Egoísmo
Generalmente paseábamos por
los malecones de Miraflores. Como a todos los adolescentes, las estrellas veraniegas
nos dictaban las preguntas que cada generación reinventa: ingenua filosofía espontánea
que hurga en la materialidad a la búsqueda de esa metafísica esquiva que
produce dioses. Cogidos de la mano, escurriéndonos a ocasionales besos,
valientes ateos conflictuados, Gisela y yo tratábamos de instalar nuestros
catorce años en la confusión del mundo. Eternidad, siempre, nunca, paralelismos
y discordancias, sentidos y exigencias se revolvían como perros inquietos en
busca de un amo generoso pero sobre todo comprensible. He escrito: «como a
todos los adolescentes…» y ese es un abuso egocéntrico.
Despreciábamos a esa plomiza
mayoría que desde temprano se acomoda o acepta ser acomodada en las certezas de
una fe que se presume lógica, en ese vertedero de ideologías absurdas que se
disfrazan de sentido común: Dios (el nuestro, naturalmente)lo ha hecho todo, lo
sabe todo, es todo amor, nos recompensará. Ese mismo dios sabrá por qué no
quisimos aceptar tan económico pasaje a la felicidad o a la resignación. No fue
por la presencia de los niños desarrapados y/o muertos, ni por la proliferación
de hospitales y morgues, ni por los titulares de los diarios (esos cabales
resúmenes de una historia finalmente frívola). ¿Por qué frívola? Porque el
recorrido del hombre por la no menos cruel naturaleza combina dolor con
inutilidad.
Gisela y yo, como es obvio,
íbamos a trascender. No como almas inmortales —idea que nos parecía tan cursi como
imposible— sino, tal cual suelen formularlo revolucionarios o rebeldes, como
eslabones en una cadena que arrancaba en las primeras batallas contra los
neandertal y terminaría (si es que terminaba) en las luminosas oscuridades del
Gran Crunch final del universo. Habíamos leído no sólo el Anti-Dühring y demás
silabarios marxistas sino «Fundación» y visto «2001»; la enloquecida y asesina
gran computadora de esta última película sólo nos pareció graciosa. Pequeña,
rubia, insegura en su espontánea femineidad como yo en mi masculinidad, Gisela contrastaba
con mi enclenque figura, anteojuda y ya con indicios de joroba de biblioteca.
Todavía (la adolescencia es seria) carecíamos del humor necesario para
describirnos como la bella y la bestia. Ahora ella se ríe, cómo no. Es una risa
más bien satisfecha, la de alguien que modestamente acepta una vanidad. Si
hubiera un Dios, le pediría bendecir esa vanidad pero en un mundo sin espejos.
Eslabones… Claro, pensábamos,
esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían con orgullo y Eslabones…
Claro, pensábamos, esas futuras generaciones de un mundo solar nos recordarían
con orgullo y humildad: ellos, dirían, cumplieron. Sucumbieron en las pestes,
fueron aniquilados en trincheras, se pudrieron en prisiones, colgaron de las
horcas, murieron de dolorosas enfermedades olvidadas, fueron explotados en
plantaciones, fábricas y oficinas, crucificados, apedreados, ahogados,
torturados. Para que nosotros, seres solares, pudiéramos encarnar sus ya
enterrados sueños.
Nos parecía hermoso. Después
de todo la historia no era insensata ni inútil. «Apariencias», decíamos. Como cualquier
teólogo, apostábamos a un sentido cuya vastedad nos deglutía. La humanidad,
decía fervorosamente Gisela, reptaba por una escalera ascendente. Sí, respondía
yo, el individuo se realiza en una comunidad que no sólo existe en el espacio
formal sino también en su cuarta dimensión, el tiempo. Fueron parte de algo,
pronosticábamos que dirían Ellos, son parte de nosotros. No debería
sorprenderme la existencia de teólogos ateos. De eso me río yo, como Gisela se
ríe de su belleza y mi fealdad. Pero la mía no es una risa satisfecha.
Oh milagro: nuestra relación
perduró y nos condujo a una silenciosa boda civil. Asistieron familiares, compañeros
del partido, colegas y amigos: en total unas veinticinco personas arracimadas
en un salón pequeño de la municipalidad de Lima: Miraflores nos pareció pituco.
Nuestra noche de bodas en un hotel de los suburbios nos encontró vírgenes, no sólo
en lo sexual. El himen no fue un problema, pero nos esperaban atroces
aprendizajes. La pobreza, los hijos, la rutina de trabajos idiotas,
la delincuencia, las guerras: nos esforzábamos por encajarlo todo, como
sardinas en una lata, dentro del rubro social. Algún día esa revolución que los
produciría a Ellos nos libraría de la plusvalía y de los resfriados. Nos negábamos a
la originalidad; más grave, éramos ciegos y, me temo, sincera, involuntariamente
deshonestos. En el fondo, creo ahora, teníamos miedo, como todos. Miedo a esas
grandes y vacías verdades finales que me alteran ahora: el «para qué»
irrespondible tras cada idea, tras cada acto. Me niego a seguirme cobijando en
el misterio. Si los dioses son incomprensibles, no existen para nosotros, y ese
«para nosotros» es lo que cuenta.
Porque asistir, día a día,
hora a hora, minuto a eterno minuto a la transfiguración de Gisela, a sus
células proliferantes, a la maldición de su carne enloquecida no es sólo una
tortura. Es una declaración de falta de principios del universo, el eco de algo inexistente, una carcajada de la nada. «Egoísmo» dice mi buen amigo el jesuita
que conocí en el hospital, antes de que enviaran a Gisela a la casa para que se
termine de pudrir en paz y sin molestar.
«Tu tragedia personal. No
involucres a Dios. Quizás le esté preparando a Gisela una felicidad que no
puedes nisoñar». Yo le doy palmaditas en el hombro al buen jesuita y le digo
eso, que es un buen hombre y un buen jesuita.
Que le agradezco esas
bondadosas y retorcidas invenciones, las estafas que transmite de buena fe, las
anteojeras que distribuye tan ansiosamente. Sus ojos me transmiten —al menos
eso creo ver— un terrible mensaje: más vale una mentira que permite vivir que
una verdad asesina. Quizás todos los sacerdotes crean eso, quizás sólo algunos.
¿Hay que aplaudir? Desde Gisela hasta Hiroshima, desde Gisela hasta Auschwitz,
desde Gisela hasta el millón de masacres: ¿egoísmo? ¿Quiere más, padre? La
peste negra, las cruzadas, el hambre en Africa, las montañas de calaveras
erigidas por los mongoles, los niños explotados, el cáncer de todos y todos los
cánceres, no sólo el de Gisela. ¿Suficiente, o nos faltan las matanzas de
brujas, los cadáveres en las autopistas, los psicópatas? Cualquier lista que se haga será incompleta:
¿egoísmo? A Gisela la trajeron hace un mes. Y lo que sucede desde la semana
pasada y que se confirmó hoy en la mañana —la inexplicable remisión del cáncer
de Gisela, su «milagrosa» cura, su condena a seguir viviendo— no cambia
nada: la arbitrariedad sigue vigente. Ella dice que no le importa vivir
físicamente deformada. Nos amamos, dice, y es cierto. ¡Puedo sobrevivir!,
exclama el egoísta. ¡La tengo conmigo y quizás tenga la suerte de morir
primero!, añade el egoísta. No he visto todavía al buen jesuita pero intuyo lo
que me va a decir: «Agradece de rodillas la bondad de Dios». Como si uno se
arrodillara y besara los pies del croupier del casino, que me hizo ganar a
costa de centenares de perdedores. No.
José B. Adolph
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