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Mostrando entradas con la etiqueta José B. Adolph. Mostrar todas las entradas
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13 de diciembre de 2021

Descubrimiento, José B. Adolph


 

Descubrimiento, José B. Adolph
 
Esto es cada vez peor: últimamente he estado despertándome, en las noches, con esta opresión que me hunde el pecho. Me he quedado muy quieto, de costado o de espaldas en la cama, con esa sensación aplastante recorriéndome el esternón y hundiéndose hasta casi no permitirme respirar.
No recuerdo exactamente cuándo comenzó. Súbitamente estuvo allí, acompañándome en la calle, apareciendo en cualquier momento. En esos casos tenía que detenerme, tratar de pensar en otra cosa, entrar a un café y pedir algo. Poco a poco la sensación se iba diluyendo, y minutos después yo respiraba aliviado y retornaba al mundo de los vivos. En las primeras ocasiones, yo estaba seguro que el terror no volvería. Pero no solo volvió, sino que era cada vez más frecuente y cada vez más profundo.
Podía ocurrir, como dije, en la calle. Pero luego el terror comenzó a asaltarme en el cine, durante las comidas, en el sueño, en la oficina (soy empleado público y escritor casi inédito).
¿Es así, entonces, como se anuncia la muerte?
Porque lo que yo sentía era el terror ante la muerte. Hasta los cuarenta años, mi vida se había desarrollado sin mayores preocupaciones acerca de su final. La idea de la muerte, como generalmente sucede, era una constatación científica, relegada —como la teoría atómica o los dogmas religiosos— a un archivo lleno de cosas reales, pero sin significación práctica. A esto se añadía una característica muy mía: la de una permanente sensación de irrealidad. Esta irrealidad de los fenómenos, de las personas, los hechos —hasta los más personales e íntimos— me había valido la acusación (que yo comparto) de ser un hombre frío, cuyo ocasional sentimentalismo era una especie de representación teatral para mi propio beneficio y el ajeno. Los grandes sucesos de mi vida —el amor, la muerte de seres queridos, las enfermedades, las injusticias de la vida cotidiana— aumentaban en mí una sensación de irrealidad. Apenas algo importante ocurrió a mi alrededor, un segmento de mi personalidad huía de mí, se colocaba al frente, y observaba con fría indiferencia lo síntomas de sufrimiento que mis irreales restos me mostraban.
A veces pienso que mi aspecto juvenil, del que estoy orgulloso, se debe en gran medida a que tanto las alegrías como los sufrimientos resbalan por mi piel y no dejan huella alguna ni en mi personalidad ni en mi rostro. Naturalmente, soy capaz de indignarme. Es más, suelo tener, muy raramente, verdaderos estallidos de furia acumulada que hace explosión por motivos nimios. También en casos verdaderamente extremos —un orgasmo perfecto, una obra de arte verdaderamente excelente, una muerte horrible ante mi— la sensación de irrealidad cede antes esta irrupción de la vida en mi permanente semisueño. Pero esto ocurre en muy pocas oportunidades.
Es extraño (quizás ahora no lo sea para quien lea estas líneas) que ahora, a los cuarenta y dos años, la vida ingrese en mí a través del terror a la muerte. Un ambiente especial, una canción melancólica, una mirada triste o simplemente un momento de reposo y de paz mental me provocan una sensación de súbito envejecimiento, como si mis células estuvieran perdiendo rápidamente, en cuestión de segundos, la flexibilidad juvenil y decayeran notoriamente. Entonces, se abre ante mí, el boquete de la muerte, la negrura infinita de la nada.
No soy un hombre religioso. No creo en la vida después de la muerte. Hasta hace poco había aceptado sin problema alguno, la brevedad de la vida física, la pertenencia a una larga cadena vital uno de cuyos eslabones era yo, cadena que hundía ambos extremos —pasado y futuro—en el magma gelatinoso del tiempo. Podía comer, dormir, amar, escribir y trabajar dentro de ese concepto. Podía odiar, protestar por la injustica y admirar el progreso ¿La muerte? Era el fin de mi persona ¿Y qué? Para algunos, esa idea era horrible. Para mí no era horrible ni encantadora. Era un hecho. Y los hechos son mortalmente neutros.
La mujer con quien vivo notó mi cambio. Preguntaba que me ocurría. Yo evadía las repuestas y, como siempre en estos casos, ella pensó que iba dejarla por otra mujer ¿Cómo decirle que, junto con la realidad, yo estaba descubriendo la inexistencia de todo lo que no fuera mi disolución?
Físicamente, durante estos ataques depresivos que me oprimían el pecho y me hacen doler las vísceras, yo caía en un remolino del cual surgía mareado e impotente. Y, pese a todo, había un sabor dulce en esa pasiva amargura que me iba invadiendo por todos los ángulos y a través de todos los poros. En esos momentos, el contacto con mis semejantes era imposible, y me hundía en mí mismo con una furiosa desesperación, incapaz de resistirme. Un año, diez, veinte ¿Qué importaba el plazo, si de todas maneras la muerte estaba a la espera, y de todas maneras iba ganar la batalla?
Mi mujer me sugirió ver a un médico, a un psiquiatra. Una vez lo intente: nunca escuche tantas tonterías juntas en una sola tarde (y tantas caras). Me sugirió buscar un motivo para la vida: Dios, el trabajo, la política, el amor. Hacer las paces con la muerte. Tomarla como un descanso. Construirme a mí mismo en este mundo. Y así durante casi una hora. Le agradecí cortésmente, pagué sus honorarios y no volví. Todo eso me lo podía haber dicho yo mismo. Es más, ya lo había hecho. Pero ahora comprendo porque los psiquiatras son locos. Nadie puede enfrentarse diariamente a la verdad y permanecer en su juicio.
Mientras tanto, el terror aumentaba en frecuencia e intensidad. Describirlo no es fácil. Habría que juntar varias experiencias y mezclarlas, y aun quedaría algo más: la amargura de un niño castigado injustamente; la humillación ante la mirada de desprecio dela mujer nada, que nos abandona sin mirar atrás; la tristeza de un adolescente que ha visto por primera vez, a su padre saliendo de un prostíbulo; el marco de una noche de verano, cuando, de espaldas sobre la yerba, los ojos se hunden el universo multicolor e inexplicable; la imposibilidad de la sin embargo evidente eternidad; el llanto de una niña violada; la angustia de todas las pérdidas del mundo. Algo de todo eso, y mucho más, cayendo como plomo, con lenta y ominosa presión, y quedándose dentro, instalándose en mí.
Pensé en terminar. Pero el suicidio es un acto vital: requiere una decisión, de una voluntad de cambio. Nunca me aproxime, siquiera, a la realización física de semejante acto. Por lo demás, mi fantasía, me dictaba, sucesivamente, absurdas soluciones que jamás tome en serio: asesinar a alguien, huir del país, incendiar una casa.
Poco a poco la muerte comenzó adquirir consistencia. A existir como entidad palpable, nombrable. A veces bromeaba con ella, la llamaba señora Kafka o Monsieur Proust. Mi mujer me muraba, silenciosa, cuando con un firulete versallesco invitaba a madame Kafka a tomar asiento en el sillón de la sala. Mis ojos se llenaban de lágrimas e inmediatamente sonreía a mi mujer, tranquilizándola. Esto parecía un juego, y lo era.
En la oficina, cubría a veces el papel que estaba escribiendo, para que la muerte no leyera sobre mi hombro. Nadie reparaba en mí; o, si lo hacía, yo no me daba cuenta de ello. En el ómnibus, varias veces estuve tentado de pedir dos pasajes. Sonreía a solas, hablaba con ella y trataba de entender las repuestas que me daba, pero solo veía sus labios que se movían silenciosamene y el relampaguear de sus ojos cargados de compasivo odio ¿Compasivo odio?
Llamemos a las cosas por su verdadero nombre: desprecio.
Mi mujer dice que estoy hablando en sueños. Y me hace escenas. Dice que exclamo: “¿Por qué me desprecias?” “¿Por qué no puedes amarme, o siquiera dejarme en paz?”. Mi mujer quiere saber el nombre de la otra. ¿Cómo decírselo? Y yo recuerdo algunos de mis sueños: una amplia falda que revolotea sobre mi cara yacente que me cosquillea y me cubre los ojos. Una mujer sin rostro me excita silenciosamente y me aplasta, que me golpea sin que yo sintiera dolor alguno. Una invitación negra que soy incapaz de aceptar. Un dolor perfumado que despliega increíbles alas en la niebla, mientras yo corro, desesperado, tras las vísceras que me han sido arrancadas dejándome vacío y con náuseas.
Mi mujer llora y mira a través de mí. No me escucha ni me habla. A veces sus labios se mueven, pero no puedo oírla. Pareciera que habla sola y descubro, con frecuencia cada vez mayor, que su mirada ya no se fija en mis ojos, sino que observa mis cejas, o mi nariz, o una de mis orejas. Es una mirada vacua, imprecisa bordeada de lágrimas. Coincidentemente, la gente de la calle tiende a tropezar conmigo, sin pedirme disculpas. Y solo los perros se acercan, con el pelo erizado, a olfatearme.
En la oficina, otra persona ocupa mi asiento. Cuando pregunto por mi nueva ubicación, apenas hay discretas toses y algún portazo. Mi mujer, a la que trato de relatarle todo —desesperado ahora, incapaz de ocultarle la verdad— escucha calladamente, vestida de negro y con las manos cruzadas sobre la falda.
Pienso en mi cumpleaños, que se aproxima. En tres días más debo cumplir cuarenta y tres años: no hay preparativo alguno para la fecha. Hoy he llorado, arrodillado ante mi mujer que, sentada en el sillón de la sala —el mismo que me servía para bromear— observa silenciosamente, a través de mi cráneo y la ventana, el paso lento de las nubes hacia el norte.
 
José Adolph, (1971).

12 de diciembre de 2021

Armageddón en la Internet (2000), José B. Adolph


 

Armageddón en la Internet (2000)
 
 
Una vez, y sólo una, encontré en mi vida a una persona que había realizado todas sus fantasías y cumplido todos sus deseos. Fue en un asilo mental. Visitando a un viejo amigo, éste —deslumbrado— me la había presentado.
—Mucho gusto-me dijo ella, extendiéndome una mano pequeña, blanca y firme.
—Me Llamo Isabel.
El deslumbramiento era explicable: su blancura entre pálida y olivácea, mediterránea, cremosa y mate, recordaba a una perla. La cara ovalada, enmarcada por un cabello negroazulado, invitaba a concentrarse, primero, en unos ojos verde oscuro y luego en unos labios gruesos, ligeramente pintados de un rosado muy tenue. Pero tras mirarla a los ojos, su boca daba esa impresión de maquillaje indiferente, casi despectivo, con el que se le dice al mundo —o el mundo cree escuchar— que, en fin, hay que pintarse. La sonrisa que me brindó, sin embargo, era sensualmente afectuosa; una sonrisa que hablaba su propio idioma, y la impresión general era que tenías al frente a dos mujeres: una cotidiana, decidida, profesional y distante, al estilo de una azafata de línea aérea; la otra como uno se imagina a una hurí, incitante en su retorcido y mentiroso recato. La primera, concentrada en sus ojos, prometía decisiones tajantes y utilitarias; la segunda, juguetones placeres y muy serias frivolidades. La combinación era perturbadora y te sometía a la inquietante pregunta de si eras un hombre capaz de abarcar a ambas. Mi primera idea, al verla y al escuchar su voz —fuerte, casi dura en las afirmaciones; dulce y dubitativa en las preguntas— fue: «¡Qué mala suerte
encontrar a una mujer así en un lugar como éste». La idea murió pronto: la reemplazó, cuando profundizamos nuestras conversaciones, una sensación de alivio precisamente por haberla encontrado allí. Afuera, normal entre normales, no sé hasta qué punto hubiera sido dañina. Aún en el sanatorio, llegué a pensar y lo reafirmo, habrían debido aislarla. Mi ansiedad me ha conducido a adelantarme. No puedo impedir que me sacuda el temblor que imagino típico de una sesión de exorcismo.
El sanatorio era un lugar tranquilo y agradable, muy diferente al deprimente sanatorio habitual. El amigo al que visitaba estaba allí para reponerse de otra institución, en la que había combatido su adicción al alcohol; esto de usar un sanatorio para curarse de otro nos provocó obvias sonrisas. Mi amigo inmediatamente notó el impacto que Isabel me causaba; me advirtió, cuando nuevamente estuvimos solos, que era una persona «peligrosa». Le pregunté por qué le parecía tal cosa y él, sonriendo para disculparse de hablar tonterías respondió que era una bruja. Nos reímos, hombres occidentales del siglo veintiuno que han leído libros y visto películas. Recuerdo haber exclamado que eso era maravilloso. Y entonces mi amigo agregó:
—Isabel afirma haber nacido en Karakorum, durante el exilio mongol de sus padres, en el siglo trece después de Cristo; sospecha que ése es sólo el último de muchos nacimientos. Dice que es el que recuerda.
«Bueno», comenté ante tal información, «será mi primera bruja» y que yo, tras haber leido a tantos autores y visto decenas de películas sobre el tema —terroríficas o humorísticas— merecía encontrarme por una vez dentro de la
literatura.
—No lo tomes tan a la ligera-respondió, aunque sin perder su sonrisa.
Cuando mi amigo, dos semanas después, abandonó el sanatorio, Isabel y yo ya éramos amigos y continué yendo a verla. «Estoy aquí para siempre» dijo sin tristeza: después supe por qué «siempre» era, para ella, un término sin sentido. La única otra persona que la visitaba era o decía ser el hermano, muy mayor, que la habla recluido: un hombre canoso, de piel oscura y actitudes frías pero corteses, que en nada se parecía a Isabel. La saludaba con un beso en la frente; hablaban poco y nunca en privado. Preguntaba por su bienestar y ella respondía formalmente que estaba bien. Él sólo mostró un tono inusualmente preocupado en una oportunidad, cuando le preguntó si tenía problemas (todo esto delante de mí). Ella, indiferente, le aseguró que ninguno y él retornó a su propia indiferencia.
Pero se volvió hacia mí y, con una sonrisa evidentemente forzada, trató de explicarme que su hermana era una persona buenísima. «Estoy seguro de que así es», respondí.
—Es que usted no sabe cuán buena.
Murmuré algo.
—Tan buena que asusta a algunos-añadió—. La bondad extrema, se dice por ahí, se parece terriblemente a una maldad extrema.
Esto me pareció curioso. Sólo dije que Isabel no me asustaba. Ella emitió una carcajada que sólo puedo describir como cristalina. El hermano también sonrió. «La respuesta de siempre», dijo mostrando unos dientes amarillentos e irregulares.
Recuerdo haber pensado que le convendría un buen dentista.
—¿De siempre?
No respondió. Se despidió de ella besando su frente y me estrechó la mano con un «cúidese» que me pareció la despedida habitual en estos tiempos. Había muchas preguntas que yo quería hacerle, pero no delante de ella. Por ejemplo y para comenzar, por qué una persona tan simpática, hasta dulce, tenía que estar recluida (y de por vida) por una simple e inocente chifladura; afuera hay millones de excéntricos, con teorías, opiniones y acciones tanto o más irrazonables y hasta antipáticas. Fue imposible; el extraño hermano y yo nunca estuvimos solos. Días después, con más confianza entre nosotros y seguro de que la pregunta no la incomodaría, se lo pregunté a ella.
—Dicen que soy mala, que hago daño-respondió, y la sonrisa de sus labios contrastaba con la frialdad de su mirada—. No me molesta. No tiene sentido molestarse con la Oscuridad y sus emisarios o víctimas: hacen lo que les corresponde.
—¿Quiénes lo dicen?
—Todos: mi hermano, la gente que he ido conociendo, los amantes que he tenido, mis súbditos…
—¿Súbditos?
—¿No te dije que desciendo del Santo Grial?
—Espera. Espera un momento. Ya me perdiste. ¿Estamos en la corte del Rey Arturo? Isabel sonrió, condescendiente.
—El Santo Grial no es, como se creía, un cáliz u otro objeto sino una deformación de las palabras francesas «sang réal». Ya no es un secreto desde que lo revelara, en la década de 1990, el historiador místico Peter Berling. Yo desciendo de la estirpe del rey David a través de Jesús y su compañera María de Magdala, de Mahoma, y de los príncipes cátaros Roç y Yeza, mis padres. Y antes de David, de profetas olvidados como Zoroastro. Mucho, mucho antes, desciendo de aquellos que hubieron de refugiarse en las profundidades. La misión del «Santo Grial», de la sangre real, es unificar a la humanidad e instaurar el reino de la paz: lo llamamos el «gran proyecto».
—Un proyecto muy largo.
—Muy largo, sí, y recurrentemente fracasado… hasta hoy. Ahora, finalmente, con el nuevo milenio (algunos hablan de la era de Acuario; las etiquetas no importan) todas las condiciones coinciden: el nombre que le dan ahora es «globalización».
—¿Y todos somos, entonces, tus súbditos?
—Sí. El Gran Programador y unos cuantos Elegidos lo saben. Y ahora tú estás entre los Elegidos.
—¿Eso es bueno o malo?
Otra carcajada de la boca y otra mirada helada.
—Y tu hermano, ¿quién o qué es?
—Uno de los Inquisidores.
—¿Inquisidores?
—La Oscuridad tiene muchos nombres y soldados.
—Eso significa que tu hermano…
—Eso significa que tu hermano…
—Prefiero no hablar de eso. Digamos que cumple con la misión que la Oscuridad le ha encargado. La Oscuridad considera que la humanidad no merece ser salvada. Que, en verdad, fue desde el comienzo un error o una malevolencia.
Como dije, este diálogo se produjo cuando ya llevábamos varios días de conversaciones, al principio más bien superficiales, sobre nuestras vidas —la de una niña extraña e introvertida, la de un niño extrovertido y ambicioso— y sobre el mundo. Para ella, la «vida» no sólo era una ilusión sino que además era una ilusión imperfecta, absurda y peligrosa. Para mí, un campo inmenso pero real y conquistable. En su adolescencia, Isabel, tras las excursiones habituales entre personas como ella por las tentadoras vías de los budismos, había decidido que la verdad —si la había— tenía que estar más allá, por debajo o por detrás de esos incompletos ensayos orientales. Pero ambos nos reencontrábamos ahora en lo «occidental»: el judeo-islamo-cristianismo y la tecnología. Ella había privilegiado un camino de retorno espiritual, y yo la cotidianidad y con ella, la más occidental de las ideas: la de la conquista y subordinación del mundo. Con Isabel descubrí esa otra ruta.
La describió así:
—Zambullirse en el pasado y encontrarse a sí mismo para extraer el futuro.
Intento reproducir algo de su explicación, a la vez confusa, seductora y alienada:
—Hay una rama del budismo que propone la superación de todo deseo por medio de su satisfacción-dijo—. Fue un instrumento útil para mí. He realizado todas mis fantasías y satisfecho todos mis deseos antes de perder toda fantasía y todo deseo. Como aquel adepto nuestro dentro del cristianismo, el llamado San Agustín: relee sus Confesiones con los nuevos ojos que ahora posees. Y a Dostoyevski. Y a Nietzsche. Y a muchos otros, partícipes y agentes del «gran proyecto». Y ese gran proyecto consiste en utilizar a las religiones (las occidentales: judaísmo, cristianismo, islamismo; las orientales: hinduismo, budismo, shinto) manejando las nuevas herramientas que ahora están a nuestra disposición, como la Internet. Al fin la era de Acuario tiene los medios unificadores de que carecía: el Gran Programador ha dicho que es la hora de la batalla final del perpetuo Armageddón.
Yo la escuchaba oscilando entre el horror, la compasión y la tentación de dejarme arrastrar a su locura. Ahora sé que me estaba enamorando de Isabel, aunque mi razón se resistía con garras y dientes a ser arrastrada a esa vorágine.
Mi mundo era el de la realidad: agente en la Bolsa de Lima («yupi con Proust», me llamaba Isabel), acceso a la web, negocios violentos y rápidos acompañados por diversiones violentas y rápidas; el de ella era el de otra clase de globalización, una que había estado con nosotros, me decía, desde hacía milenios, trabajando en el inconsciente individual pero también colectivamente en el espacio y en el tiempo. Sus soldados —los haschishin, o «asesinos», del Viejo de la Montaña, los fida’i del Islam ismaelita, los apóstoles del Kristos (menos Saulo, el de Tarso y Damasco,
que era un Oscuro) y los Templarios, masacrados, como los cátaros, los nestorianos y tantos otros por la Iglesia de Roma, los treintiséis Justos de los judíos, ciertos chaskis del Tahuantinsuyo (que transportaban algo más que noticias
y estadísticas)— eran las tropas de Mazda, de la Luz, que combatían por todo el planeta contra los Oscuros.
—¡Y ahora-agregó, triunfante-por primera vez, gracias a las redes mundiales de la informática y a las conexiones satelitales, tenemos acceso, por un lado, a todos los rincones y, por el otro, al corazón mismo del Dominio del Mal!
—¿Y dónde está ese corazón? —pregunté.
—No dónde, sino cuándo-respondió—. Armageddón, el gran combate, no está en el espacio sino en el tiempo.
Armageddón se combate en el tiempo.
—¿Cómo?
—La Oscuridad es el tiempo; el tiempo como manifestación del Mal. Una derivación de lo luminoso, que nació y vivió un nanosegundo sin sombra; el tiempo es una atribución del espacio, que nació puro, es decir intemporal, y fue desafiado por una dimensión nueva: lo que la física denomina tiempo y las religiones Satanás. Luzbel era la «bella luz» hasta que, harto del error divino, se lanzó a su rebeldía correctora. La Oscuridad es la sombra, por lo demás inevitable, que proyecta la Luz y que, como, ésta, adquirió autoconciencia. Más cómodo era antropomorfizarla y llamarla «diablo». Pero ahora existen la nueva física y las comunicaciones totales: ya no necesitamos parábolas.
Hemos llegado a la madurez y tenemos las herramientas. Los libros sagrados— —las Biblias (judía y cristiana), las Gathas y el Avesta, los Evangelios Apócrifos de la gnosis, el Quran, el Canon Pali del Buda y la Tripitaka, el Popol Vuh y todos los demás— eran hermosas parábolas con las que la Luz nos fue preparando para el «gran proyecto».
Nosotros apostamos a que Satanás está equivocado y que la humanidad, la Creación entera, son rescatables. Me sería imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente memoria— sino porque serían tediosas y repetitivas para el no iniciado. Eran historias de personas y de viajes, de supervivencias y crímenes.
—¿Cómo es eso de todas las fantasías realizadas y todos los deseos satisfechos?
Esta vez hasta sus ojos participaron de una pícara sonrisa:
—En ocho siglos se puede hacer muchas cosas ¿no crees? Pero además he contado y cuento con la ayuda de mis padres.
—¿También viven?
—Ningún luminoso deja de vivir. También viven Abraham, cuya supuesta tumba veneran en vano judíos y musulmanes, Jesús —para evadir la persecución le provocaron con una pócima, que dijeron era vinagre, una catalepsia o falsa muerte en la cruz—, Siddharta el Buda, Spinoza, Einstein…
—El cerebro de Einstein se conserva en una universidad, creo que la de Princeton.
—Bernardo, Bernardo… Me hablas de átomos y moléculas ¡y yo te hablo de fuerzas que los dominan, transforman y reproducen! ¿Por qué tantas religiones te hablan de la resurrección de toda carne a sabiendas de que los cadáveres se pudren y desaparecen? Todo tiene una copia en el Gran Archivo. Y todos esos amigos y muchos más viven, se comunican entre sí y ejercen su influencia; son nuestros asesores y tropas de reserva. Así como hay un genoma humano, hay un genoma universal o gran archivo que Jung denominó «inconsciente colectivo». Por ahora sólo nosotros los luminosos somos la parte autoconsciente de ese archivo. Y sus viajes: Roma, Grecia, Galia, Palestina, Persia, los territorios del único imperio nómade de la historia, el de los mongoles, Catay y, por supuesto, lo que ahora llamamos India. Pero también por Africa —sobre todo el Sahara, que alguna vez contuvo un mar y dio lugar al imperio fenicio de Cartago— y la futura América en los recios pero esbeltos barcos vikingos.
—Ah, Bernardo-me decía, con los labios dulces y la mirada hierática—, ningún lugar, ningún comportamiento, ningún dolor o placer me es ajeno. Guerrera con los hititas (a quienes enseñé el uso del hierro), diosa para los tutsis, esclava en Baltimore, prostituta sagrada entre los adoradores de Baal, no tan sagrada en Marsella, ñusta en Machu Picchu, tú nómbralo: estuve allí y lo fui todo. Borges no llegó a saber que yo, Isabel Trencavel, soy el aleph.
—¿Trencavel?
—Mi apellido cátaro, del Languedoc. Mis padres descienden de Perceval o Parsifal, nuestro gran héroe. Fuimos víctimas de una cruzada de cristianos contra cristianos, de la Oscuridad de la prepotente Roma, esa nueva Babilonia.
El tiempo combate en el espacio para destruir la luz. Hemos sufrido terribles derrotas, como en la bravía Atlántida, en Creta —imperio femenino dedicado al amor y a las artes— y en la dulce Avalon de los Pictos, la actual Inglaterra.
Los huaris eran regidos por gente nuestra: los quechuas los destruyeron; los cultos mayas sucumbieron ante los demoníacos aztecas que, como Roma, exclamaron su versión de delenda est Cartago. Tampoco quisieron dejar rastros, pero el Popol Vuh y los templos escondidos permanecieron y los sacerdotes huyeron a tiempo al Asia Central. Qué historia, ¿verdad?
—Increíble.
—No estás obligado a creerla; casi nadie lo hace. Y cuando lo creen, la Oscuridad a menudo transforma la Gran Verdad en locura de grupitos chiflados o estafadores. O los luminosos somos encerrados en sanatorios mentales.
Algunos se suicidan, otros simulan «volver a la razón» —es decir, a la mentira— pero algunos continuamos este combate de la eternidad contra el tiempo.
—¿Y cómo va a terminar todo esto?
—¿Quién sabe? Las fuerzas son parejas. A veces dudamos, no creas. Como preguntan ciertos gnósticos, ¿quién sabe si Dios no es una falsificación?
—¿Y Dios qué pito toca?
—Te perdono la vulgaridad porque es tu mecanismo de defensa: tal como los individuos neuróticos defienden su mal, el colectivo defiende su oscuridad. Si tenemos razón, y tenemos que tenerla, Dios es el Gran Programador.
—Entonces, ¿por qué no nos ha programado para ganar? ¿Y para qué esta absurda y sangrienta lucha en una Creación que pudo ser perfecta?
—La Oscuridad es el gran virus.
—Los virus se fabrican.
—Sí, hay un Gran Hacker.
—¿Y quién creó al programador y al hacker?
—Ése es el misterio final, que sólo sabremos, para bien o para mal, cuando se decida Armageddón.
—El Dios de Dios. El Rey de Reyes.
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Einstein sigue diciendo que Dios no juega a los dados, pero ahora añade, sonriendo, «si hay tal cosa
y si hay dados».
—Tal como yo lo veo, nosotros somos los dados.
—No, todos los dados son iguales. Nosotros somos piezas de ajedrez. Sólo que ahora, en el tercer milenio, vamos a jugar en un tablero universal, y vamos a conocer el juego.
Por supuesto, nunca llegué a creer en lo que decía Isabel, registrada en el sanatorio no como Trencavel sino con el apellido Valmel. Pero desde que la conozco vivo amándola, aterrado, preguntándome: ¿Y si fuera cierto? La alternativa es que se trata de una loquita. Una loquita que, como me insinuó ayer con suficiente claridad, sólo podrá amarme si ingreso con plena consciencia al ejército de la luz. Por eso y para horror de familiares, amigos y colegas,
vivo aquí, con ella y con la computadora con la que continúo mi trabajo en la Bolsa y navego, con Isabel, por las zonas más demoníacas de la Internet.
 
 
José B. Adolph

11 de diciembre de 2021

Carta a un elegido del Señor (2001), José B. Adolph

 

Carta a un elegido del Señor (2001)
 
Estimado señor:
Acabo de leer la entrevista que le hace la revista «Caretas» de esta ciudad y me he detenido, reflexivo, en aquella frase suya que sin duda resume con precisión y cierto encanto los sentimientos de gratitud y renovada religiosidad que le embargan.
«Siento que he vuelto a nacer», afirma usted. «Durante todo lo que me quede de vida agradeceré al Señor, que me hizo el milagro de mi supervivencia.» No es una sentencia demasiado original pero estoy seguro de que sintetiza a la perfección el mensaje que usted le envía, a través de la revista, a su Creador. El reportaje es acompañado de varias fotografías, en una de las cuales usted aparece de rodillas en una iglesia con la mirada fija en el altar, presumo que rezando. Sin duda es lo menos que usted puede hacer, visto el extraordinario favor recibido y la relación especial que usted tiene con Dios. Lejos de mi intención perturbar tal relación o minimizar la gracia obtenida. Es evidente que usted debe merecerla, porque quienes, como usted, creen en el plan divino y en la Divinidad que lo ha elaborado
—quizás en noches de insomne y metódico esfuerzo—, han de haber acumulado méritos enormes en este valle cuyas lágrimas no siempre están bien distribuidas. ¿Y quién sería yo para cuestionar la existencia de tales métodos o para valorarlos?
Los hechos mismos son fácilmente descriptibles: un avión despega del Aeropuerto Jorge Chávez de Lima rumbo a Madrid, vuela desapasionadamente durante un par de horas y luego inocentemente cae a tierra víctima de lo que los expertos y los no expertos denominan una «falla técnica». Utilizo el adverbio «inocentemente» porque no hay forma de culpabilizar a alguien (los metales pueden fatigarse, las tuercas aflojarse, la electrónica enloquecer en su inestabilidad) y usted, con sus declaraciones, ha puesto en su lugar a quienes, descreídos, hubiésemos podido hablar de azares, casualidades o matemáticas caóticas. O de injusticia. No, no. Dios estuvo allí, haciendo su trabajo al menos con usted, señor. Fue Él, asegura usted, quien le hizo retrasarse y perder el avión, adjetivado como «fatídico» en un ataque de huachafería inusual en «Caretas». El vuelo o el avión fue fatídico para 118 personas entre pasajeros y tripulantes, incluyendo a Elsa, mi Elsa, pero no para usted, gracias a Dios. Usted volvió a nacer. Elsa y los otros 117 se quedaron definitivamente muertos. El Señor no dispuso para ellos, como lo hizo para usted, un ligero accidente de tránsito rumbo al aeropuerto, cuyo único efecto práctico fue hacerle perder el «fatídico» avión y revelarnos que usted es un Elegido, categoría que no alcanzó, entre tantos otros, mi Elsa.
Sí, pues: fatídico para unos, maravilloso avatar para usted, como solitaria demostración de la infinita bondad de Dios para con sus Elegidos. Eso, en cierta forma, tiene algo de reconfortante en el sentido de que si bien Dios puede no existir para algunos o muchos, definitivamente existe, vive y colea para seres benditos como usted.
Un creyente muy amigo mío, que me acompañó generosamente en las primeras horas después de conocerse la desgracia, me aseguró que el plan del Señor está más allá de nuestra escasa comprensión humana y que Elsa, en estos precisos instantes en que le escribo esto, debe estar gozando de la placentera inmortalidad del espíritu. Esa es una buena noticia, sin duda. No muy verificable, es verdad, y mi amigo —como los periodistas— guarda sus fuentes de información en secreto. Pero como diría el filósofo Pascal, ¿por qué no apostar a que es verdad? Pero usted, Elegido del Señor y por lo tanto un hombre bueno y comprensivo, tendrá la tolerancia de entender y posiblemente hasta de justificar que yo hubiera preferido que Elsa, como usted, fuese una Elegida y que también perdiera el avión, en vez de convertirse en un montón de carne chamuscada. Me atrevo a blasfemar: no me hubiera molestado que se postergara su goce de la siguiente vida, para, en mi egoísmo, tenerla unos años más en ésta. Son pensamientos bajos, postergara su goce de la siguiente vida, para, en mi egoísmo, tenerla unos años más en ésta. Son pensamientos bajos, me imagino, rayanos en la herejía.
En definitiva, respetado señor, quisiera pedirle una intermediación. Aprovechando de sus excelentes relaciones con Dios, ¿no podría usted preguntarle, en uno de los sublimes diálogos que indudablemente sostienen, qué fue del espíritu de mi Elsa? ¿Goza realmente allí donde esté?
Sería un consuelo saberlo y no les costaría nada, ni a usted ni a Dios, soltar esa mínima información.
Agradeciéndole el favor que le merezcan estas líneas y felicitándole por su alto cargo como Elegido del Señor, le saluda
 
Francisco Pereda,

 
José B. Adolph (2001)

10 de diciembre de 2021

In memoriam, José B. Adolph


In memoriam
 
 
En aquel tiempo, cuando comenzó el proceso de olvidar, yo creía que sólo se trataba de mí: Isabel, fugada a otro continente, se había despedido de nuestra relación con una mezcla de compasión por nuestro tiempo y de tensa y dolorosa anticipación de su encuentro con Ricardo. «Lo nuestro fue hermoso», me dijo al partir rumbo al aeropuerto.
Quizás esa frase sea lo último que olvide. Me propuse odiarla y no pude. Pero muchas noches después comencé a descubrirme buscando inútilmente en mi rebelde memoria primero su rostro y luego su nombre que, para mi sorpresa,
acabo de reencontrar hace pocos minutos al escribir estas primeras líneas, junto al del hombre que ama ahora, si es que ha logrado retrasar su propia desmemoria. Sus facciones aún me eluden: su cabello era negro, lo recuerdo, pero ¿y sus ojos, sus labios, su estatura, su vello púbico? Perdidos, supongo que para siempre. Pero este sufrimiento es otra débil memoria que, así lo espero, pronto me abandonará del todo.
¡Qué difícil se va haciendo este hurgar en la esquiva memoria! Hasta ciertas palabras comienzan a huir, como ella hace siete meses. Si alguna vez fui escritor, enfrento ahora la fuga de los vocablos, la incertidumbre de este quizás último texto. No habrá quien sepa cuánto me cuesta anotar esto. Si antes fui, como escribieron algunos críticos, un esforzado pero nunca exitoso prófugo de la mediocridad literaria —y posiblemente de la humana— pronto dejaré también esa pugna. Ni siquiera sabré que tales (y otras) guerras existen, ni quiénes las combaten ni menos para qué.
¿Me gustó recibir ayer —ayer o anteayer— una breve carta de Isabel? Eso no lo recuerdo, pero en estos momentos me gusta: es volver al barrio de la niñez, con sus casas crecidas y sus alegrías melancolizadas. Aquí la tengo:
 
Querido Antonio:
Ese es tu nombre, ¿verdad? Estoy aterrada, como todos. Sólo sé que debo escribirte, recordar que tuvimos algo.
Ricardo, generosamente distraído, me asegura que te amé mucho, quizás tanto como ahora a él. Por alguna razón me aferro a eso y no conozco la razón. ¿Vives?, ¿estás bien? ¿Me recuerdas? Y si me recuerdas, ¿cómo? ¿Con amor, afecto, indiferencia, odio?
Ricardo hurgó en mi agenda —antes eso me molestaba, te confieso— y encontró tu dirección. «Escríbele», me dijo. «¿Por qué?» le pregunté. Y: «¿Quién es?». Su mirada fue extraña: «Fue tu pareja antes de conocernos».
¿Es cierto? Escríbeme, cuéntame qué fuiste para mí. Algo en esa idea me intranquiliza. También me inquieta no tener pasado, sobre todo ese pasado, tampoco sé porqué.
Te quiere recordar, Isabel.
 
Sobre la mesa, La República. Sus titulares de primera página son:
¿Virus o bacteria?
Gobiernos, médicos y laboratorios en desesperada lucha contra el tiempo
Febril búsqueda de antídoto y/o vacuna
Dije que me gusta releer esas líneas de una mujer que estaba olvidando. Evidentemente, la enfermedad— —si es realmente una enfermedad y no, como a veces pienso, sencillamente la extinción de la especie— avanza irregularmente. La que más ha olvidado parece ser Isabel y el que menos Ricardo; yo, Antonio, estoy entre ambos.
Recuerdo que amé a alguien cuyo nombre acabo de recuperar aunque no sus rasgos. Al leer la carta aún no reconocía el nombre de Isabel y menos el de Ricardo. Éste sabe quién soy o fui; ¿sabrá quién es él? ¿Sabrá quién o qué fue o es para él Isabel?
Lo que pasa afuera me deja de interesar. Sé que caen gobiernos, que se clausuran instituciones, que los hogares se disuelven y la gente grita y no recuerda por qué grita. Pronto ya no habrá diarios (¿cómo escribir? ¿cómo leer, entender, aplicar?) ni ejércitos, ni amores u odios (¿cómo persistir en los afectos?). Sólo quedará un presente que se contrae y minimiza.
En algún lugar hay, por ahora, una Isabel que quiere recuperarme sin saber cómo ni por qué, un Ricardo cuya indiferencia lo vuelve generoso y estoy yo, a quien le cuesta cada vez más encontrar un motivo para intentar retener una memoria. El olvido genera indiferencia: te entiendo, Ricardo, ahora que ni a ti te interesa que te entiendan. En cuanto a ti, Isabel, me duele estar dejando de sufrir por tu ausencia y por tu olvido. Es un viejo, sutil, incómodo dolor que no termina de encontrarse a sí mismo ni menos a comprenderse. Debo ir a comer, me dicta mi estómago, probablemente el último receptáculo de mi memoria. ¿Todavía funcionará hoy ese restaurante de la esquina, cuyo nombre me elude?
¿Qué significa «eludir»?
 
Dedicatoria: «Me confieso, Sr. Ballard»
Esta dedicatoria aparece como nota a pie de página del relato «In Memoriam»
Inteligencia y poesía no siempre viajan juntas. Y si lo hacen, no necesariamente llegan al mismo puerto. Por lo demás, la primera viaja en avión y la segunda en un frágil velero, lo que no significa que la inteligencia sea más rápida o eficiente y menos aún que sea más seguro su arribo a destino. J. G. Ballard, un escritor inglés nacido en Shanghai, demostró que es posible convocar simultáneamente a la inteligencia y a la poesía, convencerlas de ir de la mano utilizando el mismo vehículo e inclusive lograr que arriben a una meta común.
¡Y qué vehículo! La anticipación o ciencia-ficción, mirada durante décadas por encima del hombro por los gurús literarios, tan estúpidamente conservadores tantos de ellos, tan incapaces de diferenciar entre una estrella y una pulga,
sobre todo si la estrella es nueva o se sale de los parámetros establecidos por ellos mismos.
En uno de sus magistrales relatos de psicoficción, Ballard describe una humanidad que se aproxima a su desaparición. El síntoma principal es que la gente comienza a dormir cada vez más: se acerca la entropía final, simbolizada en un mandala de piedras que el científico protagonista de la historia va construyendo penosamente en sus momentos decrecientes de vigilia. Quizás sea esa historia la que me ha sugerido la idea de un final de la especie humana que no sea ni un «bang» termonuclear o químico-biológico ni un «crunch» astronómico, sino el resbalar, por una suave pendiente, hacia la extinción en un humillante silencio. En la versión de Ballard, roncar antes de morir. En la versión hamletiana, dormir, quizás soñar…
Ballard es un obseso de la muerte de la especie. Desde «Playa Terminal» (un hombre solitario en un atolón del Pacífico donde se ha experimentado con bombas termonucleares) hasta sus relatos de una inundación planetaria, de
una sequía planetaria, de un superviento planetario, de un fuego planetario, de una congelación planetaria, Ballard suele matar al homo sapiens, no a individuos. Hasta su novela autobiográfica —de la que se hizo (¡oh, milagro!) una
maravillosa película— sobre su infancia en una China invadida por los japoneses, es el monstruoso ballet de una muerte colectiva.
Curiosamente recordé todo eso (es decir, recordé al maestro Ballard) después de escribir este cuento en el cual una extraña enfermedad provoca la paulatina pérdida de la memoria en los humanos. Avergonzado, me califiqué de una extraña enfermedad provoca la paulatina pérdida de la memoria en los humanos. Avergonzado, me califiqué de plagiario. Más aún porque ese cuento debía formar parte de una serie de relatos, quizás llamada «Los fines del mundo» o algo por ese estilo, en la que —como en un Ballard de imitación— nuestra sobrevalorada especie, enferma de un optimismo tan agresivo como injustificado, desaparecería por diversos motivos, todos de origen psíquico: además de «mi» enfermedad del olvido colectivo, afectarían a la especie en cada cuento de la serie el «enloquecimiento» (en un relato la esquizofrenia, en otro la paranoia generalizadas), la anorexia, la bulimia, la saturación de información, el cáncer o el Alzheimer (ambos, en mi opinión, de origen psíquico), y un largo etcétera.
Esos cuentos nunca serán escritos, por una razón obvia: vergüenza de plagiario honesto. Pero sobre todo porque Ballard es Ballard y yo soy, ay, sólo yo.
 
 
José B. Adolph
(2001) Este relato ha sido publicado en la antología «Los fines del mundo», 2003.

 

 

 

 

9 de diciembre de 2021

Pesistencia, José B. Adolph


 

Persistencia 
 
 
O’Henry debe de haberse agitado miles de veces en su tumba, gruñendo ante los innumerables finales sorpresa de segunda categoría que se escriben y que se supone sorprenderán al lector con su inesperado giro. Sin embargo el autor de «Persistencia» probablemente habrá merecido un asentimiento —y no un gruñido— del Maestro. El final de su realmente corta historia me sorprendió de la mejor manera posible. Lee a O. Henry acá https://elgatodelespejo.blogspot.com/search/label/O.%20Henry

 
A.E. van Vogt
 
 
Gobernar la nave se hace cada vez más problemático. Los hombres están inquietos; sólo la más ardua disciplina, las más dulces promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación activa y dispuesta. Una humanidad que ya no se asombra de nada nos vio partir hacia el más allá: estaba ya habituada a una desfalleciente fascinación.
Comprendo a todos; estos han sido años de sucesos terribles, de convulsiones. Muertes masivas, guerras, inventos maravillosos; ¿quién podía entusiasmarse por una conquista de aquel espacio que ya nada nuevo promete a hombres hartos de progreso? Los costos son elevados, pero ya nadie se fija en cifras. Corre sangre y corre dinero en estos años en que somos, a la vez creadores y asesinos. Amo y odio a mis compañeros. En cierto sentido, son la hez del universo; en otro son balbucientes niños en cuyas manos se moldea el futuro. Abriremos una ruta que liberará a este planeta del hambre, de las multitudes crecientes que ya no encuentran un lugar bajo el sol y que sólo esperan aterradas y resignadas, un juicio final del que desconfío: ¿cómo se puede ser tan supersticioso en estos tiempos de
triunfo de la ciencia, del arte, de una nueva promesa de libertad como la que encarna esta nave?
Hemos partido hace meses; en este tiempo solitario hemos recorrido la inmensidad de cambiantes colores, reducidos a lo mínimo. Nos hemos visto convertidos en criaturas desnudas, flotando en la creación: los hombres tienen miedo. Sabían que existía este vació; lo supieron siempre. Pero ahora que se sienten devorados por él, sus miradas se han endurecido para siempre. El final es un lejano punto que no logro construirles.
Huimos de un mundo de miseria y hartazgo; de violencia y caridad; de revolución y orden. Habremos de retornar, sin duda, pero tampoco puedo garantizárselo a ellos. Ven el vacío; no son capaces de perseguir un sueño a plenitud. No hay comunicación con u pasado que sólo recobraremos como futuro. Y mi soledad es mayor: ¡ay de los que poseemos la verdad y la seguridad! Una sola lagrima nuestra, descubierta por ellos, equivaldría a una desesperada muerte. Pero es inmensa la recompensa: al otro lado nos esperamos a nosotros mismos, encarnados en esa libertad y en esa abundancia de que ahora carece nuestro planeta. Debemos durar, debemos resistir, no solo porque el retorno es imposible, sino porque mienten cuando dicen preferir la seguridad de la prisión que dejaron. La verdad, me digo, es obligatoria. Y el encargo que llevamos nos ha sido encomendado por todos los hombres de la tierra, aun por aquellos que no saben de este viaje e ignoran lo miserable de su existencia.
El viaje continuará, así tuviese que matarlos a todos y gobernar yo sólo la nave. Nadie puede escapar, si no es a través de su propia muerte: confío en sus instintos, más que en sus razonados temores. Hasta ahora no hemos encontrado las horribles pesadillas que algunos timoratos previeron. Sé que todo marchará bien, o todos moriremos juntos; si así fuera, si lo último se cumpliera, otros retomarán la esperanza y esa huída que será un gran encuentro. El cielo es negro sobre nosotros, pero miles de luces nos acompañan; son como cirios de esperanza. Ellos las miran con temor y odio; no quieren comprender que son guardianes y guías: ¡Cómo no sentirse hermano de las estrellas, que observan, comprensivas, nuestra soledad que es la de ellas?
Me siento solo, y no me siento solo. ¿Habrá alguien que pueda comprender esta atracción por un abismo que para mi no es sino una ruta más? Es cierto que a veces tengo miedo, como todos. No soy sino un hombre frente a fuerzas desconocidas: las intuyo, pero no las domino; las comprendo pero no son mías.
Pero sin miedo no hay esperanza.
Y sin embargo, el tiempo es largo, sobre todo para ellos. El viaje se les aparece infinito. Empiezan a sentirse privados de toda realidad; se creen fantasmas de sí mismos. Sus ojos me amenazan, porque siempre hay un culpable.
La nave cruje y se mece, la inmensidad es cada vez mas aplastante, pese a esos signos que, desde hace un par de días, nos aseguran que no hay error, que mis cálculos son correctos. Debo anotar, pues, que ojalá se cumplan los pronósticos favorables antes que el temor termine totalmente con la confianza. Rogaré al Señor para que tal cosa no ocurra. Danos, pues, Señor, la gracia de poder cumplir nuestra misión antes que finalice este octubre de 1492.
 
 
José B. Adolph
(1980)

 
 
 

8 de diciembre de 2021

Marta, José B. Adolph


 

Marta
 
  
La batalla final, me dije, no es la del bien y el mal: es aquella que, en el universo minucioso de cada día, enfrenta diversos niveles del infierno. Dios y sus eufemismos -oníricas emanaciones del caos- se disuelven como la tartamudeante incoherencia de un loco. (Marta me mira desde su escritorio, seis metros más allá. ¿Sonríe? Se acerca; lee por sobre mi hombro: "Dios y sus eufemismos, oníricas emanaciones..." Menea la cabeza en simulado escándalo. Dice: "Joyce no eres aparatoso cocodrilo" y vuelve a su sitio. Unas lágrimas me chorrean hacia adentro -nunca hacia fuera-, no por su esbozo de justísima  crítica literaria, sino porque es tan espantosamente inocente, tan patológicamente sana).
Pongamos las cosas así: Marta trabaja en esta redacción desde hace seis meses, durante cuyo transcurso se ha enamorado cinco veces, tres de las cuales la portaron hacia otros tantos lechos. El promedio de duración de cada romance: 2,4 semanas. Ninguno de sus ¿qué? ¿amantes, enamorados, pretendientes, pretendidos, ilusiones, oníricas emanaciones de su deseo  y de su soledad? pertenecía, a alguien gracias, a esta redacción. Dos poetas, un periodista de otro corral, un esotérico traficante internacional de mercaderías turbias pero no ilegales y un destacado miembro del partido que nos gobierna. Marta no es ni joven ni vieja: exactamente treinta años, con tendencia a ser algo gorda pero sin serlo todavía, cómoda melena negra sobre un rostro algo jadeante; escribe bien pero poco, carece de un concepto definido del tiempo -quiero decir, de la hora-, es asombrosamente inteligente y, como suele ocurrir, asombrosamente estúpida: lo que dije, sana. Básicamente cree en la gente, sobre todo en los hombres. Con su séptimo amante, y ni un minuto antes, tuvo su primer orgasmo con un hombre. Sabe la verdad sobre las personas (pese a lo afirmado anteriormente) y no sabe nada. Quiere todo y no quiere nada. Es la suma de persona de sexo femenino más inteligencia más sexualidad largo tiempo reprimida o desviada: se sigue desviando, ahora hacia la bondad. Trato de ser cínico y no puedo. No con ella. O sobre ella.
Me quiere mucho, y yo a ella: yo fui el séptimo, tres o cuatro años atrás. Ahora la relación ha ¿ascendido? ¿descendido? ¿variado? hacia una cariñosa amistad. Pero todo eso es otro tema. O me da la gana que lo sea.
Sigamos poniendo las piezas. Decía que la batalla final, etcétera, y hablé de los niveles del infierno, de ese infierno que el idiota solitario y retraído de Sartre ubicaba en el Otro. Ni Marta ni yo hemos mencionado que sabemos que el infierno es, en realidad, la ausencia del Otro. No somos alsacianos hijos únicos, feos y perversos, que ven los fieros ojos judíos de Dios en los demás: buena parte de nuestras vidas, ¿eh, cocodrilo?, consiste en agradecer cualquier mirada, cualquier odioso rayo láser en nuestra soledad. Aparatoso cocodrilo, ¿eh? No, Joyce no soy, aunque mi grosera sexualidad. Pero basta.
Cuando Marta me sonríe a través de la redacción, sé que ha vuelto a sonar la campana y que se inicia un nuevo round: Marta ha conocido a alguien. Como se puede apreciar, no juzgo. Describo. Continuará así: magia. Esa es la palabra que ella usa. ¿Y por qué no? Mi grosera sexualidad etcétera utiliza otros términos. Sostengo, inútilmente, que el amor (o la magia) no aparece cada 2.4 semanas. El deseo, sí. Lo que en los perros -seres menos atribulados que Joyce- se denomina celo. Marta, indignada quizás con razón, deja de sonreír y pone cara de haber chupado un limón. Por mi parte, pienso que ambos exageramos: hay algo que puede aparecer cada 2.4 semanas, o no abandonarnos nunca, como una veleta que gira con el viento sin abandonar el techo: la soledad.
¿Cómo resumir sin traicionar la intrincada y a la vez sencilla personalidad de Marta, sobre todo en un país en el cual consciente o inconscientemente, sincera o hipócritamente, la combinación de intelecto con ovarios, no suele ser popular? Pienso que la descripción está implícita en la pregunta. En la práctica, eso significa que la soledad en una mujer así adquiere una especial dimensión de inseguridad y contradicción: el quiero-no quiero, habitualmente desplegado en años o siquiera meses, en ella puede encogerse a minutos en torno a un par de cafés. Hasta ahora no la conozco. Quiero decir: hasta ahora no sé qué siento cuando me sonríe. Quiero a mi esposa y siempre la quise, y me dicen los que saben -entre ellos Marta, que sabe todo y nada sabe- que no se puede amar a más de una persona a la vez. Alguien debe estar equivocado, además de Sartre.
¿Dije que tiene treinta años? Creo que sí, pero esa es una falacia: en puridad, Marta es una adolescente que se observa a sí misma desde su temprana vejez. Sólo que -y por eso anoto esto- de pronto suspende todo juicio y junta briznas de un hombre para construir otro, productor de magia, como un pajarito fabricando un nido. Luego, se sienta a empollar y se viene abajo: no había nido; sólo briznas. Pero no es inconsciente: sabe lo que ocurre; quizás necesite que ocurra.
Hablando de niveles de infierno, descubro quién es el escogido esta vez: es de casa. Un redactor nuevo. Entre 35 y 40 años, casado, dos hijos, esbelto, atractivo, capaz en su oficio. Sonríe de vez en cuando pero no es frívolo; más bien algo solemne. Lo he adivinado con facilidad: Marta nunca supo ocultar sus sentimientos, aunque se considera una gran conspiradora. Miradas, miradas, miradas. Para mí es suficiente; suspiro; como un personaje de historieta norteamericana me digo: "aquí vamos otra vez". ¿Estoy celoso? Estoy celoso.
(Como si lo viera: lo rodea, le conversa, se sienta a su lado, le consulta, le habla de Lima nocturna y de la apasionante locura de sus personajes. Se hace invitar un café o, si el tipo es de aluminio, lo invita ella. Poco después, sus caderas chocarán contra el escritorio o derribará un azucarero o se tomará un trago y se chorreará la barbilla).
Y ahora supongamos lo siguiente: el tipo está más bien intimidado. Piensa: si a estas alturas engañara a mi mujer, sin duda no sería con una periodista escandalosa y romanticona. Por otra parte, y aquí reaparece aquello de mi sexualidad grosera y etcétera, un polvo fácil no es de despreciar, pero por otro lado y por otra parte y a su vez y más bien, etcétera nuevamente. Y Marta piensa: claro me gusta pero el sexo no es lo único pero si dura puede convertirse en magia aunque la magia no dependa del sexo aunque sí dependa mejor me olvido de todo pero qué debo decirle si le digo que me invite un café va pensar que yo pero si no le digo pensaré que yo y si le escribo una notita amorosa pensará que yo mejor me olvido de todo pero me gusta y es justo lo que ando buscando pero. Y así.
Situación tal no puede durar eternamente, me digo. Redoblo mis esfuerzos con la máquina de escribir y fabrico diez centímetros más de insulsa objetividad. Pienso: por todas partes crecen los malentendidos, regados por la definitiva inteligencia de Dios. El redactor nuevo cacarea y se ríe con unos colegas allá al fondo de la sala. ¿Será posible que uno de ellos haya mirado furtivamente a Marta antes de lanzar otra de sus carcajadas criollas? Es posible. De hecho. Estoy preocupado. Sé que ha ocurrido antes, pero yo no lo he visto. Ahora, la azucarada mezquindad de la traición se está esculpiendo ante mis ojos. Marta, ciega y sorda, tararea algo mientras redacta. Yo enciendo un cigarrillo y miro a la pared.
Al día siguiente Marta me invita un café. Salimos a la cafetería. Reconozco su mirada de insegura felicidad. Me muestra un papelito sucio y varias veces doblado: lo que me temía. Un poemita anónimo. Me excuso de reproducir su aparatosa banalidad; no lleva firma. "Apareció sobre el rodillo de mi máquina", me dice Marta. "¿Crees que sea de él?"
"¿Sobre tu máquina? ¿En un lugar público?". Sé que pierdo la guerra, esa guerra emprendida para salvarla de una ilusión rota. ¿Salvarla por qué? El resto es silencio.
"Es que podría ser que...". Me ahorro la lista de salvavidas que Marta emprende para cubrir lo obvio con las sedas del misterio. Resumamos: a la noche siguiente, yendo al baño de la dirección que es el más limpio -o el menos sucio- del periódico, oigo jadeos en la oscura oficina de la subdirección. Conozco uno de los jadeos: no necesito mirar.
Al volver a la redacción, el grupito de amigos del nuevo calla de pronto y se disuelve. Naturalmente, el portador de la magia les ha hecho un divertido discursito anunciando sus próximos minutos de gloria y jadeo. Como si lo estuvieran viendo en un videotape. Decido irme antes de que la feliz pareja retorne.
Al día siguiente, Marta llega temprano. Siento un vacío: me lo va a contar todo, como siempre. El hombre todavía no ha venido. Marta se sienta a mi lado y sonríe de oreja a oreja mientras me entrega otro papelito. No necesito abrirlo.
"Yo le dejé este poema en su escritorio anoche", me dice. "¿No quieres leerlo?"
Lo leo. Como poema, no está mal. Como cualquier otra cosa, es horrendo. Respiro con dificultad. Me evado hacia mi grosera sexualidad:
"¿Antes o después de tu inspección a la subdirección?"
Chupa su limón. "Asqueroso", dice. "Antes".
"Marta", le digo, y no puedo decir más.
"¿La nueva moda es seguirme en la oscuridad?", pregunta. No ha comprendido nada. Un par de integrantes del grupito hace su ingreso, saluda con extrema efusividad a Marta y a mí. Marta mira hacia la puerta: ya sabemos a quién espera. A quien espera, debo escribir para dar una imagen más exacta. Tiene la cabeza erecta, con orgullo y expectación. Es feliz.
 
José B. Adolph
De "La batalla del café" publicado en Lima en 1984, en edición de autor.

7 de diciembre de 2021

Egoísmo, José B. Adolph


 

Egoísmo
 
Generalmente paseábamos por los malecones de Miraflores. Como a todos los adolescentes, las estrellas veraniegas nos dictaban las preguntas que cada generación reinventa: ingenua filosofía espontánea que hurga en la materialidad a la búsqueda de esa metafísica esquiva que produce dioses. Cogidos de la mano, escurriéndonos a ocasionales besos, valientes ateos conflictuados, Gisela y yo tratábamos de instalar nuestros catorce años en la confusión del mundo. Eternidad, siempre, nunca, paralelismos y discordancias, sentidos y exigencias se revolvían como perros inquietos en busca de un amo generoso pero sobre todo comprensible. He escrito: «como a todos los adolescentes…» y ese es un abuso egocéntrico.
Despreciábamos a esa plomiza mayoría que desde temprano se acomoda o acepta ser acomodada en las certezas de una fe que se presume lógica, en ese vertedero de ideologías absurdas que se disfrazan de sentido común: Dios (el nuestro, naturalmente)lo ha hecho todo, lo sabe todo, es todo amor, nos recompensará. Ese mismo dios sabrá por qué no quisimos aceptar tan económico pasaje a la felicidad o a la resignación. No fue por la presencia de los niños desarrapados y/o muertos, ni por la proliferación de hospitales y morgues, ni por los titulares de los diarios (esos cabales resúmenes de una historia finalmente frívola). ¿Por qué frívola? Porque el recorrido del hombre por la no menos cruel naturaleza combina dolor con inutilidad.
Gisela y yo, como es obvio, íbamos a trascender. No como almas inmortales —idea que nos parecía tan cursi como imposible— sino, tal cual suelen formularlo revolucionarios o rebeldes, como eslabones en una cadena que arrancaba en las primeras batallas contra los neandertal y terminaría (si es que terminaba) en las luminosas oscuridades del Gran Crunch final del universo. Habíamos leído no sólo el Anti-Dühring y demás silabarios marxistas sino «Fundación» y visto «2001»; la enloquecida y asesina gran computadora de esta última película sólo nos pareció graciosa. Pequeña, rubia, insegura en su espontánea femineidad como yo en mi masculinidad, Gisela contrastaba con mi enclenque figura, anteojuda y ya con indicios de joroba de biblioteca. Todavía (la adolescencia es seria) carecíamos del humor necesario para describirnos como la bella y la bestia. Ahora ella se ríe, cómo no. Es una risa más bien satisfecha, la de alguien que modestamente acepta una vanidad. Si hubiera un Dios, le pediría bendecir esa vanidad pero en un mundo sin espejos.
Eslabones… Claro, pensábamos, esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían con orgullo y Eslabones… Claro, pensábamos, esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían con orgullo y humildad: ellos, dirían, cumplieron. Sucumbieron en las pestes, fueron aniquilados en trincheras, se pudrieron en prisiones, colgaron de las horcas, murieron de dolorosas enfermedades olvidadas, fueron explotados en plantaciones, fábricas y oficinas, crucificados, apedreados, ahogados, torturados. Para que nosotros, seres solares, pudiéramos encarnar sus ya enterrados sueños.
Nos parecía hermoso. Después de todo la historia no era insensata ni inútil. «Apariencias», decíamos. Como cualquier teólogo, apostábamos a un sentido cuya vastedad nos deglutía. La humanidad, decía fervorosamente Gisela, reptaba por una escalera ascendente. Sí, respondía yo, el individuo se realiza en una comunidad que no sólo existe en el espacio formal sino también en su cuarta dimensión, el tiempo. Fueron parte de algo, pronosticábamos que dirían Ellos, son parte de nosotros. No debería sorprenderme la existencia de teólogos ateos. De eso me río yo, como Gisela se ríe de su belleza y mi fealdad. Pero la mía no es una risa satisfecha.
Oh milagro: nuestra relación perduró y nos condujo a una silenciosa boda civil. Asistieron familiares, compañeros del partido, colegas y amigos: en total unas veinticinco personas arracimadas en un salón pequeño de la municipalidad de Lima: Miraflores nos pareció pituco. Nuestra noche de bodas en un hotel de los suburbios nos encontró vírgenes, no sólo en lo sexual. El himen no fue un problema, pero nos esperaban atroces aprendizajes. La pobreza, los hijos, la rutina de trabajos idiotas, la delincuencia, las guerras: nos esforzábamos por encajarlo todo, como sardinas en una lata, dentro del rubro social. Algún día esa revolución que los produciría a Ellos nos libraría de la plusvalía y de los resfriados. Nos negábamos a la originalidad; más grave, éramos ciegos y, me temo, sincera, involuntariamente deshonestos. En el fondo, creo ahora, teníamos miedo, como todos. Miedo a esas grandes y vacías verdades finales que me alteran ahora: el «para qué» irrespondible tras cada idea, tras cada acto. Me niego a seguirme cobijando en el misterio. Si los dioses son incomprensibles, no existen para nosotros, y ese «para nosotros» es lo que cuenta.
Porque asistir, día a día, hora a hora, minuto a eterno minuto a la transfiguración de Gisela, a sus células proliferantes, a la maldición de su carne enloquecida no es sólo una tortura. Es una declaración de falta de principios del universo, el eco de algo inexistente, una carcajada de la nada. «Egoísmo» dice mi buen amigo el jesuita que conocí en el hospital, antes de que enviaran a Gisela a la casa para que se termine de pudrir en paz y sin molestar.
«Tu tragedia personal. No involucres a Dios. Quizás le esté preparando a Gisela una felicidad que no puedes nisoñar». Yo le doy palmaditas en el hombro al buen jesuita y le digo eso, que es un buen hombre y un buen jesuita.
Que le agradezco esas bondadosas y retorcidas invenciones, las estafas que transmite de buena fe, las anteojeras que distribuye tan ansiosamente. Sus ojos me transmiten —al menos eso creo ver— un terrible mensaje: más vale una mentira que permite vivir que una verdad asesina. Quizás todos los sacerdotes crean eso, quizás sólo algunos. ¿Hay que aplaudir? Desde Gisela hasta Hiroshima, desde Gisela hasta Auschwitz, desde Gisela hasta el millón de masacres: ¿egoísmo? ¿Quiere más, padre? La peste negra, las cruzadas, el hambre en Africa, las montañas de calaveras erigidas por los mongoles, los niños explotados, el cáncer de todos y todos los cánceres, no sólo el de Gisela. ¿Suficiente, o nos faltan las matanzas de brujas, los cadáveres en las autopistas, los psicópatas? Cualquier lista que se haga será incompleta: ¿egoísmo? A Gisela la trajeron hace un mes. Y lo que sucede desde la semana pasada y que se confirmó hoy en la mañana —la inexplicable remisión del cáncer de Gisela, su «milagrosa» cura, su condena a seguir viviendo— no cambia nada: la arbitrariedad sigue vigente. Ella dice que no le importa vivir físicamente deformada. Nos amamos, dice, y es cierto. ¡Puedo sobrevivir!, exclama el egoísta. ¡La tengo conmigo y quizás tenga la suerte de morir primero!, añade el egoísta. No he visto todavía al buen jesuita pero intuyo lo que me va a decir: «Agradece de rodillas la bondad de Dios». Como si uno se arrodillara y besara los pies del croupier del casino, que me hizo ganar a costa de centenares de perdedores. No.
 
José B. Adolph

13 de mayo de 2019

La verdad sobre las relaciones de César Vallejo y Luis Taboada, José B. Adolph



        La verdad sobre las relaciones de César Vallejo y Luis Taboada

Fascinado desde la adolescencia, como tantos, por la poesía de César Vallejo y particularmente por el poema «Gleba», intrigóme desde mi primera lectura el verso final de esa pieza vallejiana ejemplar: y, en fin, suelen decirse: Allá, las putas, Luis Taboada, los ingleses; / allá ellos, allá ellos, allá ellos!
Ese «ellos» del poema se refiere a los labriegos, término empleado aquí por el vate de Santiago de Chuco para nombrar a los campesinos («de la gleba») en la particular nomenclatura feudal europea asumida en tiempos de Vallejo y Felipe Pinglo1. Asumo con la modestia natural en un hombre de ciencia la significación de este temprano interés del autor de estas líneas (de 13 años en esa primera lectura) por identificar a Luis Taboada, interés que se corresponde con la curiosidad
típica del futuro investigador.
En efecto: carece de toda importancia identificar tanto a las putas como a los ingleses a que se refiere el poeta, aunque mi ilustre colega el Dr. Felipe Villalobos Ángstrom, de la Universidad de Uppsala, ha dedicado una curiosa monografía al tema2. Lo que me parece fundamental, sobre todo para entender la matriz peyorizante del Vallejo maduro, es la ubicación del susodicho Taboada. Gracias a la financiación y al apoyo logístico brindado por la Universidad Ganadera de Wyoming, EE.UU3., pude dedicar dos años de mi vida a revisar la documentación
existente, hablar con viejos amigos sobrevivientes4 y distinguidos biógrafos del poeta. El fruto de este trabajo, destinado, si se me permite afirmarlo, a despejar las dudas que desde hace unas siete décadas han vuelto insomnes a generaciones de lectores peruanos y extranjeros, se aprecia a continuación.
Durante el periplo vallejiano por la ciudad de Lima –fugado, prácticamente, de Trujillo y antes de partir en su viaje definitivo a París y a la muerte–, el poeta solía frecuentar los fumaderos de opio del barrio chino, hoy reemplazados globalizadoramente por papas fritas. No cometo infidencia alguna puesto que el propio Vallejo lo confirma públicamente en un célebre poema 5.
En una de esas noches de frío y garúa del invierno de la capital peruana, Vallejo y sus amigos bohemios avanzaban por la calle Capón, ligeramente ebrios   y recitando a viva  voz ciertas «poesías» subidas de tono que la seriedad de es-  te trabajo me impide citar, cuando se cruzaron con otro grupo, comandado por un enemigo literario de Vallejo, el crítico del célebre semanario conservador «El Pen- samiento Republicano». Este hombre no solamente había condenado a la poesía vallejiana como «absurda», «ortográficamente fallida» y «más cercana a la locura que a la belleza», sino también al hombre que la había escrito. Había, más de una vez, usado términos altamente inconvenientes para calificar al joven serrano como «campesino sin modales», «indio narigón» y «posible marica». A esto, Vallejo había respondido, en corro de amigos y más de una vez, con frases muy duras
relacionadas con la madre de su enemigo6. Inclusive había escrito una divertida
biografía falsa de esta persona, que los periódicos y revistas de la época se negaron a publicar y que, al parecer, fue posteriormente destruida, algunos afirman que por Georgette. «Pero eso no me consta», me dijo el profesor Murruchuca tras un acceso de tos. «Georgette ha sido muy calumniada».
Como ya se habrá deducido, el nombre de este sujeto era Luis Taboada Warren. El apellido materno del individuo nos revela el origen inglés de su señora progenitora. Las piezas del intríngulis van ensamblándose. La conjunción putas
+ Luis Taboada + los ingleses adquiere toda su trascendencia: en un solo verso magistral: nuestro máximo vate ha mencionado al desdichado, a su madre y a la nacionalidad de ésta, no limitándose, como suele suceder en la prosaica cotidianidad, a la infausta profesión de la señora Warren.


4 Específicamente el professor Cirilo Murruchuca, cuya avanzada edad, 109 años bien vividos en Trujillo, no le impidió guiarme en su silla de ruedas por su vasta biblioteca.

El autor de la presente investigación se considerará satisfecho si otras plumas, más dotadas, recogen esta primicia para profundizar en ella. Bien lo merece. Sobre todo si, como sospecho, detrás de Luis Taboada se movían otras, más siniestras fuerzas.


1Véase mi trabajo El Concepto del Labriego en Felipe Pinglo, PEISA, Lima 1977.
2«Las Putas y los Ingleses en la Poemática Vallejiana», Prensas Universitarias, Estocolmo 1985.
3Mi especial gratitud a su rectora, la Dra. Elizabeth Cow Holstein.
5«Esa noche no pudimos fumar...»
6Remembranzas de don Cirilo Murruchuca (inéditas).

José B. Adolph






José B. Adolph
 (Stuttgart, Alemania, 1933, Lima Perú 20/02/2008)

Residió en el Perú desde 1938. Fue ciudadano peruano desde 1974. Periodista colegiado. Publicó los siguientes libros de cuentos: El retorno de Aladino (Lima, 1968), Hasta que la muerte (Lima, 1971), Invisible para las fieras (Lima, 1972), Cuentos del relojero abominable (Lima, 1973), Mañana fuimos felices (Lima, 1974), La batalla del café (Lima, 1984), Un dulce horror (Lima, 1989), Diario del sótano (Lima, 1996). También las novelas La ronda de los generales (Lima, 1973), Mañana, las ratas (Lima, 1984), y Dora (Lima, 1989), y Teatro, (Lima, 1986), que incluye cuatro obras premiadas. Tiene cuentos traducidos al inglés, alemán, sueco, flamenco, francés, polaco, húngaro e italiano. Cuentos publicados en antologías y textos universitarios de Estados Unidos, España, Argentina, México, Suecia, Bélgica, Alemania, Polonia.

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