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3 de septiembre de 2018
2 de septiembre de 2018
1 de septiembre de 2018
31 de agosto de 2018
La sed, Isidoro Blaisten
La sed
El matrimonio A y el matrimonio B eran amigos. Todos los
viernes salían juntos. Conocían ya todos los cafés concert de San Telmo, ya
habían visto (recomendados o no) todos los espectáculos de la temporada, habían
asistido a todos los ballets desde el Bolshoi al Afrikano, ya habían visto
todas las compañías extranjeras (aun las de función pública) desde los Piccoli
de Podrecca hasta el Old Vic de Inglaterra, ya habían visto todas las películas
eróticas antes de que las sacaran de cartel, habían detectado hasta el último
restaurante que se pudiera abrir en la ruta dos, en la Panamericana y en el
camino a Pacheco, y ya habían comido pollo en todas sus formas posibles: con
guantes, con las manos, enterrado en el barro, metido en un nido de hornero,
sumergido en brasas, atravesado por una espada.
Una tarde, un viernes, el hombre del matrimonio A, al
cerrar la oficina y mientras pensaba que esa noche iba a invitar al matrimonio
B al restaurante de Florencio Varela donde se iba a comer vestido de gaucho y
con show de travestis, y pensaba en la sorpresa que se llevarían, porque
incluso pensaba no decirle nada ni a su propia mujer, esa tarde mientras
pensaba cómo la iba a gozar en el coche, porque iban a salir todos en el coche
de él, mientras pensaba cómo la iba a gozar cuando le preguntasen: "Pero,
che, dale, ya estamos llegando a la ruta dos", y la mujer del matrimonio B
dijera: "Pero ¿adónde vas?" y él dijese: "Calma, calma, Roma no
se hizo en un día", y su propia mujer iba a estar tiesa, orgullosa y
callada, porque si llegaba a hablar, si llegaba a demostrar impaciencia, él
pensaba que iba a sentir ganas de bajarla de un sopapo. Mientras pensaba todo
esto, el marido del matrimonio A sintió sed. Antes de ir a buscar el coche
dobló por 25 de Mayo y se detuvo en un bar. Al dejar su attaché sobre la única
mesita de la vereda pensó: "Este bar debe ser nuevo". Cuando vino el
mozo, pidió un gran balón de cerveza.
"¿Gran balón de la casa?" El le preguntó si
eran nuevos. Lo eran. Hacía cinco días que estaban, y la especialidad de la
casa era el gran balón. Y cuando el mozo se lo trajo y aun antes de beber,
todos los planes del señor A cambiaron. Todo lo que aconteció después fue
distinto. Toda la vida del matrimonio A y del matrimonio B tuvo otro cariz.
Incluso la forma en que los cuatro murieron, completamente imprevisible además,
tuvo su origen en el gran balón.
Las cosas pasaron así: el señor A vio el gran balón. El
gran balón que vio el señor A era el balón más grande que había visto en su
vida, y eso que el señor A había visto grandes balones. Era una especie de
ánfora de vidrio que medía más de medio metro de alto con dos grandes asas o
manijas.
Estaba montado en una tarima de goma como para conservar
la estabilidad y venía en una especie de carrito de heladera.
El señor A se paró, bebió un sorbo, tomó su attaché,
entró inmediatamente al bar, buscó al mozo, fue con él hasta la caja, el mozo
le presentó al dueño y él convino lo siguiente: esa noche irían dos
matrimonios, esa noche la única mesita de la vereda no tendría que estar
ocupada por nadie. Esa noche el mozo le diría: "¿Lo de siempre,
señor?", y traería cuatro grandes balones de la casa sin decir una
palabra. Así quedaron.
¿Adónde vamos hoy, querido?
Calma, calma, Roma no se hizo en
un día respondió el
señor A. Llamalos y deciles que vengan ellos acá.
En sendos coches partieron los dos matrimonios. La
consigna era seguir al coche del señor A. Previamente, en su casa, antes de
salir, el señor A habló mucho sobre los beneficios de la cerveza. La señora del
matrimonio B preguntó si era buena para el cutis. El señor A le explicó que un
cliente suyo, que era dermatólogo, le había contado, hoy justamente, que la
cerveza impedía el acné juvenil. Cuando su propia señora dijo que "la
cerveza engorda y las carnes cuelgan", el señor A la miró con odio y tuvo
ganas de hacerla callar de un sopapo. Cuando el mozo, después de darle la mano,
preguntó: "¿Cómo está usted, señor? ¿Lo de siempre?", al señor B se
le cayó el llavero del coche.
Cuando, ayudado por el dueño, que también había venido a
saludar al señor A, el mozo trajo las mesas rodantes con los cuatro grandes
balones y los pusieron junto a la única mesita, la señora del matrimonio A
alcanzó a decir: "Oia
". No
dijo más porque intuyó la
muerte en los ojos de su marido. Si al señor B no se le hubiera ocurrido decir:
"Grandes balones, eh. Un poco más chicos de los que tomamos el otro día.
¿Te acordás, querida?", y si la señora del señor B no hubiera respondido
"cierto", seguramente todo hubiera sido distinto. El señor A se
levantó bruscamente: "¿Dónde?", preguntó. "¿Dónde lo tomaste?
¿Dónde lo tomaron? ¿Balones como éstos, con rueditas?"
La señora del señor B dijo que no hacían falta las
rueditas porque los grandes balones que habían tomado ya venían con dos pichones
de hindúes cada uno con turbante y capa corta de raso rojo para ayudar a
sostenerlos. Esa noche nadie bebió nada. El señor A pagó y los dos matrimonios
se separaron ahí mismo. Pasó una semana. Parecía que ya nunca más el matrimonio
A iba a saber nada del matrimonio B. Pero el viernes sonó el teléfono. La
señora del matrimonio B invitaba al matrimonio A a tomar cerveza.
Los ocho adolescentes vestidos de hindúes se cuidaban
bien de no hablar. Habían practicado para no enredarse en las capas mientras
movían esos grandes botellones con manijas hasta la boca de los señores en
cuanto éstos les hicieran una seña. En realidad, las dos parejas no tomaron ni
una sola gota de cerveza, pero para eso les habían pagado. El dueño les había
hecho miles de recomendaciones y ese señor, que ahora estaba ahí, les había
explicado que ellos eran eunucos y que tenían la lengua cortada.
El lunes siguiente a la noche, bastante tarde, sonó el
teléfono en casa del matrimonio B. La señora del matrimonio A invitaba al
matrimonio B a ir a tomar cerveza a Bahía Blanca.
Ese viernes, y pese a que habían viajado toda la noche,
nadie probó la cerveza en Bahía Blanca. Los cuatro paisanos de Patagones,
tímidos, serviciales, vestidos de domingo, no entendían bien por qué este
pueblero, que dentro de todo parecía bastante dado y simpático, los había
contratado para eso, para dar un galopito cada vez que ellos tuvieran sed y se
les ocurriese darles un rebencazo en el anca a los caballos. Cosa de gringos,
pensaban. Eso de usar un pial tan largo para mover las palanganas esas llenas
de cerveza hasta el tope y que después caían sobre unas guampas de vaca y al
final, si nadie tomaba nada. Aprovechando la Semana Santa el matrimonio B
invitó al matrimonio A a ir a tomar cerveza a Esquel. Durante el viaje en avión
no hablaron nada. Se ubicaron alrededor de la mesa al lado de la bomba
extractora. Los cuatro arrieros chilenos los miraban a través del frío. Les
habían alquilado las cuatro llamas para sostener esos enormes tanques de YPF
llenos de cerveza que se movían cada vez que bajaba el émbolo del pozo de
petróleo llenando los alambiques colgantes. Sin embargo, ninguno de los cuatro
sacó la pipeta para tomar. El señor A cerró la oficina. Compró cuatro pasajes.
Fue a su casa y le dijo a su mujer:
Invitalos. El jueves salimos para
Dakar. En Dakar, al bajar del jet, salieron a recibirlos dieciséis negros
zulúes y cuatro panteras. Cada cuatro negros una pantera. Sobre cada pantera un
enorme colmillo de elefante lleno de cerveza. El señor B despachó tres cables.
En el cable primero dejaba la prosecución de todos sus negocios a su
secretario. En el segundo cable, le requirió la provisión de todos los cheques
de viajero disponibles. En el tercer cable, le hizo saber que le enviaría
instrucciones pertinentes desde algún lugar del mundo. En el Tíbet, tras una
escala en Pekín y varios fallidos intentos de conversación sobre los beneficios
de la cerveza, subieron hasta el monasterio. Los grandes lamas contemplaban con
ojos azorados a los dos matrimonios sudamericanos que, vestidos de buzos,
caminaban en cuatro grandes piscinas de cristal térmico de alto impacto llenas
de cerveza. Al séptimo día, los grandes lamas, contra su costumbre de no
inmiscuirse en los asuntos del prójimo, extrajeron cuatro buzos inmóviles de
las cisternas ubicadas en la terraza del monasterio. En mitad del visor de las
escafandras, sobresalían los succionadores de cierre hermético, a la altura de
la boca. Cuando les sacaron las escafandras, el gran lama, que sabía mucho de
medicina, diagnosticó: "Señor A, infarto. Señor B, asfixia por inmersión
(válvula mal cerrada). Señora A, úlcera perforada. Señora B,
claustrofobia". Otro gran lama miró la cerveza. Contra su costumbre de no
hablar, dijo:
Lástima. Los pobres del
monasterio. Sucia de barro. La cerveza es un gran ali
Isidoro Blaisten
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