Marta
La batalla final, me dije, no
es la del bien y el mal: es aquella que, en el universo minucioso de cada día,
enfrenta diversos niveles del infierno. Dios y sus eufemismos -oníricas
emanaciones del caos- se disuelven como la tartamudeante incoherencia de un
loco. (Marta me mira desde su escritorio, seis metros más allá. ¿Sonríe? Se
acerca; lee por sobre mi hombro: "Dios y sus eufemismos, oníricas
emanaciones..." Menea la cabeza en simulado escándalo. Dice: "Joyce
no eres aparatoso cocodrilo" y vuelve a su sitio. Unas lágrimas me
chorrean hacia adentro -nunca hacia fuera-, no por su esbozo de justísima crítica literaria, sino porque es tan
espantosamente inocente, tan patológicamente sana).
Pongamos las cosas así: Marta
trabaja en esta redacción desde hace seis meses, durante cuyo transcurso se ha
enamorado cinco veces, tres de las cuales la portaron hacia otros tantos
lechos. El promedio de duración de cada romance: 2,4 semanas. Ninguno de sus
¿qué? ¿amantes, enamorados, pretendientes, pretendidos, ilusiones, oníricas
emanaciones de su deseo y de su soledad?
pertenecía, a alguien gracias, a esta redacción. Dos poetas, un periodista de
otro corral, un esotérico traficante internacional de mercaderías turbias pero
no ilegales y un destacado miembro del partido que nos gobierna. Marta no es ni
joven ni vieja: exactamente treinta años, con tendencia a ser algo gorda pero
sin serlo todavía, cómoda melena negra sobre un rostro algo jadeante; escribe
bien pero poco, carece de un concepto definido del tiempo -quiero decir, de la
hora-, es asombrosamente inteligente y, como suele ocurrir, asombrosamente
estúpida: lo que dije, sana. Básicamente cree en la gente, sobre todo en los
hombres. Con su séptimo amante, y ni un minuto antes, tuvo su primer orgasmo
con un hombre. Sabe la verdad sobre las personas (pese a lo afirmado
anteriormente) y no sabe nada. Quiere todo y no quiere nada. Es la suma de
persona de sexo femenino más inteligencia más sexualidad largo tiempo reprimida
o desviada: se sigue desviando, ahora hacia la bondad. Trato de ser cínico y no
puedo. No con ella. O sobre ella.
Me quiere mucho, y yo a ella:
yo fui el séptimo, tres o cuatro años atrás. Ahora la relación ha ¿ascendido?
¿descendido? ¿variado? hacia una cariñosa amistad. Pero todo eso es otro tema. O
me da la gana que lo sea.
Sigamos poniendo las piezas.
Decía que la batalla final, etcétera, y hablé de los niveles del infierno, de
ese infierno que el idiota solitario y retraído de Sartre ubicaba en el Otro.
Ni Marta ni yo hemos mencionado que sabemos que el infierno es, en realidad, la
ausencia del Otro. No somos alsacianos hijos únicos, feos y perversos, que ven
los fieros ojos judíos de Dios en los demás: buena parte de nuestras vidas,
¿eh, cocodrilo?, consiste en agradecer cualquier mirada, cualquier odioso rayo
láser en nuestra soledad. Aparatoso cocodrilo, ¿eh? No, Joyce no soy, aunque mi
grosera sexualidad. Pero basta.
Cuando Marta me sonríe a
través de la redacción, sé que ha vuelto a sonar la campana y que se inicia un
nuevo round: Marta ha conocido a alguien. Como se puede apreciar, no juzgo.
Describo. Continuará así: magia. Esa es la palabra que ella usa. ¿Y por qué no?
Mi grosera sexualidad etcétera utiliza otros términos. Sostengo, inútilmente,
que el amor (o la magia) no aparece cada 2.4 semanas. El deseo, sí. Lo que en
los perros -seres menos atribulados que Joyce- se denomina celo. Marta,
indignada quizás con razón, deja de sonreír y pone cara de haber chupado un
limón. Por mi parte, pienso que ambos exageramos: hay algo que puede aparecer
cada 2.4 semanas, o no abandonarnos nunca, como una veleta que gira con el
viento sin abandonar el techo: la soledad.
¿Cómo resumir sin traicionar
la intrincada y a la vez sencilla personalidad de Marta, sobre todo en un país
en el cual consciente o inconscientemente, sincera o hipócritamente, la
combinación de intelecto con ovarios, no suele ser popular? Pienso que la
descripción está implícita en la pregunta. En la práctica, eso significa que la
soledad en una mujer así adquiere una especial dimensión de inseguridad y
contradicción: el quiero-no quiero, habitualmente desplegado en años o siquiera
meses, en ella puede encogerse a minutos en torno a un par de cafés. Hasta
ahora no la conozco. Quiero decir: hasta ahora no sé qué siento cuando me
sonríe. Quiero a mi esposa y siempre la quise, y me dicen los que saben -entre
ellos Marta, que sabe todo y nada sabe- que no se puede amar a más de una
persona a la vez. Alguien debe estar equivocado, además de Sartre.
¿Dije que tiene treinta años?
Creo que sí, pero esa es una falacia: en puridad, Marta es una adolescente que
se observa a sí misma desde su temprana vejez. Sólo que -y por eso anoto esto-
de pronto suspende todo juicio y junta briznas de un hombre para construir
otro, productor de magia, como un pajarito fabricando un nido. Luego, se sienta
a empollar y se viene abajo: no había nido; sólo briznas. Pero no es
inconsciente: sabe lo que ocurre; quizás necesite que ocurra.
Hablando de niveles de
infierno, descubro quién es el escogido esta vez: es de casa. Un redactor
nuevo. Entre 35 y 40 años, casado, dos hijos, esbelto, atractivo, capaz en su
oficio. Sonríe de vez en cuando pero no es frívolo; más bien algo solemne. Lo
he adivinado con facilidad: Marta nunca supo ocultar sus sentimientos, aunque
se considera una gran conspiradora. Miradas, miradas, miradas. Para mí es
suficiente; suspiro; como un personaje de historieta norteamericana me digo:
"aquí vamos otra vez". ¿Estoy celoso? Estoy celoso.
(Como si lo viera: lo rodea,
le conversa, se sienta a su lado, le consulta, le habla de Lima nocturna y de
la apasionante locura de sus personajes. Se hace invitar un café o, si el tipo
es de aluminio, lo invita ella. Poco después, sus caderas chocarán contra el
escritorio o derribará un azucarero o se tomará un trago y se chorreará la
barbilla).
Y ahora supongamos lo
siguiente: el tipo está más bien intimidado. Piensa: si a estas alturas
engañara a mi mujer, sin duda no sería con una periodista escandalosa y
romanticona. Por otra parte, y aquí reaparece aquello de mi sexualidad grosera
y etcétera, un polvo fácil no es de despreciar, pero por otro lado y por otra
parte y a su vez y más bien, etcétera nuevamente. Y Marta piensa: claro me
gusta pero el sexo no es lo único pero si dura puede convertirse en magia
aunque la magia no dependa del sexo aunque sí dependa mejor me olvido de todo
pero qué debo decirle si le digo que me invite un café va pensar que yo pero si
no le digo pensaré que yo y si le escribo una notita amorosa pensará que yo
mejor me olvido de todo pero me gusta y es justo lo que ando buscando pero. Y
así.
Situación tal no puede durar
eternamente, me digo. Redoblo mis esfuerzos con la máquina de escribir y
fabrico diez centímetros más de insulsa objetividad. Pienso: por todas partes
crecen los malentendidos, regados por la definitiva inteligencia de Dios. El
redactor nuevo cacarea y se ríe con unos colegas allá al fondo de la sala.
¿Será posible que uno de ellos haya mirado furtivamente a Marta antes de lanzar
otra de sus carcajadas criollas? Es posible. De hecho. Estoy preocupado. Sé que
ha ocurrido antes, pero yo no lo he visto. Ahora, la azucarada mezquindad de la
traición se está esculpiendo ante mis ojos. Marta, ciega y sorda, tararea algo
mientras redacta. Yo enciendo un cigarrillo y miro a la pared.
Al día siguiente Marta me
invita un café. Salimos a la cafetería. Reconozco su mirada de insegura
felicidad. Me muestra un papelito sucio y varias veces doblado: lo que me
temía. Un poemita anónimo. Me excuso de reproducir su aparatosa banalidad; no
lleva firma. "Apareció sobre el rodillo de mi máquina", me dice
Marta. "¿Crees que sea de él?"
"¿Sobre tu máquina? ¿En
un lugar público?". Sé que pierdo la guerra, esa guerra emprendida para
salvarla de una ilusión rota. ¿Salvarla por qué? El resto es silencio.
"Es que podría ser
que...". Me ahorro la lista de salvavidas que Marta emprende para cubrir
lo obvio con las sedas del misterio. Resumamos: a la noche siguiente, yendo al
baño de la dirección que es el más limpio -o el menos sucio- del periódico,
oigo jadeos en la oscura oficina de la subdirección. Conozco uno de los jadeos:
no necesito mirar.
Al volver a la redacción, el
grupito de amigos del nuevo calla de pronto y se disuelve. Naturalmente, el
portador de la magia les ha hecho un divertido discursito anunciando sus
próximos minutos de gloria y jadeo. Como si lo estuvieran viendo en un
videotape. Decido irme antes de que la feliz pareja retorne.
Al día siguiente, Marta llega
temprano. Siento un vacío: me lo va a contar todo, como siempre. El hombre
todavía no ha venido. Marta se sienta a mi lado y sonríe de oreja a oreja
mientras me entrega otro papelito. No necesito abrirlo.
"Yo le dejé este poema
en su escritorio anoche", me dice. "¿No quieres leerlo?"
Lo leo. Como poema, no está
mal. Como cualquier otra cosa, es horrendo. Respiro con dificultad. Me evado
hacia mi grosera sexualidad:
"¿Antes o después de tu
inspección a la subdirección?"
Chupa su limón.
"Asqueroso", dice. "Antes".
"Marta", le digo, y
no puedo decir más.
"¿La nueva moda es
seguirme en la oscuridad?", pregunta. No ha comprendido nada. Un par de
integrantes del grupito hace su ingreso, saluda con extrema efusividad a Marta
y a mí. Marta mira hacia la puerta: ya sabemos a quién espera. A quien espera,
debo escribir para dar una imagen más exacta. Tiene la cabeza erecta, con
orgullo y expectación. Es feliz.
José B. Adolph
De "La batalla del
café" publicado en Lima en 1984, en edición de autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario