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7 de diciembre de 2021

Egoísmo, José B. Adolph


 

Egoísmo
 
Generalmente paseábamos por los malecones de Miraflores. Como a todos los adolescentes, las estrellas veraniegas nos dictaban las preguntas que cada generación reinventa: ingenua filosofía espontánea que hurga en la materialidad a la búsqueda de esa metafísica esquiva que produce dioses. Cogidos de la mano, escurriéndonos a ocasionales besos, valientes ateos conflictuados, Gisela y yo tratábamos de instalar nuestros catorce años en la confusión del mundo. Eternidad, siempre, nunca, paralelismos y discordancias, sentidos y exigencias se revolvían como perros inquietos en busca de un amo generoso pero sobre todo comprensible. He escrito: «como a todos los adolescentes…» y ese es un abuso egocéntrico.
Despreciábamos a esa plomiza mayoría que desde temprano se acomoda o acepta ser acomodada en las certezas de una fe que se presume lógica, en ese vertedero de ideologías absurdas que se disfrazan de sentido común: Dios (el nuestro, naturalmente)lo ha hecho todo, lo sabe todo, es todo amor, nos recompensará. Ese mismo dios sabrá por qué no quisimos aceptar tan económico pasaje a la felicidad o a la resignación. No fue por la presencia de los niños desarrapados y/o muertos, ni por la proliferación de hospitales y morgues, ni por los titulares de los diarios (esos cabales resúmenes de una historia finalmente frívola). ¿Por qué frívola? Porque el recorrido del hombre por la no menos cruel naturaleza combina dolor con inutilidad.
Gisela y yo, como es obvio, íbamos a trascender. No como almas inmortales —idea que nos parecía tan cursi como imposible— sino, tal cual suelen formularlo revolucionarios o rebeldes, como eslabones en una cadena que arrancaba en las primeras batallas contra los neandertal y terminaría (si es que terminaba) en las luminosas oscuridades del Gran Crunch final del universo. Habíamos leído no sólo el Anti-Dühring y demás silabarios marxistas sino «Fundación» y visto «2001»; la enloquecida y asesina gran computadora de esta última película sólo nos pareció graciosa. Pequeña, rubia, insegura en su espontánea femineidad como yo en mi masculinidad, Gisela contrastaba con mi enclenque figura, anteojuda y ya con indicios de joroba de biblioteca. Todavía (la adolescencia es seria) carecíamos del humor necesario para describirnos como la bella y la bestia. Ahora ella se ríe, cómo no. Es una risa más bien satisfecha, la de alguien que modestamente acepta una vanidad. Si hubiera un Dios, le pediría bendecir esa vanidad pero en un mundo sin espejos.
Eslabones… Claro, pensábamos, esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían con orgullo y Eslabones… Claro, pensábamos, esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían con orgullo y humildad: ellos, dirían, cumplieron. Sucumbieron en las pestes, fueron aniquilados en trincheras, se pudrieron en prisiones, colgaron de las horcas, murieron de dolorosas enfermedades olvidadas, fueron explotados en plantaciones, fábricas y oficinas, crucificados, apedreados, ahogados, torturados. Para que nosotros, seres solares, pudiéramos encarnar sus ya enterrados sueños.
Nos parecía hermoso. Después de todo la historia no era insensata ni inútil. «Apariencias», decíamos. Como cualquier teólogo, apostábamos a un sentido cuya vastedad nos deglutía. La humanidad, decía fervorosamente Gisela, reptaba por una escalera ascendente. Sí, respondía yo, el individuo se realiza en una comunidad que no sólo existe en el espacio formal sino también en su cuarta dimensión, el tiempo. Fueron parte de algo, pronosticábamos que dirían Ellos, son parte de nosotros. No debería sorprenderme la existencia de teólogos ateos. De eso me río yo, como Gisela se ríe de su belleza y mi fealdad. Pero la mía no es una risa satisfecha.
Oh milagro: nuestra relación perduró y nos condujo a una silenciosa boda civil. Asistieron familiares, compañeros del partido, colegas y amigos: en total unas veinticinco personas arracimadas en un salón pequeño de la municipalidad de Lima: Miraflores nos pareció pituco. Nuestra noche de bodas en un hotel de los suburbios nos encontró vírgenes, no sólo en lo sexual. El himen no fue un problema, pero nos esperaban atroces aprendizajes. La pobreza, los hijos, la rutina de trabajos idiotas, la delincuencia, las guerras: nos esforzábamos por encajarlo todo, como sardinas en una lata, dentro del rubro social. Algún día esa revolución que los produciría a Ellos nos libraría de la plusvalía y de los resfriados. Nos negábamos a la originalidad; más grave, éramos ciegos y, me temo, sincera, involuntariamente deshonestos. En el fondo, creo ahora, teníamos miedo, como todos. Miedo a esas grandes y vacías verdades finales que me alteran ahora: el «para qué» irrespondible tras cada idea, tras cada acto. Me niego a seguirme cobijando en el misterio. Si los dioses son incomprensibles, no existen para nosotros, y ese «para nosotros» es lo que cuenta.
Porque asistir, día a día, hora a hora, minuto a eterno minuto a la transfiguración de Gisela, a sus células proliferantes, a la maldición de su carne enloquecida no es sólo una tortura. Es una declaración de falta de principios del universo, el eco de algo inexistente, una carcajada de la nada. «Egoísmo» dice mi buen amigo el jesuita que conocí en el hospital, antes de que enviaran a Gisela a la casa para que se termine de pudrir en paz y sin molestar.
«Tu tragedia personal. No involucres a Dios. Quizás le esté preparando a Gisela una felicidad que no puedes nisoñar». Yo le doy palmaditas en el hombro al buen jesuita y le digo eso, que es un buen hombre y un buen jesuita.
Que le agradezco esas bondadosas y retorcidas invenciones, las estafas que transmite de buena fe, las anteojeras que distribuye tan ansiosamente. Sus ojos me transmiten —al menos eso creo ver— un terrible mensaje: más vale una mentira que permite vivir que una verdad asesina. Quizás todos los sacerdotes crean eso, quizás sólo algunos. ¿Hay que aplaudir? Desde Gisela hasta Hiroshima, desde Gisela hasta Auschwitz, desde Gisela hasta el millón de masacres: ¿egoísmo? ¿Quiere más, padre? La peste negra, las cruzadas, el hambre en Africa, las montañas de calaveras erigidas por los mongoles, los niños explotados, el cáncer de todos y todos los cánceres, no sólo el de Gisela. ¿Suficiente, o nos faltan las matanzas de brujas, los cadáveres en las autopistas, los psicópatas? Cualquier lista que se haga será incompleta: ¿egoísmo? A Gisela la trajeron hace un mes. Y lo que sucede desde la semana pasada y que se confirmó hoy en la mañana —la inexplicable remisión del cáncer de Gisela, su «milagrosa» cura, su condena a seguir viviendo— no cambia nada: la arbitrariedad sigue vigente. Ella dice que no le importa vivir físicamente deformada. Nos amamos, dice, y es cierto. ¡Puedo sobrevivir!, exclama el egoísta. ¡La tengo conmigo y quizás tenga la suerte de morir primero!, añade el egoísta. No he visto todavía al buen jesuita pero intuyo lo que me va a decir: «Agradece de rodillas la bondad de Dios». Como si uno se arrodillara y besara los pies del croupier del casino, que me hizo ganar a costa de centenares de perdedores. No.
 
José B. Adolph

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