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25 de octubre de 2021

Cuento de lunes enloquecido, Eugenio Mandrini


 

Cuento de lunes enloquecido
 
- He venido a matarlo - dijo el empleado de más antigüedad.
- Sea realista - dijo el banquero, imperturbable -. Piense que veinte años atrás, podría haber comprado un fusil. Quince años atrás, una pistola 32. Diez años atrás, cuchillo de mesa. Pero hoy apenas le alcanza para un alicate, un desafilado y endeble alicate nacional. En suma, usted no está en condiciones de matar a nadie.
- Sin embargo, he venido a matarlo - dijo el empleado.
- Ridícula pretensión la suya - dijo el banquero - Trae usted las manos vacías y no se le notan bultos sospechosos en los bolsillos...
- Aún así, voy a matarlo - dijo el empleado.
- ¿Pero cómo? - dijo el banquero, al fin intrigado - ¿Cómo lo hará usted?
- Así - dijo el empleado y comenzó a desanudarse la vieja y sucia corbata endurecida como una soga.
 
Eugenio Mandrini

24 de octubre de 2021

Silencio, Eugenio Mandrini


 

Silencio   
 
 
Silencio del poema fallido, del espejo ausente de las
confesiones, de la lengua atascada en el horror.
Silencio del ciego ante un súbito resplandor.
Silencio del ojo hipnotizado por el fuego, y del ojo que se 
escruta a sí mismo hasta el llanto o la intriga. 
Silencio de la ropa fuera del muerto, del perro desorientado
bajo la noche del eclipse, del barro aprisionado en la
vasija.
Silencio del que apunta el arma a un cuerpo de animal
o de hombre, y silencio cuando guarda el arma
viendo cómo el cuerpo de animal o de hombre se detiene,
pierde luz, cae.
Silencio de la mirada de lujuria, en tanto que la lengua no
murmure corriendo por los labios.
Silencio del humo después de la devastación.
Silencio del que oye un ruido en la noche y permanece inmóvil
hasta que el amanecer enciende las luces de la casa.
Silencio del árbol olvidado por el viento, los pájaros, la
música del estío y el batir de los insectos nocturnos.
Silencio del odio acorazado en el insomnio.
Silencio de la multitud arrodillada como un ramo de orejas
muertas.
Silencio del caracol enterrado en la arena, el que relataba
en los oídos el sonido de la época y lo confundían
con el mar.
Silencio de la mujer que mientras derrama una gota de lágrima
o bilis sobre carnes y verduras, piensa qué está haciendo
allí cocinando para un mortal y no para un dios.
Silencio de las piedras al fondo del abismo, sin mano que las
elijan como proyectil o para arrojar a un muerto, y sin
voces que elogien sus brillos en la lluvia.
Silencio del hueso solitario que se liberó de la jauría.
Silencio de un hombre y un a mujer que convocados por
lo desconocido, al mirarse los ojos inician
la travesía entre la esperanza y la nada.
Silencio de la noche presentida, de Chuang-Tzu después
de no saber si fue o no una mariposa, del libro por el
anteojo roto, de la calle donde una mano pide
compasión.
Silencio del hambre consumada y del pan sobreviviente.
Silencio del que crea su mundo paralelo, cada vez que acostumbra
a sus fantasmas a flotar en las ventanas llovidas.
Silencio del silencio último, el más negro o más blanco
o azul o tibio en otra tierra.
Silencio del alma del estupor.
Silencio que ya no sabe lo cierto ni lo incierto, que es sólo
levedad o transparencia, y calla.
 
 
Eugenio Mandrini
De "Conejos en la nieve", Ediciones Colihue, 2009

23 de octubre de 2021

Los misterios de la poesía, Eugenio Mandrini


 

Los misterios de la poesía, Eugenio Mandrini
 
 
El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.
Antes de que la sobrenatural imagen desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un admirable poema sobre una insignificante hormiga.
 
Eugenio Mandrini, Las otras criaturas, (2013). 

22 de octubre de 2021

Los fenómenos de la belleza, Eugenio Mandrini

 

 Los fenómenos de la belleza

 
 
Durante largo vuelo silencioso
el viejo ruiseñor,
el de plumaje esquivo y cielo imprevisto,
anduvo eligiendo, ciego o vidente,
aunque trémulo como ante un repentino
grano de uva azul o de diamante,
la rama de un árbol desde la cual cantar,
y finalmente se detuvo en aquella,
la muy oscura como la luz de azufre del infierno,
donde se balanceaba (¿o levitaba?)
un ahorcado.
 
Y cantó.
 
Eugenio Mandrini

21 de octubre de 2021

Los bailarines de tango, Eugenio Mandrini


LOS BAILARINES DE TANGO
 

Los bailarines de tango
merecerían bailar en los patios del cielo.
Los bailarines de tango
bailan para que la noche y la ciudad
descansen de las furias del día,
bailan para que sea olvido la muerte
y tantas otras sombras que nublan el aire,
bailan para que las penas, por un momento,
dejen de llover en la cara de los solos,
bailan para que en la espuma y el oleaje de sus pasos
haya algo del mar que siempre soñamos.
Bailan porque bailar
es la puerta de entrada a los patios del cielo.
¿Pero quiénes son los bailarines de tango?
¿Fantasmas que flotan a ras del piso?
¿Cantores que gesticulan con los pies?
¿Hojas de un otoño azul jugueteando en el viento?
¿Inventores de laberintos con sus zapatos
lustrados por la pomada del infierno?
¿O son los que pulen baldosas y las dejan
como espejos para que la luna se peine
y los perros enloquezcan?
Los bailarines de tango
merecerían bailar en los patios del cielo.
Yo he visto a vagabundos
detenerse y entibiar la distancia,
al verlos bailar.
He visto en los amantes el deseo
de quemarse en ese otro fuego,
al verlos bailar.
He visto a poetas llenarse de resplandores
los ojos y, acaso, la sangre,
al verlos bailar.
He visto a los locos volver del más allá
y en la mitad del grito, sonreír,
al verlos bailar.
Y no sería extraño
que pájaros y astronautas se marearan,
al verlos bailar.
Los bailarines de tango
ya están bailando en los patios del cielo.
Los veo ahora mostrar su arte
de asombros y relámpagos
embrujando a los ángeles –criaturas
invisibles de sangre celeste- que darían sus alas
por aprender a bailar.
Los bailarines de tango
seguirán bailando en los patios del cielo
hasta que Dios, el ausente,
aparezca de pronto
y aplauda.


Eugenio Mandrini

 

20 de octubre de 2021

Nostalgia de los topos, Eugenio Mandrini


 Nostalgia de los topos



No todo es plenitud de oscuridad en el mundo subterráneo de los topos. A veces algo como una pálida penumbra, pero luz al fin, surca por un instante las intrincadas galerías. Eso sucede cada vez que algún topo, de pronto, permanece rígido como en estado de trance, al recordar la vieja historia que todos ellos conocen, la del primer antecesor, el que padeció tal tristeza al ver la muerte de las luciérnagas explotando en el aire, que huyó despavorido, y al no encontrar refugio en ese páramo que habitaba, comenzó a cavar la tierra, iniciando para su especie un nuevo mundo, sombrío pero propio. Ese recuerdo que en súbitos momentos relampaguea en la memoria de los topos, es obra evidente de la nostalgia, creadora de penumbra aun en la oscuridad más suprema.


Eugenio Mandrini



19 de octubre de 2021

Una palabra que empieza con A, Eugenio Mandrini

UNA PALABRA QUE EMPIEZA CON A
 
Esos que de noche ven demasiado con el oído: los asustados
Esos que por órdenes, por fracasos, por hastío, agachan
la cabeza cada vez más, y uno se pregunta ¿querrán
morderse el corazón?
Esos que pueden vivir sin mí del mismo modo que yo
(a veces) no puedo vivir sin sus muertes
Esos que se acuestan con una servilleta al cuello para soñar
con la Primera Cena: los desmigajados, los convidados a nunca
Esos que mudan los paquetes de la sangre a un carro y se
golpean los huesos con las coces de un caballo, para que arren
Esos que llevan los roperos al mar y regresan desnudos: los
ilusos vírgenes
Esos que no pueden dormir porque al despertar oyen relojes
atrasados: tic-crac tic-crac
Esos que miran caer los contoneos de una hoja de otoño
y piensan en la devoradora tristeza antes que en los
bosques del amor
Esos que leyeron el poema de Eluard, juzgaron que faltaba
oscuridad de aljibe o chillido de desesperación allí, y
se ponen a nombrar la libertad con un dedo de fuego
sobre una mole de hielo
Esos que han gastado su último manjar de tabaco y elaboran
sus propios humos con polvo de diente rechinado
Esos que a pedacitos se cortan las arrugas con tijeras
porque han visto su respiración perder velocidad
en los azotes del espejo
Esos que cierran las ventanas temerosos de morir ahogados
por el polvo que levantan las banderas cuando soplan
en las calles, y después, arrepentidos, se muerden
las lágrimas
Esos que dan sus puños solo frente a un momólogo, pero
secretamente cuentan los abrazos que guardan
Esos que no sobornan a la poesía para que cante como un
fantasma de oro, sino que la sumergen en lava para que
explote y aturda con sus silencios al reino de los
sordos; los mismos que la llevan a que espante a las
fieras congregadas en las fiestas dominicales y asalte
los candados que guardan a la inhallable mujer de Dios
Esos que se echan a vivir, sin equipaje, en andenes
desolados, para saber si después del último tren, bajo
la noche lustrada por las viejas y empecinadas estrellas,
volverá a pasar la lluvia con sus latidos de añorado
corazón: los melancólicos, los del hollín en un ojo,
los boquiabiertos que tejen la paciencia con sus barbas
Esos que bañan sus lenguas en jugos de pólvora y las
caricias en océanos de lija, y luego salen a cortejar
a la muerte, a demorarla
En fin, los trapecistas que hacen reir a los pájaros,
los suicidas que mueren centenarios en la cama
Para ellos los tesoros
desenterrados por los locos que cavan en el aire,
mi almohada de cuero de mortero que hace de pesadillas
polvo, y en especial una palabra que empieza con A.


 
Eugenio Mandrini 



 
Eugenio Mandrini nació el 16 de diciembre de 1936 en Buenos Aires (Argentina). Poeta, narrador y guionista de historietas. Fundador e integrante de la “Sociedad de los Poetas Vivos” y co-director de la revista “Buenos Aires Tango y lo Demás”. Académico Titular de la “Academia Nacional del Tango”. Primer Premio Municipal de Poesía (2008/2009). Ganador del Premio de poesía “Olga Orozco” con su libro Conejos en la nieve.
Incluido en varias antologías. Publicó “Criaturas de los bosques de papel”, poemas y cuentos; “Discépolo, la desesperación y Dios”, ensayo, “Las otras criaturas”, microficción, España; “La vida repentina”. Poemarios: “Campo de apariciones” (1993), “Párpados para el ojo que sale de mí” (1999), “Conejos en la nieve” (2009), “Con voz de perro lunar” (2014).

15 de noviembre de 2018

Jose Luis Colombini leyendo El tacto de los sueños de Ricardo Rubio, Plaza Mojada de Baldomero Fernández Moreno, Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini




Jose Luis Colombini leyendo El tacto de los sueños de Ricardo Rubio, Plaza Mojada de Baldomero Fernández Moreno, Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini 

Café Literario del Jueves 9 de Febrero de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Tacto 



El tacto de los sueños





Es una mirada en la que palpita el vértigo
y recobra fuerzas el uno.
Es pronta y repentina luz
como una bestia fibrando la sombra.
Es una mirada en la que está la voz,
los dedos y la distancia,
es una última caricia
por la que el corazón respira
con remilgada sensatez de estatua,
astuto sino del deseo.
Ah, si mi palabra acertara un monosílabo.
Si un verbo, repitiendo noches,
brotara unísono y no volviera del sueño.

Con la atónita respiración de la quietud
el tacto sucumbe en cada una
de las negras cinturas de la noche.
Hierve la insensatez, arde la nada:
cruel sueño para soñar.



Ricardo Rubio de Simulación de la rosa Editorial La luna que (1998)









Plaza Mojada





Como ha llovido oh plaza! todo el día,
no eres más que un rincón abandonado.
Se trenzan en arroyos los caminos,
puja bajo la arena el sucio barro,
la lepra que corroe las estatuas
parece que ha crecido y se ha esponjado,
y tú, siempre inclinada de parejas,
murmuras una ausencia en cada banco.
Del refugio del guarda, receloso,
sale un pobre gatito todo tacto.
Sombra, humedad, silencio, soledad,
y un tumido airecillo de pecado.
Alrededor un despegar de llantas
y farolillos verdes y encarnados:
mariposas fugaces en la niebla
o peces de color en el asfalto.
Y focos, sucedáneos de la luna,
y ventanas de luz en los palacios,
el te en espiras, circular el beso,
tal vez la fiesta y el dolor ahogado.
Y yo como un fantasma por la plaza,
de impermeable y de sombrero blando.

Baldomero Fernández Moreno









Conejos en la nieve



Alguien se pasea sin paraguas bajo la lluvia. ¿Para apagar
la locura que lo sigue como una sombra en llamas? ¿Para
gozar como nadie, en ese instante, el cielo sobre su cabeza
¿O para tocar la lluvia con todo el cuerpo y ahogarse en su
perfume?

Instantáneamente después de haberse amado, un hombre y una
mujer quedan en silencio. ¿Angustiados al intuir que allí
algo se ha roto para siempre? ¿Temerosos de presentir que
es la muerte quien ordena esos pequeños cataclismos? ¿O felices
de escuchar el eco de los gemidos que aún perduran en la
penumbra?

Un padre y su pequeño hijo van por la calle tomados de la
mano. ¿Quién elige el camino, quién el regreso? ¿Quién esa
noche soñará que llevó de la mano al otro? ¿Y quién, al
despertar, sabrá que él es el camino?

Un gorrión –ave deslucida salta obsesivo de un árbol a
otro y a otro. ¿Qué busca? ¿El espíritu del bosque? ¿La
razón de su inquietud? ¿O escapar de los abismos del aire?

El otoño ensombrece a los árboles y se lleva al olvido la
luz de las hojas. ¿Qué quiere demostrar? ¿Qué es el secuaz
de la tristeza? ¿Qué es la tristeza misma engastada en el
tiempo? ¿O que es el alimento irresistible de los exiliados
del mundo?

Quien a menudo se interroga en el espejo, ¿qué espera?
¿Una respuesta que lo haría añicos? ¿Multiplicarse para
repartir las penas? ¿O llegar al fondo de su maltratado
corazón?

La nostalgia, antigua dama que sólo sabe dar opacidad al
ojo y palpitación a la voz, apoya la cabeza en el hombro
de una nueva víctima. ¿Qué hacer entonces? ¿Cortarle los
cabellos llorosos y arrojarlos al fuego? ¿Morderle los labios
hasta apagarle los suspiros? ¿O seguirla, enternecido,
hasta su alcoba de niebla?

Cumplida su faena un estafador llora repentinamente
sobre un crucifijo. ¿Qué pretende? ¿Lavar de sombra el
aire? ¿Humanizar el rito hasta hacerlo arte o leyenda?
¿O creer que es posible la ilusión sin término?

Los que regresan al barrio después de haber vagado por los
mundos de este mundo, ¿adónde regresan realmente?
¿A esa mujer en cuyos ojos se adivina un corazón helado?
¿Al patio del tiempo inmutable en que el sol deliraba?
¿O al infierno del que huyeron, para que alma y últimos
días dejen de tiritar?

Un poeta escribió cierta vez que una mujer tenía en la voz
la flor de una pena. ¿Dónde encontrar esa flor? ¿En los
pantanos que el alcohol refleja en los vasos sin fondo?
¿En la memoria de algún colibrí que libó de esa flor hasta
dejarla sin luz? ¿O en alguien que soñó con los jardines
del paraíso y, puesto a morir, se hizo tatuar esa flor
en el consuelo del pecho, para iluminar el ataúd?

Interminablemente los perros aúllan a la luna. ¿Es acaso
un homenaje a sus ancestros, los tenores olvidados? ¿Es el
aullido un arpón y la luna el linde oscuro de la ballena
de Ahab? ¿O simplemente es un lamento que imita la voz
de la vida?

¿Y si de pronto al doblar una esquina o mirar al fondo de un
aljibe, como un sobresalto o un estallido, aparece la
Belleza? No importa si en forma de revelado amor, de cielo
en un prado nunca visto o de pájaro posado sobre una rama
invisible. Importa que es ella, desnuda en toda su luz,
invasora como el diluvio, real como la sangre de la historia.
¿Qué hacer entonces? ¿Cerrar los ojos y ordenar a la lengua
el olvido del grito para no enloquecer? ¿Arrodillarse
como el sediento ante el último espejismo? ¿O seguir
de largo, imperturbable o con cierto vaivén de
soberbia en los pasos, dado que la Belleza es sólo
un reino fugaz?

Ahora bien: ¿qué miro yo tan fijamente en la llanura blanca
cuando quiero escribir y el poema se niega? ¿Conejos
en la nieve?



Eugenio Mandrini

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