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coitum non ost omnia animal triste
—El padre de Melibea: ¡Desdichada, te dejaste seducir por
Calixto! ¿No pensaste que después
sentirías rabia, vergüenza y hastío?
—Melibea: nosotras las mujeres sentimos la rabia, la
vergüenza y el hastío no después sino
antes.
Marco Denevi
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13 de junio de 2022
Post coitum non ost omnia animal triste, Marco Denevi
12 de junio de 2022
Un altruista, Marco Denevi
Un altruista
Shylock practica la usura para que sus clientes no
añadan, a la deuda en dinero, la otra deuda, la más pesada de todas: la
gratitud.
Marco Denevi
11 de junio de 2022
Versión bárbara de Tristán e Isolda, Marco Denevi
Versión bárbara de Tristán e Isolda
Lo que transcribo lo escuché de labios de don Idarcielo
Poli, comisario de La Magdalena, una tarde del otoño de 1912. En ese relato
creo descubrir una última versión (o quizá la primera, la verdadera, la
anterior a la leyenda, a la poesía y a la música, a Gerbert de Montreuil y al
hiperbólico Wagner) de los amores de Tristán e Isolda. Para facilitar las
analogías (es el oficio de los historiadores), al peón lo llamo El Triste; a la
mujer, La Rubia (seguramente era morena) y al Marke criollo, don Marcos.
Hace un par de años -me dijo Don Idarcielo- a ese
hombre, así como usted lo ve, le aconteció una cosa fiera. Resulta que
descubrió que su mujer, La Rubia andaba con amoríos con un peón de apelativo El
Triste. Don Marcos le hundió un fierro al sotreta y a la indigna la echó de la
estancia. Todos estuvimos dé acuerdo en que había
procedido como cuadra a un varón de ley. Por eso y porque don Marcos es el jefe
político de La Magdalena no le pregunté ni por la salud del Triste. A la que,
por pura formalidad, sometí a interrogatorio fue a la Rubia. ¿Y a que usted no
sabe con qué me salió? Con que la culpa no la tenían ni ella ni el Triste sino
un brebaje que habían tomado y que contra su voluntad les produjo el
enamoramiento. ¿Quién preparó ese brebaje? Le pregunté. «Para mí que mi
marido», me contestó. «Andaba queriendo deshacerse de mí y entonces nos hizo
tomar a los dos esa bebida para que nos enamorásemonos y nos escapáramos
juntos. Pero El Triste, que era un hombre leal, fue y se lo conto a mi marido.
Asi que mi marido no tuvo otro remedio mas que matar a ese infeliz».
Marco Denevi
10 de junio de 2022
La lección de la historia, Marco Denevi
La lección de la historia
A su vuelta de Tierra Santa los Cruzados para implantar
la moda de los baños turcos difundieron las bubas de la peste negra.
Y ahora nosotros somos los apestados.
Marco Denevi
9 de junio de 2022
Génesis, Marco Denevi
Génesis, Marco Denevi
Con la última guerra atómica, la humanidad y la
civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En
cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave
espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante
mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar
por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se
volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño, su horror se transformó en un
vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo
amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se
perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba
que volviese. Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las
plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en
un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un
lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo
mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
- Eva, -contestó la joven - ¿Y tú?
- Adán.
Marco Denevi
8 de junio de 2022
Teoría sobre el pecado original, Marco Denevi
Teoría sobre el pecado original
Según el heresiarca Pórpulus (?-473), quien por defender
esa teoría fue condenado a la condición de personaje apócrifo, el pecado
original consistió en la incorporación de la espiritualidad a la sexualidad (de
ahí el súbito pudor de Adán y Eva por la desnudez), con lo que el amor humano
se independizó de la mera procreación y le disputó su sitio al amor divino.
Dios se puso celoso.
Marco Denevi
7 de junio de 2022
Génesis, Marco Denevi
Génesis, Marco Denevi
Con la última guerra atómica, la humanidad y la
civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En
cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave
espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante
mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar
por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se
volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño, su horror se transformó en un
vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo
amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se
perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba
que volviese. Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las
plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en
un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un
lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo
mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
- Eva, -contestó la joven - ¿Y tú?
- Adán.
Marco Denevi
14 de septiembre de 2020
La reina virgen, Marco Denevi
La reina virgen
He sabido que Isabel I de Inglaterra fue un hombre disfrazado de mujer. El travestismo se lo impuso la madre, Ana Bolena, para salvar a su vástago del odio de los otros hijos de Enrique VIII y de las maquinaciones de los políticos. Después ya fue demasiado tarde y demasiado peligroso para descubrir la superchería. Exaltado al trono, cubierto de sedas y de collares, no pudo ocultar su fealdad, su calvicie, su inteligencia y su neurosis. Si fingía amores con Leicester, con Essex y con sir Walter Raleigh, aunque sin trasponer nunca los límites de un casto flirteo, era para disimular. Y rechazaba con obstinación y sin aparente motivo las exhortaciones de su fiel ministro Lord Cecil para que contrajese matrimonio aduciendo que el pueblo era su consorte. En realidad estaba enamorado de María Estuardo. Como no podía hacerla suya recurrió al sucedáneo del amor: a la muerte. Mandó decapitarla, lo que para su pasión desgraciada habrá sido la única manera de poseerla.
Marco Denevi
De Falsificaciones (1966)
13 de septiembre de 2020
El maestro traicionado, Marco Denevi
El maestro traicionado
Se celebraba la última cena.
—¡Todos te aman, oh Maestro! —dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
—Ya sé quién es —exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Pero es el único —prosiguió el que había hablado primero— Y para probártelo diremos a
coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres y
gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y cada
uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle, y libre de remordimientos, consumó su traición.
Marco Denevi
De Falsificaciones (1966)
12 de septiembre de 2020
Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, Marco Denevi
Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, Marco Denevi
Doña Juana, hija de los Reyes Católicos, había heredado de su abuela materna doña Isabel de Portugal el arrebato fantasioso y la ensoñación lunática, y de su otra abuela, doña Juana Enríquez, cuyo nombre de pila llevaba, la terquedad de mula. De ambas vertientes de la sangre vino a resultar una doncella tan empecinada en sus imaginaciones que no había forma de quebrantárselas.
Cuando cumplió los quince años sus padres decidieron casarla, porque el primogénito, el infante don Juan, era muy distraído de salud y en cuanto se descuidara podía cometer el traspié de morirse, de modo que había que apercibir a doña Juana para futura reina. Pero una reina siempre en la luna de los sueños de qué le serviría a Castilla, de qué a Aragón y a los trescientos señoríos sufragáneos sin contar las Indias Occidentales a punto de ser descubiertas por el genovés. Se confió en que el matrimonio y la maternidad la harían bajar a tierra. Y si aún así persistía en sus fantasiosidades iba a necesitar un marido que lidiase él solo con el león de la guerra, con el lobo del gobierno y con el zorro de la política.
Correos secretos fueron despachados a todos los reinos de la civilización portando mensajes que mezclaban el ofrecimiento de la mano de doña Juana, la garantía de que el infante don Juan no tenía para mucho y un inventario fabuloso de las Indias Occidentales. Los candidatos proliferaron. Los protocolos, las etiquetas y costumbres de entonces querían que cada candidato enviase, junto con la petición de mano, su retrato pintado del natural, que los Reyes Católicos, asistidos por inquisidores de Segovia, por sabios de Salamanca y por nigromantes de Toledo, examinaron uno por uno en una cámara del castillo de Valladolid, a escondidas de doña Juana para que la ilusa no se dejase engañar por alguna pintura de embeleco y después quién la desengañaría.
Varios postulantes fueron rechazados sin miramientos: un vástago del rey Tudor porque aunque lo habían pintado con bigotes se notaba que era un niño de no más de siete años; el nieto del duque de Borgoña porque su figura adolecía de penurias de masculinidad, dato confirmado por el embajador aragonés ante la corte de Capeto; cierto príncipe de Calabria y de las Islas Eolias, un joven muy guapo y muy simpático, porque junto con el cuadro llegó un aviso de que se trataba de un impostor napolitano; un duque de Iliria y otro de Transilvania porque eran dos viejos ya retirados del servicio del amor, el zarevich de Rusia porque en aquel bárbaro país todavía no prosperaba el arte pictórico y lo que se vio en el retrato espantó a todos, y el conde palatino de Magdeburgo porque cuando se lo escrutó a medianoche y a la luz de una antorcha, que es como un retrato revela el alma del retratado, se advirtió que ese teutón no creía en la virginidad de María.
Finalmente llegó en un gran marco dorado y labrado la efigie de Felipe, hijo del emperador Maximiliano de Austria y rey él mismo de los Países Bajos. La claridad del día lo descubrió muy apuesto y de virilidad testaruda. Indagado a medianoche al resplandor de la antorcha, le averiguaron prendas de espíritu que lo sindicaban como un marido ideal para doña Juana: abundaba en valor, en prudencia y en frialdad de ánimo, ignoraba la lujuria y la glotonería, era modesto, sensato y poco amigo de acicalarse, y rehusaba todo género de devaneos mentales. El único defecto que confesó fue cierto gusto por la zafadurías de vocabulario y quizá un poco de brutalidad escueta para el amor, pero no eran vicios graves. En compensación, rebosaba de fe cristiana. Los Reyes Católicos ahí mismo dieron por concluido el desfile de candidaturas.
A la mañana siguiente el retrato, velado con un terciopelo carmesí, fue conducido por dos pajes hasta la presencia de doña Juana. Lo precedía una tropa de camareras de palacio y lo seguía un cortejo de músicos vihuelistas. Detrás venían los nigromantes, luego los sabios y después los inquisidores. Cerraban la marcha los reyes entre dos maceros. Cuando quitaron el paño y la estampa de Felipe apareció en sus trazos graciosos y en sus tintes encendidos, doña Juana miró e incontinenti se desvaneció, prendada de golpe y para siempre de la hermosa figuración. Una hora le perduró el desmayo, que ella ocupó en soñarse unos amores fogosos con aquel mancebo. Al recobrar el sentido ya estaba tan extraviada en sus quimeras que nunca más saldría. Un mes más tarde se celebraron las bodas.
Felipe no era ni la mitad de hermoso de como lo declaraba el óleo, y tenía el alma usurpada por la crueldad y el orgullo. Añadía costumbres disolutas y una indiferencia religiosa fronteriza de la apostasía. Sus súbditos lo apodaban Felipe el Diablo, mote que jamás pronunciaron en voz alta ni baja por temor de que los mandara callar la horca. Si hoy estas tardías páginas traen a la luz un secreto guardado en el corazón de aquella gente es porque la Literatura sabe lo que la Historia ignora.
Las disidencias entre Felipe el Diablo y el Felipe del retrato piden una explicación. Autor de la engañifa o más bien su servil ejecutor fue Jan van Horne, de Heinault, que cuando joven había aprendido en Italia, en el taller florentino de micer Paolo Ludovisi, el arte de la pintura fraudulenta, habilidad que a su regreso a Flandes le valió fama y dinero, porque en sus retratos los viejos se rejuvenecían, los feos y deformes se hermoseaban y los tontos parecían inteligentes; los canallas, santos, y los perversos, ángeles.
Pero cuando Felipe le contrató los pinceles para el cuadro que enviaría a España y le previno que de su talento dependían dos cosas, el matrimonio del retratado y la cabeza del retratista, Jan van Horne se espantó. Es que ni el venerable micer Paolo, que una vez había hecho el retrato de un feroz ajusticiado y lo había vendido con el título de “Adonis muerto por el jabalí”, habría sido capaz de sobreponerse al aire crapuloso que difundía Felipe. Para salir del paso recurrió a una estratagema. Durante todo el tiempo que le llevó la fabricación del engaño miraba con un ojo aquella cara de perversidad irrebatible y le corregía las medidas y las proporciones, mientras con el otro ojo miraba la cara de un soldado que montaba guardia a la puerta del aposento, y fue gracias a ese estrabismo que el retrato de Felipe saldría airoso, en Valladolid, de la prueba de la antorcha.
Los Reyes Católicos no demoraron en advertir la estafa, pero ya era tarde para cualquier enmienda. Encima se les murió el primogénito. Enemistad y discordia hubo entre suegros y yerno, y se dice que los disgustos urgieron el acabamiento de la reina, quien aún finada tenía una expresión de contrariedad, y le aconsejaron al rey renegar de la viudez y casarse con Germana de Foix en procura de un heredero que le disputase al flamenco el doble trono, pero la edad le estropeó esos planes.
En cambio doña Juana nunca se dio cuenta de la superchería. El día en que conoció a Felipe lo vio tal como lo había visto en la tela patrañosa de Jan van Horne, y así bello y de alma cristalina siguió viéndolo por todo el resto de su vida, siempre joven, con la misma sonrisa seráfica y la misma barba rubia cuidada, tan hermoso de carnes y tan angélico de alma que el amor que sentía por él, lejos de amenguarse, crecía como la mar océano y le poblaba las orejas de unos pulsos de fiebre. La más tímida insinuación de que su marido divergía ligeramente de la pintura la atribuía ella a la envidia y a los celos y le provocaba accesos de cólera con lágrimas y temblores como de tercianas. Ni sus padres consiguieron deslunarla, menos aún los cortesanos. Y entre tanto Felipe la tenía todo el tiempo hinchada con un embarazo tras otro mientras él se dilapidaba en juergas adúlteras.
Cuando, muertos sus progenitores, doña Juana subió al trono, lo primero que hizo fue mandar que a su marido lo llamasen Felipe el Hermoso, bajo pena de cortarle la lengua y la mano derecha a quien desobedeciese. Consagrada a los embarazos, puso todas las llaves y ganzúas del gobierno en manos de su consorte, quien consumó unas diabluras tan vehementes que en pocos años la prosperidad del reino quedó aniquilada. Las Indias Occidentales se salvaron gracias a que estaban ubicadas al otro lado de los abismos ptolomeicos.
En vano diputaciones de nobles y de obispos visitaban a doña Juana en el castillo de Valladolid, donde Felipe la mantenía reclusa con el pretexto de que el sol es malo para la maternidad, y le pedían de rodillas que intercediera ante el rey para que cesase en los pillajes, las matanzas, los sacrilegios y violación de doncellas. Doña Juana, entre parto y parto, les contestaba que esas eran calumnias. Mostrándoles el retrato fraguado por Jan van Horne, del cual no se separaba ni en el lecho, gritaba con ímpetu demente que un rey con aquel rostro de arcángel no podía ser el diablo que ellos decían porque eran todos unos traidores.
Saqueado por los desórdenes, murió Felipe a los veintiocho años de edad. Testigos dignos de crédito aseguran que aparentaba el doble. Todavía cincuenta años más tarde lo sobrevivió la reina, aunque no hubo forma de que contrajese la viudez. Al menor intento de que vistiera de luto refutaba que su marido no había muerto, y señalaba con el índice el retrato. Un día la encontraron difunta en el lecho frío, abrazada al óleo donde Felipe el Diablo era Felipe el Hermoso.