EL CHIVO DE LAS ULIARTE (Carta)
Querida comadre:
Esto lo escribo para usted, que espero que San Cayetano
no me la desproteja y que ande bien de salud, igualmente de amores. . . con su
marido, ¡por supuesto!, como también ruego que esté sanito mi ahijado que ya
veré crecidito y emplumándose por los encuentros delanteros y, de ser así las
cosas, andará hondeando palomitas. Si de esos afanes se ocupa, aflójele la
rienda. Déjelo que aprenda a hacer buen uso de lo que Dios le dio para
diferenciarlo de las mujeres, por nos libre el Cristo de Renca de que le suceda
lo mismo que al personaje del verídico que le voy a contar.
A lo que sigue me lo contó un "don" ¡hace años!,
un día íbamos en sulqui ya no me acuerdo donde.
Se dio en oportunidad que comentaba el próximo casamiento
de un familiar , un solterón mas desabrido que caldo de choclo, cumplidor de
los diez mandamientos, muy especialmente del sexto, solterón que a la fecha no conocía
el rastro de cabra, que jamás hizo trotar la vizcacha, es decir que llegaba
inexperto y casto al matrimonio, igualito que don Virgencita, Su Señoría.
Disculpe, comadre, no me tome por zafado y boca suelta.
Si hay alguien a quien respeto es a usted, ¿sabe... ?
El caso es que para el lado del Bajo, póngale San
Vicente, La Concepción o en Las Toscas, para el caso es igual, vivían en santa paz
tres niñas, pero de las "niñas" de antes, de esas mujeres mas maduras,
que alguna vez merecieron varón que les echara una zancadilla entre los yuyos,
lo que nunca ocurrió, y se quedaron para vestir santos en lugar de vestir niños.
Estas abajeras, conocidas como las Niñas Uliarte, un
tranco antes de la vejez, por miedo a la soledad se amucharon en un rancho de
cierta jerarquía campesina, revocado con cal y con cocina de fierro.
Dado su condición y forzada virtud el cura de San Pedro
las nombro algo así como fideicomisarias de una Virgen del Carmen, no de las de bulto,
sino de las vestidas. Un típico exponente de la imaginería criolla.
¡Viese como se amuchaba la gente en ese rancho en ocasión
del mes de María! Las dueñas dirigían las devociones durante ese lapso.
Se desempeñaban como sacerdotisas vicarias del cura
italiano de San Pedro.
Para el día de la Inmaculada que usted bien sabe,
comadre, cae el 8 de diciembre, una vecina les regalo un cabrito de la parición
reciente, blanquito, bonito y gordito, para que con su carne pascuasen en la
Navidad cercana.
_ Llego la fecha y las Niñas Uliarte, ¡tantísimamente buenas!,
de corazón más blando que miga de pan recién horneado, llegado el momento no se
animaron a cortarle el pescuezo al animalito.
— ¡Pobrecito! Mejor lo criamos.
Eso dijo una y las otras asintieron. Dicho y hecho.
Durante unas semanas le dieron leche con una mamadera improvisada, trabajo que
fueron dejando a medida que el cabrito comenzó a pastear. El animal comenzó a
crecer mansito, mimoso y querendón. Para suerte de todos los perros de la casa
lo aceptaron como a un camarada mas.
Las Niñas Uliarte estaban más que satisfechas. Creían
honradamente haber hecho una obra de bien que les seria recompensada por el Supremo
Juez y con ello amortizarían algún comprensible y cándido mal pensamiento.
Como es natural al niño de la casa pronto comenzaron a asomarle lo cuernitos. Y al llegar el
noviembre siguiente festejaron su natalicio regalándole un cencerro. Se lo
ataron el cogote muy emocionadas con un lacito de cuero crudo mandando a trenzar
especialmente. Para la ocasión los cuernitos se estaban convirtiendo en astas.
Pocos meses más, para asombro de sus dueñas, poco restaba
de aquel cabrito, blanco y tierno como el cordero pascual, dado que comenzó a
remanecer en un chivato garboso, medio confianzudo, que de puro macho y carismático
acaudillaba a los perros. Cuando ladraban, ese taita los apoyaba con un balido
ecudo, resonante, mismo que pitara tabaco criollo.
¡Chivo lindo e inteligente! Le faltaba hablar para ser
cristiano.
Vea, mi comadre, si en lugar de un meee... ! hubiera ,
por ejemplo, balado algún sonido parecido a "mama" , le juro que las
Niñas Uliarte le hubieran consultado al cura si era licito bautizarlo. Como no
todo es virtud y belleza, algo de olor chivatuno comenzó a desparramar.
Para aplacar un poco el tufo todas las mañanas y cuando recibían
visitas lo rociaban con agua de albahaca. Se lo trataba como al hombre de la
casa.
¡Viese las barbas que echo! Sin querer faltarle el
respeto a las Sagradas Escrituras, creo que el mismísimo patriarca Abraham se
las hubiera envidiado. Y ya que andamos por el Antiguo Testamento, si el chivo
hubiera tenido mujer, - ¡perdón!-, quise decir cabra, su descendencia hubiera
sido tan numerosa que cerros enteros habrían estado cubiertos por caprinos
blancos. A tal patriarcal atributo se lo peinaban todos los días. En los
domingos, en las fiestas de guardar y en los días patrios se las enrulaba con
una pinza de alzar brasas prudentemente calentada al rescoldo. No exagero,
comadre. El amor es ciego usted sabe muy bien, mi cuma. Se comprende con solo
mirarle la cara a su marido... y ¡disculpe!
El tiempo fue pasando. A un año siguió otro, y otro, y
otro. . . las Niñas Uliarte comenzaron a envejecer en serio y el animal, si
bien comido y tratado, siete noviembres no le habían pasado en vano. Un chivo
de esa edad, disimule la mala comparanza, es más o menos como un hombre de
cincuenta años. (Vea qué casualidad: la misma edad del pariente de mi compañero,
el que iba a casoriarse. Ese que no conocía lo que le dije al principio.)
A pesar de esa vida regalona y bien aforrada, casi todas
las tardes, al caer la oración, se echaba bajo un tala grande que había cerca
de las casas, y se quedaba pensativo, como filosofando. Las niñas al verlo así
se afligían, preguntándose preocupadas qué le pasaría al mimoso.
Si el chivo les hubiera podido explicar, cosa que al
parecer intentaba porque las olisqueaba tupido y a veces las cargoseaba
dándoles hocicazos cerca de las partes femeninas, que el tenía una añoranza,
una necesidad que le nacía de muy adentro, y que muchas noches en sus sueños se
le aparecían cabritas saltarinas que retozaban entre los poleos, las matas de peperina
o de yerba buena y todas las flores fragantes que hay en el campo, que se le
arrimaban y refregaban su cuerpito tibio en sus paletas o en el costillar.
Intentaba
franquearse con las niñas, pero era nada más que un
chivo. Le brotaba solo un ¡meee. . . ! lastimero y en el que había algo del bufido
del toro de aspas caidas, el marido do todititas las vacas do los cercos.
iViese qué torazo y que manera de ejercer! ¡Era de
admirar, mi cuma, como se comportaba con las vacas! Un día le tocaba a una y el
otro a otra, y las vaquitas muy satisfechas y ¡meta parir terneritos. . .! El chivo
observaba los ejercicios amatorios del toro y en sus ojos aparecía algo como un
ramo do envidia. Las niñas lo advirtieron.
Usted que es mujer sabe que el hembraje es como rayo para
pialar esas situaciones. Entonces cuando calculaban que el toro se iba a poner
atropellador porque alguna esposa le menudeaba las ancas cerca del hocico,
encerraban al regalón para que no recibiera malos ejemplos y no tuviera de esos
pensamientos de juventud que acarrean remordimientos de conciencia.
Si, comadre, si... El chivo cincuentón y virgo siguió
envejeciendo, pero las cabritas de sus sueños no. Hasta se había puesto más arrempujadoras
y se le acostaban una de cada lado, mordisqueándole las orejas. Cuando eso sucedía,
el chivo se levantaba muy nervioso y, enderezándose sobre las patas traseras, ponía
las delanteras sobre el pecho de las niñas. Estas buenas mujeres se entumecían
al verlo tan cariñoso para saludar y dar los buenos días.
Mi cuma, dejemos a un lado la afectividad filial para con
las patronas y seamos claros en cuanto al problema existencial del patriarca.
Entiéndame bien: nunca, nunca, nunquita, jamás de los jamases, ese varón, no
digo olido, ni siquiera visto una cabra de carne y hueso.
Rengo, rengo, pero vengo. . ., como se dice. Al final
todo se da y lamentablemente hasta la muerte. Si me llega a mi primero le encargo
una novena. No se olvide.
Ocurrió que una tarde un paisano del lado de El Medanito,
en una época do seca y en busca de mejores pasturas, venia arreando por el
camino una majadas de chivas tan flacas que se les podía contar las costillas.
Se semejaban al arpa del maestro Maldonado, ese amigo mío de Las Tapias, al
casado con la señora Jorja, esa doña del Pozo de la Pampa. El padrillo consorte
de la tal majada era un desvencijado chivato que de puro viejo y averiado ya había
perdido un cuerno. De tan arruinado que estaba era el último de aquella procesión.
¡Qué no le digo que el tal arreo de andrajos venia en
derecera de la casa de las Niñas, meta balar de hambre y levantando nubes de guadal
justito a la hora en que nuestro chivo solterón filosofaba bajo el tala. Cuando
vio el tierral, sintió el tropel y, sobre todo, cuando escuchó los balidos, se
le hizo un nudo en la garganta. Se enderezó bravío y paro las orejas. También pestañeo
fuerte y medio le entro un mareo o cosa parecida, mas enseguidita se repuso.
Mismito semejaba un centinela alertado por el toque del clarín.
El arreo se acercaba cada vez más. El tierral se espesaba
y los balidos se escuchaban claritos como el canto del gallo a la madrugada.
El filósofo abandono sus pensamientos y tranqueo hasta un
bordo para divisar mejor esa inesperada novedad. Allí carraspeó para componer
el gañote que se le había resecado de golpe, porque sospechaba que algo
importante venia llegando.
Cuando los viajeros estaban como a una cuadra, el corazón
del chivo entro a corcovear y a la distancia de un tiro de piedra las
distinguió, ¡vaya si las vio!, y conoció por vez primera, no a las
cabritas de sus sueños, si no a las mendigas del arreo,
pero cabras al fin. ¡Peor era chupar arena!.
Luego el viento le trajo un aroma que lo aflojo, lo
desvencijo por dentro.
¡Cuanto asombro! ¡Qué alegría! ¡Que emoción!
Balo fuerte, pero tan fuerte, que las niñas muy
sorprendidas salieron en tropel a averiguar qué pasaba. Lo capujaron en el
acto. Y, cosa rara, cuma, a ellas, a las tres, se les amontonaron de golpe aquellos
pensamientos que en sus lejanas juventudes solían tener cuando veian pasar a algún
criollo joven y bien montado. De a una comenzaron a exclamar implorantes:
—¡Santo Dios!
—¡Santo Fuerte!
—¡Santo inmortal!
—Libranos Señor de todo mal!—, corearon las tres .
Vieron rondar alrededor del regalón al fantasma de la tentación.
Esperaron que ocurriera un milagro. Que, por ejemplo,
apareciera San Jorge, santo jinetazo, y que desde su zaino con la lanza
atravesara al Maligno. Una, la más renitente, suplicó
—¡Jesús te detenga, Satanás!—
Mientras, ese arreo ya pasaba frente a las casas.
Entonces sucedió lo increíble. El regalón, el chivo de las Niñas, con una agilidad
y fuerza desconocidas, salté de un brinco el cerco de ramas y se acercó
resuelto a las viajeras con intenciones muy claras. Horrorizadas las santas
mujeres observaron que el macho de la majada no salía a defender sus derechos
conyugales. Despavoridas se persignaron porque el adulterio era inevitable.
El chivo se acercó a la cabra que tenia más cerca y la
entró a olfatear desde el hocico hacia atrás: cabeza, cogote, arpa del
costillar, ancas y . . ., al llegar al encuentro trasero, justito en el lugar
donde Dios tajea el sexo a los animales hembra de cuatro patas, no se sabe ni
se sabrá nunca si el chivo, acaso por acostumbrado al agua de albahaca, le
desagradó y asqueó el perfume que de allí salía o de lo contrario —lo que mucho
colegimos— le gustó y ¡muchísimo!.
El hecho es que el recio varón de las Niñas Uliarte ahí nomás
blanqueo los ojos, echó la cabeza para atrás, se guastó al suelo, estiró las
patas y, sin decir ni siquiera un ¡meee. . .! quedé seco, muerto, ni que un
rayo lo hubiera partido. Así de grande y repentino fue elsincope que le dio de
purita emoción.
¡Lo que es el destino!
Reciba saludos de su compadre que mucho la estima.
José María Castellano
-1986-