe nada. Quiere todo y no quiere nada. Es la suma de
persona de sexo femenino más inteligencia más sexualidad largo tiempo reprimida
o desviada: se sigue desviando, ahora hacia la bondad. Trato de ser cínico y no
puedo. No con ella. O sobre ella.
Me quiere mucho, y yo a ella:
yo fui el séptimo, tres o cuatro años atrás. Ahora la relación ha ¿ascendido?
¿descendido? ¿variado? hacia una cariñosa amistad. Pero todo eso es otro tema. O
me da la gana que lo sea.
Sigamos poniendo las piezas.
Decía que la batalla final, etcétera, y hablé de los niveles del infierno, de
ese infierno que el idiota solitario y retraído de Sartre ubicaba en el Otro.
Ni Marta ni yo hemos mencionado que sabemos que el infierno es, en realidad, la
ausencia del Otro. No somos alsacianos hijos únicos, feos y perversos, que ven
los fieros ojos judíos de Dios en los demás: buena parte de nuestras vidas,
¿eh, cocodrilo?, consiste en agradecer cualquier mirada, cualquier odioso rayo
láser en nuestra soledad. Aparatoso cocodrilo, ¿eh? No, Joyce no soy, aunque mi
grosera sexualidad. Pero basta.
Cuando Marta me sonríe a
través de la redacción, sé que ha vuelto a sonar la campana y que se inicia un
nuevo round: Marta ha conocido a alguien. Como se puede apreciar, no juzgo.
Describo. Continuará así: magia. Esa es la palabra que ella usa. ¿Y por qué no?
Mi grosera sexualidad etcétera utiliza otros términos. Sostengo, inútilmente,
que el amor (o la magia) no aparece cada 2.4 semanas. El deseo, sí. Lo que en
los perros -seres menos atribulados que Joyce- se denomina celo. Marta,
indignada quizás con razón, deja de sonreír y pone cara de haber chupado un
limón. Por mi parte, pienso que ambos exageramos: hay algo que puede aparecer
cada 2.4 semanas, o no abandonarnos nunca, como una veleta que gira con el
viento sin abandonar el techo: la soledad.
¿Cómo resumir sin traicionar
la intrincada y a la vez sencilla personalidad de Marta, sobre todo en un país
en el cual consciente o inconscientemente, sincera o hipócritamente, la
combinación de intelecto con ovarios, no suele ser popular? Pienso que la
descripción está implícita en la pregunta. En la práctica, eso significa que la
soledad en una mujer así adquiere una especial dimensión de inseguridad y
contradicción: el quiero-no quiero, habitualmente desplegado en años o siquiera
meses, en ella puede encogerse a minutos en torno a un par de cafés. Hasta
ahora no la conozco. Quiero decir: hasta ahora no sé qué siento cuando me
sonríe. Quiero a mi esposa y siempre la quise, y me dicen los que saben -entre
ellos Marta, que sabe todo y nada sabe- que no se puede amar a más de una
persona a la vez. Alguien debe estar equivocado, además de Sartre.
¿Dije que tiene treinta años?
Creo que sí, pero esa es una falacia: en puridad, Marta es una adolescente que
se observa a sí misma desde su temprana vejez. Sólo que -y por eso anoto esto-
de pronto suspende todo juicio y junta briznas de un hombre para construir
otro, productor de magia, como un pajarito fabricando un nido. Luego, se sienta
a empollar y se viene abajo: no había nido; sólo briznas. Pero no es
inconsciente: sabe lo que ocurre; quizás necesite que ocurra.
Hablando de niveles de
infierno, descubro quién es el escogido esta vez: es de casa. Un redactor
nuevo. Entre 35 y 40 años, casado, dos hijos, esbelto, atractivo, capaz en su
oficio. Sonríe de vez en cuando pero no es frívolo; más bien algo solemne. Lo
he adivinado con facilidad: Marta nunca supo ocultar sus sentimientos, aunque
se considera una gran conspiradora. Miradas, miradas, miradas. Para mí es
suficiente; suspiro; como un personaje de historieta norteamericana me digo:
"aquí vamos otra vez". ¿Estoy celoso? Estoy celoso.
(Como si lo viera: lo rodea,
le conversa, se sienta a su lado, le consulta, le habla de Lima nocturna y de
la apasionante locura de sus personajes. Se hace invitar un café o, si el tipo
es de aluminio, lo invita ella. Poco después, sus caderas chocarán contra el
escritorio o derribará un azucarero o se tomará un trago y se chorreará la
barbilla).
Y ahora supongamos lo
siguiente: el tipo está más bien intimidado. Piensa: si a estas alturas
engañara a mi mujer, sin duda no sería con una periodista escandalosa y
romanticona. Por otra parte, y aquí reaparece aquello de mi sexualidad grosera
y etcétera, un polvo fácil no es de despreciar, pero por otro lado y por otra
parte y a su vez y más bien, etcétera nuevamente. Y Marta piensa: claro me
gusta pero el sexo no es lo único pero si dura puede convertirse en magia
aunque la magia no dependa del sexo aunque sí dependa mejor me olvido de todo
pero qué debo decirle si le digo que me invite un café va pensar que yo pero si
no le digo pensaré que yo y si le escribo una notita amorosa pensará que yo
mejor me olvido de todo pero me gusta y es justo lo que ando buscando pero. Y
así.
Situación tal no puede durar
eternamente, me digo. Redoblo mis esfuerzos con la máquina de escribir y
fabrico diez centímetros más de insulsa objetividad. Pienso: por todas partes
crecen los malentendidos, regados por la definitiva inteligencia de Dios. El
redactor nuevo cacarea y se ríe con unos colegas allá al fondo de la sala.
¿Será posible que uno de ellos haya mirado furtivamente a Marta antes de lanzar
otra de sus carcajadas criollas? Es posible. De hecho. Estoy preocupado. Sé que
ha ocurrido antes, pero yo no lo he visto. Ahora, la azucarada mezquindad de la
traición se está esculpiendo ante mis ojos. Marta, ciega y sorda, tararea algo
mientras redacta. Yo enciendo un cigarrillo y miro a la pared.
Al día siguiente Marta me
invita un café. Salimos a la cafetería. Reconozco su mirada de insegura
felicidad. Me muestra un papelito sucio y varias veces doblado: lo que me
temía. Un poemita anónimo. Me excuso de reproducir su aparatosa banalidad; no
lleva firma. "Apareció sobre el rodillo de mi máquina", me dice
Marta. "¿Crees que sea de él?"
"¿Sobre tu máquina? ¿En
un lugar público?". Sé que pierdo la guerra, esa guerra emprendida para
salvarla de una ilusión rota. ¿Salvarla por qué? El resto es silencio.
"Es que podría ser
que...". Me ahorro la lista de salvavidas que Marta emprende para cubrir
lo obvio con las sedas del misterio. Resumamos: a la noche siguiente, yendo al
baño de la dirección que es el más limpio -o el menos sucio- del periódico,
oigo jadeos en la oscura oficina de la subdirección. Conozco uno de los jadeos:
no necesito mirar.
Al volver a la redacción, el
grupito de amigos del nuevo calla de pronto y se disuelve. Naturalmente, el
portador de la magia les ha hecho un divertido discursito anunciando sus
próximos minutos de gloria y jadeo. Como si lo estuvieran viendo en un
videotape. Decido irme antes de que la feliz pareja retorne.
Al día siguiente, Marta llega
temprano. Siento un vacío: me lo va a contar todo, como siempre. El hombre
todavía no ha venido. Marta se sienta a mi lado y sonríe de oreja a oreja
mientras me entrega otro papelito. No necesito abrirlo.
"Yo le dejé este poema
en su escritorio anoche", me dice. "¿No quieres leerlo?"
Lo leo. Como poema, no está
mal. Como cualquier otra cosa, es horrendo. Respiro con dificultad. Me evado
hacia mi grosera sexualidad:
"¿Antes o después de tu
inspección a la subdirección?"
Chupa su limón.
"Asqueroso", dice. "Antes".
"Marta", le digo, y
no puedo decir más.
"¿La nueva moda es
seguirme en la oscuridad?", pregunta. No ha comprendido nada. Un par de
integrantes del grupito hace su ingreso, saluda con extrema efusividad a Marta
y a mí. Marta mira hacia la puerta: ya sabemos a quién espera. A quien espera,
debo escribir para dar una imagen más exacta. Tiene la cabeza erecta, con
orgullo y expectación. Es feliz.
José B. Adolph
De "La batalla del
café" publicado en Lima en 1984, en edición de autor.
7 de diciembre de 2021
Egoísmo, José B. Adolph
Egoísmo
Generalmente paseábamos por
los malecones de Miraflores. Como a todos los adolescentes, las estrellas veraniegas
nos dictaban las preguntas que cada generación reinventa: ingenua filosofía espontánea
que hurga en la materialidad a la búsqueda de esa metafísica esquiva que
produce dioses. Cogidos de la mano, escurriéndonos a ocasionales besos,
valientes ateos conflictuados, Gisela y yo tratábamos de instalar nuestros
catorce años en la confusión del mundo. Eternidad, siempre, nunca, paralelismos
y discordancias, sentidos y exigencias se revolvían como perros inquietos en
busca de un amo generoso pero sobre todo comprensible. He escrito: «como a
todos los adolescentes…» y ese es un abuso egocéntrico.
Despreciábamos a esa plomiza
mayoría que desde temprano se acomoda o acepta ser acomodada en las certezas de
una fe que se presume lógica, en ese vertedero de ideologías absurdas que se
disfrazan de sentido común: Dios (el nuestro, naturalmente)lo ha hecho todo, lo
sabe todo, es todo amor, nos recompensará. Ese mismo dios sabrá por qué no
quisimos aceptar tan económico pasaje a la felicidad o a la resignación. No fue
por la presencia de los niños desarrapados y/o muertos, ni por la proliferación
de hospitales y morgues, ni por los titulares de los diarios (esos cabales
resúmenes de una historia finalmente frívola). ¿Por qué frívola? Porque el
recorrido del hombre por la no menos cruel naturaleza combina dolor con
inutilidad.
Gisela y yo, como es obvio,
íbamos a trascender. No como almas inmortales —idea que nos parecía tan cursi como
imposible— sino, tal cual suelen formularlo revolucionarios o rebeldes, como
eslabones en una cadena que arrancaba en las primeras batallas contra los
neandertal y terminaría (si es que terminaba) en las luminosas oscuridades del
Gran Crunch final del universo. Habíamos leído no sólo el Anti-Dühring y demás
silabarios marxistas sino «Fundación» y visto «2001»; la enloquecida y asesina
gran computadora de esta última película sólo nos pareció graciosa. Pequeña,
rubia, insegura en su espontánea femineidad como yo en mi masculinidad, Gisela contrastaba
con mi enclenque figura, anteojuda y ya con indicios de joroba de biblioteca.
Todavía (la adolescencia es seria) carecíamos del humor necesario para
describirnos como la bella y la bestia. Ahora ella se ríe, cómo no. Es una risa
más bien satisfecha, la de alguien que modestamente acepta una vanidad. Si
hubiera un Dios, le pediría bendecir esa vanidad pero en un mundo sin espejos.
Eslabones… Claro, pensábamos,
esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían con orgullo y Eslabones…
Claro, pensábamos, esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían
con orgullo y humildad: ellos, dirían, cumplieron. Sucumbieron en las pestes,
fueron aniquilados en trincheras, se pudrieron en prisiones, colgaron de las
horcas, murieron de dolorosas enfermedades olvidadas, fueron explotados en
plantaciones, fábricas y oficinas, crucificados, apedreados, ahogados,
torturados. Para que nosotros, seres solares, pudiéramos encarnar sus ya
enterrados sueños.
Nos parecía hermoso. Después
de todo la historia no era insensata ni inútil. «Apariencias», decíamos. Como cualquier
teólogo, apostábamos a un sentido cuya vastedad nos deglutía. La humanidad,
decía fervorosamente Gisela, reptaba por una escalera ascendente. Sí, respondía
yo, el individuo se realiza en una comunidad que no sólo existe en el espacio
formal sino también en su cuarta dimensión, el tiempo. Fueron parte de algo,
pronosticábamos que dirían Ellos, son parte de nosotros. No debería
sorprenderme la existencia de teólogos ateos. De eso me río yo, como Gisela se
ríe de su belleza y mi fealdad. Pero la mía no es una risa satisfecha.
Oh milagro: nuestra relación
perduró y nos condujo a una silenciosa boda civil. Asistieron familiares, compañeros
del partido, colegas y amigos: en total unas veinticinco personas arracimadas
en un salón pequeño de la municipalidad de Lima: Miraflores nos pareció pituco.
Nuestra noche de bodas en un hotel de los suburbios nos encontró vírgenes, no sólo
en lo sexual. El himen no fue un problema, pero nos esperaban atroces
aprendizajes. La pobreza, los hijos, la rutina de trabajos idiotas,
la delincuencia, las guerras: nos esforzábamos por encajarlo todo, como
sardinas en una lata, dentro del rubro social. Algún día esa revolución que los
produciría a Ellos nos libraría de la plusvalía y de los resfriados. Nos negábamos a
la originalidad; más grave, éramos ciegos y, me temo, sincera, involuntariamente
deshonestos. En el fondo, creo ahora, teníamos miedo, como todos. Miedo a esas
grandes y vacías verdades finales que me alteran ahora: el «para qué»
irrespondible tras cada idea, tras cada acto. Me niego a seguirme cobijando en
el misterio. Si los dioses son incomprensibles, no existen para nosotros, y ese
«para nosotros» es lo que cuenta.
Porque asistir, día a día,
hora a hora, minuto a eterno minuto a la transfiguración de Gisela, a sus
células proliferantes, a la maldición de su carne enloquecida no es sólo una
tortura. Es una declaración de falta de principios del universo, el eco de algo inexistente, una carcajada de la nada. «Egoísmo» dice mi buen amigo el jesuita
que conocí en el hospital, antes de que enviaran a Gisela a la casa para que se
termine de pudrir en paz y sin molestar.
«Tu tragedia personal. No
involucres a Dios. Quizás le esté preparando a Gisela una felicidad que no
puedes nisoñar». Yo le doy palmaditas en el hombro al buen jesuita y le digo
eso, que es un buen hombre y un buen jesuita.
Que le agradezco esas
bondadosas y retorcidas invenciones, las estafas que transmite de buena fe, las
anteojeras que distribuye tan ansiosamente. Sus ojos me transmiten —al menos
eso creo ver— un terrible mensaje: más vale una mentira que permite vivir que
una verdad asesina. Quizás todos los sacerdotes crean eso, quizás sólo algunos.
¿Hay que aplaudir? Desde Gisela hasta Hiroshima, desde Gisela hasta Auschwitz,
desde Gisela hasta el millón de masacres: ¿egoísmo? ¿Quiere más, padre? La
peste negra, las cruzadas, el hambre en Africa, las montañas de calaveras
erigidas por los mongoles, los niños explotados, el cáncer de todos y todos los
cánceres, no sólo el de Gisela. ¿Suficiente, o nos faltan las matanzas de
brujas, los cadáveres en las autopistas, los psicópatas? Cualquier lista que se haga será incompleta:
¿egoísmo? A Gisela la trajeron hace un mes. Y lo que sucede desde la semana
pasada y que se confirmó hoy en la mañana —la inexplicable remisión del cáncer
de Gisela, su «milagrosa» cura, su condena a seguir viviendo— no cambia
nada: la arbitrariedad sigue vigente. Ella dice que no le importa vivir
físicamente deformada. Nos amamos, dice, y es cierto. ¡Puedo sobrevivir!,
exclama el egoísta. ¡La tengo conmigo y quizás tenga la suerte de morir
primero!, añade el egoísta. No he visto todavía al buen jesuita pero intuyo lo
que me va a decir: «Agradece de rodillas la bondad de Dios». Como si uno se
arrodillara y besara los pies del croupier del casino, que me hizo ganar a
costa de centenares de perdedores. No.
José B. Adolph