Romanticismo y neorromanticismo
(1900) Herman Hesse
Nadie sabe en realidad lo que significa la
palabra «romántico». Nuestro lenguaje corriente la aplica a muchas cosas, a
libros, a música, a cuadros, vestidos, paisajes, a amistades y relaciones
amorosas, y la entiende ya como reproche, ya como elogio o como ironía. Un
paisaje romántico es un paisaje con barrancos y despeñaderos y ruinas, cuya
contemplación provoca al mismo tiempo placer y ansiedad. Música romántica es
una composición en la que hay más sentimientos que claridad, más suavidad que
tectónica firme, en la que hay algo contenido, velado, una música con muchas
disonancias semidisueltas y compases tímidos, borrosos que deben tocarse
rubato. Algo parecido se piensa, por fin, cuando se habla de un amor romántico,
de una vida romántica —al mismo tiempo se alude a algo insensato y cautivador,
a algo extravagante y aventurero, con una tendencia a la improvisación, algo
que entusiasma a las colegialas y suscita la desaprobación de las personas
sensatas, pero que en todo caso es especial e interesante. En la vida se llama
romántico a todo lo que aparece sin forma y sin ley, que no descansa sobre un
fundamento reconocible y que tiene contornos fugaces como las nubes. A nosotros
el término sólo nos interesa a partir del momento en que se convierte en el
nombre de aquella escuela alemana de escritores cuyo rápido auge y lenta
decadencia ocupan más de un tercio del siglo 19 y cuya historia se repite
curiosamente en todas las literaturas europeas importantes. Como esta escuela
no recibió su nombre ni de contemporáneos ni de historiadores de literatura,
sino que fue ella misma la que lo inscribió con orgullo en su bandera, es
interesante preguntarse qué significa el término «romántico» para los primeros
románticos. La respuesta es: algo distinto para August Wilhelm o para Friedrich
Schlegel, para Novalis o para Tieck. Mientras Schiller, al definir como
«tragedia romántica» su «Jungfrau von Orleans» («Doncella de Orleans») trataba
de hacer solamente justicia a los elementos místicos que en ella concurrían, en
los títulos de las obras de Schlegel y Tieck la palabra significa exactamente
lo mismo que para una obra actual el calificativo «moderno». Novalis emplea la
palabra raramente con intención y nunca como una fórmula clara, envuelve en
ella como en una capa mágica sus ideas más profundamente personales; a Tieck,
el niño alegre, le gusta jugar con ella y se nota que le divierte la oscura y
sonora palabra. Desde el día en que el «Athenáum» fundó una doctrina romántica,
puso la nueva etiqueta a casi todas sus novedades. Los hermanos Schlegel eran
más conscientes y congruentes en su manera de ver las cosas, de tal modo que el
mayor calificaba de «románticos» los valores formales y Friedrich en cambio los
valores filosóficos. Sin embargo, tanto ellos como Novalis tenían en mente
sobre todo el concepto de novela («Román»), desde luego con un recuerdo
evocador de «romántico» («novelesco»).
«La novela» era el «Wilhelm Meister» de Goethe
cuya primera parte, la más importante, acababa de publicarse. Era la primera
novela alemana en el sentido moderno y el gran acontecimiento de aquellos años.
Ningún otro libro alemán ha influido tanto sobre la literatura de su tiempo
como éste. Con «W. Meister» apareció la novela como expresión de una serie de
cosas hasta entonces indecibles. Lo nuevo, maravilloso, profundo y audaz, fue
para los Schlegel, especialmente para Friedrich, en el fondo su aspecto
«romántico». F. Schlegel y Tieck aplicaron entonces el término a sus propios
libros como subtítulo y de este modo dejó pronto de expresar algo concreto. En
lugar de «romántico» podían haber dicho también «a la manera de
Wilhelm-Meister», y de hecho, todas las obras en prosa importantes de aquellos
años, el «Titán» tanto como «Sternbald» y «Lucinde» son imitaciones directas y
conscientes de aquel gran modelo.
Esto no quiere decir que el término
«romántico» no signifícase ya entonces tanto como no-clásico, e incluso
anticlásico, porque Goethe aún no estaba rodeado de la fría aureola del clásico.
Lo que en la historia de la pintura es el interés exclusivo por la luz y el
aire, en la historia de la literatura es paso consciente de la estilización a
lo irregular, del verso a la prosa rítmica, del ensayo acabado, al «fragmento».
No se buscaba ya forma y perfil, sino aroma y ambiente. No se tendía a pasar de
lo universal a lo individual artísticamente delimitado, sino que se intentaba
volver a la fuente, a la unidad primigenia de las cosas y las artes. Se
acompañaba a Schleiermacher en su contemplación del universo.
Vamos a estudiar ahora el contenido en lugar
de la palabra. Inmediatamente salta a la vista que existen dos clases de
romanticismo —una profunda y una superficial, una auténtica y una que solamente
es máscara. En el gusto del público triunfó en su día la última, la falsa.
Novalis cayó pronto en el olvido, mientras que el novelero Fouqué alcanzaba
éxito tras éxito. Así es como el primer romanticismo pereció internamente y
luego también de una manera manifiesta, desapareciendo de la escena entre pitos
y silbidos. En realidad ya estaba muerto cuando Fouqué escribió sus primeras
cosas. Floreció y murió con Novalis. Es cierto que el postromanticismo mostró
en Eichendorff un plácido talento lírico y en Hoffmann un profundo talento
demoníaco, pero éstas son manifestaciones que sólo guardan con el antiguo
principio romántico una relación suelta. El auténtico romanticismo debe
buscarse únicamente en Novalis, pues los Schlegel, a pesar de sus profundos
conocimientos y sublimes percepciones, eran impotentes como poetas.
Novalis murió a los 28 años. En el recuerdo de
sus amigos pervive admirado en irresistible belleza juvenil: el amado
insustituible, sobre cuya obra inacabada flota un perfume único de encanto
secreto. De los oropeles y disfraces que necesitaron sus seguidores no
encontramos ni rastro en él, a no ser aquella apología juvenil del catolicismo
que figura en un extraño ensayo, y que suena en boca de aquel pensador
profundamente protestante como una paradoja desafortunada. Pero se me puede objetar
que su obra principal se desarrolla en la Edad Media, en aquella célebre Edad
Media del romanticismo. No puedo aceptarlo. El «Ofterdingen» es intemporal, se
desarrolla hoy, nunca y siempre, es la historia no de un alma, sino del alma en
general. Como obra literaria es muy discutible. A excepción de la magnífica
primera parte es incompleta y la continuación esbozada discurre por
perspectivas imposibles. Como idea, como proyecto, como acierto creativo, el
«Ofterdingen» tiene un valor incalculable —no es la obra de un adolescente,
sino una reflexión soñadora del alma humana, la elevación desde la miseria y la
oscuridad hacia las alturas de la idea, de la eternidad, de la liberación.
De manera más palpable que a través de aquel
sueño poético, se nos revela la idea romántica fundamental, a través de los
ensayos y aforismos de Novalis que significan mucho más que paráfrasis sobre la
filosofía de Fichte. Su lema y su resultado es proñindización por
interiorización. Que más allá de los límites del tiempo y espacio rigen leyes
eternas; que el espíritu de estas leyes eternas dormita en cada alma; que toda
la formación y la profundización del hombre se basa en conocer ese espíritu en
su propio microcosmos, en adquirir conciencia de sí mismo y en extraer de sí la
medida para todo nuevo conocimiento; esa es en breves palabras la doctrina de
Novalis. No es nada raro que esta idea fundamental se fuese perdiendo más y más
en el romanticismo posterior hasta extinguirse. No servía a los escritores de
moda, ni a los virtuosos de la forma, era en principio una doctrina sin
relación literaria. No es la culpa del romanticismo que la literatura de
aquellas décadas permaneciese ajena a la vida, que viviese en un desdichado
aislamiento. Esto que ya afectó a la creación de los grandes de Weimar, estaba
fundamentado en el espíritu del tiempo. Se comprende que Novalis fuese un
fenómeno excepcional. Pero la pregunta era: ¿qué actitud adoptará la literatura
de una época nueva, distinta, ante su doctrina?
Comienza así la historia de un «neorromanticismo».
La época nueva, distinta ha llegado. La literatura fue derribada del trono del
que no era digna hacía tiempo, —junto con la filosofía cuyo destino había
compartido fielmente durante medio siglo. Y al igual que ésta, se volvió
revolucionaria, democrática y mordaz. El movimiento «junges Deutschland», cuyo
único gran talento fue Heine, enterró con bombo y platillo a la vieja
generación y su literatura. Exceptuando un par de hermosos versos y algunos
chistes buenos de Heine, aquella «joven Alemania» no nos dejó muchas cosas
positivas. Por eso no es extraño que el romanticismo recién dado por muerto
volviese a resucitar —claro que no el auténtico—, sino aquella máscara funesta
a lo Fouqué. En una época en la que en Alemania todo lo que tenía que ver con
romanticismo estaba desprestigiado, se producía y vendía continuamente bajo
toda clase de etiquetas el romanticismo más barato. Hasta el propio Heine debía
muchos admiradores al viejo manto con que se arropaba de vez en cuando. Pero no
todo se debía al manto.
Precisamente él, el profanador
del templo, el irónico genial, conocía bien y añoraba secretamente la «Flor
Azul», y lo mejor que escribió como poeta tiene resonancias del «Ofterdingen».
Pero primero tuvo que desaparecer el
romanticismo de Heine. No tuvo seguidores dignos de mención. El siguiente gran
movimiento literario barrió todas las huellas del pasado. El naturalismo
ejerció un dominio severo e introdujo de repente escuela y disciplina en una
literatura a la deriva. No necesitamos detenernos en él —todos saben la
infuencia tan radicalmente educativa que ejerció sobre el lenguaje y la
poética. Y ahora que ha hecho su obra, no necesitamos, los jóvenes, matarlo, ni
despreciarlo. Como a un maestro severo que se ha hecho viejo, le vemos acercarse
a su fin, sin lágrimas, pero llenos de agradecimiento y dispuestos a guardar de
él un buen recuerdo. Como herencia nos deja una manera de observar, una
sicología y un lenguaje refinados y bien desarrollados. Nos deja muy pocas
obras extraordinarias y asombrosas por su grandeza, pero en cambio enormes
cantidades de estudios, intentos y trabajos preliminares valiosos. ¿Qué actitud
ha adoptado frente a él el elemento romántico de la generación más joven
surgida de su escuela?
No me gusta elegir ejemplos de la literatura
alemana actual. Pero tampoco es necesario, pues como exponentes típicos de la
evolución seguida por la literatura neorromántica tenemos a dos grandes autores
extranjeros sobre los que puede hablarse con más objetividad que sobre coetáneos.
Uno murió prematuramente y ya por su trágico destino suscita nuestra simpatía.
Es el danés Jacobsen. En él encontramos el ejemplo más temprano y noble de un
escritor que conjugó con una enorme fantasía y una sensibilidad suave y
soñadora todo el refinamiento del realismo más desarrollado. Encuentra palabras
llenas de plasticidad concisa para cada fenómeno de la naturaleza, para cada
tallo de hierba que crece junto al camino, para cada belleza visible. Y trata
de trasladar en un oscuro impulso esa poderosa capacidad descriptiva, esa
técnica refinadísima de la expresión a la vida espiritual. No como sicólogo
realista, sino como soñador y descubridor en el mar sin caminos del
inconsciente. Con un afán conmovedor se sumerge en todas las profundidades del
alma femenina (Marie Grubbe). Y en Niels Lyhne emprende a tientas y con
sensibilidad, el descubrimiento del alma infantil. Keller ya lo había hecho en
su inmortal «Grüner Heinrich». Pero Jacobsen posee una técnica nueva: renuncia
consciente o inconscientemente a toda síntesis y estilización, y construye
lenta y penosamente su relato con minúsculos detalles. Y es el primero que
logra ser siempre poeta, que elige en lo que es aparentemente más
insignificante siempre lo importante, característico y que da a su trabajo de
filigrana la solidez y el estilo de una obra planteada con unidad y armonía.
Sus dos obras más importantes son auténticamente románticas. En ambas un alma
individual, débil, es el centro de toda la acción y portadora de todas las
soluciones. Y en los dos casos no describe con análisis riguroso una vida
individual, sino que conquista un terreno neutral sobre el que resuena
poderosamente todo lo humano. Pronto se comprendió que no eran estudios de un
investigador; el misterioso velo de la poesía auténtica flotaba sobre ellos
como un aroma inexplicable pero poderoso. En Jacobsen, el realista se había
convertido en poeta sin renunciar a las conquistas de su escuela. Su ejemplo
tuvo una influencia extraordinaria sobre el surgimiento de un neorromanticismo
alemán.
Estudiemos por último a un romántico de hoy,
todavía joven que creció ya al margen del credo naturalista y en la actualidad
puede ser considerado un típico neorromántico. Me refiero a M. Maeterlinck. En
él no encontramos ya aparentemente ningún vestigio de naturalismo. Estiliza,
compone, adorna sus obras aparentemente con la libertad de un Brentano o un
Hoffmann. Pero sólo aparentemente. También él ha aprendido a ver y describir de
manera realista, pero no se nota inmediatamente porque habla casi
exclusivamente de cosas invisibles. Con la euforia del innovador inició su
camino como soñador y ermitaño apartado del mundo. Pero luego irrumpió en el
tiempo y la vida. Maeterlinck es el primero en seguir impertérrito la doctrina
de Novalis. Para él todos los acontecimientos importantes se desarrollan en el
interior, él descubrió la «tragedia de lo cotidiano». Ve que el alma vive
escondida y asustada en cada ser humano, y la invita a salir con palabras
delicadas y comprensivas, le da ánimos y trata de devolverle el poder perdido.
No es necesario estudiar aquí en detalle sus
obras. Desde hace años Alemania lo conoce tanto como su país natal. Aludiré
solamente a uno de sus libros, el más singular. Demuestra que tanto Maeterlinck
como Jacobsen rinden culto a la naturaleza y la simple verdad. Se trata de su
«Vie des abeilles». Una descripción cuidadosa científicamente impecable de la
vida de las abejas, objetiva, sencilla y rigurosa como un manual, y sin
embargo, en cada frase la obra de un poeta. Aquí, y no en el disfraz de sus
cuentos, es donde hay que buscar el verdadero neorromanticismo. Ignoro si a
Novalis le hubiera gustado la «Princesse Maleine», pero estoy seguro que le
hubiese entusiasmado la «Vie des abeilles». Tratar un trozo de la naturaleza,
pequeño y limitado con el amor del investigador y descubrir con asombro
jubiloso dentro de este círculo estrecho el universo, eso es religiosidad
romántica. Descubrir en una colmena las leyes profundas de la vida y el espejo
de la eternidad, ese es el espíritu de Novalis.
He aquí el misterio y el sentido profundo del
nuevo espíritu romántico. No se trata de escribir unos cuantos poemas bonitos,
sino de buscar una profundización de la vida y del conocimiento en todos los
terrenos. El hecho de que un libro como «Vie des abeilles» haya sido posible
constituye un avance, no sólo en la obra de Maeterlinck. Es de esperar que la
gran masa de lectores comprenda también poco a poco que un libro no puede ser
nunca «romántico» por su tema y su lenguaje, sino únicamente por ese espíritu.
Los autores de novelas de la Edad Media, de dramas fabulosos y de lírica
juglaresca no están ni un paso más cerca del espíritu del romanticismo que Zola
o Dostoievski. Pero que sea bienvenido todo poeta que tenga algo del alma del
«Ofterdingen».
Herman Hesse
Quiero explicar que todos los post que fueron subidos al blog están disponibles a pesar de que no se muestren o se encuentren en la pagina principal. Para buscarlos pueden hacerlo por intermedio de la sección archivo del blog ahi los encuentran por año y meses respectivamente. también por “etiquetas” o "categorías de textos publicados", o bajando por la pagina hasta llegar al último texto que se ve y a la derecha donde dice ENTRADAS ANTIGUAS (Cargar más entradas) dar click ahí y se cargaran un grupo más de entradas. Repetir la operación sucesivamente hasta llegar al primer archivo subido.
Gracias por visitar este lugar.
28 de marzo de 2022
Romanticismo y neorromanticismo (1900) (Ensayo) Herman Hesse
27 de marzo de 2022
Miguel Ángel 1475-1564 «Poemas», Hermann Hesse
Miguel Ángel
1475-1564
«Poemas»
Hasta hoy los poemas de Miguel Ángel son
conocidos, incluso en Italia, únicamente por historiadores y filólogos. Después
de todo no hace mucho que fueron coleccionados por fieles investigadores y
reconstituidos en la medida de lo posible en su forma original. Quizá comiencen
ahora a surtir efecto sobre sectores más amplios, y quizá la actual tendencia
de los escritores de la cultura hacia el Renacimiento italiano se haga cargo de
este bagaje pesado junto a otros más ligeros.
Para quien tenga alguna relación con Miguel
Ángel sus poemas serán una experiencia. Es posible que su impresión sobre
nosotros no sea tan fuerte como la de sus otras obras, ya que estos poemas
tienen elementos infinitamente más limitados temporalmente —en el fondo es la
misma impresión desconcertante, aunque más diluida, y más rica en matices que
experimentamos ante las grandes obras de Miguel Ángel. Un hombre apasionado
corre solitario por una vida oscura, en eterna huida e insatisfacción,
entregado ardientemente a todas las ilusiones del pensamiento y del amor, y por
encima de todo este torbellino, flota sagrado un espíritu cercano a Dios que
eleva la pasión a la grandeza y la tristeza a la devoción.
(1908)
Hermann Hesse
26 de marzo de 2022
Los hermanos Karamazov o El ocaso de Europa Reflexiones en la lectura de Dostoievski, Hermann Hesse.
25 de marzo de 2022
«Dostoievski descrito por su hija», Hermann Hesse
«Dostoievski descrito por su
hija»
Que una hija de Dostoievski viva aún, que le
conociese al menos aún cuando era pequeña y tenga recuerdos directos y claros
de él y que nos los trasmita ahora, es algo que debemos agradecer y aceptar
como un regalo y disfrutarlo. Y de hecho aprendemos a través de este libro
algunas cosas nuevas sobre Dostoievski, no muchas, pero sí algunas importantes
y además un número de recuerdos pequeños, no esenciales en sí, pero llenos de
vida.
Si la autora de este libro no fuese la hija
del gran escritor nos sentiríamos tentados a la crítica y, a menudo, a la más
enérgica protesta, pues el libro muestra una clase de espiritualidad muy
contradictoria y trabaja con teorías muy extrañas, incluso fantásticas, que
incitan a la crítica por presentarse con la pretensión de ser una especie de
prueba científica. Sin embargo, se trata de la hija de Dostoievski, y si, en
lugar de ser una mujer ingeniosa y especial, fuese una inválida o una idiota me
seguiría descubriendo ante ella y me alegraría de tener ocasión de mostrar mi
aprecio a alguien que está tan próximo a Dostoievski y por cuyas venas corre su
sangre.
Las teorías con las que defiende la señorita
Dostoievski sus argumentaciones requieren para la mayoría de los lectores una
explicación, y más aún una traducción. Se trata de teorías raciales.
Dostoievski no es explicado a través de su vida y sus obras, sino a través de
su sangre, su origen, y entonces resulta que no es un ruso, sino medio lituano,
medio ucraniano y que también esto son sólo mezclas, lo esencial, noble,
valioso en él es una gota de sangre «normanda». Para Aimée Dostoievski Tolstoi
es un alemán, Turgeniev un mongol. Naturalmente estas frases son estériles e
inquietantes si las tomamos al pie de la letra como pretende desde luego su
autora. Pero tenemos que recurrir a traducciones y conservar tranquilamente
toda la escala de valores que la autora denomina normando, sueco, finlandés,
europeo, alemán, mongol, etc., pero sustituyendo los nombres. Cuando se refiere
a algo bueno, noble, distinguido dice normando, cuando se refiere a algo débil,
joven e ingenuo dice eslavo, cuando odia dice «mongol» etc., y si traducimos
razonablemente estas fantasías raciales, obtenemos una geografía del alma
bastante fecunda y comprendemos que la hija tiene que sentir esto y aquello en
Dostoievski como ucraniano, polaco, etc.
Con esta limitación, con el consejo de tomar
estas teorías raciales sólo simbólicamente, recomiendo encarecidamente el libro
de esta mujer singular, valiente y obstinada. Hasta en él, en su peculiaridad y
hasta en sus rarezas late el recuerdo de su gran padre.
(1919)
Hermann Hesse
24 de marzo de 2022
Diálogo entre el escritor y el crítico (1930), Hermann Hesse
23 de marzo de 2022
La llamada «elección del tema», Hermann Hesse
La llamada «elección del tema»
La «elección del tema» es un concepto habitual
de muchos críticos, para algunos es incluso imprescindible. El crítico medio se
enfrenta a diario a un tema que le es impuesto desde fuera. Aunque sólo sea por
eso, envidia al escritor por su aparente libertad en el trabajo. Además el
crítico del día trata casi exclusivamente con literatura de evasión, con
literatura imitada y un novelista hábil, aunque también con una cierta
arbitrariedad y por razones puramente prácticas, puede elegir su tema, aunque
su libertad está también muy limitada. El virtuoso de la evasión, elegirá
libremente su escenario, y siguiendo las tendencias de la moda trasladará su
nueva novela al Polo Sur o a Egipto, dejará que se desarrolle en círculos
políticos o deportivos, tratará en su libro problemas actuales de la sociedad,
de la moral, del derecho. Pero detrás de esta fachada de actualidad hasta el
imitador literario más astuto representará una vida que corresponda a sus ideas
más profundas, establecidas forzosamente, no podrá evitar una predilección por
ciertos caracteres, por ciertas situaciones, y una indiferencia por otros.
Hasta en la obra más insulsa se manifiesta un alma, el alma del autor, y el
peor escritor que no sabe dibujar ni un solo personaje, ni caracterizar
claramente una sola situación humana, acertará en algo en que no había pensado:
siempre desvelará su propio yo a través de su artefacto. En la literatura
auténtica no existe una elección del tema. El «tema», es decir los personajes
principales y los problemas característicos de una obra literaria, no es
elegido nunca por el escritor, en realidad es la sustancia original de toda
literatura, es visión y experiencia síquica del escritor. Este puede sustraerse
a una visión, huir de un problema vital, dejar a un lado por incapacidad o
comodidad un «tema» vivido auténticamente. Pero nunca puede «elegir» un tema.
No puede dar a un contenido que por razones puramente racionales y artísticas
considera apropiado y deseable, la apariencia de que es el fruto de un estado
de gracia, que no ha sido pensado, sino vivido en el alma. Es cierto que
escritores auténticos han hecho a menudo el intento de elegir temas, de mandar
sobre la poesía: para los colegas los resultados de estos intentos son siempre
extremadamente interesantes e instructivos, pero como obras literarias nacen
muertas. En una palabra: cuando alguien pregunta al autor de una obra
auténtica: «¿No deberías haber elegido otro tema?» —es como si un médico
preguntase al paciente que tiene una pulmonía: «¿Por qué no se ha decidido
usted mejor por un catarro?»
Hermann Hesse
(1930)
22 de marzo de 2022
Sobre la lectura (1911), Herman Hesse
Sobre la lectura
(1911)
La mayoría de las personas no sabe leer, y la
mayoría no sabe bien por qué lee. Los unos ven en la lectura un camino difícil
aunque ineludible hacia la «cultura». Los otros consideran la lectura una
diversión fácil, con la que matar el tiempo y en el fondo les es indiferente lo
que leen con tal de que no les aburra.
Herr Müller lee el «Egmont» de Goethe o las
memorias de la margravina de Bayreuth, porque espera hacerse así más culto y
colmar una de las muchas lagunas que presiente en sus conocimientos. Ya el
hecho de que sienta y controle con tanto temor esas lagunas es un síntoma de
que sabe abordar la cultura desde fuera y que la considera como algo que hay
que adquirir con trabajo, es decir que por mucho que estudie, toda la cultura
permanecerá en él muerta y estéril.
Herr Meier lee «por diversión», es decir por
aburrimiento. Tiene tiempo, es rentista, tiene incluso mucho más tiempo del que
es capaz de ocupar con sus propias fuerzas. Así que los escritores le tienen
que ayudar a matar su largo día. Lee a Balzac como fuma un buen cigarro, y lee
a Lenau como lee el periódico.
Sin embargo estos mismos Herr Müller y Herr
Meier, igual que sus mujeres e hijos, no son tan arbitrarios y tan poco
independientes en otros asuntos. No compran ni venden valores del Estado sin
tener buenas razones, han comprobado que las comidas pesadas sientan mal por la
noche y no realizan más esfuerzo físico que el que les parece absolutamente
necesario para adquirir y conservar la salud. Algunos de ellos hacen incluso
deporte y tienen una ligera idea del secreto de este curioso pasatiempo por el
que una persona inteligente no sólo se puede distraer, sino también rejuvenecer
y fortalecer.
Pues bien, igual que Herr Müller hace gimnasia
o rema debería leer.
No debería esperar de las horas que dedica a
su lectura menos ganancias que de aquéllas en las que atiende a sus negocios y
no debería dejarse impresionar por ningún libro que no le enriquezca con un
nuevo conocimiento vivido, que no le haga un poco más sano y un día más joven.
Debería preocuparse de la cultura tan poco como se preocupa por conseguir una
cátedra y debería avergonzarse del trato con ladrones y rufianes de novela como
se avergonzaría del trato con indeseables reales. Pero el lector no piensa de
una manera tan sencilla; o ve el mundo de la letra impresa como un mundo
absolutamente superior donde no rigen el bien y el mal, o lo desprecia en su fuero
interno como un mundo irreal, inventado por especuladores, en el que se adentra
por aburrimiento y del que sale con la sensación de haber pasado un par de
horas relativamente agradables.
A pesar de este enjuiciamiento erróneo y
negativo de la literatura, tanto Herr Müller como Herr Meier, leen demasiado.
Sacrifican a algo que en el fondo de su alma no les importa nada, más tiempo y
atención que a algunos negocios. Sospechan vagamente que en los libros tiene
que haber escondido algo valioso. Pero muestran con ellos una dependencia
pasiva que en los negocios les llevaría pronto a la ruina.
El lector que busca pasatiempo y recreo y el
lector que se interesa por la cultura, presienten que en los libros hay fuerzas
secretas de solaz y estímulo intelectual que no conocen ni saben valorar
exactamente. Por eso hacen como un enfermo imprudente que sabe que en la
farmacia hay muchos remedios buenos, y que se ponen a probar estante por
estante, y frasco por frasco. Sin embargo, tanto en la farmacia real, como en la
librería y la biblioteca cada uno podría encontrar la hierba adecuada y en
lugar de envenenarse y empacharse podría sacar de allí fuerzas y estímulos.
Para nosotros los autores es agradable que se
lea tanto y quizás sea estúpido que un autor piense que se lee demasiado. Pero
a la larga satisface poco un oficio que por todas partes es víctima de mal
entendidos y abusos, y diez buenos lectores agradecidos son preferibles, —a
pesar de que los derechos de autor sean más pequeños— y dan más alegrías que
mil lectores indiferentes.
Por eso me atrevo a afirmar que por todas
partes se lee demasiado, y con ese exceso de lectura no se le hace ningún honor
a la literatura sino una injusticia. Los libros no están para hacer aún más
dependientes a las personas dependientes, y mucho menos están para proporcionar
a las personas incapaces de vivir, una vida barata de mentira y evasión. Al
contrario, los libros sólo tienen un valor si conducen hacia la vida y le
sirven y son útiles, y cada hora de lectura es inútil si no proporciona al
lector una chispa de fuerza, un atisbo de rejuvenecimiento, un hálito de nuevo
frescor.
Ya desde un punto de vista externo, la lectura
es un motivo, una obligación para concentrarse, y no hay nada más falso que
leer para «distraerse». El que no esté enfermo no debe distraerse sino
concentrarse y dedicar siempre, en todas partes y a todo lo que haga, piense o
sienta, todas las fuerzas de su ser. Por eso al leer hay que notar antes de
nada que todo libro honesto constituye una concentración, una síntesis y una
simplificación intensa de cosas complicadas. Cualquier pequeña poesía es ya una
simplificación y una concentración de sensaciones humanas, y si al leer no
tengo la voluntad de colaborar y participar con atención soy un mal lector. La
injusticia que cometo así con un poema o una novela, puede serme indiferente.
Pero al leer mal cometo sobre todo una injusticia conmigo mismo. Dedico tiempo
a algo inútil, empleo fuerza visual y atención a cosas que no me son en
absoluto importantes y que ya de antemano estoy dispuesto a olvidar
rápidamente, fatigo mi cerebro con impresiones que no me sirven para nada y que
no puedo digerir.
Se dice a menudo que los periódicos tienen la
culpa de esta manera de leer equivocada. Yo lo considero completamente falso.
Se puede leer todos los días un periódico o varios y hacerlo concentrado y con
entusiasmo y hasta se puede realizar un ejercicio sano y valioso en la elección
y rápida combinación de las noticias. Y se pueden leer las
«Wahlverwandschaften»
(«Las afinidades electivas»), como un pedante
de la cultura o como un lector que busca el pasatiempo, de una manera que
carece absolutamente de valor.
La vida es breve y en el más allá no preguntan
a nadie por el número de libros que ha leído. Por eso es imprudente y
perjudicial pasar el tiempo con lectura fútil. No estoy pensando siquiera en
libros malos sino sobre todo en la calidad misma de la lectura. De la lectura,
como de cada paso y cada respiración que se hace en la vida, hay que esperar
algo, hay que dedicar fuerzas para cosechar fuerzas más ricas, hay que perderse
para encontrarse más conscientemente. Es inútil conocer la historia de la
literatura, si de cada uno de los libros leídos no hemos obtenido alegría o
consuelo, fuerza o paz del espíritu. La lectura superficial, distraída, es como
caminar por un paisaje bonito con los ojos vendados. Tampoco debemos leer para
olvidarnos a nosotros y nuestra vida cotidiana, sino al contrario, para volver
a tomar con mano firme y con mayor conciencia y madurez nuestra propia vida.
Debemos acercarnos a los libros no como colegiales asustados a profesores
fríos, ni como desesperados a la botella de aguardiente, sino como montañeros a
los Alpes, como guerreros al arsenal, no como fugitivos y desganados de vivir,
sino como personas de buena voluntad a los amigos y salvadores. Si así fuese,
apenas se leería la décima parte de lo que se lee ahora y todos estaríamos diez
veces más contentos y seríamos diez veces más ricos. Y aunque eso condujese a
que nuestros libros no se comprasen, y llevase a su vez a que nosotros los
autores escribiésemos diez veces menos, para el mundo no sería ninguna pérdida.
Porque hay que reconocer que no se escribe mejor de lo que se lee.
Herman Hesse