Con la mudez
de mis manos,
digo la magia
que humedece
como rocío
de madrugada,
lo que lloviznó
por dentro,
al suspirar...
calladamente
su nombre.
Adrián Salagre
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31 de octubre de 2023
Con la mudez, Adrián Salagre
30 de octubre de 2023
Inocencia perdida, Pedro Serazzi
Inocencia perdida, Pedro Serazzi
Pateando puertas y gritando con pulmón de juerga llegaron los mineros al “Tierna es la Noche”, en Inca de Oro.
¡Abran paso las putas, aquí viene el billete! – exclamó uno.Otro vociferó:
¡Ay, Silvio, mijito rico, serás mío esta noche!
El homosexual que servía las mesas les hizo un desprecio. Los improperios abundaban esta noche. Del grupo de mineros, ocho en total, uno casi ebrio se entretuvo dando golpes a un turco que tocaba el piano.
¡Niñitos, pórtense bien, si no, me dará el fastidio!
Era la dueña del local. Llamada Victoriana, en ese tono cursi que no le venía.
Erika, esa noche, vaporosa como siempre, los ignoró. Estaba en un rincón bebiendo una cerveza para tragarse sus penas. Era la reina del salón y sabía que ese grupo de mineros, al igual que la mayoría de los clientes terminaría cortejándola. Allí se hablaba mucho de ese grupo que acaba de irrumpir tan bulliciosamente. Laboraban en la mina “La Abundancia”; en ese tiempo con las vetas de plata y oro más ricas de esa zona minera del norte chileno. En el desierto se tejían muchas leyendas sobre la riqueza que repentinamente había convertido en nuevos ricos a un grupo de pirquineros. Se comentaba que habían hecho pacto con el mismísimo Satanás, “El que manda”, “El Malo” o “El Futre”, como también le llamaban. Eran como inexplicables que sus rocas minerales arrojaran de 100 a 300 gramos de oro por tonelada. También se comentaba que bebían mucho porque tenían miedo a esa cuenta con el diablo, pues éste, cumplido el plazo, los sacaba de las mechas de sus habitaciones y se los llevaba al infierno. Algunos eran tranquilos, otros muy violentos. Cuando les preguntaban por el secreto de su buena mina o por el posible pacto, se limitaban a sonreír. Los 20 socios siempre eran evasivos con las respuestas. Erika continuaba bebiendo sus penas. Esa noche cumpliría 20 años y esperaba sin ansiedad las doce. En su corazón llevaba una caja de recuerdos, que como una Pandora, no quería remover a fuerza de alcohol. Vano intento, en su cerebro daba vueltas un nombre: Cristina. Ese era el verdadero, el que borró cuando quiso sepultar su pasado. Se hizo llamar Erika, o La Erika, y de Cristina no se habló más en ese lugar, porque en la vida nocturna de los llamados prostíbulos o cabaret, el cambio de identidad es una regla de honor que se respeta.
El nombre Cristina Andrea quedó sepultado en su pasado y también escondida su cédula de identidad. Todo esto a partir de aquellos días amargos cuando su padre la expulsó a patadas y con lo puesto de su hogar, porque tenía tres meses de embarazo y sólo quince años de edad. No valieron las súplicas de su mamá, en un hogar donde imperaba el machismo. Penaba en sus recuerdos su adolescencia bella, a pesar de todo, porque amaba a sus padres, el hogar, sus amigas y su liceo de Copiapó. Ahora estaba lejos, en ese pequeño y pueblo del desierto de Atacama, de Inca de Oro, en medio de la nada, el cual en su soledad aprendió a querer.
Pensaba en los tiempos cuando era Cristina, la jovencita plena de ilusiones que creyó en las promesas de un muchacho tres años mayor que ella, el cual le pidió la prueba de amor.
- Ya estamos preparados, es mucho lo que nos queremos. ¡Tenís que darme la pasada ahora!
- Cándida, creyendo que el amor era para siempre, venciendo pudores, dejó caer su vestido al suelo. El como un loco le bajó el colalé y la recostó en la cama. Entonces Cristina le amó más que nunca en la vida… Y lloró. Sus lágrimas cayeron por el dolor físico de esa primera vez y también por esa ilusión.
- Yo tanto que lo amé! - recordó. Cuando quedó embarazada él huyó como muchos, no importa por qué… ¡Huyó!
Mirando nada, porque siempre cuando estaba triste miraba nada, pensaba en su candidez de ayer y pensó en voz alta.
- ¡Ay, Dios, si hoy me pidieran la prueba de amor reiría a carcajadas!
Esbozó una triste sonrisa. Luego continuó muy triste; filosofó: Una siembra errores y cosecha desgracias.
Entonces se agitó la nostalgia. Quería ser la de antes, la muchacha del liceo, pero no podía. Era sólo Erika, la preferida del “Tierna es la Noche”. ¿Qué quedó de aquella muchacha que quería ser enfermera, la que cabalgaba en las nubes que tienen los sueños de la adolescencia? … Muy poco, apenas una gargantilla de plata y un trébol del mismo material que lucía en su cuello. Ya no quedaba en su cuerpo ni en su rostro la candidez de ayer. Su cabello castaño lo cambió por uno rubio y artificial, de vaporoso gusto, vestido de fiesta ajustado con una abertura al lado que permitía apreciar una de sus bellas piernas. El maquillaje que resaltaba más su belleza alejaba de su entorno la inocencia que en el ayer había sido su tesoro más preciado y querido.
Mil historias habían pasado en su etapa de gravidez. Golpeó puertas que nunca se abrieron y su hijo lanzó el primer llanto en un cabaret, donde las asiladas, como le llaman a las prostitutas, le dieron protección y el cariño que tanto le faltaba. Luego, casi sin darse cuenta se involucró. Dejó a su hijo en Copiapó y trabajaba sólo por él. Estaba transportada en sus pensamientos y le parecía ver a su hijito durmiendo a su lado.
La despertó de aquello el estridente griterío de clientes y asiladas. El curco arrancando desafinadas notas de un vals peruano.
Luces rojas, verdes, violetas encendiéndose y apagándose intermitentemente.
¡Chiquillas, atiendan a los caballeros! – ordenaba la dueña.
Al tiro madrina – respondió una tal Marión.
¿Madrina?… ¡Cabrona! – comentó en voz baja Erika. Alcanzó a escuchar su comentario un apuesto hombre maduro. Se acercó y le sonrió.
Así es amorosa, cabrona es la palabra exacta. ¿Le puedo hacer compañía a esta preciosura?
Siéntese.
Todo el pueblo habla de ti. Dicen que no hay nadie más hermosa en ninguno de los locales de Inca de Oro.
Gracias.
Pidió la ponchera y la invitó a bailar. Ella, dulcemente, no aceptó. Le pidió disculpas porque estaba muy deprimida. El hombre tuvo paciencia, porque no quería perder por ningún motivo esa compañía, ni menos la oportunidad de hacerle el amor. Dijo llamarse Ernesto y se presentó como el presidente de la Cooperativa Minera La Abundancia. Comenzaron a charlar sobre varios temas. Cuando le correspondió cancelar la ponchera sacó su billetera y al desdoblarla la joven advirtió una fotografía.
¡Que linda muchacha!... ¿Es su hija?
Así es – sonrió y sacando la fotografía se la pasó.
Es mi orgullo. Luego cumplirá catorce. Se llama Susana y será una gran mujer.
Erika, apenada, le dijo:
Es curioso, yo soy muy joven, pero creo poder opinar sobre ciertas cosas y hasta dar un consejo. Soy todavía casi una lola, pero le suplico, acéptelo: si esa hija que tanto quiere, le falla, perdónela. Usted debe ignorar cuánto sufren los hijos sin sus padres. Nunca permita que se aleje de usted y su esposa. Enseguida le tomó una de sus manos y se la acarició.
También el pelo. A esa ternura el hombre primero reaccionó con un poco de emoción, pero en rápido movimiento deslizó su mano hacia uno de sus senos. No se dejó acariciar.
Tetoncita, ¿cuánto vale el “momento”?, quiero que nos vamos a acostar de inmediato.
No me pregunte esas cosas. No ve que estoy mal.
Media cañoneada estarás. ¡Qué bonito!... nosotros arreglando el mundo y el resto bailando y acarreando putas a las piezas.
¿Sabe señor grosero?: Con usted, ni aunque sea el más rico del pueblo me acuesto.
¿No te gusto, huevona conchas de tu madre?
¡No es eso, imbécil! Hay otras cosas.
El hombre muy indignado le lanzó un puñete que apenas Erika pudo esquivar a tiempo. No pudo evitar una fuerte cachetada, que a pesar de la música la sintió la mayor parte del numeroso público y asiladas.
¡Maraca, ni que tuvierai el choro de oro!
El jorobado detuvo la música y se acabó el jolgorio. El tal Silvio, que llevaba una peluca rubia y bailaba con otro varón, se lanzó en picada a defenderla.
El hombre se sentía humillado en lo más profundo de su virilidad. ¿Qué dirían ahora del jefe de la cooperativa, del mismo que se jactaba de ser irresistible con las mujeres? Era verdad que ejercía un protagonismo entre las más atractivas asiladas, pero ahí estaba, derrotado por esa mujer a la que consideraba una mocosa. No se podía convencer, atractivo y con mucho dinero y ¿de qué servía en el “Tierna es la Noche” con esa tal Erika? El, que siempre conseguía tener sexo gratuitamente, estaba haciendo el ridículo.
Ordenó que le soltaran los brazos. La muchacha se escondía tras su protector, el Silvio. La regente del local trataba de calmar a su furibundo cliente.
Que siga la fiesta, aquí no ha pasado “Never de never” -, apuntó el homosexual.
La mayoría volvió nuevamente a sus asientos y ahora el pianista tocaba un bolero mambo.
El hombre, furibundo, miraba a la muchacha que secaba sus lágrimas. Luego miró el escaparate donde había unas 20 botellas de whisky. Preguntó con suficiencia a la regente.
- ¿Cuánto valen todas esas porquerías?
- Esas con caras, don Jaime. Usted sabe, los impuestos la Comisión Civil que no me deja tranquila y…
- ¡Las quiero todas!
- Enseguida esparció un montón de billetes a los pies de la mujer. Habían más de 500 mil pesos que la mujer recogió con entusiasmo. El silencio reinaba en el salón. Sacó un cortaplumas. Ernesto, gritó:
- Escuchen todos!... ¡Voy a efectuar la “cascada” más cara de este pueblo miserable de Inca de Oro, con la puta más barata de la zona, porque esta huevona no cobrará nada por su número! … ¡Súbete a le mesa, mierda, o te corto; maraca, nunca olvidarás el día que te hice pedazos tu lindo rostro!
Erika trató de escabullirse, pero la tomó con fuerzas de los cabellos. Ella cayó al suelo y la arrastró violentamente para luego subirla con la misma violencia a una mesa. Un minero de aspecto humilde trató de salvar a la joven, pero sintió el filo de la navaja a milímetros de su mejilla. Prefirió escapar.
Estaba tumbada en la mesa y de un tirón el hombre le sacó el vestido de noche. Sólo estaba en colalé y se protegió los pechos con sus brazos. Lloraba y suplicaba que detuviera el castigo. Groseramente le manoseó las nalgas y le dio un fuerte apretón en ese lugar, la tomó del pelo y le gritó que se pusiera de pie. Le quitó los zapatos taco alto y los lanzó lejos. Luego, con la afilada hoja, cortó con increíble delicadeza la disminuta prenda que le quedaba, para luego estallar en una carcajada y darle la orden de mostrar permanentemente los pechos, a lo que tuvo que acceder ante el filo de acero que rozaba uno de sus pezones. Erika temblaba de pies a cabeza y un mudo auditorio presenciaba el vejamen. Ahora nadie hablaba. Ordenó a uno de sus cómplices amigos que subiera a le mesa y vaciara en sus cabellos la primera botella de whisky. El alcohol recorrió su cabello, su rostro, su cuello, sus pechos, su abdomen, hasta llegar a los vellos íntimos, el jefe de la cooperativa llenó su vaso. Lo hacía con mucha arrogancia y reía a carcajadas, casi como un enajenado
Cuando llevaba el vaso a su boca, la chica le dijo:
- ¡Tómatelo, tómatelo, bebe todo lo que quieras, pero, por favor, no dejes nada, porque será el trago más amargo de tu vida, pues yo soy la puta de tu hija y por eso no puedo tener sexo contigo!
- ¿Acaso olvidaste que este trébol que llevo en mi cuello fue tu regalo de mis 14 años, papá?... ¿No recuerdas que fue un obsequio cuando me querías?... ¡Yo soy la maraca de tu hija, soy puta!…¿Lo entiendes? y me llamo Cristina, Cristina Andrea... ¡También tienes un nieto!
El hombre dejó caer el vaso, que estalló en el suelo. Dio la vuelta y abandonó el salón. Lo hizo lentamente, tirando a su paso el cortaplumas. Su rostro lo llevaba inclinado, como mirando el viejo entablado del piso, mientras las lágrimas comenzaron a conjugar su dolor.
Pedro Serazzi Ahumada
29 de octubre de 2023
¡No te mueras, Pelusa!, Pedro Serazzi Ahumda
28 de octubre de 2023
¡Papito, nunca más!, Pedro Serazzi Ahumada
¡Papito, nunca más!, Pedro Serazzi Ahumada
Se qué me dio por mirar por la ventana tan temprano. Más
encima día domingo, cuando penan las ánimas en El Salvador (*). Fue entonces
cuando casi me morí de impresión. Mi hermanito, Jimmy, el regalón de la casa,
me clavó sus pícaros ojos y me sonrió. Se me salió todo el aliento y si no
tuviera 16, capaz que me hubiese caído muerta de un infarto ahí mismo. ¡Qué
locura, que terrible! el auto cero kilómetros del papá estaba pintado con rayas
locas por todos lados... El se creía la muerte con la brocha en la mano y
sonreía orgulloso.
Se me aceleró el corazón y la respiración no me salía.
Hasta que exclamé:
-¡Mansa embarrada!
Papá recién había pagado la segunda letra, le quedaban
34, en cuota dólar, más cachá de intereses de los pulpos de la financiera, el
pagaré maldito que hipotecaba nuestra casa y otras leseras.
-¡Ay, madre mía, aquí se arma la grande!
Más que corriendo me puse el colalés, una camiseta blanca
media larga y me tiré escaleras abajo. Le quité la brocha, parecía payaso.
Tenía el pelo verde y hasta la parka nueva toda pintada.
¿Cachai la cagada que hiciste chiquillo de mierda?
¡Le pinté lindo el auto al papito!
Me dieron unas ganas de pegarle una patada fuerte en el
culo, pero, eso no. Nunca lo haría, apenas un deseo animado por la impotencia
que sentí. El enano todavía no cumple los cinco. Me clavó sus pícaros ojos y
sonrió. Claro, cómo no iba a reírse, si no sabía calcular la grande que había
dejado. Lo único que se me ocurrió fue llamar a otro niño del vecindario.
¡Toño, “porfa”, llévate al enano y dale una vuelta larga
en tu bicicleta! No quiero que lo vea mi papi, le temo mucho a su reacción.
¡Llévalo lejos! – supliqué finalmente.
¡Qué me iba a entender el Toño, si tiene como siete!
Antes de subirlo a la bicicleta, le dije al oído:
-¡Cabro huevón!
Se me olvidó que estaba medio pilucha y un viejo
degenerado me miraba desde la calle. Ni lo pesqué. Lo único que me preocupaba
era dejar de tiritar.
Mientras sacaba gasolina del estanque me preguntaba, a lo
mejor cosas absurdas. Que cuándo iba a crecer el Jimmy para no seguir haciendo
leseras. Es tan re’ tierno y yo la loca que siempre lo saco de los embrollos en
que se mete.
Después me puse a pensar en la onda na que ver que anda
mi papá. Está más pesado y todo por culpa de las cuentas en que se mete. Hasta
por un cheque andaba fondeado el otro día.
Comencé a pasar una franela impregnada en gasolina. La
pintura del portamaletas salió casi toda. Pero hubo un sector donde se secó y
esa no salió ni con mis rezos. Había unas rayas verdes y anchas que afeaban el
hermoso auto blanco. Pienso que el Jimmy pintó una primera parte la noche
anterior. Me entró todo el susto de un viaje.
-¡Pucha, máquina, que hago!
Justo que aparece mi papá con cara de parquímetro. Creo
que no fueron visiones y su pelo crespo se levantó como púas de erizo. Se puso
verde, azul, rojo… Allí yo estaba cerca del infarto. ¡Qué locura, qué
desesperación!
Justo que aparece el Toño con mi hermanito. Apretaba los
puños y maldecía por ese regreso tan pronto.
La pintura delató al Jimmy. Lo demás fue terrible, mi
papá como una fiera tomó un palo y lo agarró a golpes en una de sus manos.
Fueron uno, dos, diez, me emborraché de impotencia. Gritaba desesperada. Me
descontrolé:
¡Socorro, están matando a mi hermano! ¡Viejo maldito,
asesino!
Me había tirado al suelo y aferraba a mi padre de una
pierna y me pegó tremenda patada cerca de uno de mis pechos. El vecino, pese a
que es re’ tranquilo, se metió, le pegó manso combo a mi papá, que lo derribó
al suelo y le gritó:
-¡Suelta al niño, abusivo de mierda!
Medio aturdido, tuvo que soltar a mi hermanito, que había
caído al suelo con él.
La felicidad del hogar se vino al suelo. El viejo de mi
papá hizo siempre las cosas a su manera. Prohibió que lo llevaran al hospital.
Yo me di cuenta la onda. Claro, si lograban averiguar la verdad, la justicia
iba a proteger al Jimmy y él se iría preso. Después manso cartelito en el
diario: “¡Detenido en El Salvador el chacal que torturó a su hijo!”. A la gente
así le llaman los chacales y se lo merecen.
Mi mamá, súper atemorizada le trataba de acomodar los
huesitos y le ponía hielo y una tablilla para reemplazar al yeso. Yo le
colocaba supositorios. Sin embargo, pese a todos los cuidados y medicamentos,
lloró y sufrió los tres primeros días y noches.
En un momento, muy desesperada miré a la pared y le conté
mis penas. En ese instante me dio mucha rabia y tuve deseos de ser hombre para
castigarlo por su maldad. Pese a mi rabia e impotencia, no era capaz de pensar
en castigos físicos o crueles.
-¡Y yo, papá, que te había querido tanto, te habías caído
del pedestal y te hiciste pedazos!
A él lo único que le importaba era darse inflas. Hace
tiempo que me había dado cuenta de su onda, de lo agrandado que se había
puesto. Para él tener un auto cero kilómetro era ponerle la pata encima a todos
los que pudiera. También lo fue al comprar el equipo de sonido digital.
Recuerdo que comentó:
Ese Carrasco, ¿qué se ha figurado? Mi equipo es más
poderoso que el tarro que tiene él y ¡es japonés! ¿El suyo?, me río, no tiene
potencia y apenas parlantes chicos, “parlantitos”.
¡Estás mal, papá!
¡Verónica, cuando te ganes el dinero con el sudor y tu te
compres la ropa y la comida, recién te daré el derecho a criticarme!
Callé.
Recuerdo que cuando compró la alfombra con que cubrió
todas las habitaciones, el asunto fue enfermante. Nuestra casa parecía de
japoneses y le pasaba pantuflas a las visitas para proteger su inversión. Con
su computador, que llamaba “extrem” la cosa fue demencial, se creía de la NASA.
El que no gana mucho dándose esos aires. Todo para que le dijeran: “Don
Sebastián”… ¡Ridículo! No hay como la gente sencilla.
El final de esto no se lo doy a nadie. Pensaba que las
tragedias pasaban sólo en las teleseries o en las familias con personas con
graves enfermedades. ¡Quién iba a pensarlo, la tragedia de visita en nuestra
casa! Al Jimmy se le puso la manito negra y hubo que llevarlo al Hospital.
Estuvo más de un mes internado. Mi papá, choqueado por esto, se fue de la casa.
En esos días todo era extraño. La Pioli, que es buena
amiga, me dijo con mucha delicadeza que lo había visto emborrachándose con unos
tipos re’ botados. Yo me hice la tonta, porque casi nadie a fondo sabe lo que
nos pasó. Podía haberme desahogado con mi amiga, pero más me iba a entristecer.
Esa tarde cuando llegué a casa le di el tecito al Jimmy.
Después nos pusimos a mirar televisión. Ahora mamá siempre está bordando y
botando sus lágrimas diarias. Yo, aguantándomelas, porque ahora soy como el
hombre de la casa. De repente me ensimismé, para bloquearme un poco, cuando
toca el timbre mi desaparecido papá. El muy patudo venía con una autopista bajo
el brazo. Sonriente se la alargó:
-¡Toma, mi amor!
Pero el chiquito no la pudo tomar, ahora no tiene la mano
derecha, apenas un tronquito con un cuerito para que lo le raspe.
Recibió el juguete con un poco de torpeza, porque es
temprano para que sea hábil con la mano izquierda. Con la cara iluminada de
alegría, respondió:
- ¡Papito, nunca más…Nunca más te volveré a pintar el
auto! ¡Devuélveme la manito!
Papá y le digo así sólo porque me engendró, lloró como un
niño. Luego dio un grito desgarrador, que casi no era humano. Se golpeó de un
puñetazo el rostro y escapó corriendo hacia la calle. Sé que nunca más volverá,
lo presiento.
Fue tan fuerte ese momento, que esa pena casi me arranca
el alma. Justo en la televisión estaban pasando la publicidad de una lesera
electrónica, computarizada, que decían que era el milagro espacial del sonido.
Comparaban al equipo con Dios y que quienes lo compraran podrían disfrutar el
Cielo del sonido.
Agarré una botella grande de gaseosa y la lancé con furia
a la pantalla del TV LCD de 42 pulgadas. Botella y plasma se rompieron y saltó
la mansa llamarada del corto circuito.
Mamá se acercó suavemente, me abrazó con mucho cariño, me
acarició los cabellos y entonces solté el llanto que por tanto tiempo me había
guardado.
(*) El Salvador, ciudad de la Tercera Región de Chile
Este cuento ganó el segundo lugar en el Concurso de la
Sociedad de Escritores, Atacama, Chile.
Pedro Serazzi Ahumada
PEDRO SERAZZI AHUMADA
Escritor, poeta y periodista chileno, nacido en Chañaral, Chile. Incursiona en narrativa y poesía. Su obra más conocida es la novela de amor “Una Ilusión en Caldera” usada en docencia en Concordia College, Moorhead, Estados Unidos; también ha sido enseñada en la Universidad de Loja; además escuelas y liceos de Atacama, Chile. Es autor de más de10 libros. Su principal género es la novela. Además escribe ensayos históricos, cuentos y leyendas. Fue antologado dentro de los 40 mejores escritores de cuentos mineros del siglo XX (Chile).
Figura en antologías en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, India, Perú, Bolivia, Argentina, México y Chile. Ha dictado conferencias en Chile y Estados Unidos.
Tiene varias distinciones y premios en narrativa y poesía y su novela “Una Ilusión en Caldera”, fue traducida al inglés.
Reside en la III región de Atacama (Chañaral)
27 de octubre de 2023
Mañana es otro día, Pedro Serazzi Ahumada
Mañana es otro día, Pedro Serazzi
Mañana, es decir más rato, será otro día, ojala pleno de
sol. Me levantaré a las ocho y media y comulgaré en la misa de nueve. También
le prometeré al Señor retomar la buena senda, total si es fácil ser buena si
uno se lo propone.
Como lo hago siempre me tiraré a la piscina como
corresponde, sin mentiras. No hay nada más lindo que la sinceridad. Anoche,
digo anoche, porque ya son las seis de la madrugada, vinieron mis dos primas,
la Quena y la Pilar. Mis primas siempre han sido bacanes, chicas buena onda,
pero tenemos diferencia de edades y experiencia. Ellas, gemelas de 20 años y yo
una pendeja de 15. Me dijeron que tenían una movida para un carrete en la disco
con tres tipos casados y a la pinta. Para mí, adrenalina pura, quise hacer la
movida de mujer grande.
- Sólo carrete, unos pocos copetes en el auto, escuchando
unas canciones dando una vuelta por la ciudad y después nos vamos a bailar a la
disco -. Dijo la Quena.
- ¡Nosotros la hemos pasado bomba y heavy con los
compadres! – Agregó la Pilar – Son a la pinta, Pelusa, buen trago y taquilla.
¡La vamos a pasar la raja! ¿Cachai, loca?
Lo que son las cosas. Si yo les hubiera pedido permiso a
mis papás para salir con mis primas, no me habrían pedido muchos detalles y
como siempre me darían permiso para salir a divertirme, porque es el premio que
me dan, porque dicen que con mi hermana somos dulces, hacendosas y buenas
alumnas. Al menos nos esmeramos en eso y nos aflora de piel. Lo que creo es
sólo las buenas enseñanzas y armonía del hogar. Pero lo hice todo al revés,
como decía, “adrenalina”. Dije que me acostaría temprano y para disimular, le
dije:
- ¡Papito, quiero escuchar música en mi celular!
- Bueno, hijita, si mañana deseas salir, nos avisas.
- ¡Vale!, ¡Muchas gracias! – Enseguida besé al papá, a la
mamá. Ella sólo sonrió, porque habíamos compartido mucho ese día y estaba muy
feliz.
Eran como las 10 de la noche. Era la pinturita perfecta.
Me maquillé de lo más linda. Me puse un hermoso vestido celeste y floreado, muy
de primavera-verano, unas chalas hermosas y me sumergí vestida bajo el cobertor
a escuchar un poco de rock tecno. Me quedé dormida y como a las 12 y media de
la noche sentí unos golpecitos suaves en mi ventana. Eras mis primas.
- ¡Comadre, estamos listas y ellos también!
- ¿Carrete corto y luego a bailar a la disco como
prometieron, Pilar?
- ¡Por supuesto, y con los casados! … ¡Haremos nuestro
escandalito propio!
Mis primas son más osadas que yo. Los chicos, no eran
tales, eran unos tipos de más de 30 años. Los encontré viejos para nosotras y a
uno llamado Julio, ordinario. Ese, según la Pilar, estaba que se le caía la
baba por mí. Pero, que era su pareja, muy fogoso y ella estaba agarrada y lo
compartía, no le importaba un trío. Y tenía que hacerlo, porque si no, éste se
le enojaba. El otro era un tal Mario, se veía decente, pero después lo calé que
era cobarde. No había un tercero.
Para impresionar
andaban en un BMW del papito de Julio. ¡Que baile en la disco, ni que nada! Se
fueron directamente a la playa “Las Cochillas”, como a 20 kilómetros al sur de
la ciudad, Mis reclamos fueron inútiles. Yo quería la disco.
En la playa sacaron dos botellas de ron, fumaron
marihuana y pusieron el equipo del vehículo a reventar de volumen para bailar
salsa. Todos estaban eufóricos. Yo apenas probé un sorbo de ron y nada de
hierba. Mis primas se pusieron osadas, empezaron a sacarse las blusas para
insinuar más que algo de las pechugas. Los tipos les tiraban agarrones por
todos lados y como yo estaba arrinconada la Quena me gritó:
- ¡Cagafiestas!
Luego comenzaron a tener sexo sin pudor y me fui al auto.
Bajé mi cabeza, porque no tenía ninguna curiosidad, susto sí. Como a la media
hora llegó el tal Julio, se sentó a mi lado. Venía olor a copete, hierba y de
esa cosa sexual.
-¡Ahora te toca a ti, guagüita!
- Me trató de besar a la fuerza y creo que lo consiguió,
pero así no vale.
- ¡Eres más rica que tu prima y más linda que la chucha!
- ¡Suéltame, maricón!, ¿Qué no te basta una?
- ¡Yo quiero comerme ahora a la cartucha! ¡Te voy a
romper el mate, la Pilar me dio el pase!
Me tomó las piernas a la altura de los muslos. Echó
violentamente atrás el asiento, me subió a la fuerza el vestido hasta la altura
de los senos, que me los apretó con fuerzas. Ahí me dio el inmenso pánico. Era
su prisionera. De un tirón me hizo pedazos el colalés. No se compadecía de mis
súplicas, ni de mis lágrimas.
- ¡Por favor, deténgase, nunca lo he hecho!... ¡Piense en
sus hijos, tu también los tienes y me estás violando y podrás ir preso por
esto!
Actuaba irracional y cuando me estaba penetrando con su
“cosa”, le pegué un apretón furioso y clavé mis largas uñas en sus testículos.
Creo que el grito se sintió a un kilómetro. Le llegaron a saltar las lágrimas.
Al principio el tipo no podía hablar del dolor y lloraba.
Casi no respiraba. Pero, cuando reaccionó y yo estaba más vestida, me dio
tremendo golpe de puño en la nariz, que me saltó la sangre y me manchó la falda
del vestido. Por suerte no me aturdí.
- ¡Huevona, cartucha, devuélvete al jardín infantil!
Mis primas, ni aun habiendo bebido ron y fumado hierba
justifico su actitud, fueron unas pesadas y desleales. Después el Julio se fue
y continuaron con sus vicios. Quedé llorando, tratando de estancar la sangre
con mi pañuelo. Le puse seguro al auto y producto del nerviosismo y el dolor,
me dormí, así que ni me di cuenta que algo moví en el auto, tal vez la palanca
de cambio y no debe haber estado puesto el freno de mano y tal vez con una de
mis piernas lo dejé neutro y el auto se fue en una pendiente pequeña y chocó
contra una roca. Desperté.
-¡Madre mía, Santa Teresita, protégeme por favor!-
Supliqué.
Corrieron ante el
tremendo ruido. Yo bajé asustada para ver los daños. Cuando Julio miró el BMW
del papito, tenía un foco menos, parachoques para la historia y un tapabarros
muy abollado. El, amigo, Mario, me dio tremenda patada en el trasero y el Julio
me lanzó tremendo puñetazo en la boca, se me partieron los labios. Me fui de
bruces atrás y mi cabeza golpeó a la altura del cerebro, en la nuca, contra una
roca. Vi estrellas, lo juro. Hasta entonces no creía que se veían estrellas,
pensaba que era un mito. Quedé semi-aturdida. Traté de hablar y no pude. Ahora
sentía que estaba húmeda de sangre la boca, la nuca y mis cabellos. Estaba
conciente, pero no podía hablar, lo intenté. Traté de abrir los ojos y no pude.
Sólo pensaba, sentía como una tormenta en el cerebro y quería abrir los ojos y
no podía. Si comencé a escuchar y podía pensar. Escuché algo cruel de Julio.
- ¡Se murió la huevona! ¡Echémonos el pollo!
El Mario pensó que era lo mejor.
La Quena, agregó:
- ¡Todos morimos en la raya, la pendeja de mi prima,
jamás salió con nosotros!
Los seguía escuchando y decían que había que darse la
mano para sellar el compromiso y después escuché el ruido del automóvil que se
alejaba. Sentía mucho frío. Me quedé inmensamente sola. ¿Sería el hielo de la
muerte?... Me caía el rocío y en mis pensamientos oraba y perdía perdón por si
moría. Era una triste confesión de pensamientos ante la imposibilidad de
pronunciar palabras. Apenas había probado un sorbo de ron. Creí definitivamente
morir, sin duda era un TEC. Entonces no pude reaccionar positivamente. Luego,
intenté no perder el conocimiento, porque podía desangrarme, pero lo perdí.
A las cinco de la madrugada recobré el conocimiento. Dios
mío, pude levantarme, hablar e hice un test a mis demás sentidos. Debí haber
estado inconsciente unas dos horas. Continuaba el frío, aun pese a ser casi el
verano. Por suerte no había perdido mucha sangre. Fui al mar, que estaba cerca
y lavé la sangre de mi rostro, cabellos y la nuca. Me saqué el vestido, sólo
quedé en sostén y lavé todo mi cuerpo. Me puse el vestido, los colalés estaban
botados e inservibles. Caminaba como una ebria, sin estarlo y pude llegar a la
Ruta 5, a unos 400 metros del mar.
Como todos dicen que soy bonita y tengo buena presencia
hice parar a un bus, que se detuvo. Mi vestido, se veía bien, a pesar de todo.
El chofer fue amable, no hizo preguntas y me llevó a Chañaral. Ni siquiera me
cobró pasaje por el aventón. Al bajar le di las gracias con un chocolate que
llevaba en mi pequeña cartera.
Partí a casa. Nuevamente ventana arriba, me saqué
rápidamente el vestido. Me lavé una vez más, puse alcohol y hielo en mis
heridas. Me puse el pijama azul de polar. Como era mucho el dolor de cabeza me
tomé un analgésico fuerte y un desinflamatorio.
A ahora, cuando faltan 2 minutos para las 6 de la mañana,
reafirmo mi compromiso de buen comportamiento y no más errores como éste. ¡Vale
lo prometido!
Pedro Serazzi
26 de octubre de 2023
Hospital de Copiapo, Pedro Serazzi
Hospital de Copiapo, Pedro Serazzi
21 horas, noche de ese mismo día, domingo en el Hospital de Copiapó, Unidad de Tratamientos Intensivos. Los padres de Pelusa y su hermana, Angélica, de 13 años de edad, están viviendo dramáticos momentos al lado de la joven Pelusa. Había sido derivada en una ambulancia, a las 10 de la mañana desde el nosocomio de Chañaral, a 176 kilómetros. Una enfermera observa el monitor cardíaco. Un neurocirujano y otros dos especialistas se aprontan a conversar con la familia, pero no es posible, no tienen la calma para poder escuchar.
¡Dios mío! ¡Que terrible! Estoy totalmente paralizada, también he perdido la visión; sólo puedo pensar y escuchar. Ni siquiera puedo mover los labios.
¿Por qué hice esto, por qué me golpearon así?... Mis padres, mi hermana, están a mi lado y no saben que los escucho… ¡Ay, sin tan sólo pudiera mover mis dedos y apretar la mano de papá, mamá o mi hermana, podrían saber que los escucho!
¡Quiero pedirles perdón! Hace un rato el sacerdote lo ha hecho por mí, al darme la extrema - unción. También me he dado cuenta que hoy es domingo por la noche y estoy en la UTI de Copiapó y que hace unas dos horas que estoy, aunque inmóvil, consciente. No pude despertar, feliz, como todos los días solía hacerlo.
Siento llorar a la mamá. La escucho decir:
- ¡Hijita, no te mueras!
Y yo quiero decirles con todas las fuerzas, con la voz que ya no tengo:
-¡No quiero morir, mamá! ¡Perdón papá, perdón mamita, hermanita del alma!... ¡Eramos tan felices!... ¡Papito, tengo tanto miedo!... ¡Siento que se me inunda de sangre la cabeza!...¡Siento como me explotan las venas!... ¡Papito, ayúdame, por favor, me estoy muriendo!... ¡Los amo mucho, quiero vivir, pero no puedo!... ¡Dios mío, Santa Teresita que triste…es…cuando… se aca…ba la vida…Yo…quie…ro, per…dirles…de…co…razón …que…el…
Pedro Serazzi
25 de octubre de 2023
Dos lágrimas del mar, Pedro Serazzi Ahumada
DOS LAGRIMAS DEL MAR
-¡Qué día más divino!
Exclamó Carmen y
sin embargo se puso a llorar. Iba a cumplir
al día siguiente 66 años de edad y estaba sola en el mundo. Ya hasta el
último hombre que había amado no estaba
con ella.
Caminó por la
playa del balneario Flamenco,
Chile, y una joven gaviota desplegó toda
la energía de su cuerpo para batir sus alas y encumbrar un raudo vuelo tras los
peces.
Sintió envidia de
la hermosa ave, pues ya no tenía los 36 años, edad que tanto echaba de menos,
cuando en esa mismas aguas, de olas
suaves, se bañaba con su enamorado, el hombre que más la amó y se juramentaron
ante Dios- que creyeron ver en las nubes de la tarde- que ese amor jamás
terminaría.
Estaba
inmensamente triste, porque ese amor tan grande no supo cuidarlo y ese hombre,
anotó en su libro de penas que fue la
mujer que más amó. Separados entre el orgullo y el dolor, vinieron los años
crueles, donde el cuerpo también se convierte en otoño y arrojó lentamente las
hojas de su belleza y las reemplazó por
las arrugas, un abdomen que creció, achaques de presión, dolor de huesos y
otras cosas malditas, que terminaron con su menuda y hermosa figura.
- ¡Dios mío, qué lindo fue el ayer!...
Ahora pensaba
mucho más en el Padre del Nazareno, a quien había abandonado en los
años hermosos de su vida. Continuó caminando, la tibieza suave de las olas
mojaban sus pies. Reflexionaba sobre lo malo que fue haber favorecido su
vanidad, antes que las cosas del alma y de haberse convencido que la belleza
joven no se terminaría jamás. Tenía ira hasta con el mar porque ese día estaba
más bello que nunca.
La playa, pese a
ser día de estío y cálida, curiosamente estaba casi vacía. Sólo dos niños
jugando en la construcción de un castillo de arena, Uno de ellos la llamó cariñosamente tía. En tanto, un
joven rubio y apuesto, de ojos claros, se paseaba en short de baño por la
playa. El la miró con dulzura:
- ¡Buenas tardes, señora!
El muchacho, que
tenía un aire distinguido, todos los
días la miraba con cariño y ella no podía entender exactamente por qué. Sabía que no era un enamorado, lo presentía,
menos de ella. Advertía que algo tenía en su interior que lo hacía más diáfano,
comparado con otros más vulgares con los
que se encontraba otras veces. En tanto añoraba, el sol hacía su trabajo en el
horizonte y se llevaba a reposar el largo día.
-Buena hora para nadar –
se dijo la mujer.
Y luego,
maldiciendo la soledad de su vida, viejo vicio el de maldecir que ella tenía,
realmente pensó que lo mejor para la psiquis era darse un baño en el océano en
el atardecer y luego, aplicar esas técnicas de relajación que tanto dominaba.
Estimó que de esa forma sus penas tal vez podrían irse en el velero del
atardecer.
Nadó, como lo
sabía hacer desde niña, bien y con estilo…
Se sintió joven y
hasta soñó con ese viejo y hermoso verano, lleno de romance, de besos, de
pasión y hubo un cóctel maravilloso entre la sal húmeda que afloró de sus ojos
y la que traía las olas. Aunque lloraba, sonreía de felicidad.
Y nadó lejos,
cada vez más emocionada con el raconto de ese especial romance. Sin embargo,
una corriente marina traicionera la llevó lejos de la playa y sus cansados músculos no fueron capaces de
soportar la tensión y el esfuerzo que exigía la emergencia. Una de sus piernas
se acalambró y al procurar aliviar el dolor se hundía. Con un esfuerzo supremo
gritó:
-¡Socorro, que me ahogo!
Sin embargo
¿quién la iba a escuchar? Ya no podía nadar y sólo uno de sus brazos que
emergía, como un Titanic, indicó que se iba al fondo del mar. Tragó agua, se
llenó de miedos y asimiló con pavor que comenzaba a morir.
-¡Perdóname, Dios mío! – decía en letanía mientras su
cuerpo se iba al fondo del mar.
Desesperada y casi inconsciente sintió que dos manos la
tomaron de la cintura hasta emerger.
-¡Tranquila señora, yo la salvaré!
El hombre,
lentamente, aunque con seguridad, la
llevó a la orilla de la playa. Fue una maniobra de 10 minutos. Una vez en la
arena, la recostó, le hizo respiración boca a boca y le aplicó otras técnicas
de salvamento que conocía. Los niños del castillo de arena habían corrido en
busca de ayuda, la que llegó prontamente en una camioneta de la Marina de
Chile. Cuando éstos llegaron Carmen volvía lentamente a la vida. La cubrieron
con una frazada, le pusieron en una camilla y la llevaron al Hospital del puerto
más cercano, Chañaral. El hombre que la había salvado, era el apuesto joven de
25 años, que dio gracias a los marinos y partió con rumbo desconocido.
Carmen, en la
Sala de Urgencia volvió definitivamente a la vida y dos días más tarde,
caminaba por la misma playa en busca de su salvador. La artesanía era uno de sus hobbies y le llevaba un hermoso regalo. Tuvo suerte,
allí estaba, con los niños del castillo de arena, él también ayudándolos, como
un pequeño más. Al verla se puso de pie.
-Señora, que gusto verla repuesta.
Y ella sacó sus
sentimientos lindos, esos que nunca debió dejar de lado en la vida. Lo abrazó,
lloró, le dio las gracias, le entregó el regalo y le dijo que le invitaba a su
casa de veraneo a comer esa noche.
¡Qué emoción!, pero cuánto lamento decirle que no puedo
ir!
¿Por qué no?
Entonces, ¿quién eres?, para poder agradecerte toda la vida.
¡Soy tu hijo,
mamita!... Soy aquel pequeño al que no dejaste nacer por el qué dirán y porque
iba arruinar un poco tu bello cuerpo, cuando tenías 36 años. Recuerdas, mamita,
yo era iba a ser hijo del amor y estaba extasiado en tu vientre…Papá te rogó
mucho por mi existencia y sin embargo pagaste en una clínica para que yo no
viviera.
Pagaste por mi
muerte, pero a pesar de todo y perdona que me quiebre, ¡te extrañaba, mamita!
Viví muchas semanas en tu vientre con la ilusión de nacer… Tú no quisiste que
yo viviera. Yo quiero que tú vivas y anhelo que el amor, todos los días toque
tu corazón. ¡Te amo, mamá!
Se habían
separado del abrazo y al joven rubio, que le tenía tomada las manos, se le
descolgaron dos lágrimas que fueron como cristales. Carmen no sabía si gritar,
llorar o pedir perdón. Su salvador, le soltó las manos. Luego, con su
regalo y los pies descalzos corrió por
la playa y a plena luz del atardecer, teniendo también como testigo a los dos
niños, se comenzó a esfumar a pocos metros de ellos, convirtiéndose en parte de
la espuma del mar.
Carmen se sentó en
la arena y rompió a llorar.
Pedro Serazzi
(Chañaral, Chile)
24 de octubre de 2023
¡Tenís cara de aval, flaco!”, Pedro Serazzi Ahumada
“¡TENÍS CARA DE AVAL, FLACO!”, PEDRO SERAZZI AHUMADA
Saverio encaminó sus
pasos por la calle San Martín de Chañaral, por ese barrio antiguo de casitas de
madera que tanto se asocian a la historia de los viejos puertos del norte
chileno. Una farándula, ruidosamente, hacía propaganda a una candidata a reina.
El, que siempre vibraba con entusiasmo, esa noche no estaba contagiado con ese
ambiente de carnaval. Al llegar a la casa de su novia, su expresión fue de más
desánimo.
- ¿Qué te pasó, Flaco, te pilló la Crisis? – le dijo Lorena
con ironía.
- ¿Cómo lo notó, mi amor?
- Cariño, con esa cara estás para promotor de funerarias.
Le hizo pasar. Saverio se dejó de caer con desgano en el
sofá del living. Mientras encendía un cigarrillo la joven y atractiva muchacha
le sirvió un trago. Luego le acarició los cabellos. También le besó
apasionadamente. Luego, haciendo el gesto de gatita en arrullo, le dijo
suavemente:
¿A qué hora nos vamos mañana a Caldera?
No podemos ir, amor, me embargaron el auto.
¡Cóooomo!
Lo que escuchas –
respondió lentamente y en tono de tristeza.
¡Nuestro deportivo cero kilómetro! ¿Me vas a decir, ahora
que ahora no es tuyo, nuestro?... ¿Y qué más te quitaron?
¡Todo, apenas se salvó el gato!
¿Qué es todo, aclara, Flaco?
Mi empresa con los computadores, los demás equipos y toda le
mercadería, el local comercial, la oficina, el auto, la casa, la moto, todos
los enseres de casa, salvo los protegidos por ley, que es la cama y los
necesario para cocinar. También se llevaron el plasma digital que te tenía de
regalo.
¿Qué cagada te mandaste, tonto huevón?
Fui aval del Pollo Flores.
¿Tú aval, ridículo?... ¡Te da la locura, le firmas un
documento a un tipo, te hace la mariconada, nosotros a un mes de la boda y te
dejan en pelotas!
Confié – dijo mirando el piso -. Siempre había sido de
amigos leales, pero esta vez me caí.
¡Te dejaron en pelotas, imbécil! ¿Sabís por qué te cagaron,
boludo?
Saverio no respondió.
¡Porque tenís cara de aval, Flaco!
Te estás poniendo grosera, nunca habías sido así.
¡Ahora me conoces, así soy la verdadera yo! ¡Estoy furiosa,
eres un huevón a la vela, un pendejo, una mierda!... ¡Ahora te van a dar
patente y revisión técnica como huevón y pelotudo!
¡Contrólate, no tengo
ganas de pelear!
¡No me hagas reír, la vida no es un circo. Para sobrevivir
en estos tiempos se necesita ser hombre y tener dinero, no un débil que deja la
cagada a cada rato… ¡Eres un niño chico, apenas un imbécil!
Lorena…
¡No me interrumpas! Me tenías prometida una luna de miel en
Buenos Aires, por algo habíamos comprado los muebles de la casa, aunque fuera
con tu dinero, porque es tu obligación. Y ahora, qué eres: apenas un simple
hombre, te has convertido en un pobre, en un poblador… ¿Tu creís que me voy a
casar con un derrotado?... ¡Jamás, yo necesito un hombre con plata y ojalá
profesional. ¡En una semana te reemplazaré!
¡Déjame explicarte!
Explicaciones ¿ahora?... ¡Mentiras, me llenarás de mentiras!
Lorena, ¿me dejarás de amar por este tropiezo?
Yo a los tontos y los pobres los evaporizo, los borro de mi
vida… Fuiste como un café instantáneo. Le echo agua y se deshace el amor, el
compromiso, todo… así de simple.
A pesar de los insultos, respondió con calma.
-Te quiero mucho, pero me confundes. No sé que pensar.
- ¡Desahógate, cobarde!
- Hoy se han derrumbado muchas cosas en mi vida. No puedo
darte argumentos que justifiquen mi error, pero no creo merecer ese trato. Yo a
ti no sólo te he dado amor, sino también en lo económico lo que mejor había
podido. No tengo argumentos para justificar mi error. Me equivoqué en perjuicio
de los dos, pero no me merezco ese trato.
- ¿Y que más, señor Saverio?
- Como hombre me cuesta llorar y creo que estoy a punto que
me suceda. No quiero que me ocurra delante de ti, creo que después de esta
conversación no te lo mereces. Mi derrota la asumiré a solas.
Saverio se levantó e intentó salir.
¡Flaquito, Saverio, amor mío, me arrepiento de lo que dije!
No quiso escuchar
más. Abrió la puerta, Lorena le lanzó con fuerzas un vaso lleno de gaseosa y
ron que se hizo trizas en la blanca pared, a escasos centímetros de su cabeza.
Se fue caminando en dirección a la plaza principal del
puerto. La amargura era mucha. No pudo atajar sus lágrimas. Se sentó en un
escaño del paseo público. Pensó:
Comenzaré nuevamente, no importa cuánto tarde. Muchos me
darán la espalda, pero hay otros buenos amigos, que aunque no me apoyen en lo
económico, sé que serán importantes en lo moral.
Tengo que prepararme. Tengo la seguridad que volveré a tener
éxito en la vida. Aún en mi derrota de hoy tengo fuerzas para seguir creyendo
en el mañana. Y no es utópico. Es mi verdad y es algo muy íntimo. El destino es
así a veces nos toca perder en el juego de la vida. Asumo que me equivoqué, que
no trataré de repetir el error y que este tropiezo es un golpe fuerte. Tengo fe
que me volveré a levantar y porque creo en mí. Si todos están de carnaval, por
qué tener que llorar. Iré a brindar por mí, porque tengo que levantarme.
Poco después entraba a la discoteca de moda y hasta esbozó
una sonrisa a un bullicioso grupo de disfrazados. Se acercó a la barra, pidió
un trago largo y alzándolo a la altura de su frente, dijo en voz alta:
-¡Qué viva el mañana!
- ¡Que viva y que te traiga puras cosas buenas, Saverio!
Era Yanette, una atractiva mujer, la que siempre irradiaba
alegría.
Gracias, amiga, aunque no tienes ideas por qué brindo.
Se sentó a su lado. Ella llevaba una lata de cerveza.
Me imagino que para fortalecer tu espíritu, que debe estar
muy alicaído. Las noticias vuelan. Bien sabes que en nuestro pueblo casi no
existen secretos. ¡Has tropezado, Saverio, no estás derrotado! Me emocionas…
¡Eres único! ¿No he conocido a nadie que brinde en un momento de tantas
dificultades?
A pesar de todo, estoy triste. Hay un juicio por medio y el
abogado querellante me dijo que…
No pudo seguir hablando, su amiga le puso una mano tapándole
suavemente la boca, le suplicó:
Saverio, ni una palabra más. No te desgastes… ¡Ya pasó!
OK. Yanette.
No deseos saber detalles, Saverio, nadie lo merece. Tal vez
en otra oportunidad. ¿Bailamos?
Ella lo llevó a la pista. Saverio la abrazó fuerte. Le
hablaba al oído, la música estaba muy fuerte.
Me había prometido estar solo, mamarme esta pena como
hombre. ¡Eres muy tierna!
¡Mucho más que tierna, amorosa, preciosa! ¿Soy pesada,
verdad?
Eres linda, eres lo máximo. Dime, ¿te di lástima?
Por el contrario te
admiro. Eres súper, pocos se derrumban en el día y por la noche están brindando
por buscar nuevas esperanzas en su vida.
Yanette lo rodeó con sus brazos en el cuello y comenzó a
bailar con sensuales movimientos. El joven, inevitablemente pensaba en su
problema. En la discoteca el principal invitado era el entusiasmo. Seguía
confundido, en segundos se había derrumbado la mujer que tanto había querido.
Aunque la perdonase sentía que nada podría ser como antes y ahora bailaba con
la chica que antes de ser novio él tanto había soñado. Cuando Saverio fue
libre, al principio, Yanette tenía compromiso y cuando estuvo libre, ya era
tarde. Su fragancia, sus ojos chispeantes, esa sonrisa que regalaba a cada
instante le emocionaba. Sabía que se precipitaba, pero igual lo dijo:
Te invito mañana a la playa de Flamenco. ¿Irías en bus, con
un tipo que ahora es medio pobre?
Sí, con letras grandes, en bus, lo de menos, pero con una
condición, Saverio, si vuelven con Lorena, no me consideres en ningún juego que
me haga daño.
No hay compromiso, ella me echó de su vida.
En cuanto a tu pregunta si irías con alguien que ahora es
medio pobre, no pienso en ello, para mí es un detalle.
Le sonó tan hermosa esa frase que se emocionó. Ahora hasta había
sonreído.
¿Serías capaz de amar a un arruinado en potencia?
¡Por supuesto! Y tú, ¿podrías querer, tal vez con el tiempo
amar a una chica que anhela tu amor hace mucho tiempo? ¿Y podrías no buscar en
mí, ni la voz, ni los ojos, los cabellos ni nada que te recuerde a Lorena?
¿Serías tan valeroso de no defraudarme?
Saverio hizo la cruz con sus dos índices, le dijo que lo
prometía y selló el compromiso con un beso. Ella se emocionó.
-Estoy tan triste porque has perdido tanto.
. No, Yanette, hoy he ganado mucho. Tú eres el capital más
valioso. Se abrazaron y se besaron nuevamente. El suave ritmo de una vieja
canción decía: “Te quiero porque sí/ que importa la razón/ de frente y de
perfil/ con todo el corazón/”.
Pedro Serazzi Ahumada
Escritor, poeta y periodista chileno, nacido en Chañaral,
Chile. Incursiona en narrativa y poesía. Su obra más conocida es la novela de
amor “Una Ilusión en Caldera” usada en docencia en Concordia College, Moorhead,
Estados Unidos; también ha sido enseñada en la Universidad de Loja; además
escuelas y liceos de Atacama, Chile. Es autor de 10 libros. Su principal género
es la novela. Además escribe ensayos históricos, cuentos y leyendas. Fue
antologado dentro de los 40 mejores escritores de cuentos mineros del siglo XX
(Chile).
Figura en antologías en Estados Unidos, Inglaterra, Francia,
India, Perú, Bolivia, Argentina, México y Chile. Ha dictado conferencias en
Chile y Estados Unidos.
Tiene varias distinciones y premios en narrativa y poesía y
su novela “Una Ilusión en Caldera”, fue traducida al inglés.
Reside en la III región de Atacama (Chañaral) y actualmente
es director del periódico Presencia y de un canal de cable. Es presidente en
Chile de la Casa del Poeta Peruano.
23 de octubre de 2023
Póngase usted en mi lugar, Raymond Carver
Póngase usted en mi lugar
"Put Yourself in My Shoes"
Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el
teléfono. Había ido haciendo todo el apartamento y ahora estaba en la sale,
utilizando el accesorio de la boquilla para llegar a los pelos de gato que
había entre los cojines. Se detuvo y escuchó: luego apagó la aspiradora. Fue a
coger el teléfono.
—¿Sí? —dijo—. Myers al aparato.
—Myers —dijo ella—. ¿Cómo estás? ¿Qué
haces?
—Nada —dijo él—. Hola, Paula.
—Va a haber una fiesta en la oficina luego
—dijo ella—. Estás invitado. Te invitó Carl.
—No creo que pueda ir —dijo Myers.
—Carl me acaba de decir: llama a tu hombre
por teléfono. Haz que se venga a tomar una copa. Hazle salir de su torre de
marfil, que regrese al mundo real durante un rato. Carl es un tipo curioso
cuando bebe. ¿Myers?
—Te he oído —dijo Myers.
Myers había trabajado para Carl. Carl
siempre hablaba de irse a París a escribir una novela, y cuando Myers dejó el
trabajo para escribir una novela, Carl le dijo que estaría atento pare cuando
apareciera el nombre de Myers en las listas de best sellers.
—No puedo ir —dijo Myers.
—Nos hemos enterado de algo horrible esta
mañana —continuó Paula como si no le hubiera oído—. ¿Te acuerdas de Larry
Gudinas? Aún trabajaba aquí cuando tú venías por la oficina.
Estuvo echando una mano en los libros de
ciencia durante un tiempo. Luego lo pusieron en trabajo de campo, y luego lo
despidieron. Nos hemos enterado esta mañana de que se ha suicidado. Se ha
pegado un tiro en la boca. ¿Te imaginas? ¿Myers?
—Te he oído —dijo Myers. Trató de recordar
a Larry Gudinas y visualizó a un hombre alto y encorvado, con gafas de montura
metálica, llamativas corbatas y unas entradas imparables.
Imaginó la sacudida, el brinco de la cabeza
hacia atrás.
—Caramba —dijo Myers—. Lo siento.
—Vente a la oficina, ¿me oyes, cariño?
—dijo Paula—. Estamos todos charlando y tomando una copa; escuchamos canciones
navideñas. Venga, ven —dijo.
Myers, al otro lado de la línea, oía todo
lo que le decía Paula.
—No me apetece —dijo—. ¿Paula? —Vio unos
cuantos copos de nieve que se desplazaban de lado a lado de la ventana. Pasó
los dedos por el cristal, y luego, mientras esperaba, se puso a escribir su
nombre en él.
—¿Qué? Sí, te he oído —dijo ella—. Está
bien —dijo Paula—. ¿Por qué no nos vemos en Voyles y tomamos una copa,
entonces? ¿Myers?
—De acuerdo —dijo él—. En Voyles. De
acuerdo.
—Todo el mundo se va a sentir decepcionado
al ver que no vienes —dijo ella—. En especial Carl. Carl te admira, ¿sabes? Te
admira de veras. Me lo ha dicho. Admira tu valor. Me dijo que si tuviera tu
valor habría dejado todo esto hace años. Que hace falta valor para hacer lo que
hiciste. ¿Myers?
—Estoy aquí —dijo Myers—. Creo que podré
poner el coche en marcha. Si no consigo ponerlo en marcha, te doy un
telefonazo.
—De acuerdo —dijo ella—. Quedamos en
Voyles. Si no me llamas, salgo en cinco minutos.
—Saluda a Carl de mi parte —dijo Myers.
—Lo haré —dijo Paula—. Está hablando de ti.
Myers guardó la aspiradora. Bajó los dos
tramos de escaleras y fue hasta su coche, que ocupaba la plaza del fondo y
estaba cubierto de nieve. Se puso al volante, apretó unas cuantas veces el
pedal y dio a la llave de contacto. El motor arranco. Siguió pisando a fondo.
Durante el trayecto miró a la gente que se
apresuraba por las aceras cargadas de paquetes. Echó una ojeada al cielo gris,
lleno de copos de nieve, y a los altos edificios que tenían nieve en las
grietas y en los derrames de las ventanas. Trató de captarlo todo con los ojos,
de retenerlo pare más tarde. Acababa de terminar una historia y aun no había
dado comienzo a la siguiente, y se sentía despreciable. Llegó a Voyles, un
pequeño bar situado en una esquina, junto a una tienda de ropa de hombre.
Aparcó en la parte de atrás y entró en el bar. Se sentó un rato a la barra y
luego cogió su bebida y fue a sentarse a una mesita, al lado de la puerta.
Cuando Paula entro en el bar y dijo «Feliz
Navidad», él se levantó y le dio un beso en la mejilla. Y le ofreció una silla.
—¿Un escocés? —dijo.
—Un escocés —dijo ella. Y luego, a la chica
que vino a atenderles—: Un escocés con hielo.
Paula cogió y apuró el vaso de Myers.
—Tráigame otro a mí también —le dijo Myers
a la chica—. No me gusta este bar
—dijo luego, cuando la chica se hubo ido.
—¿Qué tiene de malo este bar? —dijo Paula—.
Siempre venimos aquí.
—No me gusta, eso es todo —dijo él—. Nos
tomamos la cope y nos vamos a otra parte.
—Como quieras —dijo ella.
La chica se acercó con las bebidas. Myers
pago. Brindaron. Myers la miraba
?jamente.
—Carl te manda saludos —dijo ella. Myers
asintió con la cabeza.
Paula bebió unos sorbos de whisky.
—¿Cómo te ha ido el día? Myers se encogió
de hombros.
—¿Qué has hecho? —dijo ella.
—Nada —dijo él—. He pasado la aspiradora.
Paula le tocó la mano.
—Todo el mundo me ha dicho que te salude de
su parte. Se terminaron el whisky.
—Tengo una idea —dijo ella—. ¿Por qué no
pasamos un rato a ver a los Morgan? Todavía no los conocemos, santo cielo, y ya
hace meses que han vuelto. Podríamos pasar por su casa a saludarles: «Hola,
somos los Myers.» Además nos mandaron una postal. Nos decían que pasáramos a
verlos en vacaciones. Nos invitaron. No quiero ir a casa —dijo por último, y
buscó un cigarrillo en su bolso.
Myers recordó haber encendido la estufa y
apagado las luces antes de salir. Y luego pensó en los copos de nieve que
cruzaban despacio por la ventana.
—¿Y que me dices de aquella carta
insultante diciéndonos que les habían contado que teníamos un gato en la case?
—dijo Myers.
—Se habrán olvidado ya del asunto —dijo
ella—. De todos modos, no era nada grave. ¡Oh, venga, Myers! Vamos a hacerles
una visita.
—Antes tendríamos que llamar… en caso de
que lo hiciéramos —dijo él.
—No —dijo ella—. Es parte del juego.
Vayamos sin llamar. Llegamos y llamamos a la puerta y decimos: «Hola, vivíamos
aquí.» ¿De acuerdo, Myers?
—Creo que antes deberíamos llamar.
—Son vacaciones —dijo ella, levantándose—,
Venga, querido.
Le cogió del brazo y salieron a la nieve.
Sugirió ir en su coche. El de Myers lo recogerían luego. Myers le abrió la
portezuela del conductor y dio la vuelta al coche pare ocupar el otro asiento.
Le invadió una suerte de turbación cuando
vio las ventanas iluminadas, la nieve en el tejado, y la rubia en el camino de
entrada. Las cortinas estaban descorridas, y un árbol de Navidad parpadeaba
hacia ellos desde la ventana.
Se apearon del coche. Myers cogió por el
codo a Paula al pasar por encima de un montón de nieve, y echaron a andar hacia
el porche delantero. Habían avanzado apenas unos pasos cuando un perro de
tupidas greñas salió como un rayo de la esquina del garaje y se echó encima de
Myers.
—Oh, Dios —dijo él, agachándose, reculando,
levantando las manos. Resbaló, con los faldones del abrigo ondeando al aire, y
cayó sobre el césped helado con la certeza aferradora de que el animal
arremetería contra su garganta. El perro gruñó una vez y se puso a olisquearle
el abrigo.
Paula cogió un puñado de nieve y lo lanzó
contra el perro. La luz del porche se encendió, se abrió la puerta y un hombre
gritó:
—¡Buzzy!
Myers se levantó del suelo y se sacudió la
nieve de la ropa.
—¿Qué pasa? —dijo el hombre desde el
umbral—. ¿Quien es? Buzzy, ven aquí, muchacho. ¡Ven aquí!
—Somos los Myers —dijo Paula—. Venimos a
desearles feliz Navidad.
—¿Los Myers? —dijo el hombre del umbral—.
¡Fuera de aquí, Buzzy! Vete al garaje. ¡Vamos, vamos! Son los Myers —le dijo
luego a la mujer que estaba a su espalda tratando de mirar por encima de su
hombro.
—Los Myers —dijo la mujer—. Bueno, diles
que pasen. Invítales a pasar, por el amor de Dios. Salió al porche y dijo—:
Entren, por favor. Hace un frío que pela. Soy Hilda Morgan, y éste es Edgar.
Mucho gusto en conocerles. Entren, por favor.
Se dieron un rápido apretón de manos en el
porche. Myers y Paula pasaron al interior y Morgan cerró la puerta.
—Déjenme los abrigos. Quítenselos, por
favor —dijo Edgar Morgan—. ¿Está usted bien? —le dijo a Myers, mirándole
atentamente. Myers asintió con la cabeza—. Sabía que ese perro estaba loco,
pero nunca había hecho nada parecido. Lo he visto todo. Estaba mirando por la
ventana en ese preciso instante.
El comentario le sonó extraño a Myers, y
miró al dueño de la casa. Edgar Morgan era un cuarentón casi calvo del todo;
llevaba unos pantalones y un suéter, y unas zapatillas de piel.
—Se llama Buzzy —declaró Hilda Morgan, e
hizo una mueca—. Es el perro de Edgar. Yo me niego a tener un perro en casa,
pero Edgar compró este animal y prometió tenerlo siempre fuera.
—Duerme en el garaje —dijo Edgar Morgan—.
No hace más que pedir que le dejen entrar, pero no podemos permitírselo, ya
entienden. —Morgan soltó una risita—. Pero siéntense, siéntense. Si es que
encuentran dónde en todo este desorden. Hilda, cariño, quita alguna cosa del
sofá pare que Mr. y Mrs. Myers puedan sentarse.
Hilda Morgan retiró del sofá paquetes,
papeles de envolver, unas tijeras, una caja de cintas, lazos… Lo puso todo en
el suelo.
Myers reparo en que Morgan le miraba de
nuevo ?jamente, y esta vez sin sonreír. Paula dijo:
—Myers, tienes algo en el pelo, cariño.
Myers se pasó la mano por detrás de la
cabeza y se quitó una ramita y se la metió en el bolsillo.
—Ese perro… —dijo Morgan, y volvió a reír—.
Estábamos tomándonos un ponche caliente y envolviendo unos regalos de última
hora. ¿Quieren que hagamos un brindis por las ?estas? ¿Qué quieren tomar?
Cualquier cosa —dijo Paula.
Cualquier cosa —dijo Myers—. No quisiéramos
molestar.
—Tonterías —dijo Morgan—. Sentíamos… mucha
curiosidad por ustedes, los Myers. ¿Tomará un ponche, Mr. Myers?
—Muy bien —dijo Myers.
—¿Y Mrs. Myers? —dijo Morgan. Paula asintió
con la cabeza.
—Dos porches, entonces —dijo Morgan—.
Cariño, nosotros también ¿verdad? —le dijo a su mujer—. La ocasión lo exige.
Cogió la taza de su esposa y fue a la cocina. Myers oyó cerrarse de golpe la
puerta de un armario y luego una palabra ahogada que sonó como un juramento.
Myers pestañeó. Miró a Hilda Morgan, que se estaba acomodando en una silla, a
un costado del sofá.
—Siéntense aquí, los dos —dijo Hilda
Morgan. Dio unos golpecitos en el brazo del sofá—. Aquí, junto al fuego. Mr.
Morgan lo atizará en cuanto vuelva—. Se sentaron. Hilda Morgan enlazó las manos
sobre el regazo y se inclinó un poco hacia adelante, estudiando la cara de
Myers.
La sala seguía como Myers la recordaba, con
excepción de tres pequeñas litografías enmarcadas que colgaban de la pared, a
espaldas de Mrs. Morgan. En una de ellas, un hombre con levita y chaleco se
tocaba ligeramente el sombrero delante de unas señoritas con sombrillas. Eso
ocurría en un lugar con gran afluencia de gente y caballos y carruajes.
—¿Qué les pareció Alemania? —dijo Paula.
Estaba sentada en el borde del sofá, con el bolso sobre las rodillas.
—Nos encantó Alemania —dijo Edgar Morgan,
que volvía en aquel momento de la cocina con una bandeja con cuatro grandes
tazas. Myers reconoció las tazas.
—¿Ha estado usted en Alemania, Mrs. Myers?
—preguntó Morgan.
—Queremos ir —dijo Paula—. ¿No es cierto,
Myers? Quizá el año que viene, el verano que viene. O el otro. En cuanto
vayamos algo más sobrados de dinero. Quizás en cuanto Myers venda algo. Myers
escribe.
—Pienso que un viaje a Europa le vendría
muy bien a un escritor —dijo Edgar Morgan. Puso las tazas sobre unos
posavasos—. Por favor, sírvanse. —Se sentó en una silla, enfrente de su esposa,
y miró a Myers—. Decía en la carta que había dejado su empleo pare escribir.
—Cierto —dijo Myers, y bebió un sorbo de
ponche.
—Escribe algo casi todos los días —dijo
Paula.
—¿De veras? —dijo Morgan—. Sorprendente. ¿Y
qué ha escrito hoy, si me permite la pregunta?
—Nada —dijo Myers.
—Estamos en fiestas —dijo Paula.
—Estará orgullosa de él, Mrs. Myers —dijo
Hilda Morgan.
—Lo estoy —dijo Paula.
—Me alegro por usted —dijo Hilda Morgan.
—El otro día oí algo que quizá pueda
interesarle —dijo Edgar Morgan. Sacó tabaco y empezó a llenar la pipa. Myers
encendió un cigarrillo y miró a su alrededor en busca de un cenicero; luego
dejó caer la cerilla detrás del sofá.
—Es una historia horrible, en realidad. Pero
tal vez le sirva, Mr. Myers. —Morgan encendió una cerilla y se dio fuego a la
pipa—. El granito de arena y todo eso, ya sabe
—dijo Morgan, y se echó a reír y sacudió la
cerilla—. El tipo era de mi edad, poco más o menos. Durante un par de años fue
colega mío. Nos conocíamos un poco, y teníamos buenos amigos comunes. Un día se
marchó, aceptó un puesto allá en la universidad del estado. Bien, ya sabe lo
que sucede a veces… El tipo tuvo un idilio con una de sus alumnas.
Mrs. Morgan emitió un ruido de desaprobación
con la lengua. Cogió un pequeño paquete envuelto en papel verde y se puso a
pegarle encima un lazo rojo.
—Según se cuenta, fue un idilio ardiente
que duró varios meses —siguió Morgan—
. Hasta hace muy poco, de hecho. Hasta la
semana pasada, para ser exactos. Esa noche le comunicó a su esposa, con la que
llevaba veinte años, que quería el divorcio. Imagine cómo se lo tuvo que tomar
la pobre mujer, al oír aquello de buenas a primeras, como quien dice. Se
organizó una buena trifulca. Metió baza toda la familia. La mujer le ordenó que
se fuera inmediatamente. Pero cuando el hombre estaba a punto de irse, su hijo
le tiró una lata de sopa de tomate que le alcanzó en la frente. El golpe le
produjo una conmoción cerebral, y le mandaron al hospital. Y su estado es
grave.
Morgan dio unas chupadas a su pipa y
observó a Myers.
—Jamás había oído nada parecido—dijo Mrs.
Morgan—. Edgar, es repugnante.
—Es horrible —dijo Paula. Myers se sonrió
burlonamente.
—Ahí tiene materia para un cuento, Mr.
Myers —dijo Morgan, captando su sonrisa y entrecerrando los ojos—. Piense en la
historia que podría usted urdir si lograra penetrar en la cabeza de ese hombre.
—O en la de ella —dijo Mrs. Morgan—. En la
de la mujer. Piense en su historia. Ser engañada de tal modo después de veinte
años de matrimonio. Piense en como se tuvo que sentir.
—Pero imaginen por lo que está pasando el
pobre chico —dijo Paula—.
Imagínenlo. Un hijo que por poco mata a su
padre.
—Sí, todo eso es cierto —dijo Morgan—. Pero
hay algo a lo que creo que ninguno ha prestado atención. Piensen un momento en
lo que voy a decir. ¿Me escucha, Mr. Myers? Dígame lo que opina de esto.
Póngase en el lugar de esa alumna de dieciocho años que se enamora de un hombre
casado. Piense en ella unos instantes, y verá las posibilidades que tiene esa
historia.
Morgan asintió con la cabeza y se echo
hacia atrás en la silla con expresión satisfecha.
—Me temo que no siento por ella la menor
simpatía —dijo Mrs. Morgan—. Imagino la clase de chica que es. Ya sabemos cómo
son, esas jovencitas que echan el anzuelo a hombres mayores. Y él tampoco me
inspira ninguna simpatía. El, el hombre, el don Juan; no, ninguna simpatía. Me
temo que mis simpatías, en este caso, son sodas pare la mujer y el hijo.
—Haría falta un Tolstoi para contar la
historia, para contarla bien —dijo Morgan—.
Un Tolstoi, ni más ni menos. El ponche aún
está caliente, Mr. Myers.
—Tenemos que irnos —dijo Myers. Se levantó
y tiró la colilla al fuego.
—No se vayan todavía —dijo Mrs. Morgan—.
Aún no hemos tenido tiempo de conocernos. No saben cuánto hemos… especulado
acerca de ustedes. Ahora nos hemos reunido al fin. Quédense un rato más Ha sido
una sorpresa agradable.
—Le agradecemos la postal y la nota —dijo
Paula.
—¿La postal? —dijo Mr. Morgan. Myers tomó
asiento.
—Nosotros decidimos no mandar ninguna
postal este año —dijo Paula—. No me puse cuando debía, y nos pareció que no
valía la pena hacerlo en el último momento.
—¿Tomará otro ponche, Mrs. Myers? —dijo
Morgan, de pie ante ella, con la mano en su taza—. Servirá de ejemplo para su
esposo.
—Estaba muy bueno —dijo Paula—. Hace entrar
en calor.
—Muy bien —dijo Morgan—. Te hace entrar en
calor. Exacto. Cariño, ¿has oído a Mrs. Myers? Te hace entrar en calor.
Estupendo. ¿Mr. Myers? —dijo Morgan, y aguardó—. ¿Nos acompañará también?
—De acuerdo —dijo Myers, y dejó que Morgan
recogiera su taza. El perro empezó a gimotear y a arañar la puerta.
—Ese perro… No sé qué mosca le ha picado
—dijo Morgan. Fue a la cocina, y esta vez Myers oyó claramente como Morgan
maldecía al dar con la olla de hervir el agua contra uno de los quemadores.
Mrs. Morgan se puso a tararear una melodía.
Cogió un paquete a medio envolver, cortó un trozo de cinta adhesiva y empezó a
pegar el envoltorio.
Myers encendió un cigarrillo. Dejo la
cerilla en su posavasos. Miró el reloj. Mrs. Morgan levantó la cabeza.
—Me parece que están cantando —dijo. Se
quedó quieta, escuchando. Se levantó de la silla y fue hasta la ventana de la
sala—. ¡están cantando! ¡Edgar! —llamó.
Myers y Paula se acercaron a la ventana.
—Llevo años sin ver a esos grupos que
cantan villancicos —dijo Mrs. Morgan.
—¿Qué pasa? —dijo Morgan. Traía la bandeja
con las tazas—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo?
—Nada, cariño. Que cantan villancicos. Allí
están, míralos. En la acera de enfrente
—dijo Mrs. Morgan.
—Mrs. Myers —dijo Morgan acercando la
bandeja—. Mr. Myers. Cariño…
—Gracias —dijo Paula.
—Muchas gracias□ —dijo Myers.
Morgan dejó la bandeja en la mesa y volvió
a la ventana con su taza. Unos chiquillos se habían agrupado en el paseo,
delante de la casa de enfrente. Eran chicos y chicas pequeños y un muchacho
algo mayor y más alto con bufanda y abrigo. Myers vio las caras en la ventana
de la casa de enfrente —la de los Ardrey—, y cuando terminaron de cantar sus
villancicos, Jack Ardrey salió a la puerta y le dio algo al chico mayor. El
grupo siguió por la acera, haciendo fluctuar las linternas en la oscuridad, y
se detuvo frente a otra casa.
—No van a pasar por aquí —dijo Mrs. Morgan
al rato.
—¿Que? ¿Por qué no van a venir a nuestra
casa? —dijo Morgan, y se volvió a su mujer—. ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué no
van a pasar por aquí?
—Sé que no van a hacerlo —dijo Mrs. Morgan.
—Y yo digo que sí —dijo Morgan—. Mrs.
Myers, ¿van a pasar esos chicos por aquí o no? ¿Qué dice usted? ¿Volverán para
bendecir esta casa? Lo dejaremos en sus manos.
Paula se pegó al cristal de la ventana.
Pero el grupo se alejaba ya por la acera en dirección contraria. Y Paula guardó
silencio.
—Bien de nuevo los ánimos calmados —dijo
Morgan, y fue a sentarse en su silla.
Frunció el ceño y se puso a llenar la pipa.
Myers y Paula volvieron al sillón. Mrs.
Morgan se retiró al fi?n de la ventana. Se sentó. Sonrió y miró dentro de su
taza. Luego dejó la taza sobre la mesa y se echó a llorar.
Morgan le tendió un pañuelo. Miró a Myers.
Instantes después Morgan se puso a tamborilear con la mano en el brazo del
sillón. Myers movió los pies. Paula buscó en su bolso un cigarrillo.
—¿Ves lo que has hecho? —dijo Morgan,
fijando los ojos en algo que había sobre la alfombra, junto al pie de Myers.
Myers hizo acopio de ánimo para levantarse.
—Edgar, sírveles otra bebida —dijo Mrs.
Morgan mientras se pasaba la mano por los ojos. Utilizó el pañuelo para
sonarse—. Quiero que oigan lo de Mrs. Attenborough. Mr Myers es escritor. Creo
que la historia podría interesarle. Esperaremos a que vuelvas para contarla.
Morgan retiró las tazas. Las llevó a la
cocina. Myers oyó un estrépito de platos, de puertas de armario que se
cerraban. Mrs. Morgan miró a Myers y esbozó una leve sonrisa.
—Tenemos que irnos —dijo Myers—. Tenemos
que irnos. Paula, coge el abrigo.
—No, no. Insistimos, Mr. Myers —dijo Mrs.
Morgan—. Queremos que oiga lo de Mrs. Attenborough, la pobre Mrs. Attenborough.
También a usted le interesará, Mrs. Myers. Tendrá ocasión de ver cómo la mente
de su marido se pone a trabajar sobre un material en bruto.
Morgan volvió de la cocina y distribuyó las
tazas de ponche. Y se sentó en seguida.
—Cuéntales lo de Mrs. Attenborough, cariño
—dijo Mrs. Morgan.
—Ese perro por poco me arranca la pierna
—dijo Myers, y se asombró al instante de sus propias palabras. Dejó la taza
encima de la mesa.
—Oh, vamos, no fue para tanto —dijo
Morgan—. Lo vi todo.
—Los escritores, ya se sabe—le dijo a Paula
Mrs, Morgan—. Les encanta exagerar.
—El poder de la pluma y todo eso —dijo
Morgan.
—Eso es —dijo Mrs. Morgan—. Convierta su
pluma en reja de arado, Mr. Myers.
—Que sea Mrs. Morgan quien cuente lo de
Mrs. Attenborough —dijo Morgan, sin hacer el menor caso a Myers, que se ponía
en pie en aquel momento—. Mrs. Morgan tuvo que ver directamente en el asunto.
Yo ya he contado lo del tipo descalabrado por una lata de sopa. —Morgan soltó
una risita—. Dejaremos que esto lo cuente Mrs. Morgan.
—Cuéntalo tu, querido. Y usted, Mr. Myers,
escuche con atención —dijo Mrs.
Morgan.
—Nos tenemos que ir —dijo Myers—. Paula,
vámonos.
—Qué sinceridad la suya —dijo Mrs. Morgan.
—Sí, exacto —dijo Myers. Luego dijo—:
Paula, ¿vienes?
—Quiero que escuchen la historia —dijo
Morgan, alzando la voz—. Ofenderá usted a Mrs. Morgan, nos ofenderá a los dos
si no la escucha. —Morgan apretó la pipa entre los dedos.
—Myers, por favor —dijo, inquieta, Paula—.
Quiero oírla. Y luego nos vamos.
¿Myers? Por favor, cariño, siéntate un
minuto.
Myers la miró. Paula movió los dedos, como
haciéndole una seña. Myers vaciló, y al cabo se sentó a su lado.
Mrs. Morgan comenzó:
—Una tarde, en Munich, Edgar y yo fuimos al
Dortmunder Museum. Había una exposición sobre la Bauhaus aquel otoño, y Edgar
dijo que al diablo con todo, que nos tomáramos el día libre. Estaba con sus
trabajos de investigación, ya saben, y dijo que al diablo, que nos tomábamos el
día libre. Cogimos un tranvía y atravesamos Munich hasta llegar al museo.
Dedicamos varias horas a ver la exposición y a visitar de nuevo algunas de las
salas de pintura, en homenaje a algunos grandes maestros por los que Edgar y yo
sentimos una especial devoción. Justo antes de marcharnos, entré en el aseo de
señoras. Y me dejé el bolso. Dentro llevaba el cheque mensual de Edgar que nos
acababa de llegar de los Estados Unidos el día anterior, y ciento veinte
dólares en metálico que íbamos a ingresar junto con el cheque. También llevaba
mi carnet de identidad. No eché a faltar el bolso hasta llegar a casa. Edgar
llamó inmediatamente al museo. Hablaba con la dirección cuando vi que un taxi
se paraba ante nuestra casa. Se apeó una mujer bien vestida, de pelo blanco.
Era una mujer corpulenta, y llevaba dos bolsos. Avisé a Edgar y fui a la
puerta. La mujer se presentó como Mrs. Attenborough, me entregó el bolso y
explicó que también ella había estado en el museo aquella tarde, y que estando en
el aseo de señoras había visto el bolso en la papelera. Como es lógico, lo
había abierto para averiguar quién era la propietaria. Y encontró el carnet de
identidad y lo demás, donde figuraba nuestra dirección en Munich. Dejó
inmediatamente el museo y cogió un taxi para entregar el bolso personalmente.
El cheque de Edgar seguía allí, pero no el dinero, los ciento veinte dólares.
Me sentí, no obstante, muy agradecida por haber recuperado lo demás. Eran casi
las cuatro, y le pedimos a la mujer que se quedara a tomar el té. Se sentó, y
al poco empezó a contarnos cosas de su vida. Había nacido y se había criado en
Australia, se había casado joven, había tenido tres hijos —todos varones—,
había enviudado y seguía viviendo en Australia con dos de sus hijos. Criaban
ovejas y poseían mas de veinte mil acres de tierra para pastos, y en ciertas
épocas del año empleaban a multitud de pastores y esquiladores. Estaba de paso
en Munich camino de Australia, y venía de Inglaterra de visitar a su hijo
menor, que era abogado. Volvía a Australia cuando la conocimos —dijo Mrs.
Morgan—. Y aprovechaba la ocasión para ver algo de mundo. Le quedaban aún
muchos lugares por visitar.
—Ve al grano, querida —dijo Morgan.
—Sí. Y esto es lo que sucedió entonces, Mr.
Myers. Iré directamente al clímax, como dicen ustedes los escritores. De
pronto, después de una agradable charla como de una hora, después de que
aquella mujer nos hubiera hablado de su vida y de su existencia aventurera en
las antípodas, se levantó para irse. Estaba pasándome la taza cuando la boca se
le quedó completamente abierta, se le cayó la taza al suelo y se desplomó sobre
el sofá, muerta. Muerta. Allí, en nuestra sala de estar. Fue el momento más
terrible de toda nuestra vida.
Morgan asintió con gesto solemne.
—Dios —dijo Paula.
—El destino la envió a morir en el sofá de
nuestra sala, en Alemania —dijo Mrs.
Morgan.
Myers se echó a reír.
—¿El destino… la envió… a… morir… en su…
sala? —consiguió decir con voz entrecortada.
—¿Le parece gracioso, señor? —dijo Morgan—.
¿Lo encuentra divertido?
Myers asintió con la cabeza. Siguió riendo.
Se enjugó los ojos con la manga de la camisa.
—Lo siento de veras —dijo—. No puedo
evitarlo. Esa frase: El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en
Alemania… Lo siento. ¿Y que pasó después? — consiguió decir—. Me gustaría saber
lo que ocurrió después.
—No sabíamos qué hacer, Mr. Myers —dijo
Mrs. Morgan—. La conmoción fue terrible. Edgar le tomó el pulso, pero no
detectó señal alguna de vida. Incluso había empezado a cambiar de color. La
cara y las manos se le estaban volviendo grises. Edgar fue al teléfono a llamar
a alguien. Luego dijo: «Abre el bolso, a ver si averiguas dónde se hospeda.»
Evitando en todo momento mirar el cadáver de aquella desdichada, cogí el bolso.
Imaginen mi total sorpresa y desconcierto, mi absoluto desconcierto, cuando lo
primero que vi dentro del bolso fue mis ciento veinte dólares, aún sujetos por
el clip. Nunca en mi vida me había sentido tan perpleja.
—Y decepcionada —dijo Morgan—. No te
olvides de eso. Fue una profunda decepción.
Myers dejó escapar unas risitas.
—Si fuera usted un escritor de verdad, como
afirma, Mr. Myers, no se reiría —dijo Morgan, poniéndose en pie—. ¡No osaría
reírse! Trataría de entender. Sondearía en las profundidades del corazón de
aquella pobre mujer y trataría de entender. ¡Pero usted no tiene nada de
escritor, señor!
Myers siguió riendo.
Morgan dio un puñetazo en la mesita, y las
tazas se tambalearon sobre los posavasos.
—La historia que importa está aquí, en esta
casa, en esta misma sala, ¡y ya es hora de que se cuente! La historia que
importa esta aquí, Mr. Myers —dijo Morgan. Se paseó de un lado a otro sobre el
brillante papel de envolver, que se había desenrollado y extendido por la
alfombra. Se detuvo para mirar airadamente a Myers, que se agarraba la frente
sacudido por las carcajadas.
—¡Considere la hipótesis siguiente, Mr.
Myers! —gritó Morgan—. ¡Considérela! Un amigo, llamémosle Mr. X, tiene amistad
con… con Mr. Y y Mrs. Y, y también con Mr. y Mrs. Z. Los Y y los Z no se conocen,
por desgracia. Y digo por desgracia porque de haberse conocido, esta historia
no podría contarse porque jamás habría sucedido. Bien, Mr. X se entera de que
Mr. y Mrs. Y van a pasar un año en Alemania y necesitan a alguien que ocupe la
casa durante ese tiempo. Los Z están buscando alojamiento, y Mr. X les dice que
sabe del sitio adecuado. Pero antes de que Mr. X pueda poner en contacto a los
Z con los Y, los Y tienen que salir para Alemania antes de lo previsto. Mr. X,
debido a su amistad queda a cargo de alquilar la casa a quien estime conveniente, incluidos a los señores Y,
quiero decir Z. Pues bien, los… Z se mudan a la casa y se llevan con ellos a un
gato, del cual los Y tienen noticia mas tarde por el propio Mr. X. Los Z meten
el gato en la case pese a los términos del contrato de arrendamiento, que
prohíben expresamente que en la casa habiten gatos u otros animales a causa del
asma de Mrs. Y. La genuina historia, Mr. Myers, está en la situación que acabo
de describir Mr. y Mrs. Z… quiero decir Y se mudan a la case de los Z, invaden,
a decir verdad, la casa de los Z. Dormir en la cama de los Z es una cosa, pero
abrir el ropero particular de los Z y usar su ropa blanca, destrozando todo lo
que encontraron dentro, eso iba en contra del espíritu y la letra del contrato.
Y esta misma pareja, los Z, abrieron cajas de utensilios de cocina en los que
ponía «No abrir». Y rompieron piezas de la vajilla pese a que en el contrato
constaba expresamente, expresamente, que los inquilinos no debían utilizar las pertenencias
de los propietarios, las cosas personales, y hago hincapié en lo de
«personales», de los Z.
Morgan tenía los labios blancos. Siguió
paseándose de aquí para allá encima del papel de envolver, deteniéndose de
cuando en cuando para mirar a Myers y lanzar ligeros soplidos por la boca.
—Y las cosas del baño, querido. No olvides
las cosas del baño —dijo Mrs. Morgan—. Ya es falta de tacto utilizar las mantas
y sábanas de los Z, pero si encima entran a saco en el cuarto de Baño y siguen
con otras cosas privadas almacenadas en el desván, eso es pasarse de la raya.
—Ahí tiene la autentica historia, Mr. Myers
—dijo Morgan. Trató de llenar la pipa, pero le temblaban las manos, y el tabaco
cayó y se esparció por la alfombra—. Esa es la historia verídica aún por
escribir y que merece ser escrita.
—Y no necesita un Tolstoi pare escribirla
—dijo Mrs. Morgan.
—No, no se necesita un Tolstoi —dijo
Morgan.
Myers reía. El y Paula se levantaron del
sofá a un tiempo, y se dirigieron hacia la puerta.
—Buenas noches —dijo Myers con regocijo.
Morgan estaba a su espalda.
—Si usted fuera un escritor de verdad,
señor, convertiría esta historia en palabras y no se haría tanto el sueco al
respecto.
Myers se limitó a reír de nuevo. Tocó el
pomo de la puerta.
—Y otra cosa —dijo Morgan—. No tenía
intención de sacarlo a relucir, pero, a la vista de su comportamiento de esta
noche, quiero decirle que he echado en falta mis dos volúmenes de Jazz at the
Philharmonic. Eran unos discos de gran valor sentimental para mí. Los compré en
1955. ¡Y ahora insisto en que me diga qué ha sido de ellos!
—Para ser justos, Edgar —dijo Mrs. Morgan
mientras ayudaba a Paula a ponerse el abrigo, después de hacer inventario de
los discos, admitiste que no podías recordar cuándo habías visto por última vez
esos discos.
—Pero ahora estoy seguro —dijo Morgan—.
Tengo la certeza de que los vi antes de irnos a Alemania, y ahora, ahora quiero
que este escritor me diga exactamente cuál es su paradero. ¿Mr. Myers?
Pero Myers estaba ya fuera de la casa, y,
con Paula de la mano, se apresuraba hacia el coche. Sorprendieron a Buzzy. El
perro soltó un gañido, al parecer de miedo, y se apartó hacia un lado de un
brinco.
—¡Insisto en saberlo! —gritó Morgan a sus
espaldas. ¡Estoy esperando, señor! Myers dejó a Paula en su asiento, se puso al
volante y puso el coche en marcha.
Volvió a mirar a la pareja del porche. Mrs.
Morgan saludó con la mano, y luego ambos se volvieron y entraron en la casa y
cerraron la puerta.
Myers arrancó y se aparto del bordillo.
—Esta gente está loca —dijo Paula. Myers le
dio unas palmaditas en la mano.
—Daban miedo —dijo Paula.
Myers no contestó. Le dio la impresión de
que la voz de Paula le llegaba de muy lejos. Siguió conduciendo. La nieve
golpeaba contra el parabrisas. Siguió silencioso, mirando la carretera. Se
hallaba en el final mismo de una historia.
Raymond Carver
De ¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR
FAVOR? (1976)