JUEGO DE SOMBRAS, HERMAN HESSE
La amplia fachada principal del
castillo era de piedra clara y sus grandes ventanales miraban al Rin y a los
cañaverales, y más allá a un paisaje luminoso y abierto de agua, juncos y pasto
donde, más lejos aún, las montañas arqueadas de bosques azulados formaban una
suave curva que seguía el desplazamiento de las nubes; sólo cuando soplaba el
Foehn, el viento del Sur, se veía brillar los castillos y los caseríos,
diminutas y blancas edificaciones en la lontananza. La fachada del castillo se
reflejaba en la corriente tranquila, alegre y frívola como una muchacha; los
arbustos del parque dejaban que su verde ramaje colgara hasta el agua, y a lo
largo de los muros unas góndolas suntuosas pintadas de blanco se mecían en la
corriente. Esta parte risueña y soleada del castillo estaba deshabitada. Desde
que la baronesa había desaparecido, todas las habitaciones permanecían vacías,
salvo la más pequeña, en la que como antaño seguía viviendo el poeta
Floriberto. La dueña de la casa era la culpable de la deshonra que había
recaído sobre su esposo y sus dominios, y de la antigua corte y de los
numerosos y vistosos cortesanos de antaño ya nada quedaba excepto las blancas y
suntuosas góndolas y el versificador silencioso.
El señor del castillo vivía,
desde que la desgracia se había abatido sobre él, en la parte trasera del
edificio, donde una enorme torre aislada de la época de los romanos oscurecía
el patio angosto, donde los muros eran siniestros y húmedos, y las ventanas
estrechas y bajas, pegadas al parque sombrío de árboles centenarios, grupos de
grandes arces, de álamos, de hayas.
El poeta vivía en total soledad
en su ala soleada. Comía en la cocina y a menudo transcurrían muchos días sin
que viera al barón.
-Vivimos en este castillo como
sombras -le dijo un día a uno de sus amigos de la infancia que había acudido a
visitarlo y que no resistió más de un día en las inhóspitas habitaciones del
castillo muerto. Antaño, Floriberto se había dedicado a componer fábulas y
rimas galantes para los invitados de la baronesa y, tras las disolución de la
alegre compañía, había permanecido en el castillo sin que nadie le preguntara
nada, sencillamente porque su ingenuo y modesto talante temía mucho más los
vericuetos de la vida y la lucha por el sustento que la soledad del triste castillo.
Hacía mucho tiempo que no componía ya poemas. Cuando, con viento de poniente,
contemplaba más allá del río y de la mancha amarillenta de los cañaverales el
círculo lejano de las montañas azuladas y el paso de las nubes, y cuando, en la
oscuridad de la noche, oía el balanceo de los árboles inmensos en el viejo
parque, componía extensos poemas, pero que carecían de palabras y que nunca
podían ser escritos. Unos de estos poemas se titulaba «El aliento de Dios» y
trataba del cálido viento del sur, y otro se llamaba «Consuelo del alma» y era
una contemplación del esplendor de los prados primaverales. Floriberto era
incapaz de recitar o de cantar estos poemas, porque no tenían palabras, pero
los soñaba y también los sentía, en particular por las noches. Por lo demás
solía pasar la mayor parte de su tiempo en el pueblo, jugando con los niños
rubios y haciendo reír a las muchachas y a las mujeres jóvenes con las que se
cruzaba, quitándose el sombrero a su paso como si fueran damas de la nobleza.
Sus días de mayor felicidad eran aquellos en los que se topaba con doña Inés,
la hermosa doña Inés, la famosa doña Inés de finos rasgos virginales. La
saludaba con gesto amplio y profunda inclinación, y la hermosa mujer se
inclinaba y reía a su vez y, clavando su mirada clara en los ojos turbados de
Floriberto, proseguía sonriente su camino resplandeciente como un rayo de sol.
Doña Inés vivía en la única
casa que había junto al parque asilvestrado del castillo y que antaño había
sido un pabellón anexo de la baronesa. El padre de doña Inés, un antiguo guarda
forestal, había recibido la casa en compensación por algún favor excepcional
que le había hecho al padre del actual dueño del castillo. Doña Inés se había
casado muy joven regresando al pueblo poco después convertida en una joven
viuda, y vivia ahora, tras la muerte de su padre, en la casa solitaria, sola
con una sirvienta, y una tía ciega.
Doña Inés siempre llevaba unos
vestidos sencillos pero bonitos, y siempre nuevos y de suaves colores; seguía
teniendo el rostro juvenil y fino, y su abundante y morena cabellera recogida
en gruesas trenzas ceñía su hermosa cabeza. El barón había estado enamorado de
ella, antes incluso de haber repudiado a su mujer de costumbres disolutas, y
ahora volvía a estarlo. Se encontraba por las mañanas en el bosque con ella, y
por las noches la llevaba en barca por el río a una cabaña de juncos en los
cañaverales; allí, su sonriente rostro virginal descansaba contra la barba
prematuramente encanecida del barón, y los dedos finos de ella jugaban con la
dura y cruel mano de cazador de él.
Doña Inés iba todas las fiestas
de guardar a la iglesia, rezaba y daba limosna para los pobres. Visitaba a las
ancianas menesterosas del pueblo, les regalaba zapatos, peinaba a sus nietos,
las ayudaba en las labores de costura y, al marchar, dejaba en sus humildes
cabañas el suave resplandor de una joven santa. Todos los hombres la deseaban,
y al que fuera de su agrado y llegara en buen momento le concedía, además del
beso en la mano, un beso en los labios, y el que fuera afortunado y bien
parecido podía atreverse, cuando llegara la noche, a escalar su ventana.
Todo el mundo lo sabía, incluso
el barón, pese a lo cual la hermosa mujer proseguía en total inocencia y con
mirada sonriente su camino, como una muchachita ajena a cualquier deseo de un
hombre. De tanto en tanto, aparecía un amante nuevo, que la cortejaba
discretamente como a una belleza inaccesible, henchido de orgullo y de
felicidad por la valiosa conquista, asombrado de que los demás hombres no se la
disputaran y le sonrieran. La casa de doña Inés se levantaba apacible junto al
lindero del parque siniestro, rodeada de rosales trepadores y aislada como en
un cuento de hadas, y allí vivía ella, entraba y salía, fresca y tierna como
una rosa una mañana de verano, con un resplandor puro en su rostro de niña y
las pesadas trenzas aureolando su cabeza de finas facciones. Las ancianas
pobres del pueblo la bendecían y le besaban las manos, los hombres la saludaban
con profunda inclinación y sonreían a su paso, y los niños corrían hacia ella
tendiéndole las manitas y dejándose acariciar en las mejillas.
-¿Por qué eres así? -le
preguntaba a veces el barón amenazándola con mirada severa.
-¿Acaso tienes algún derecho
sobre mí? -respondía doña Inés con ojos asombrados y jugando con sus trenzas
morenas.
Quien más enamorado estaba era
Floriberto, el poeta. A él el corazón le daba brincos cuando la veía. Cuando
oía algún comentario malévolo sobre ella, sufría, sacudía la cabeza y no le
daba crédito. Si los niños se ponían a hablar de ella, se le iluminaba el
rostro y prestaba el oído como si escuchara una canción. Y de todos sus sueños,
el más hermoso consistía en soñar despierto con doña Inés. Entonces lo adornaba
con todo, con lo que amaba y con lo que le parecía hermoso, con el viento de
poniente y con el horizonte azulado, y con todos los luminosos prados
primaverales, que disponía a su alrededor; y en ese cuadro introducía toda la
nostalgia y el cariño inútil de su existencia de niño inútil. Una noche, a
principios de verano, tras un largo período de silencio, un soplo de vida nueva
sacudió la torpeza del castillo. El estruendo de un cuerno atronó en el patio
donde penetró un coche que se detuvo entre chirridos. Se trataba del hermano
del barón que venía de visita, un hombre alto y bien parecido, que lucía una
perilla puntiaguda y una mirada enojada de soldado, acompañado por un único
sirviente. Se entretenía bañándose en las aguas del Rin y disparando a las
gaviotas plateadas para pasar el rato. Iba con frecuencia a caballo a la ciudad
cercana de donde regresaba por las noches, borracho, y también hostigaba
ocasionalmente al pobre poeta y se peleaba cada dos por tres con su hermano. No
paraba de darle consejos, de proponerle arreglos y nuevas dependencias, de
recomendarle transformaciones y mejoras, que nada representaban en su caso, ya
que él nadaba en la abundancia gracias a su matrimonio, mientras que el barón
era pobre y no había conocido más que desdichas y sinsabores durante la mayor
parte de su vida.
Su visita al castillo se debía
a un capricho que ya le empezó a pesar al cabo de la primera semana. No
obstante se quedó y no dijo ni palabra de marcharse, pese a que a su hermano la
idea no le habría disgustado en absoluto. Y es que había visto a doña Inés y
había empezado a cortejarla.
No pasó mucho tiempo y, un día,
la sirvienta de la hermosa mujer lució un vestido nuevo, regalo del barón
forastero. Y al cabo de otro poco, ya recogía junto a muro del parque los
mensajes y las flores que le entregaba el sirviente del mismo barón forastero.
Y tras unos pocos días más, el barón forastero y doña Inés se encontraron un
hermoso día de verano en una cabaña en medio del bosque y él le besó la mano, y
la boquita menuda y el cuello tan blanco. Pero cuando doña Inés iba al pueblo y
él se cruzaba con ella, entonces el barón forastero la saludaba con una
profunda reverencia y ella le agradecía el saludo como una muchacha de
diecisiete años
Volvieron a transcurrir unos
días, y una noche que se había quedado solo, el barón forastero vio una nave
con un remero y una mujer deslumbrante a bordo que descendía la corriente. Y lo
que su curiosidad en la oscuridad no pudo saciar le quedó confirmado con creces
al cabo de unos días: aquella a la que había estrechado contra su corazón a
mediodía en la cabaña del bosque y a1 que había encandilado con sus besos
surcaba las oscuras aguas del Rin por las noches en compañía de su hermano y
desaparecía con él en los cañaverales.
El forastero se volvió
taciturno y tuvo pesadillas. Su amor por doña Inés no era como el que se siente
por un trofeo de caza apetecible sino como el que se siente por un valioso
tesoro. Cada uno de sus besos lo colmaba de dicha y de asombro, asustado de que
tanta pureza y tanta dulzura hubieran sucumbido a su reclamo. Con lo que a ella
la había amado más que a otras mujeres, y junto a ella había recordado su
juventud, y así la había abrazado con ternura, agradecimiento, y consideración
a la vez. A ella que, cuando llegaba la noche, se perdía en la oscuridad con su
hermano. Entonces se mordió los labios y sus ojos lanzaron destellos de ira.
Indiferente a todo lo que
estaba sucediendo e insensible a la atmósfera de velada pesadumbre que se
cernía sobre el castillo, el poeta Floriberto seguía llevando su apacible
existencia. Le disgustaban las vejaciones y tormentos ocasionales del huésped
del castillo, pero de antaño estaba acostumbrado a soportar escarnios de este
tipo. Evitaba al forastero, se pasaba el día entero en el pueblo o con los
pescadores a orillas del Rin, y se dedicaba a fantasear vaporosas ensoñaciones
en el calor de la noche. Y una mañana tomó conciencia de que las primeras rosas
de té junto al muro del patio del castillo empezaban a florecer. Hacía ya tres
veranos que solía depositar las primicias de estas insólitas rosas en el umbral
de la puerta de doña Inés y se alegraba de poder ofrecerle por cuarta vez
consecutiva este modesto y anónimo regalo.
Aquel mismo día, a mediodía, el
forastero se encontró con la hermosa doña Inés en el bosque de hayas. No le
preguntó dónde había ido la víspera y la antevíspera a la caída de la noche.
Clavó su mirada casi horrorizada en los ojos inocentes y apacibles y, antes de
irse, le dijo:
-Vendré esta noche a tu casa
cuando anochezca. ¡Deja la ventana abierta!
-Hoy no - respondió suavemente
ella -, hoy no.
-Pues vendré.
-Mejor otro día. ¿Te parece?
Hoy no, hoy no puedo.
-Vendré esta noche. Esta noche
o nunca. Haz lo que quieras.
Ella se separó de su abrazo y
se alejó.
Al anochecer, el forastero
estuvo al acecho del río hasta que cayó la noche. Pero la barca no se presentó
Entonces se encaminó hacia la casa de su amada y se ocultó detrás de un
matorral con el fusil entre las piernas.
El aire era cálido y apacible.
Los jazmines perfumaban la atmósfera y tras una hilera de nubecitas blancas el
cielo se fue llenando de pequeñas estrellitas apagadas El canto profundo de un
pájaro solitario se elevó en e parque.
Cuando ya casi era noche
cerrada, giró con paso taimado un hombre junto a la casa, casi furtivo. Llevaba
el sombrero profundamente hundido sobre los ojos, pero estaba todo tan oscuro
que se trataba de una precaución inútil. En la mano derecha llevaba un ramo de
rosas blancas que proyectaban una claridad apagada en la noche El que estaba al
acecho agudizó la mirada y armó el fusil
El recién llegado alzó la
mirada hacia las ventanas de las que no brillaba luz alguna. Entonces se acercó
a 1a puerta, se agachó y estampó un beso en el picaporte metálico de la puerta.
En ese instante surgió la
llama, se oyó un estampido seco que el eco repitió suavemente en las
profundidades del parque. El portador de las rosas dobló las rodillas, después
cayó hacia atrás y tras unos breves espasmos silenciosos quedó tumbado de
espaldas en la gravilla.
El que estaba al acecho
permaneció todavía un buen rato oculto, pero nadie apareció y tampoco nada se
movió en la casa silenciosa. Entonces salió con prudencia de su escondite y se
agachó sobre la víctima de su disparo, que yacía con la cabeza descubierta pues
había perdido el sombrero en su caída. Compungido, reconoció con asombro al
poeta Floriberto.
-¡Así que él también! -se
lamentó alejándose
Las rosas quedaron esparcidas
por el suelo, una de ellas en medio del charco de sangre del poeta. En el
campanario del pueblo sonó la hora. El cielo se cubrió de nubes blancuzcas,
hacia las que la inmensa torre del castillo se alzaba como un gigante que se
hubiese dormido erguido. La corriente perezosa del Rin cantaba su dulce melodía
y, en el interior del parque sombrío el pájaro solitario siguió cantando hasta
pasada la medianoche.
Herman Hesse de Cuentos
maravillosos
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