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13 de marzo de 2018

El mundo ha cambiado, Jacques Sternberg



 El mundo ha cambiado



Cuando, en el año 43 después de Jesús II, se lanzó al mercado la máquina de finalidad negativa, una nueva era se abrió.
Los inicios de la máquina de finalidad negativa fueron modestos, pero sus posibilidades secretas eran evidentes y dejaban prever fácilmente una revolución. Sus posibilidades, y el éxito que conoció apenas unas semanas después de su lanzamiento.
El aspirador-escupidor de polvo fue en efecto el primer objeto de finalidad negativa que se comercializó, y millones de amas de casa desocupadas se lanzaron sobre esta sorprendente máquina electrodoméstica que realizaba un trabajo en un tiempo mínimo para sabotearlo inmediatamente al mismo ritmo y poder comenzarlo de nuevo con una destreza inagotable.
Cuando las administraciones municipales decidieron, para dar trabajo a los millones de parados, lanzar a través de las calles de las grandes ciudades coches engrasadores de la vía pública, se comprendió sin ninguna posibilidad de error que la palabra «negativo» iba a convertirse en sinónimo de eficiencia, que la gratuidad absoluta entraba en las costumbres, y que, con pleno conocimiento de causa, iba a edificarse un mundo nuevo sobre los corolarios de lo absurdo, de los cuales el siglo XX -el de los grandes precursores- había esbozado ya las primeras ecuaciones.
Luego transcurrió un año.
Y el mundo ha evolucionado un poco.
El mundo entero ya no piensa más que en la finalidad negativa, el asunto que no reporta ni puede reportar nada, las realizaciones basadas en el vacío y enfrentadas al vacío, muy a menudo monstruosas, erizadas de complejidades inútiles, estrictamente desprovistas de sentido, transparentes y terroríficas, como el esqueleto de la palabra «Nada».
¿Cómo podía imaginar el industrial o el hombre de negocios de 1986 que sus descendientes directos, sus hijos para ser concretos, llegarían un día a vender con éxito cristal opaco para escaparates, tazas sin fondo, cuchillos de mango más cortante que la hoja, o incluso, como hizo recientemente una célebre firma, coches equipados con un dispositivo que pincha un neumático cada diez kilómetros? ¿Cómo podía imaginar un publicista de finales del siglo XX que cincuenta años más tarde una pluma estilográfica sería lanzada con éxito al mercado bajo el slogan de que era la única pluma estilográfica con la cual era rigurosamente imposible escribir sin mancharse los dedos?
Y sin embargo, así es.
El mundo ha llegado hasta este extremo, aunque no haya cambiado de lugar en el universo.
Dicho esto, la vida no es más divertida por esas razones. No hay que creer que el sentido del humor haya reemplazado al sentido de la seriedad que formaba la base de todas las empresas de antes. De ningún modo. El hecho de haber admitido sin segundas intenciones las más dementes prolongaciones de lo absurdo no implica en absoluto la irrupción del humor en nuestras existencias. Por el contrario, el hombre nunca ha estado más almidonado en esa seriedad que le sirve de visado y de tarjeta de identidad. Simplemente, con la misma aplicación de funcionario funcionando a semana completa, cultiva ahora el amor a lo gratuito del mismo modo que antes cultivaba el amor a lo práctico. Se entrega a sus empresas inútiles con el mismo ardor con que antes se entregaba a sus trabajos utilitarios. Nada ha cambiado. O, si algo ha cambiado, no es ciertamente la mentalidad del hombre. Haría falta mucho más que esto para cambiar al hombre, tenazmente aferrado a su certeza de hallarse en el mundo para cumplir una misión sagrada, asumir una función esencial a la gravitación terrestre y servir a un ideal estrechamente ligado al movimiento de los planetas. Digamos simplemente que el ideal ha cambiado de color. O más bien que se ha decolorado. ¿Pero se ha dado cuenta el hombre de ello? Cabría dudarlo. Está convencido más que nunca de su utilidad, de su mitología, de su importancia universal. Es más fanático y está mucho más cebado de fe que antes, de ningún modo desengañado, siempre atareado, presa entre el pasivo y el activo de sus realizaciones, meticuloso, tanteador irreductible atado a los detalles microscópicos, y a fin de cuentas su consciencia profesional ha permanecido intacta.
Tampoco el trabajo ha cambiado apenas. Evidentemente se ha complicado, y los horarios obligatorios han sido ampliados. Lo cual era de prever: trabajar sin ninguna finalidad y para nada exige una atención mucho Mayor, y por supuesto, mucho más tiempo.
Por otra parte, ya no le queda a nadie el recurso de permanecer en paro. Hay trabajo inútil para todo el mundo, puesto que puede hacerse no importa el qué en no importa qué sentido bajo no importa cuál pretexto. Parado ya no es más que un término arcaico, inscrito aún en el diccionario del siglo XXI tan solo como referencia.
¿Qué citar como ejemplos flagrantes de esta nueva forma de asumir la vida, sus responsabilidades y su futuro?
La elección es tremendamente difícil.
¿El gigantesco inmueble que la ciudad inauguró la semana pasada? No es tan solo impresionante, con sus quince plantas de cristal, sino que concretiza realmente de forma simbólica toda una mentalidad. Este inmueble representa en realidad un banco modelo, con oficinas instaladas según los criterios más progresistas del arte burocrático, bóvedas blindadas, y salas de recepción que forman entre ellas un verdadero laberinto de lo funcional. Pero nadie entrará jamás en este banco. Una placa de mármol señala con letras de oro que este inmueble ha sido erigido como homenaje a la Inutilidad de Toda Empresa, y que tanto la entrada en él como su utilización están estrictamente prohibidas. Lo cual no ha eliminado en absoluto los discursos de inauguración que cabía esperar. Incluso es de suponer que las bóvedas y los cajones de este banco estén repletos de fajos de billetes y lingotes de oro. ¿Y por qué no? ¿Acaso un gran periódico no ha anunciado recientemente a toda página que una firma proponía como saldo, a precios que desafiaban toda competencia, falsos billetes de banco ligeramente tarados? Y ocurre a menudo que los empleados de una firma sean pagados con billetes de los cuales el contable ha arrancado cuidadosamente todos los nmeros. Pro estas sutilidades no han alterado en absoluto la eterna avaricia del hombre ni su pasión por el dinero. Simplemente, los medios de ganarlo han evolucionado. Como los medios de perderlo, por otro lado. El dinero no tiene ya el mismo valor, aunque siga conservando el mismo olor.
Al igual que el trabajo.
El mismo olor dulzón a enmohecido, diluido en el color del aburrimiento, que sigue siendo el gris.
¿Qué es lo que ha cambiado? Todo, sin lugar a dudas. ¿Qué es lo que es diferente? Nada, sin lugar a dudas.
¿Qué podría haber que fuera distinto? Antes, los contables trabajaban para establecer balances exactos, y eran despedidos sin piedad si se equivocaban en sus cuentas;;ahora, los contables trabajan para establecer balances imaginarios, y son despedidos sin piedad si entregan a la dirección una cuentas matemáticamente exactas. Antes, los empleados ponían direcciones en los sobres para enviarlos a millones de desconocidos a quienes no debían nada; ahora, los envían a direcciones que no corresponden a ninguna realidad, a personas imaginarias a quienes tampoco deben nada.
La finalidad ha sido desviada, es cierto. Pero nada más. Los gestos siguen siendo los mismos que eran antes. La monotonía del trabajo no ha sufrido ninguna variación, ni tampoco por otro lado las monocordes exigencias de los responsables y las quejas igualmente monocordes de los subordinados.
Una vez admitido el principio, ¿cómo puede considerarse insólito? Es fácil habituarse a él. A fin de cuentas no es ni más extraño, ni menos absurdo, que los principios que regían los millones de empresas de finalidad reducida que tanto abundaban en los siglos pasados.
En el siglo XX las fábricas construían en cadena, en serie, miles de modelos distintos de objetos heteróclitos. ¿Imagina alguien por ejemplo cuantas miles de clases de cintas bordadas o de botones podía hallar en el comercio? Ahora, las fábricas construyen miles de variantes de la gratuidad. Tuercas que nunca se adaptan a los pasos de rosca hechos por la misma fábrica, elásticos tan rígidos como trozos de madera, papel secante para escribir, grifos que arrojan tinta en las bañeras, televisores perfeccionados que tan solo transmiten el sonido, armarios cuyas puertas no pueden abrirse nunca. Y tantas otras pequeñas naderías. Jamás la industria ha sido tan floreciente, jamás el comercio ha conocido una tal apoteosis. Es la prueba perfecta de que lo absolutamente inútil contiene tanta sana lógica y tantas vitaminas como lo utilitario.
¿Dónde se detendrá esto? En ninguna parte, por supuesto. Hemos superado hace mucho tiempo los tristes límites de la justa medida. Pero hemos descubierto sin estupor y sin rencor que más allá de la justa medida yacen otras convenciones tan tristes como ella. ¿Hay que admitir realmente que no hay nada en la Tierra que pueda ser maravilloso, un delirio vital y una razón válida de hallarse con vida? De todos modos, ya nada puede sorprender al hombre de hoy, ya nada puede impresionarle. Recorre el absurdo, reconocido y vendido en estado bruto o sabiamente destilado, del mismo modo que en el pasado recorría las bellas artes, los grandes almacenes o las retrospectivas folklóricas. Este pasado tan superado ya. Todo entusiasmo o admiración han muerto en el ser humano. Todo odio y todo disgusto también, al mismo tiempo. Todo reflejo de defensa o de ataque. Acepta, aprueba, admite. No importa el qué, presentado en no importa qué modo. Todo puede llegar hasta él, todo le conviene, está siempre disponible. La única empresa condenada al fracaso sería aquella que intentara arrancar al hombre de la aprobación tácita que se ha apoderado de él.
El hombre del siglo XXI sabe que nada esencial puede llegarle ya. Nada trágico, nada crucial, puesto que todo lo que es sinónimo de una finalidad cualquiera, de un objetivo definido, ha desaparecido de este mundo. Han desaparecido las guerras, que estaban basadas en una explosión de finalidades opuestas. Han muerto las pasiones, que expresaban la voluntad y la rabia de alcanzar un blanco preciso. Se han extinguido los conflictos, que eran choques de pasiones o la colisión de algún ideal contra su mortal enemigo.
La última guerra data del año pasado. Estalló sin ninguna causa, como era de prever. Y, privada de causas, no ha tenido ninguna consecuencia. No ha ocasionado ni una sola víctima. Por otro lado, se ha desarrollado sin ninguna batalla, sin armas y sin ejércitos. Se trataba realmente de una guerra abstracta, conducida al margen del tiempo y del espacio, sin odio y sin enemigos definidos. Hubo de todos modos algunas movilizaciones generales, pero fueron decretadas principalmente para tener el placer de desmovilizar algunas horas más tarde a unos cuantos millones de hombres, siempre felices de dejarse arrastrar en un dédalo de imprecisas órdenes y contraórdenes.
Sí, el hombre se ha convertido realmente en un funcionario. Y funciona bien, sin choques y sin averías. Está bien aceitado, y su cortesía tiene algo de sorprendente. Nada puede contrariarlo ni empujarlo a una reacción violenta. Es incapaz de rechazo o de pasión. Es la sumisión total. Está hecho a la vida que le es impuesta.
Cuando va al cine, sabe que deberá soportar durante horas un documental único acerca de una simple hoja de papel, o ensayos experimentales sobre la línea recta, o como máximo variaciones imperceptibles de color diluyéndose las unas en las otras. Si va al teatro, lo más a menudo es para ver obras que representan a empleados trabajando sin pronunciar una sola palabra, o retrospectivas del trabajo efectuado en correos o en el interior de una aduana. Cuando se queda en casa, por la noche o el domingo, sabe que deberá recibir a los delegados encargados por anónimas firmas de hacer una enorme cantidad de preguntas anodinas y vanas o a representantes que colocan con éxito muestras de no importa qué sin pedir nunca nada a cambio. Cuando anda por la calle, hay miles de vendedores ambulantes que le proponen la venta al detall de nada cortada en rodajas, y si consigue escapar de ellos es para encontrarse con almacenes que venden las mismas inutilidades al por Mayor, bajo el nombre de una sociedad.
Ninguna obligación acecha nunca al cliente ni al vendedor. Hace ya mucho tiempo que las leyes y los reglamentos han sido suprimidos. Ya no sirven para nada. El hombre no se niega jamás a nada. Acepta, escucha, tiene tiempo que perder, compra incluso, ya que en general esto no le cuesta nada.
Pero no sonríe nunca. Ni siquiera cuando el absurdo supera sus propios límites y sus definiciones clásicas. Nadie ha acogido con ironía a esa empresa cuya única finalidad era encender los fósforos para ver si funcionaban correctamente. Por el contrario, los fósforos calcinados se venden a un ritmo impresionante, y nadie se ha quejado nunca.
¿Para qué quejarse? ¿Para qué sorprenderse o inquietarse? Es bien sabido que todo se vende: el silencio de los discos tanto como los parásitos extraídos de las ondas, el aire enlatado tanto como la caridad en vasijas de cristal, el agua luminosa tanto como el gas doméstico propuesto en caja fuerte con refrigerador incorporado. Siempre hay un hombre para efectuar un hallazgo, un equipo para ponerlo en práctica, una firma para explotarlo comercialmente, y un cliente para interesarse por él. Y al igual que el hombre está dispuesto a comprar no importa el qué, está dispuesto también a hacer no importa el qué a no importa cuales condiciones.
Ya nada le choca, se doblega a las exigencias más implacables, y toda revuelta ha muerto desde hace tiempo en él. Es decir que las innumerables administraciones oficiales, privadas y ocultas, han hecho de cada individuo una presa fácil, buena para ser devorada lentamente sin acabar jamás de devorarla del todo. Y no solamente el hombre se deja acaparar con una desconcertante sumisión, sino que encuentra placer en ir por delante de esta solapada deglución. El mismo alienta una pasión mórbida hacia las encuestas y solicitudes, los cuestionarios y las gestiones interminables que figuran en el programa de una gran cantidad de reglamentos administrativos. ¿Que hay que decir de estas gestiones?
En realidad, cada empleado, incluso si trabaja en una administración oficial, se ocupa de los casos de los demás durante el día y arregla los suyos durante la noche. Interroga a los demás en su oficina, responde a domicilio a las preguntas de los demás. Siempre hay cosas en que ocuparse: con una regularidad electrónica, cada buzón se llena constantemente de formularios y de boletines que hay que devolver cumplimentados con la máxima urgencia. La Mayor parte de las veces es difícil saber dónde hay que enviar estos papeles, ya que no tienen por qué llevar forzosamente un remite. Pero este detalle no desconcierta jamás a nadie. Son numerosos los habitantes que cambian cada día de tarjeta de identidad, o que piden pasaportes sin tener la menor intención de salir al extranjero. Y más numerosos aún son los particulares que rellenan formularios de cambio de domicilio sin el menor motivo, o compran las montañas de abstracciones propuestas por los catálogos que les envían masivamente las casas de venta por correspondencia. Ya que la venta por correspondencia, tal como era de esperar, ha adquirido una extensión considerable. Los servicios postales entregan por camiones toneladas de prospectos que las firmas arrojan como una lluvia a través de las ciudades. Algunos de estos prospectos no son más que simples hojas en blanco. O repletos de palabras incomprensibles. Y venden. Como antes. Con la diferencia de que, ahora, no se sabe exactamente qué es lo que venden.
La venta puerta a puerta ha adquirido también una gran importancia. Puedo hablar de ello con fundamento de causa, ya que esta es la profesión que ejerzo desde hace algunas semanas. Una profesión que no es menos inútil que cualquier otra, pero que sin embargo es mucho más agotadora. Además, su complejidad es enorme. Todo ello de acuerdo con las leyes de un código que puede parecer extraño, pero que en realidad es bastante trivial.
Así, los representantes de nuestra firma no visitan más que a particulares, y prácticamente de puerta en puerta. Presentamos un único modelo de artículo, un juego de cubos variados, cubos de madera pintada cuyos colores están limitados al verde, al amarillo, al rojo y al violeta. Los cubos verdes reportan a los representantes un diez por ciento de comisión, los rojos un veinte por ciento, los amarillos un quince por ciento. Los violetas no pueden ser vendidos, y sirven únicamente como muestras. Los cubos rojos no pueden ser presentados en casas que tengan más de cuatro plantas. Los verdes deben ser vendidos en las casas construidas con ladrillo rojo. Las casas que forman esquina están prohibidas a los representantes. Los días pares tan solo se pueden presentar los cubos verdes a los particulares de las plantas bajas, y los amarillos a los habitantes de los pisos superiores. Las aceras de la derecha están prohibidas los días pares, pero están autorizadas si llueve. Existen un centenar de reglas de este tipo, todas ellas consignadas en un fascísculo que el representante debe consultar constantemente, ya que el reglamento es de una tal complejidad que desanima a cualquiera que quiera aprenderlo de memoria. Dicho esto, el oficio tiene sus ventajas e incluso su encanto. Los cubos encargados son entregados al día siguiente, meticulosamente embalados. Los clientes no desembalan nunca estos paquetes, cuyo contenido conocen perfectamente. ¿Qué van a hacer con estos cubos? Así que se contentan con pagar los gastos de envío y van a correos para reexpedir el paquete, sin abrir, a la firma responsable de la venta, y la firma hace una cuestión de honor del devolver sin discusión los gastos de envío asumidos por la clientela.
Los representantes reciben sus comisiones al finalizar cada día, pero al día siguiente estas comisiones son fatalmente anuladas. Lo cual hace que en realidad nunca cobren nada, al igual que el cliente nunca pierde nada, al igual que la firma nunca gana nada. Sin embargo, esto es lo que llamamos hoy en día el comercio.
¿Qué hacer, sino aceptar?
Además, todos los empleos son iguales, sin la menor duda. Antes yo trabajaba como encuestador para una sociedad muy conocida, y si bien el reglamento interior era infinitamente más simple, el trabajo exigido no era en absoluto menos cansado. En efecto, debíamos recorrer la ciudad y hacer una eterna encuesta sobre un tema aparentemente simple pero profundamente problemático: hallar, mediante hábiles preguntas y circunloquios, cuál podía ser la finalidad de la firma para la cual trabajábamos. Es inútil decir que nadie respondió nunca a esta pregunta.
¿Qué hacer, sino aceptar también?
La elección es algo que ya no tiene razón de ser, puesto que las cosas se equilibran idealmente entre ellas, químicamente dosificadas con la misma cantidad de gratuidad.
He tenido multitud de empleos, muy distintos los unos de los otros, pero pese a ello tengo la sensación de haber pasado toda mi vida ejerciendo un único trabajo indefinido y monótono, algo extremadamente confuso que no exigía más que un único gesto de medusa, como si hubiera sido una larva condenada a salivar desde hace miles de años una enorme necesidad sin contornos y sin formas, tan viscosa, llena de agujeros y de resplandores lívidos, de preguntas grises y de respuestas imposibles.
¿Qué hacer? Como decían antes, es la vida. Sin duda siempre han dicho lo mismo. Esta es la mejor excusa que se puede encontrar. ¿Y luego qué? Puesto que el hombre ha aceptado siempre vivir para nada, con la única demente y grotesca finalidad de alcanzar un día el umbral de su muerte, ¿por qué no aceptar el vivir incesantemente, cotidianamente, metódicamente, una serie de pequeñas muertes transformadas en trabajos prácticos con una conclusión negativa al final del programa?
¿Acaso era realmente distinto el mundo bajo el agostado sol del pasado? ¿Ha cambiado realmente tanto, cuando uno piensa en ello?
¿Era realmente menos absurdo? ¿Más lógicamente organizado? Eso es lo que se pretende. Pero no lo creo.
¿Qué fue la vida de mi padre, por ejemplo, es decir la de un individuo medio, incluso mediocre, del siglo XX? Durante veinte años, con la obstinación de un castor amaestrado, llevó las cuentas de una opulenta casa de transportes, que estaba muy evidentemente dotada de una divisa tan precisa como una ecuación, de un ideal comercial, de una finalidad de acero que había que alcanzar de buen grado o por la fuerza. Pero mi padre, o los centenares de empleados que trabajaban para esa casa, no tenían ninguna posibilidad de percibir cuáles eran las características de esta finalidad. Todos ellos estaban relegados demasiado profundamente bajo las cifras y las facturas, las órdenes y los imperativos, las exigencias y la fatiga del aburrimiento. En pocas palabras, era como si no hubiera habido ninguna finalidad.
¿Y qué ocurrió? Simplemente esto: un día, a fuerza de añadir cifras fabulosas, mi padre terminó por obtener un resultado inferior al cero absoluto. Así ocurrió, por absurdo que pueda parecemos, a nosotros que sin embargo somos los estibadores del absurdo. La casa quebró, como si toda aquella pirámide de beneficios y de cuentas hubiera sido edificada sobre arenas movedizas. Mi padre fue despedido, como todo el mundo, y apenas tuvo el tiempo justo de preguntarse, antes de morir, cómo iba a poder pagar la factura de los enterradores que ya le estaban esperando afuera, con la pala en la mano.
La suya fue lo que en el siglo pasado se llamó una vida realizada, una vida bien vivida de persona honrada.
Mi padre, los demás, todos los demás, aquellos que reventaban en las fosas comunes y aquellos que se hacían embalsamar en gigantescos mausoleos, ¿llegaban realmente a comprender por qué y para qué habían vivido, trabajado y pensado?
Sí, ¿por qué? ¿para qué?
Nosotros hemos renunciado a hacernos estas preguntas. Sabemos que no sabemos nada. Simplemente aceptamos.
¿Por qué? ¿Para qué?
¿Por qué el hombre no se hizo nunca estas preguntas antes de venir al mundo, antes de salir de su larva para representar su papel en este planeta?


Jacques Sternberg

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