Prólogo de un escritor a sus
obras escogidas
Hermann Hesse
(1921)
Un escritor de nuestro tiempo, uno de nuestros
narradores preferidos, fue invitado a preparar una selección de sus obras y a
exponer en un prólogo los criterios según los cuales había realizado la
selección. Después de algunas semanas envió a su editor el siguiente
Prólogo
La invitación a preparar una selección popular
de mis escritos me ha obligado a diversos trabajos y reflexiones, pero sobre
todo a examinar mis escritos, para ver si alguno que otro se prestaba por
méritos especiales a ser incluido en tan distinguida selección.
Las obras que deberían constituir esta
proyectada antología tendrían que tener en primer lugar, dentro de su género,
un nivel decoroso y ocupar entre mis obras un lugar especial, ya sea porque
expresen mi manera de ser con más pureza que otras, ya sea porque resulten por
su forma e intención particularmente afortunadas, satisfactorias y bien
proporcionadas. Estos serían los criterios de una selección rigurosa.
Al mismo tiempo parecía ofrecerse todavía una
solución cómoda: yo podía aceptar la voz del pueblo como voz de Dios y elegir
sencillamente aquellas obras preferidas por los lectores. Entonces mis mejores
libros serían los que habían sido acogidos con más simpatía por la crítica y de
los que se había vendido el mayor número. Pero si realmente se podía creer en
aquella voz de Dios, yo era, según demostraban los números, un autor mucho más
importante que algunos de nuestros más grandes maestros que yo veneraba
humildemente, y en cambio, era pequeño e insignificante al lado de los
brillantes éxitos literarios de ciertos contemporáneos, con los que ser
confundido o simplemente comparado me hubiese sido más desagradable que caer
entre asesinos. De modo que, ya después de un brevísimo examen, esta solución
resultó desgraciadamente imposible y el penoso trabajo siguió pendiente. Tenía
al menos que intentar y perseguir lo imposible: erigir dentro de mí un tribunal
que juzgase el valor o la inutilidad de mis intentos literarios y dictase una
sentencia.
Dos actitudes eran posibles: comparar mis
relatos con los de otros autores acreditados, o, lo que era aparentemente más
sencillo, designar a través de una estricta selección aquellas obras que
revelasen mejor y justificasen con más claridad mi ser, mi carácter, mis ideas
sobre la vida, mi talento literario o mi misión. Había que probar ambos caminos
antes de poder elegir uno.
A título de prueba inicié el primero, tomando
las obras de narradores acreditados como punto de referencia. De los novelistas
de la primera y máxima categoría-inútil decirlo-prescindí; no podía pensar ni
en el momento más ambicioso, compararme con Cervantes, Sterne, Dostoievski,
Swift o Balzac. Pero pensé que tenía que ser posible una comparación humilde,
respetuosa con otros, con maestros venerados, de la siguiente categoría todavía
altísima: aunque me sobrepasaban cien veces, me pareció que podría constatarse
alguna relación entre ellos y el que se esforzaba en seguirles. Y pensé
entonces en narradores venerados y queridos como Dickens, Turgeniev, Keller.
Pero tampoco encontré aquí un punto de contacto. Aparte de que estos maestros
también se hallaban demasiado por encima de mí, había aún algo que hacía
imposible encontrar un criterio o una medida de valores.
Siempre que intentaba establecer una
comparación entre uno de mis libros y una de aquellas obras admiradas de los
grandes, sentía que mis libros no tenían nada que ver con aquéllas. Comprendí
que trataba de relacionar magnitudes inconmensurables. Faltaba una medida,
faltaba un denominador común. Y a partir de ahí encontré muy pronto mi verdad,
una verdad profundamente humillante, por cierto.
Aparentemente mis novelas podían compararse
con las obras de aquellos autores anteriores. Lo que tenían en común era el
título genérico de «novela» o «cuento». Pero en realidad, según descubrí
entonces con profundo enfriamiento y súbita claridad, en realidad, mis novelas
no eran novelas, mis novelas cortas no eran novelas cortas. Yo no era un
narrador, no lo era en absoluto. Y el hecho de que a pesar de todo hubiese
escrito cosas, que tenían todo el aspecto de narraciones, era mi gran culpa y
debilidad. Desde niño había amado y leído mucho a aquellos magníficos maestros
de la narrativa y de ahí había surgido una imitación de la que al principio no
fui en absoluto consciente y más tarde sólo de manera imprecisa. La plena
conciencia no la adquirí hasta aquel momento.
Cierto que no estaba sólo con mi diletantismo
y mi imitación. La literatura alemana moderna de los últimos cien años está
llena de novelas que no lo son, y de autores que pretenden ser narradores sin
serlo. Entre ellos hay grandes, magníficos escritores, cuyas supuestas novelas
cortas amo, no obstante, fervorosamente; sólo necesito nombrar a Eichendorff.
Yo me sentía cerca de esos escritores aunque sólo en lo que se refería a mi
debilidad. La narración como poesía encubierta, la novela como etiqueta
prestada para las tentativas de naturalezas poéticas, la expresión del
sentimiento del yo y del mundo, eran un empeño específicamente alemán y
romántico, aquí me sentía afín y culpable. Y a esto se añadía algo más. Poetas
como Eichendorff y otros muchos no hubiesen tenido, según creo, necesidad de
introducir subrepticiamente poesía en el mundo bajo la falsa bandera de la
novela; sabían hacer poesía auténtica, excelente, no encubierta, y gracias a
Dios, la hicieron. Pero la poesía no es solamente construir versos; la poesía
es sobre todo hacer música. Y que la prosa alemana es un instrumento
maravilloso y seductor para hacer música lo supieron muchos poetas que se
entregaron a ese placer exquisito con frenesí. Pero pocos, muy pocos fueron lo
bastante fuertes o sensibles para ver las ventajas que surgían del uso prestado
de la forma narrativa (y entre estas ventajas, la de un público más numeroso) y
para poner en el mundo su música-prosa con tanto orgullo como Hölderlin su
«Hyperion» o Nietzsche su «Zarathustra». Y así yo también había interpretado,
burlador burlado, inconscientemente, el papel de narrador. Que estuviese en
compañía muy numerosa y en parte incluso buena, no me disculpa. De mis
narraciones, de eso no cabía ya la menor duda, ninguna era, como obra de arte,
lo bastante pura para ser citada. ¡Apaga la luz, y vete! Desde ese punto de
vista la idea de aquella selección de mis obras estaba juzgada y rechazada.
Humillado por este descubrimiento, emprendí el
segundo camino. Era posible que mis libros fuesen impuros como obras de arte,
que en su intento de compaginar géneros incompatibles fuesen bárbaros y un
fracaso desde el principio, pero conservaban su valor temporal subjetivo como
intentos de expresión de un espíritu que sentía, sufría y buscaba en nuestro
tiempo. Para la «selección» de mis obras interesaba, por lo tanto, solamente
qué obras eran las más auténticas, las menos mentirosas, en cuáles se expresaba
mi sentir de manera más rotunda, en cuáles se había sacrificado a la imitación
de una forma no auténtica, el mínimo de verdad y expresión.
Comencé de nuevo, y pasaron las semanas
mientras volvía a leer a menudo asombrado y sorprendido, a menudo avergonzado y
descontento, casi todas mis antiguas obras. Algunas las había casi olvidado,
pero todas habían permanecido en mi memoria de manera distinta a como se me
aparecían ahora al releerlas. Mucho de lo que antes, hace años, me parecía
bonito o acertado, ahora me resultaba ridículo e indigno. Y todas aquellas
narraciones trataban de mí, reflejaban mi propio camino, mis sueños y deseos
ocultos, mis propias amargas miserias. También los libros, en los que entonces,
con la mejor fe, había creído representar destinos y conflictos ajenos y
externos, cantaban la misma canción, respiraban el mismo aire, interpretaban el
mismo destino: el mío.
Ninguna de aquellas narraciones entraba en
consideración para la selección. No había ahí nada que seleccionar. Obras en
las que había estilizado, disfrazado y mentido (naturalmente de manera
inconsciente) con más empeño, me gritaban —a pesar de que ahora las encontraba
feas y malogradas— con más fuerza la verdad, me ponían sin piedad al
descubierto, al leerlas con un ojo más crítico. Y precisamente en las obras,
que con la voluntad más amarga había escrito como testimonio puro, encontraba
ahora rodeos, subterfugios y embellecimientos extraños, y en parte ya
incomprensibles. No, entre aquellos libros no había ninguno que no fuese
testimonio y deseo vivo de expresar mi más profundo ser, pero tampoco había
ninguno en el que el testimonio fuese completo y puro, en el que la expresión
hubiese alcanzado la liberación.
Si pienso en la suma de esfuerzos, renuncias,
sufrimientos y sacrificios que significó a lo largo de muchos años la
realización dé estos libros y la comparo con los resultados que hoy veo, podría
considerar mi vida equivocada y desperdiciada. Sin embargo, analizadas con
rigor, pocas vidas correrán una suerte diferente; ninguna vida, ninguna obra
soporta la comparación con sus exigencias ideales. A nadie incumbe determinar
el valor o la inutilidad de todo su ser y todos sus actos.
Publicar las «obras escogidas» carece ya de
sentido. Antes de iniciar este trabajo me gustaba la idea y en sueños veía ante
mí los cuatro o cinco bonitos tomos de mi antología. Pero de esos tomos
solamente ha quedado este prólogo.
Hermann Hesse
No hay comentarios:
Publicar un comentario