Instantáneas de Victoria Ocampo, Manuel Mujica Lainez
Siempre (hasta cuando el largo tiempo de amistad
transcurrido estableció entre nosotros una intimidad maravillosa) ejerció sobre
mi la misma fascinación y provocó la misma sorpresa encantada, En cada
oportunidad, al encontrarla, al verla, me conmovió como si fuese la primera
vez.
Entraba en el teatro Colón, echado sobre los hombros el
abrigo; alzaba los impertinentes hacia los ojos castaños, entrecortados,
esplendidos, de repente se llevaba una mano a la piel de visón, se iluminaba,
sonreía, porque había reconocido a alguno.
Yo la espiaba, quizás desde el fondo de un palco, muy
joven, absorto, feliz.
Presidía, otras tardes, la mesa del comedor, en San
Isidro, junto a ella, su hermana Angélica, la inseparable, servía el te.
Victoria ponderaba los méritos de una mermelada, del dulce de leche, cortaba
una torta, la ofrecía. Probablemente había invitados ilustres. Yo disimulaba mi
apocamiento contra los paneles; súbita, me descubría y me llamaba, para que
participase
de tanta dulzura crujiente y suave, y yo avanzaba,
radiante, hacia la mesa que centraba la platería histórica del abuelo Ocampo.
Su carpa se erguía en la arena marplatense de Sasso o de
Mary-pesca. Yo, que nunca fui acuático, acechaba su elástico andar por la
playa, metido en un toldo. Victoria emprendía caminatas severas, la capa al
viento, ceñida la cabeza por un charnbergo o una boina. Desaparecía en
lontananza, y a la hora, de regreso, su silueta familiar recuperaba el
contorno, tremolante y segura
como una bandera de capa gris.
Los años corrieron. Estábamos ahora en la embajada de
Francia, el día de su Legión de Honor. Íbamos, con Maurois, por los salones,
hacia el comedor y su heráldico paño glorioso. Esa noche me dijo que la tutease
y a mí se me aceleró el corazón agradecido, como si me hubiesen condecorado
también.
Una noche distinta, en el viejo patio de la SADE, en la
calle México, bajo las estrellas, recibía yo a los agregados culturales de
todos los países. Llegó Victoria, cariñosa y señoril, cercana y remota a un
tiempo, y se produjo un silencio en la charla cosmopolita. A pesar de mi tarea,
de mis obligaciones, sentí que operaba el invariable hechizo y que se esfumaba
el resto, el mundo y su Babel. Me detuve y admiré una perfecta obra de arte:
caracoles de perlas le rodeaban las orejas; cruzábanse sobre su pecho los
alfanjes de brillantes que evocaban a Lawrence y sostenían un breve y fresco
ramo de jazmines de la quinta; la sortija y su zafiro centelleaban en la
penumbra. Tan generosamente humana, era sin embargo evidente su jerarquía de
mito, de ser aparte.
En la Alianza Francesa de Buenos Aires, frente a una sala
que colmaba el público, nosotros dos, solos, en el estrado. Habían anunciado
que leeríamos unos trozos de Phèdre: ella en el texto
de Racine, yo en mi traducción castellana. Comenzó
Victoria. Era la escena inicial del acto segundo:
Thésée est mort, madame, et vous vous en doutez. . .
Levantóse la voz célebre, y sobre nuestras cabezas pasó
como una música, estremeciéndonos. Después me tocó a mi, que tosí, vacilé y
empecé tropezando, pero entonces la mano de Victoria,
por debajo de la mesa, asió la mía, la apretó, y mi voz,
protegida, se afirmó y fue ascendiendo en la sonora cadencia de los
alejandrinos clásicos.
Las instantáneas se confunden. Aquí me presenta, en su
soleado jardín por el cual vagan y discurren los huéspedes, a Indira Gandhi,
que me da la diestra a besar, o me presenta a Camus,
o a Graham Greene, o a tantos y tantos. Aquí, en el hall
de las columnas que los retratos de Pueyrredón flanquean, alguien está
disertando, alguien importante; hay quienes toman apuntes;
luego se discutirá. Yo la analizo, oculta, defendida por
los anteojos de blanca armazón. Se apoya casualmente en la cabeza de mármol que
le hizo un alemán, hacia 1925, y a la cual su capricho le
pone sombreros de paja de Italia y la adorna con amplios
pañuelos multicolores.
Otra fotografía; en la Academia, en una solemne recepción
pública, me pide que me siente junto a ella y Miguel Ángel Cárcano, bajo el
tapiz de Escipión. Mientras aguardamos la apertura de la ceremonia, le murmuro
tonterías para hacerla sonreír, pero por lo bajo me llama al orden: posee en
grado sumo el sentido de la académica responsabilidad, pues enfrenta doquier
las responsabilidades con igual y fervorosa constancia.
Instantáneas. .. Esta se destaca en mi memoria. Nos hemos
quedado sin más compañía, en la biblioteca de la planta alta de San Isidro.
Crepita el fuego, y desde la repisa nos contemplan las efigies de antiguos
escritores ingleses. Insólitamente (¿o mágicamente?) la conversación se torna
muy íntima. Le hablo de mi padre y de sus amigos. Victoria se quita las gafas,
cierra los párpados y se los acaricia; recuerda. Al irme, su beso habitual, en
mi mejilla, se acentúa apenas, como si me transmitiese el afecto de una secreta
comunicación.
Sus cartas se
multiplicaron desde que tan lejos me vine a vivir. La embromé, en una
oportunidad, señalándole que parecíamos dos personajes del siglo XIX: desde una
quinta de la barranca del río de la Plata, atisbando al eucalipto que llamó “el
amigo de toda la vida”, una señora le escribe, en hojas azules, aun señor
encerrado en un caserón de las sierras cordobesas, que por su ventana ve una
fila de enormes álamos. Es como si ni el teléfono ni el telégrafo hubiesen sido
inventados aún. Esas cartas, tan pródigas, tan útiles, que comentan libros y
películas, que narran anécdotas, que me estimulan, que me socorren en los
trances difíciles, eran esperadas con fruición. Me acuerdo de una carta de
Proust de Mme. de Noailles, en que alude a la letra de la autora de
Eblouissements: “Quelle émotíon toujours
subraya — quand j'aperçoIz le
tumulte disciplíné de votre écríture.. .”. La misma emoción me estremece -¡ay!
me estremecía— al distinguir sus sobres entre los llegados del correo.
Su correspondencia hubiera permitido graduar, mes a mes y
año a año, la dolorosa tenacidad y el crecimiento del mal que la consumió y que
pudorosamente escondía, el mal en el que acaso tampoco Victoria se atrevió a
creer. De haber sido más lúcido, de no haberla imaginado invencible, quizás
inmortal, ya que nada hubo más contradictorio que Victoria Ocampo y la noción,
la certidumbre de la muerte, posiblemente me hubiese percatado de la inminencia
de su fin. Dejé, dejamos, casi todos, de verla; lo impusieron sus sufrimientos
y ¿por qué no? su coquetería. Las noticias que le concernían y que
solicitábamos ávidamente, nada concreto nos aclaraban. De tanto en tanto, unas
líneas suyas cortas, espaciadísimas, rompían el inquietante silencio. Las
últimas que recibí son del 7 de diciembre de 1978 (murió el 27 de enero
pasado). Están escritas a máquina y es obvio que las dictó:
Perdón por no escribir ni hablar por teléfono. Las
neuralgias no me abandonan. 'Te quiero mucho. ¿Puedo decirte algo más? Amiga
incomparable; ¿qué más podías, qué más se puede decir? ¿Qué más podías entregar
de ti que esas simples y estupendas palabras? También yo te quise mucho. Eras
la dueña de un inmenso caudal de ternura, y a eso lo comprendimos y valoramos
unos pocos. Los más sólo captaron la imponente magnificencia de tu exterior de
orgullo y de voluntad, sin discernir en él la amparadora máscara de tu timidez.
¿Cómo habrá sido el momento en que dictaste esas palabras finales del 7 de
diciembre, con las que, ignorándolo yo, te despedías de mí y quizás de muchos
sobre quienes, como sobre mí, volcabas el caudal dadivoso de tu cariño? ¿Cuál
habrá sido entonces tu imagen? Nunca lo sabré y por eso no se incorpora a la
serie surgida de los párrafos de esta remembranza. Mejor así.
Por lógica y por justicia, los homenajes a Victoria,
mujer única, se sucederán, y en ellos los estudiosos y los admiradores
expresarán el elogio de sus diversas facetas y la riqueza de su personalidad y
de su obra. Hay con el tema para llenar volúmenes, y ciertamente tales
volúmenes irán apareciendo. Mi contribución a la cosecha no pasa de la de uno
que fue coleccionando imágenes, obtenidas lo mismo bajo el fulgor de las
grandes arañas, en las atmósferas suntuosas donde su presencia desplazaba el
centro de las habitaciones, que en la cercanía de los hombres famosos,
inclinados alrededor de su bello rostro pensativo, o en la media luz de una
salita confidencial, o en la áurea vastedad de una playa, 0 en el crepúsculo de
un jardín criollo, donde cortaba pausadamente ramas y flores.
La postrera de las instantáneas, la que termina el rollo,
se veló. Lo escaso quede ella subsiste es una leyenda que guarda la sencilla
clave de su enigma, pues aunque dirigida a uno, así debe
leerse; “Los quiero mucho. ¿Puedo decirles más?”. ¿Pudo
decirnos algo más? ¿Pudo concretar más acabadamente, en su adiós, lo que fue su
inquietud, su afán de ayudarnos, difundiendo, enseñando, facilitando,
desvelándose, queriéndonos? Medito sus palabras, en el vacío de este cuarto al
que ya no alegrará el regalo de sus cartas azules; los ojos se me enturbian, y
los inmensos, álamos de la Carolina se deshacen, se desflecan, como si fueran
hechos también con la pálida sustancia de los recuerdos, hasta que sólo queda,
en la bruma de la ventana, como
un pájaro aleteante y ansioso de sobrevivir, el mensaje
de amor de Victoria Ocampo.
Manuel Mujica Lainez
Publicado en Diario La Prensa, 8 de abril de 1979
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