DOS LAGRIMAS DEL MAR
-¡Qué día más divino!
Exclamó Carmen y
sin embargo se puso a llorar. Iba a cumplir
al día siguiente 66 años de edad y estaba sola en el mundo. Ya hasta el
último hombre que había amado no estaba
con ella.
Caminó por la
playa del balneario Flamenco,
Chile, y una joven gaviota desplegó toda
la energía de su cuerpo para batir sus alas y encumbrar un raudo vuelo tras los
peces.
Sintió envidia de
la hermosa ave, pues ya no tenía los 36 años, edad que tanto echaba de menos,
cuando en esa mismas aguas, de olas
suaves, se bañaba con su enamorado, el hombre que más la amó y se juramentaron
ante Dios- que creyeron ver en las nubes de la tarde- que ese amor jamás
terminaría.
Estaba
inmensamente triste, porque ese amor tan grande no supo cuidarlo y ese hombre,
anotó en su libro de penas que fue la
mujer que más amó. Separados entre el orgullo y el dolor, vinieron los años
crueles, donde el cuerpo también se convierte en otoño y arrojó lentamente las
hojas de su belleza y las reemplazó por
las arrugas, un abdomen que creció, achaques de presión, dolor de huesos y
otras cosas malditas, que terminaron con su menuda y hermosa figura.
- ¡Dios mío, qué lindo fue el ayer!...
Ahora pensaba
mucho más en el Padre del Nazareno, a quien había abandonado en los
años hermosos de su vida. Continuó caminando, la tibieza suave de las olas
mojaban sus pies. Reflexionaba sobre lo malo que fue haber favorecido su
vanidad, antes que las cosas del alma y de haberse convencido que la belleza
joven no se terminaría jamás. Tenía ira hasta con el mar porque ese día estaba
más bello que nunca.
La playa, pese a
ser día de estío y cálida, curiosamente estaba casi vacía. Sólo dos niños
jugando en la construcción de un castillo de arena, Uno de ellos la llamó cariñosamente tía. En tanto, un
joven rubio y apuesto, de ojos claros, se paseaba en short de baño por la
playa. El la miró con dulzura:
- ¡Buenas tardes, señora!
El muchacho, que
tenía un aire distinguido, todos los
días la miraba con cariño y ella no podía entender exactamente por qué. Sabía que no era un enamorado, lo presentía,
menos de ella. Advertía que algo tenía en su interior que lo hacía más diáfano,
comparado con otros más vulgares con los
que se encontraba otras veces. En tanto añoraba, el sol hacía su trabajo en el
horizonte y se llevaba a reposar el largo día.
-Buena hora para nadar –
se dijo la mujer.
Y luego,
maldiciendo la soledad de su vida, viejo vicio el de maldecir que ella tenía,
realmente pensó que lo mejor para la psiquis era darse un baño en el océano en
el atardecer y luego, aplicar esas técnicas de relajación que tanto dominaba.
Estimó que de esa forma sus penas tal vez podrían irse en el velero del
atardecer.
Nadó, como lo
sabía hacer desde niña, bien y con estilo…
Se sintió joven y
hasta soñó con ese viejo y hermoso verano, lleno de romance, de besos, de
pasión y hubo un cóctel maravilloso entre la sal húmeda que afloró de sus ojos
y la que traía las olas. Aunque lloraba, sonreía de felicidad.
Y nadó lejos,
cada vez más emocionada con el raconto de ese especial romance. Sin embargo,
una corriente marina traicionera la llevó lejos de la playa y sus cansados músculos no fueron capaces de
soportar la tensión y el esfuerzo que exigía la emergencia. Una de sus piernas
se acalambró y al procurar aliviar el dolor se hundía. Con un esfuerzo supremo
gritó:
-¡Socorro, que me ahogo!
Sin embargo
¿quién la iba a escuchar? Ya no podía nadar y sólo uno de sus brazos que
emergía, como un Titanic, indicó que se iba al fondo del mar. Tragó agua, se
llenó de miedos y asimiló con pavor que comenzaba a morir.
-¡Perdóname, Dios mío! – decía en letanía mientras su
cuerpo se iba al fondo del mar.
Desesperada y casi inconsciente sintió que dos manos la
tomaron de la cintura hasta emerger.
-¡Tranquila señora, yo la salvaré!
El hombre,
lentamente, aunque con seguridad, la
llevó a la orilla de la playa. Fue una maniobra de 10 minutos. Una vez en la
arena, la recostó, le hizo respiración boca a boca y le aplicó otras técnicas
de salvamento que conocía. Los niños del castillo de arena habían corrido en
busca de ayuda, la que llegó prontamente en una camioneta de la Marina de
Chile. Cuando éstos llegaron Carmen volvía lentamente a la vida. La cubrieron
con una frazada, le pusieron en una camilla y la llevaron al Hospital del puerto
más cercano, Chañaral. El hombre que la había salvado, era el apuesto joven de
25 años, que dio gracias a los marinos y partió con rumbo desconocido.
Carmen, en la
Sala de Urgencia volvió definitivamente a la vida y dos días más tarde,
caminaba por la misma playa en busca de su salvador. La artesanía era uno de sus hobbies y le llevaba un hermoso regalo. Tuvo suerte,
allí estaba, con los niños del castillo de arena, él también ayudándolos, como
un pequeño más. Al verla se puso de pie.
-Señora, que gusto verla repuesta.
Y ella sacó sus
sentimientos lindos, esos que nunca debió dejar de lado en la vida. Lo abrazó,
lloró, le dio las gracias, le entregó el regalo y le dijo que le invitaba a su
casa de veraneo a comer esa noche.
¡Qué emoción!, pero cuánto lamento decirle que no puedo
ir!
¿Por qué no?
Entonces, ¿quién eres?, para poder agradecerte toda la vida.
¡Soy tu hijo,
mamita!... Soy aquel pequeño al que no dejaste nacer por el qué dirán y porque
iba arruinar un poco tu bello cuerpo, cuando tenías 36 años. Recuerdas, mamita,
yo era iba a ser hijo del amor y estaba extasiado en tu vientre…Papá te rogó
mucho por mi existencia y sin embargo pagaste en una clínica para que yo no
viviera.
Pagaste por mi
muerte, pero a pesar de todo y perdona que me quiebre, ¡te extrañaba, mamita!
Viví muchas semanas en tu vientre con la ilusión de nacer… Tú no quisiste que
yo viviera. Yo quiero que tú vivas y anhelo que el amor, todos los días toque
tu corazón. ¡Te amo, mamá!
Se habían
separado del abrazo y al joven rubio, que le tenía tomada las manos, se le
descolgaron dos lágrimas que fueron como cristales. Carmen no sabía si gritar,
llorar o pedir perdón. Su salvador, le soltó las manos. Luego, con su
regalo y los pies descalzos corrió por
la playa y a plena luz del atardecer, teniendo también como testigo a los dos
niños, se comenzó a esfumar a pocos metros de ellos, convirtiéndose en parte de
la espuma del mar.
Carmen se sentó en
la arena y rompió a llorar.
Pedro Serazzi
(Chañaral, Chile)
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