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23 de noviembre de 2023

Instantáneas de Victoria Ocampo, Manuel Mujica Lainez


Instantáneas de Victoria Ocampo, Manuel Mujica Lainez
 

Siempre (hasta cuando el largo tiempo de amistad transcurrido estableció entre nosotros una intimidad maravillosa) ejerció sobre mi la misma fascinación y provocó la misma sorpresa encantada, En cada oportunidad, al encontrarla, al verla, me conmovió como si fuese la primera vez.
Entraba en el teatro Colón, echado sobre los hombros el abrigo; alzaba los impertinentes hacia los ojos castaños, entrecortados, esplendidos, de repente se llevaba una mano a la piel de visón, se iluminaba, sonreía, porque había reconocido a alguno.
Yo la espiaba, quizás desde el fondo de un palco, muy joven, absorto, feliz.
Presidía, otras tardes, la mesa del comedor, en San Isidro, junto a ella, su hermana Angélica, la inseparable, servía el te. Victoria ponderaba los méritos de una mermelada, del dulce de leche, cortaba una torta, la ofrecía. Probablemente había invitados ilustres. Yo disimulaba mi apocamiento contra los paneles; súbita, me descubría y me llamaba, para que participase
de tanta dulzura crujiente y suave, y yo avanzaba, radiante, hacia la mesa que centraba la platería histórica del abuelo Ocampo.
Su carpa se erguía en la arena marplatense de Sasso o de Mary-pesca. Yo, que nunca fui acuático, acechaba su elástico andar por la playa, metido en un toldo. Victoria emprendía caminatas severas, la capa al viento, ceñida la cabeza por un charnbergo o una boina. Desaparecía en lontananza, y a la hora, de regreso, su silueta familiar recuperaba el contorno, tremolante y segura
como una bandera de capa gris.
Los años corrieron. Estábamos ahora en la embajada de Francia, el día de su Legión de Honor. Íbamos, con Maurois, por los salones, hacia el comedor y su heráldico paño glorioso. Esa noche me dijo que la tutease y a mí se me aceleró el corazón agradecido, como si me hubiesen condecorado también.
Una noche distinta, en el viejo patio de la SADE, en la calle México, bajo las estrellas, recibía yo a los agregados culturales de todos los países. Llegó Victoria, cariñosa y señoril, cercana y remota a un tiempo, y se produjo un silencio en la charla cosmopolita. A pesar de mi tarea, de mis obligaciones, sentí que operaba el invariable hechizo y que se esfumaba el resto, el mundo y su Babel. Me detuve y admiré una perfecta obra de arte: caracoles de perlas le rodeaban las orejas; cruzábanse sobre su pecho los alfanjes de brillantes que evocaban a Lawrence y sostenían un breve y fresco ramo de jazmines de la quinta; la sortija y su zafiro centelleaban en la penumbra. Tan generosamente humana, era sin embargo evidente su jerarquía de mito, de ser aparte.
En la Alianza Francesa de Buenos Aires, frente a una sala que colmaba el público, nosotros dos, solos, en el estrado. Habían anunciado que leeríamos unos trozos de Phèdre: ella en el texto
de Racine, yo en mi traducción castellana. Comenzó Victoria. Era la escena inicial del acto segundo:
Thésée est mort, madame, et vous vous en doutez. . .
Levantóse la voz célebre, y sobre nuestras cabezas pasó como una música, estremeciéndonos. Después me tocó a mi, que tosí, vacilé y empecé tropezando, pero entonces la mano de Victoria,
por debajo de la mesa, asió la mía, la apretó, y mi voz, protegida, se afirmó y fue ascendiendo en la sonora cadencia de los alejandrinos clásicos.
Las instantáneas se confunden. Aquí me presenta, en su soleado jardín por el cual vagan y discurren los huéspedes, a Indira Gandhi, que me da la diestra a besar, o me presenta a Camus,
o a Graham Greene, o a tantos y tantos. Aquí, en el hall de las columnas que los retratos de Pueyrredón flanquean, alguien está disertando, alguien importante; hay quienes toman apuntes;
luego se discutirá. Yo la analizo, oculta, defendida por los anteojos de blanca armazón. Se apoya casualmente en la cabeza de mármol que le hizo un alemán, hacia 1925, y a la cual su capricho le
pone sombreros de paja de Italia y la adorna con amplios pañuelos multicolores.
Otra fotografía; en la Academia, en una solemne recepción pública, me pide que me siente junto a ella y Miguel Ángel Cárcano, bajo el tapiz de Escipión. Mientras aguardamos la apertura de la ceremonia, le murmuro tonterías para hacerla sonreír, pero por lo bajo me llama al orden: posee en grado sumo el sentido de la académica responsabilidad, pues enfrenta doquier las responsabilidades con igual y fervorosa constancia.
Instantáneas. .. Esta se destaca en mi memoria. Nos hemos quedado sin más compañía, en la biblioteca de la planta alta de San Isidro. Crepita el fuego, y desde la repisa nos contemplan las efigies de antiguos escritores ingleses. Insólitamente (¿o mágicamente?) la conversación se torna muy íntima. Le hablo de mi padre y de sus amigos. Victoria se quita las gafas, cierra los párpados y se los acaricia; recuerda. Al irme, su beso habitual, en mi mejilla, se acentúa apenas, como si me transmitiese el afecto de una secreta comunicación.
 
 Sus cartas se multiplicaron desde que tan lejos me vine a vivir. La embromé, en una oportunidad, señalándole que parecíamos dos personajes del siglo XIX: desde una quinta de la barranca del río de la Plata, atisbando al eucalipto que llamó “el amigo de toda la vida”, una señora le escribe, en hojas azules, aun señor encerrado en un caserón de las sierras cordobesas, que por su ventana ve una fila de enormes álamos. Es como si ni el teléfono ni el telégrafo hubiesen sido inventados aún. Esas cartas, tan pródigas, tan útiles, que comentan libros y películas, que narran anécdotas, que me estimulan, que me socorren en los trances difíciles, eran esperadas con fruición. Me acuerdo de una carta de Proust de Mme. de Noailles, en que alude a la letra de la autora de Eblouissements: “Quelle émotíon toujours  subraya — quand j'aperçoIz  le tumulte disciplíné de votre écríture.. .”. La misma emoción me estremece -¡ay! me estremecía— al distinguir sus sobres entre los llegados del correo.
Su correspondencia hubiera permitido graduar, mes a mes y año a año, la dolorosa tenacidad y el crecimiento del mal que la consumió y que pudorosamente escondía, el mal en el que acaso tampoco Victoria se atrevió a creer. De haber sido más lúcido, de no haberla imaginado invencible, quizás inmortal, ya que nada hubo más contradictorio que Victoria Ocampo y la noción, la certidumbre de la muerte, posiblemente me hubiese percatado de la inminencia de su fin. Dejé, dejamos, casi todos, de verla; lo impusieron sus sufrimientos y ¿por qué no? su coquetería. Las noticias que le concernían y que solicitábamos ávidamente, nada concreto nos aclaraban. De tanto en tanto, unas líneas suyas cortas, espaciadísimas, rompían el inquietante silencio. Las últimas que recibí son del 7 de diciembre de 1978 (murió el 27 de enero pasado). Están escritas a máquina y es obvio que las dictó:
Perdón por no escribir ni hablar por teléfono. Las neuralgias no me abandonan. 'Te quiero mucho. ¿Puedo decirte algo más? Amiga incomparable; ¿qué más podías, qué más se puede decir? ¿Qué más podías entregar de ti que esas simples y estupendas palabras? También yo te quise mucho. Eras la dueña de un inmenso caudal de ternura, y a eso lo comprendimos y valoramos unos pocos. Los más sólo captaron la imponente magnificencia de tu exterior de orgullo y de voluntad, sin discernir en él la amparadora máscara de tu timidez. ¿Cómo habrá sido el momento en que dictaste esas palabras finales del 7 de diciembre, con las que, ignorándolo yo, te despedías de mí y quizás de muchos sobre quienes, como sobre mí, volcabas el caudal dadivoso de tu cariño? ¿Cuál habrá sido entonces tu imagen? Nunca lo sabré y por eso no se incorpora a la serie surgida de los párrafos de esta remembranza. Mejor así.
Por lógica y por justicia, los homenajes a Victoria, mujer única, se sucederán, y en ellos los estudiosos y los admiradores expresarán el elogio de sus diversas facetas y la riqueza de su personalidad y de su obra. Hay con el tema para llenar volúmenes, y ciertamente tales volúmenes irán apareciendo. Mi contribución a la cosecha no pasa de la de uno que fue coleccionando imágenes, obtenidas lo mismo bajo el fulgor de las grandes arañas, en las atmósferas suntuosas donde su presencia desplazaba el centro de las habitaciones, que en la cercanía de los hombres famosos, inclinados alrededor de su bello rostro pensativo, o en la media luz de una salita confidencial, o en la áurea vastedad de una playa, 0 en el crepúsculo de un jardín criollo, donde cortaba pausadamente ramas y flores.
La postrera de las instantáneas, la que termina el rollo, se veló. Lo escaso quede ella subsiste es una leyenda que guarda la sencilla clave de su enigma, pues aunque dirigida a uno, así debe
leerse; “Los quiero mucho. ¿Puedo decirles más?”. ¿Pudo decirnos algo más? ¿Pudo concretar más acabadamente, en su adiós, lo que fue su inquietud, su afán de ayudarnos, difundiendo, enseñando, facilitando, desvelándose, queriéndonos? Medito sus palabras, en el vacío de este cuarto al que ya no alegrará el regalo de sus cartas azules; los ojos se me enturbian, y los inmensos, álamos de la Carolina se deshacen, se desflecan, como si fueran hechos también con la pálida sustancia de los recuerdos, hasta que sólo queda, en la bruma de la ventana, como
un pájaro aleteante y ansioso de sobrevivir, el mensaje de amor de Victoria Ocampo.

 
Manuel Mujica Lainez
 
Publicado en Diario La Prensa, 8 de abril de 1979




 

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