Fragmento del II Capítulo "Caín" del Libro
Demian de Herman Hesse
II. CAÍN Herman Hesse
La salvación de mis penalidades vino de una manera
totalmente inesperada y fue acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha
estado actuando hasta hoy en mi vida.
En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo
alumno. Era hijo de una viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad,
y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase superior a la mía y
tenía unos años más; pero a mí como a todos, me llamó en seguida la atención.
Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A
nadie le daba la impresión de que fuera un chico. Entre nosotros se movía
extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien. No era popular, no
participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono seguro y
decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.
Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron
a otra clase en nuestra espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era
la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores
debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel,
yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y
observaba aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo
con atención y carácter. No parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes,
sino un investigador dedicado a sus propios problemas. En el fondo no me
resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba superior
y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los
adultos —que nunca gusta a los niños—, un poco triste y con destellos de
ironía. Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no;
sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si
hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era
diferente de todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad
muy definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo
posible por pasar inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se
encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno de ellos.
Al terminar la clase, salió detrás de mí. Cuando los
demás se dispersaron, me alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy
adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.
—¿Vamos un rato juntos? —me preguntó con amabilidad.
Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué
dónde vivía.
—¡Ah! ¿Allí? —dijo sonriendo—. Conozco esa casa.
Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que me ha
interesado desde que la vi.
No supe al principio a lo que se refería y me asombró que
conociera mi casa mejor que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el
portón; con el paso del tiempo se había desgastado y había sido pintado varias
veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.
—No sé lo que es —dije tímidamente—. Me parece que es un
pájaro o algo parecido. Debe de ser muy antiguo.
Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.
—Puede ser —asintió él—. Obsérvalo bien; esas cosas
suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.
Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se
rió, como si se le hubiera ocurrido algo muy divertido.
—Hoy he asistido a vuestra clase —dijo—. Sobre la
historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?
No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin
embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una
persona mayor.
Contesté que la historia me gustaba.
Demian me dio unas palmaditas en el hombro.
—No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es
verdaderamente muy rara, mucho más que la mayoría de las que se tratan en
clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y el pecado,
y todo eso.
Pero yo creo...
Se interrumpió sonriendo y me pregunto:
—Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo —continuó— que
la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La mayoría de
las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde
otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden
entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la
explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en su frente.
¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea,
puede pasar; que luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero
que precisamente por su cobardía le recompensen con una distinción que le
proteja y que inspire miedo, eso me parece muy raro.
—Sí, es verdad —dije interesado. El asunto empezaba a
intrigarme—. ¿Pero cómo vas a interpretar si no la historia?
Me dio una palmada en el hombro.
—¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un
principio y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que
daba miedo a los demás. No se
atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban.
Quizás, o seguramente, no se trataba de una auténtica señal sobre la frente, de
algo como un sello de correos; la vida no suele ser tan tosca. Probablemente
fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y
audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor.
Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se
prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que
llevaban una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es decir, como una
distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con
la «señal » eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y
carácter siempre les han resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta
una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba incomodísimo; y les
pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda
para vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo
que les tenían. ¿Comprendes?
—Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces,
¿toda la historia de la Biblia es mentira?
—Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero
no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín
era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le
tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era
verdad sólo lo referente al estigma que Caín y sus hijos llevaban y que les
hacían diferentes a la demás gente.
Yo estaba asombrado.
—¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad?
—pregunté emocionado.
—¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno
más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a
fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un
débil. Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso, los débiles
tuvieron miedo y empezaron a lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por
qué no le matáis?», ellos no contestaban, «porque somos unos cobardes», sino
que decían: «No se puede. Tiene una señal.
¡Dios le ha marcado!» Así nació la mentira. Bueno no te
entretengo más. ¡Adiós!
Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como
jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había dicho me
pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que
llevaba Caín en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y
Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a
Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me había tomado el pelo y
quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué bien que hablaba!
Pero no, no podía ser.
De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre una
historia, fuera o no de la Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por
completo a Franz Kromer, durante horas, una tarde entera. En casa leí la
historia otra vez, tal como estaba en la Biblia. Era breve y clara.
Resultaba una insensatez buscarle una interpretación
especial y misteriosa. ¡Así cualquier asesino podría declararse elegido de
Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era la manera tan ligera y graciosa con
que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera tan natural. Y además,
¡con qué mirada!
Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en
orden sino en franco desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio,
había sido una especie de Abel, y ahora me encontraba metido en el «otro»
mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo, no tenía en el fondo tanta culpa.
¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un recuerdo que casi me cortó la
respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a mi actual desgracia,
había ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento fue como si le
hubiera desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría. Sí, en
aquel momento yo, que era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que esa
marca no era una vergüenza sino una distinción y que yo era superior a mi
padre, superior a los buenos y piadosos precisamente por mi maldad y mi
desgracia.
Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero
las intuí en una llamarada de sentimientos, de extrañas emociones, que me
dolían pero me llenaban de orgullo.
¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los
valientes y de los cobardes! ¡Cómo había interpretado la señal en la frente de
Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos, sus extraños ojos de hombre! Se me
ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le defendía si no se sentía
semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por qué hablaba tan
despectivamente de los «otros», los cobardes, que son en verdad los piadosos,
los elegidos de Dios?
Con estos pensamientos no acababa de llegar a ninguna
conclusión. Una piedra había caído en el pozo: el pozo era mi alma joven.
Durante mucho tiempo esta historia de Caín, con el homicidio y la «señal», fue
el punto de partida de mis intentos de conocimiento, duda y crítica.
Fragmento del II Capítulo del Libro Demian de Herman
Hesse publicado en 1919 y reeditado hasta nuestros días.
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