El viento distante
En un extremo de la barraca el hombre fuma,
mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y
él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es
densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la
feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo,
lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días,
en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y
los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de
nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea.
En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que
subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo,
las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones
once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí
toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba
el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril
infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las
palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía
el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y
Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la
puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz
niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus
mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su
boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado
estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos
vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que
muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a
través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los
pies del cazador'
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras
nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un
ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario,
la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan
simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero
juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las
tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos
hablado del domingo en la feria.
El hombre toma en brazos a la tortuga para
extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa
cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del
agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el
caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería
que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende
otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga
comienza su relato.
José Emilio Pacheco (1963)
José Emilio Pacheco: nació
en
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