El manual de Himeneo,
O. Henry
Yo, Sanderson Pratt, que dejo asentado aquí mi
testimonio, opino que el sistema educativo de los Estados Unidos debiera estar
a cargo de la oficina meteorológica. Me considero en condiciones de ofrecer
excelentes razones para demostrarlo, y. usted no podría aclararme por qué no
sería preferible que nuestros profesores universitarios fueran transferidos al
departamento meteorológico. Son expertos en leer y con suma facilidad podrían
hojear los diarios de la mañana y telegrafiar a la oficina central informando
el pro nóstico del tiempo. Pero éste es el otro aspecto de la proposición.
Ahora paso a contarle de qué manera el tiempo nos proporcionó a Idaho Green y a
mí una educación distinguida.
Nos hallábamos en los Montes Raíces Amargas, más allá de
la frontera de Montana, buscando oro. En Wa lla Walla un individuo que usaba
perilla y acarreaba un buen surtido de esperanzas como exceso de equipaje nos
había abarrotado de provisiones, y allí estábamos cavando al pie de las
montañas con bastante alimento a mano como para mantener a un ejército durante
una conferencia de paz.
Un día, procedente de Carlos más allá de las montañas,
llegó un cartero a caballo; hizo un alto para despachar tres latas de
hortalizas y nos dejó un periódico de fecha moderna. Ese diario incluía un
sistema de premoniciones meteorológicas, y el respectivo tirador de cartas,
como última baraja de su mazo, anunciaba para los Montes Raíces Amargas:
“Caluroso y bueno, con leves brisas del oeste”.
Esa noche empezó a nevar con fuertes vientos del este.
Idaho y yo trasladamos nuestro campamento ladera arriba a una vieja cabaña
desocupada, convencidos de que eso no era nada más que una pasajera tormenta de
noviembre. Pero cuando la nieve llegó a tener el espesor de un metro en terreno
llano, el asunto comenzó a ponerse serio y comprendimos que estábamos
bloqueados. Habíamos hecho una abundante provisión de leña antes de que la capa
de nieve creciera y teníamos material ingerible suficiente para dos meses, de
modo que dejamos a los elementos en paz para que devastaran y derribaran cuanto
creyeran conveniente. Si usted desea fomentar el arte del homicidio no tiene
más que encerrar un mes a un par de hombres en una cabaña de unos cinco metros
por seis. La naturaleza humana es incapaz de soportarlo.
Cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve, cada
uno de nosotros, Idaho Green y yo, festejábamos con grandes carcajadas los
chistes del otro, encomiábamos la sustancia que extraíamos de una cacerolita y
la llamábamos pomposamente alimento. Al cabo de tres semanas, Idaho pronunció
una especie de sentencia contra mí. Dijo:
—Para hablar con la exactitud que corresponde, nunca
escuché el ruido que hace la leche agria al gotear desde un globo aerostático
sobre el fondo de un recipiente de hojalata, pero se me ocurre que eso sería
música de las esferas comparado con la estrangulada corriente de asfixiado
pensamiento que emana de los órganos parlantes de usted. Los semimasticados
sonidos que emite todos los días me traen a la memoria el recuerdo de una vaca
rumiando, sólo que ella es lo bastante señora como para guardarse los ruidos
para sí misma, en tanto que usted no procede del mismo modo.
—Señor Green —respondí—, como en algún tiempo fue amigo
mío, vacilo un poco antes de confesarle que si yo estuviera en condiciones de
elegir como compañía entre usted y un vulgar cachorrito amarillo de tres patas,
en este mismo momento uno de los habitantes de esta cabaña estaría meneando la
cola.
Las cosas siguieron así dos o tres días y después de
jamos de dirigirnos la palabra. Repartimos los utensilios de cocina, e Idaho se
hacía su comida en un costado del hogar y yo la mía en el otro. La nieve ya
había llegado hasta las ventanas y teníamos que mantener el fuego encendido
todo el día.
Como usted comprende, Idaho y yo jamás habíamos recibido
educación alguna, exceptuando aprender a leer y a sumar “si Juan tiene tres
manzanas y Jaime cinco” en una pizarra. Nunca sentimos ninguna necesidad
especial de obtener un título universitario, pero, sin embargo, a fuerza de
andar dando vueltas por el mundo, ambos habíamos adquirido una especie de
inteligencia intrínseca que nos era útil en caso de apuro. Pero al hallarnos
bloqueados por la nieve en esa cabaña en los Montes Raíces Amargas, intuimos
por primera vez que sí hubiésemos estudiado Hornero o griego y quebrados y las
más nobles esferas del conocimiento, podríamos haber dispuesto de ciertos
recursos en el ramo de la meditación y la reflexión. He conocido tipos
universitarios del Este que trabajaban en campamentos a lo largo de todo el
Oeste, pero jamás dejé de comprobar que, para ellos, la educación era un
inconveniente menor de lo que usted puede suponer. Por ejemplo, una vez junto
al Río de la Culebra, cuando su caballo de silla enfermó de parásitos, Andrew
Me Williams mandó un carretón a diez kilómetros de distancia en busca de uno de
esos forasteros que aseguraba ser botánico. Pero aquel caballo murió.
Una mañana Idaho estaba tanteando con ayuda de un palo la
parte superior de una pequeña repisa demasiado alta para alcanzarla con la
mano. Dos libros cayeron al suelo. Me adelanté de inmediato; me de tuvo la
mirada de Idaho. Habló por primera vez en una semana.
—No te quemes los dedos —anunció—. Pese al hecho de que
sólo eres apto para servir como compañía a una tortuga de pantano en período de
hibernación, te daré un trato equitativo. Y esto es más de lo que tus padres
hicieron por ti cuando te soltaron en el mundo con la sociabilidad de una
víbora de cascabel y los modales de un nabo helado. Jugaremos una partida de
naipes; el ganador elegirá el libro que prefiera y el perdedor se quedará con
el otro.
Jugamos. Idaho ganó. Eligió su libro y yo recogí el mío.
Acto seguido cada uno se recluyó en su rincón de la cabaña y dio comienzo a la
lectura.
Al ver una pepita de oro de diez onzas jamás me sentí tan
alegre como en el momento en que entré en posesión de ese libro. E Idaho miraba
el suyo como un chico contempla un paquete de caramelos.
El mío era un libro pequeño de unos quince por veinte
centímetros titulado Manual de Herkimer sobre Información Indispensable. Aún lo
conservo, y puedo desafiarlo a usted o a cualquier otro hombre cincuenta veces
en cinco minutos con la información contenida en él. ¡Y después que me hablen
de la sabiduría de Salomón o del material noticioso que ofrece el Tribune de
Nueva York! Herkimer los supera ampliamente a los dos. Este hombre debe haber
invertido cincuenta años y recorrido un millón de kilómetros para reunir todos
esos datos. Allí figuraba la población de cuan tas ciudades uno pudiera imaginar,
la manera de establecer la edad de una muchacha y cuántos dientes tiene un
camello. Informaba cuál es el túnel más largo del mundo, la cantidad de
estrellas, cuánto tarda en brotar la varicela, cuánto debe medir el cuello de
una dama, qué poderes de veto tienen los gobernadores, las fechas en que fueron
construidos los acueductos romanos, cuántas libras de arroz podrían comprarse
por día sin estar acompañadas por tres cervezas, el promedio anual de
temperatura en la población de Augusta (Maine), la cantidad de semillas
necesaria para sembrar en sur cos un acre con zanahorias, antídotos para
venenos, la cantidad de cabellos que crece en la cabeza de una dama rubia, cómo
conservar los huevos, la altura de todas las montañas del mundo y las fechas de
todas las guerras y todas las batallas, y cómo revivir a los ahogados y la
insolación, y la cantidad de tachuelas que entran en medio kilogramo y cómo
fabricar dinamita, cultivar flores y preparar canteros, y qué hacer antes de
que llegue el médico… v cientos y cientos de otros datos. Si había algo que
Herkimer no supiera, no me di cuenta de que faltara en el libro.
Me instalé y leí ese manual horas y horas sin parar.
Todas las maravillas de la educación estaban compila das en él. Me olvidé de la
nieve v de que el bueno de Idaho y yo no nos dirigíamos la palabra. El estaba
sentado, silencioso, en un banquito, leyendo y leyendo con una extraña
expresión, en parte .apacible, en parte misteriosa, que relucía a través de sus
patillas color roble obscuro.
—Idaho —pregunté—, ¿qué clase de libro es el tuyo?
Sin duda él también se había olvidado, porque con testó
en tono afable sin ningún indicio de desdén o malevolencia.
—Bueno —respondió—. Al parecer éste es un volumen escrito
por Hornero K. M.
—Hornero K. M., ¿qué? —inquirí.
—Bien, exactamente Hornero K. M. —dijo.
—Eres un mentiroso —respondí, un tanto encolerizado al
suponer que intentaba burlarse de mí—. Nadie anda por allí firmando libros con
sus iniciales. Si se trata de Hornero K. M. Spoonpandyke o de Hornero K. M. McSweeneey
o de Hornero K. M. Jones, ¿por qué no lo dices con valentía en lugar de morder
el extremo del nombre como una cabra que mordisquea el faldón de una camisa
colgada en la cuerda para que se seque?
—Te informo las cosas tal como son, Sandy —respondió
Idaho sosegadamente—. Este es un libro de poesía escrito por Hornero K. M. Al
principio me pareció sin ton ni son, pero después comprobé que tiene gran
atractivo, si te tomas la molestia de descubrirlo. No me desprendería de él ni
aunque me ofrecieran un par de mantas rojas.
—Me parece muy bien —repliqué—. Lo que yo necesito es un
conjunto de hechos objetivos que la mente pueda elaborar y, según creo, esto es
lo que me ofrece el libro que me tocó en suerte.
—Lo que conseguiste —contestó Idaho— es estadísticas, el
peldaño más ínfimo de información que existe. Envenenarán tu mente. Para mí no
hay nada superior al sistema de sobreentendidos del querido Hornero K. M. Al
parecer es algo así como un traficante en vinos, Su brindis habitual es “nada,
nada, nada” y se diría que tiene mal carácter, pero lo mantiene tan bien
lubricado con bebidas alcohólicas que sus puntapiés más agresivos suenan como
una invitación a tomar un trago. Pero esto es poesía —prosiguió Idaho— y miro
con desprecio ese mamarracho tuyo que trata de inculcar sensatez con ayuda de
centímetros y metros. Cuando llega el momento de explicar el instinto de la
filosofía mediante el arte de la naturaleza, el bueno de Hornero K. M. derrota
a tu hombre y sus perforaciones, hileras, parágrafos, medidas del pecho y
promedio anual de precipitación pluvial.
Así era como Idaho y yo encarábamos el asunto. Día y
noche nuestra única diversión consistía en estudiar nuestros respectivos
textos. Sin duda alguna, esa tormenta nos proporcionó un espléndido bagaje de cono
cimientos. Cuando se derritió la nieve, si usted súbitamente me hubiese
encarado para preguntarme de sopetón, “Sanderson Pratt, ¿cuánto costaría por
metro cuadrado cubrir un techo con chapas de zinc de veinte por veinte
centímetros al precio de nueve dólares con cincuenta el cajón?”, le hubiese
respondido con la misma velocidad a que se desplaza la luz a lo largo del mango
de una pala a un promedio de trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Cuántos
están en condiciones de hacerlo? Despierte en medio de la noche a cualquier
individuo que conozca y pídale que responda en el acto cuántos huesos tiene el
esqueleto humano, sin contar los dientes, o qué porcentaje de votos se necesita
para que la Legislatura de Nebraska anule un veto. ¿Cuál será la respuesta del
susodicho individuo? Haga la prueba y verifíquelo.
Ignoro qué beneficios extrajo Idaho de su poesía. Ala
baba al vendedor de vino cada vez que abría la boca, pero yo no estaba nada
convencido.
A través de lo que se desprendía del libreto, vía Idaho,
llegué a la conclusión de que ese tal Hornero K. M. era bastante parecido a un
perro que observa la vida como si fuera una lata atada a su cola. Después de
haber corrido y corrido hasta quedar medio muerto, el perro se sienta, saca la
lengua, mira la lata y dice:
—Bien, como no podemos librarnos del jarro, vamos a
llenarlo en la taberna y que todos tomen un trago a mi salud.
Además, parece que este tal Hornero K. M. era persa, y
nunca tuve noticias de que Persia produjera nada digno de tenerse en cuenta,
con excepción de alfombras turcas y gatos malteses.
Aquella primavera Idaho y yo obtuvimos mena de primera
calidad. Teníamos por costumbre vender rápido y seguir viaje. Entregamos la
mena a nuestro proveedor de comestibles a cambio de ochocientos dólares por cabeza.
Luego nos encaminamos a toda velocidad a esta pequeña urbe, Rosa, ubicada junto
al Río Salmón para descansar, ingerir alimentos dignos de un ser humano y
hacernos podar los bigotes.
Rosa no era un campamento minero. Se erguía en el valle y
se hallaba tan libre de estrépito y pestilencia como cualquiera de las
poblaciones rurales de la campiña. Había una línea de tranvías que recorría
unos tres kilómetros y mordisqueaba los alrededores. Idaho y yo pasamos una
semana yendo y viniendo en uno de los vehículos; por la noche nos dejábamos
caer en el hotel Sol del Ocaso. Como en ese momento contábamos con sólidas
lecturas y además habíamos viajado mucho, muy pronto alternamos pro re nata con
la mejor sociedad de Rosa, y fuimos invitados a las recepciones más elegantes y
de mayor jerarquía. Idaho y yo conocimos a la esposa del difunto D. Ormond
Sampson, la reina de la sociedad roseña, en un recital de piano seguido por un
concurso de comedores de codornices que tuvo lugar en el Salón Municipal a
beneficio del cuerpo de bomberos.
La señora Sampson era viuda y poseía la única casa de dos
pisos que había en la ciudad; el edificio estaba pintado de amarillo y desde
cualquier sitio que se mi rara podía vérselo con tanta claridad como una jirafa
navegando sobre un témpano. Además de Idaho y yo mismo, en Rosa había veintidós
individuos que estaban intentando reivindicar derechos sobre esa casa amarilla.
Después de que las partituras musicales y los huesos de
codorniz fueron barridos del Salón Municipal, se dio comienzo al baile.
Veintitrés del tropel se lanzaron a toda carrera a solicitar una pieza a la
señora Sampson. Por mi parte, pasé por alto las actividades coreo gráficas y le
pedí autorización para acompañarla a su casa. Entonces fue cuando me anoté un
punto a mi favor.
Mientras recorríamos el trayecto, me dijo:
—¿No le parece, señor Pratt, que esta noche las estrellas
son hermosas y resplandecientes?
—Gracias a la oportunidad que han conseguido, se están
esforzando de una manera muy digna de elogio.
Esa grande que ve allí está a una distancia de cien
billones de kilómetros. Su luz tarda treinta y seis unos en llegar hasta
nosotros. Con un telescopio de dieciocho pies puede observar cuarenta y tres
millones de estrellas, incluyendo las de decimotercera magnitud; si una de
ellas se extinguiera en este preciso momento usted seguiría viéndola doscientos
setenta años.
—¡Caramba! —dijo la señora Sampson—. Nunca tuve noticias
de tales cosas. ¡Qué templada está la noche! Advierto que estoy tan transpirada
como cual quiera puede estarlo después de haber bailado tanto.
—Eso es fácil de explicar —respondí— cuando uno está
enterado de que tiene dos millones de glándulas sudoríparas funcionando al
mismo tiempo. Si todos sus conductos respiratorios, cada uno de los cuales mide
unos seis milímetros, fueran colocados uno a continuación del otro, cubrirían
una distancia de siete kilómetros.
—¡Caramba! —exclamó nuevamente la señora Sampson—. Se
diría, señor Pratt, que está describiendo un canal de riego. ¿Cómo adquirió
tantos conocimientos e informaciones?
—Gracias a la simple observación —repliqué— Mantengo los
ojos bien abiertos cuando recorro el mundo.
—Señor Pratt —aseguró ella—, un hombre instruido siempre
despertó mi admiración. Hay tan pocos eruditos entre los individuos necios y de
cortos alcances de esta ciudad que resulta un verdadero placer platicar con un
caballero culto. Me sentiré encantada si usted me visita cada vez que le sea
grato.
Y de ese modo conquisté la benevolencia de la dama que
habitaba la casa amarilla. Todos los martes y viernes por la noche iba a
visitarla y le hablaba sobre las maravillas del universo tal como han sido
descubiertas, tabuladas y recogidas en la naturaleza misma por Herkimer. Idaho
y los restantes advenedizos de la ciudad se apropiaban de todos los minutos que
podían del resto de la semana.
Nunca se me ocurrió que Idaho estuviera tratando de
conquistar a la dama ateniéndose a las pautas de galanteo propuestas por el
bueno de Hornero K. M., hasta que una tarde, cuando me encaminaba a ofrecer a
la señora Sampson un canastillo de ciruelas silvestres, la encontré mientras
ella avanzaba por la senda que conducía a su casa. Sus ojos relampagueaban de
cólera y su sombrero se inclinaba peligrosamente sobre un ojo.
—Señor Pratt —prorrumpió—, según creo este tal señor
Green es amigo suyo.
—Desde hace nueve años —dije.
—Ponga fin a esa amistad. ¡No es un caballero!
—Bueno, señora —sostuve—, no se olvide de que el señor Green
es un simple montañícola ornamentado con todas las escabrosidades y defectos
propios de un manirroto y un mentiroso, pero yo nunca, ni siquiera en las
oportunidades más trascendentales, tuve el valor de negar que fuese un
caballero. Es posible que en lo concerniente a sus camisas y al sentido de la
altivez y de los buenos modales Idaho ofenda la mirada, pero he descubierto,
señora Sampson, que en su fuero íntimo es impermeable a las manifestaciones más
indiscretas del delito y de la obesidad. Después de nueve años pasados en
compañía de Idaho, señora Sampson —concluí mi argumento—, me repugnaría
acusarlo y me repugnaría comprobar que lo acusan.
—Es sumamente plausible de parte suya, señor Pratt —dijo
la señora Sampson—, que se obnubile en defensa de su amigo, pero eso no
modifica el hecho de que me ha formulado propuestas tan impertinentes como para
vilipendiar el enardecimiento de quien se considera una dama.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—. ¡El bueno de Idaho procedió
así! Antes lo hubiese creído de mí mismo. Con excepción de una sola cosa, nunca
me enteré de nada que lo convirtiera en culpable de vituperio: la responsable
fue una nevisca. En aquella oportunidad, cuando estábamos bloqueados por la
nieve en las montañas, Idaho fue presa de una suerte de poesía espuria y procaz
que quizá haya corrompido su comportamiento. —Efectivamente —confirmó la señora
Sampson—; desde el momento mismo en que lo conocí me ha estado recitando un
montón de poemas irreverentes compuestos por una persona a quien él llama Rubia
Yat y que no es mejor de lo que debiera, si se tiene en cuenta la clase de
poesía que escribe.
—Entonces Idaho ha conseguido un nuevo libro, porque el
que tenía era de un individuo que usaba el nom de plume Hornero K. M.
—Hubiera sido preferible que se aferrara a él —dijo la
señora Sampson—, sea quien fuere. En la actualidad ha llegado al colmo. Me
envió un ramo de flores acompañado por una esquela. Bien, señor Pratt, usted es
capaz de reconocer a una dama cuando la ve y además no ignora qué lugar ocupo
en la sociedad de Rosa. ¿Cree por un instante que me internaría en los bosaues
en compañía de un hombre con un jarro de vino y una hogaza de pan y que andaría
brincando y cantando bajo el follaje con él? En las comidas tomo un poco de
clarete, es cierto, pero no tengo por costumbre irme con un jarro de clarete a
los matorrales y armar un alboroto infernal de esa índole. Y, por supuesto, el
señor Green habría llevado consigo su libro de versos. Así lo dice en la
esquela. ¡Que se vaya solo a hacer esas escandalosas francachelas! ¡O que
invite a su querida Rubia Yat! Tengo la seguridad de que no protestaría, a
menos que fuese para quejarse de que hay demasiado pan. Bien, señor Pratt, ¿qué
opina de su caballeresco amigo?
—Bueno —respondí—, es posible que esa invitación de Idaho
sea algo así como una poesía y que no se propusiese agraviarla. Acaso pertenece
a la clase de composiciones que llaman alegóricas. Ofenden a la ley y al orden,
pero pueden exhibirse públicamente en los puestos donde se venden periódicos
con el argumento de que significan algo que no está explícito. Me sentiría muy
feliz, en consideración a Idaho, si usted pasara por alto este asunto —dije—. Y
ahora erradiquemos nuestras mentes de las inferiores regiones de la poesía para
ascender a los planos más elevados de los hechos y de la imaginación. En una
tarde tan hermosa como ésta, señora Sampson, debemos procurar que nuestros
pensamientos se desenvuelvan concomitantemente. Aunque aquí el tiempo está
templado, nos es preciso recordar que en la línea ecuatorial la zona de hielos
perpetuos se halla a una altura de unos cinco mil metros. Entre las altitudes
de 40 y 49 grados, ese nivel debe ubicarse entre mil quinientos y tres mil
metros, aproximadamente.
—¡Oh, señor Pratt —exclamó la señora Sampson—, es tan
gratificante escucharlo exponer esos hermosos hechos después de haber recibido
una conmoción tan grande por culpa de la poesía de esa descarada rubia!
—Sentémonos en este tronco a la vera del camino —invité—
y olvidemos la inhumanidad y la desvergüenza de los poetas. La belleza debe
buscarse en las gloriosas columnas de hechos establecidos y de medidas
legalizadas. En este tronco en el cual estamos sentados, señora Sampson, las
estadísticas son más maravillosas que cualquier poema. Sus anillos permiten de
terminar que tiene sesenta años de edad. A una profundidad de unos setecientos
metros se convertiría en carbón en un lapso de tres mil años. La mina de carbón
más profunda del mundo se halla en Killingworth, cerca de Newcastle. Un cajón
de un metro treinta de longitud, un metro de ancho y ochenta centímetros de
profundidad puede contener una tonelada de carbón. Si se corta una arteria,
aplique un torniquete más arriba de la herida. La pierna de un hombre tiene
treinta huesos. La Torre de Londres se incendió en 1841.
—Prosiga, señor Pratt —reclamó la señora Sampson—. ¡Sus
ideas son tan originales y consuelan tanto! Creo que las estadísticas son
exactamente tan encantadoras como deben ser.
Pero hasta dos semanas más tarde no obtuve todo lo que
Herkimer me tenía reservado.
Una noche me desperté al escuchar que la gente gritaba
“¡Fuego!” desaforadamente. Salté de la cama, me vestí y salí del hotel para
disfrutar del espectáculo. Cuando vi que se trataba de la casa de la señora
Sampson proferí una especie de aullido y llegué allí en dos minutos.
La planta baja íntegra era presa de las llamas y toda la
población masculina, femenina y canina de Rosa es taba en el lugar chillando,
ladrando y poniéndose en el camino de los bomberos. Lo vi a Idaho tratando de
desprenderse de seis bomberos que lo sujetaban. Le decían que toda la planta
baja estaba ardiendo y que nadie podía entrar y luego salir con vida.
—¿Dónde está la señora Sampson? —pregunté.
—No se la ha visto —replicó uno de los bomberos—. Duerme
arriba. Tratamos de entrar pero no podemos y nuestra dotación todavía carece de
escaleras.
Me acerqué rápidamente a la luz que emanaba del inmenso
fuego y extraje el Manual de un bolsillo interior. Emití algo parecido a una
risa cuando mis manos entraron en contacto con el volumen; admito que es taba
un tanto fuera de mí a causa de la excitación.
—¡Rápido, querido y viejo amigo! —le dije al Manual
mientras daba vuelta febrilmente sus páginas—, hasta ahora jamás me has mentido
y nunca me dejaste abandonado en un atolladero. ¡Dime qué tengo que hacer,
viejo amigo! ¡Dímelo!
Llegué a la sección “Qué hacer en caso de accidentes” en
la página 117. Recorrí las líneas con el dedo y encontré lo que necesitaba. ¡El
bueno y viejo Herkimer jamás pasaba nada por alto! Estas eran las instrucciones:
Sofocación provocada por inhalar humo o gas. No hay nada
mejor que la linaza. Coloque unas pocas semillas en el ángulo externo del ojo.
Guardé el Manual en el bolsillo y atrapé a un muchachito
que pasaba corriendo.
—Toma —le dije al tiempo que le entregaba dinero—, ve a
toda carrera a la botica y tráeme un dólar de linaza. Apresúrate y cuando estés
de regreso habrá otro dólar para ti. ¡La señora Sampson —proclamé a
continuación ante la multitud allí congregada— muy pronto estará con nosotros!
Acto seguido me desembaracé de mi saco y de mi sombrero.
Cuatro individuos, entre bomberos y simples ciudadanos,
me sujetaron. Sostenían que penetrar en la casa significaba una muerte segura
porque los pisos estaban empezando a desmoronarse.
—¿Cómo diablos suponen que puedo colocar linaza en un ojo
sin tener ese ojo a mi disposición? —grité, riendo un poco, aunque sin sentirme
demasiado seguro.
Clavé cada uno de mis codos en la cara de un bombero,
propiné un puntapié en la canilla a uno de los ciudadanos y derribé a otro con
un revés. De inmediato me introduje precipitadamente en el edificio. Si me
muero primero, le escribiré una carta y le diré si allá abajo se está mucho
peor que dentro de esa casa amarilla; pero todavía no lo crea. Yo estaba mucho
más cocido que el pollo hervido que se consigue en los restaurantes cuando uno
pide que se lo sirvan lo más rápido posible. El fuego y el humo me derribaron
dos veces y ya estaba a punto de cubrir de vergüenza a Herkimer cuando los
bomberos acudieron en mi ayuda con su chorrito de agua y así conseguí llegar a
la habitación de la señora Sampson. Se había desmayado por efectos del humo; la
envolví en las ropas de cama y me la coloqué sobre el hombro. Bien, los pisos
no estaban en tal mal estado como se decía porque en caso contrario jamás
podría haber hecho lo que hice. La transporté hasta una distancia de unos
cincuenta metros de la casa y la deposité sobre el pasto. Entonces, por
supuesto, todos y cada uno de los otros veintidós que suspiraban por la mano de
la dama se apiñaron alrededor munidos de recipientes de hojalata llenos de
agua, dispuestos a revivirla. En ese momento llegó a la carrera el muchachito
con la linaza.
Quité las mantas que cubrían la cabeza de la señora
Sampson. Abrió los ojos y dijo: —¿Es usted, señor Pratt?
—Ssssss —fue mi respuesta—. No hable hasta que le haya
aplicado la medicina.
Le rodee el cuello con un brazo y le levanté la cabeza
suavemente mientras con la mano que me que daba libre rompía el paquete de
linaza. Entonces, me incliné sobre ella y, con tanta destreza como me fue
posible, le introduje tres o cuatro semillas de lino en el ángulo externo del
ojo.
Para ese entonces llegó al galope el médico del pueblo,
dio un resoplido, tomó el pulso a la señora Sampson y quiso saber qué cosa
malditamente disparatada estaba haciendo yo.
—Bueno, esto es jalapa y semillas de roble de Jerusalén
—le informé—. No poseo título habilitante, pero de todos modos pongo a su
disposición la autoridad en la cual me fundamento.
Me alcanzaron el saco y extraje el Manual.
—Mire en la página 117 —aclaré— donde se in forma cuál es
el remedio para la sofocación provocada por humo o por gas. Linaza en el ángulo
externo del ojo, explica. Ignoro si actúa de modo tal que elimina el humo o si
hace entrar en acción el complejo nervioso hipopótamo gástrico, pero Herkimer
lo aconseja, y a mí me llamaron primero para atender este caso. Si usted desea
que hagamos una consulta, no tengo ninguna objeción.
El viejo médico tomó el libro y lo miró con ayuda de sus
anteojos y de la linterna de un bombero.
—Bien, señor Pratt —afirmó—, evidentemente usted se
equivocó de párrafo el hacer su diagnóstico. La receta para la sofocación es
ésta: “Sacar al paciente al aire libre lo más pronto posible y colocarlo en una
posición reclinada”. La linaza es el remedio aconsejado para “Polvo y cenizas
en el ojo” y está en el párrafo de arriba. Pero, después de todo…
—Escuchen —interrumpió la señora Sampson—, creo que tengo
algo que decir en esta consulta. Esa linaza me mejoró mucho más que cualquier
otra medicina que haya usado jamás.
Levantó la cabeza, volvió a apoyarla en mi brazo y dijo:
—Ponme un poco en el otro ojo, querido Sandy.
Por lo tanto, si mañana o cualquier otro día usted hace
un alto en Rosa, verá una casa amarilla nueva y hermosa y a la señora Pratt
—anteriormente conocida como señora Sampson— embelleciéndola y ornamentándola.
Y si usted penetra en esta morada, advertirá sobre la mesa recubierta de mármol
que se halla en el centro de la sala el Manual de Herkimer sobre Información
Indispensable, recién encuadernado en tafilete rojo y listo para ser consultado
sobre cualquier asunto concerniente a la felicidad y a la sabiduría humanas.
O. Henry
O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y
cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de
junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su
admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la
expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre,
Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre
murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela
paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la
escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle
Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío
suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a
Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a
la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió
español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia
adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva
hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The
Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por
malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston,
donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en
relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans
y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a
regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió
entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año
siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que
cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres
años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O.
Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que
sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho
pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes.
Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia,
Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias
en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio
ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez
precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo
abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue
enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter,
murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor
el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.