18 de noviembre de 2015

Prólogo de un escritor a sus obras escogidas (1921), Hermann Hesse

 Prólogo de un escritor a sus obras escogidas
(1921)

 Un escritor de nuestro tiempo, uno de nuestros narradores preferidos, fue invitado a preparar una selección de sus obras y a exponer en un prólogo los criterios según los cuales había realizado la selección. Después de algunas semanas envió a su editor el siguiente

Prólogo

 La invitación a preparar una selección popular de mis escritos me ha obligado a diversos trabajos y reflexiones, pero sobre todo a examinar mis escritos, para ver si alguno que otro se prestaba por méritos especiales a ser incluido en tan distinguida selección.
 Las obras que deberían constituir esta proyectada antología tendrían que tener en primer lugar, dentro de su género, un nivel decoroso y ocupar entre mis obras un lugar especial, ya sea porque expresen mi manera de ser con más pureza que otras, ya sea porque resulten por su forma e intención particularmente afortunadas, satisfactorias y bien proporcionadas. Estos serían los criterios de una selección rigurosa.
 Al mismo tiempo parecía ofrecerse todavía una solución cómoda: yo podía aceptar la voz del pueblo como voz de Dios y elegir sencillamente aquellas obras preferidas por los lectores. Entonces mis mejores libros serían los que habían sido acogidos con más simpatía por la crítica y de los que se había vendido el mayor número. Pero si realmente se podía creer en aquella voz de Dios, yo era, según demostraban los números, un autor mucho más importante que algunos de nuestros más grandes maestros que yo veneraba humildemente, y en cambio, era pequeño e insignificante al lado de los brillantes éxitos literarios de ciertos contemporáneos, con los que ser confundido o simplemente comparado me hubiese sido más desagradable que caer entre asesinos. De modo que, ya después de un brevísimo examen, esta solución resultó desgraciadamente imposible y el penoso trabajo siguió pendiente. Tenía al menos que intentar y perseguir lo imposible: erigir dentro de mí un tribunal que juzgase el valor o la inutilidad de mis intentos literarios y dictase una sentencia.
 Dos actitudes eran posibles: comparar mis relatos con los de otros autores acreditados, o, lo que era aparentemente más sencillo, designar a través de una estricta selección aquellas obras que revelasen mejor y justificasen con más claridad mi ser, mi carácter, mis ideas sobre la vida, mi talento literario o mi misión. Había que probar ambos caminos antes de poder elegir uno.
 A título de prueba inicié el primero, tomando las obras de narradores acreditados como punto de referencia. De los novelistas de la primera y máxima categoría-inútil decirlo-prescindí; no podía pensar ni en el momento más ambicioso, compararme con Cervantes, Sterne, Dostoievski, Swift o Balzac. Pero pensé que tenía que ser posible una comparación humilde, respetuosa con otros, con maestros venerados, de la siguiente categoría todavía altísima: aunque me sobrepasaban cien veces, me pareció que podría constatarse alguna relación entre ellos y el que se esforzaba en seguirles. Y pensé entonces en narradores venerados y queridos como Dickens, Turgeniev, Keller. Pero tampoco encontré aquí un punto de contacto. Aparte de que estos maestros también se hallaban demasiado por encima de mí, había aún algo que hacía imposible encontrar un criterio o una medida de valores.
 Siempre que intentaba establecer una comparación entre uno de mis libros y una de aquellas obras admiradas de los grandes, sentía que mis libros no tenían nada que ver con aquéllas. Comprendí que trataba de relacionar magnitudes inconmensurables. Faltaba una medida, faltaba un denominador común. Y a partir de ahí encontré muy pronto mi verdad, una verdad profundamente humillante, por cierto.
 Aparentemente mis novelas podían compararse con las obras de aquellos autores anteriores. Lo que tenían en común era el título genérico de «novela» o «cuento». Pero en realidad, según descubrí entonces con profundo enfriamiento y súbita claridad, en realidad, mis novelas no eran novelas, mis novelas cortas no eran novelas cortas. Yo no era un narrador, no lo era en absoluto. Y el hecho de que a pesar de todo hubiese escrito cosas, que tenían todo el aspecto de narraciones, era mi gran culpa y debilidad. Desde niño había amado y leído mucho a aquellos magníficos maestros de la narrativa y de ahí había surgido una imitación de la que al principio no fui en absoluto consciente y más tarde sólo de manera imprecisa. La plena conciencia no la adquirí hasta aquel momento.
 Cierto que no estaba sólo con mi diletantismo y mi imitación. La literatura alemana moderna de los últimos cien años está llena de novelas que no lo son, y de autores que pretenden ser narradores sin serlo. Entre ellos hay grandes, magníficos escritores, cuyas supuestas novelas cortas amo, no obstante, fervorosamente; sólo necesito nombrar a Eichendorff. Yo me sentía cerca de esos escritores aunque sólo en lo que se refería a mi debilidad. La narración como poesía encubierta, la novela como etiqueta prestada para las tentativas de naturalezas poéticas, la expresión del sentimiento del yo y del mundo, eran un empeño específicamente alemán y romántico, aquí me sentía afín y culpable. Y a esto se añadía algo más. Poetas como Eichendorff y otros muchos no hubiesen tenido, según creo, necesidad de introducir subrepticiamente poesía en el mundo bajo la falsa bandera de la novela; sabían hacer poesía auténtica, excelente, no encubierta, y gracias a Dios, la hicieron. Pero la poesía no es solamente construir versos; la poesía es sobre todo hacer música. Y que la prosa alemana es un instrumento maravilloso y seductor para hacer música lo supieron muchos poetas que se entregaron a ese placer exquisito con frenesí. Pero pocos, muy pocos fueron lo bastante fuertes o sensibles para ver las ventajas que surgían del uso prestado de la forma narrativa (y entre estas ventajas, la de un público más numeroso) y para poner en el mundo su música-prosa con tanto orgullo como Hölderlin su «Hyperion» o Nietzsche su «Zarathustra». Y así yo también había interpretado, burlador burlado, inconscientemente, el papel de narrador. Que estuviese en compañía muy numerosa y en parte incluso buena, no me disculpa. De mis narraciones, de eso no cabía ya la menor duda, ninguna era, como obra de arte, lo bastante pura para ser citada. ¡Apaga la luz, y vete! Desde ese punto de vista la idea de aquella selección de mis obras estaba juzgada y rechazada.
 Humillado por este descubrimiento, emprendí el segundo camino. Era posible que mis libros fuesen impuros como obras de arte, que en su intento de compaginar géneros incompatibles fuesen bárbaros y un fracaso desde el principio, pero conservaban su valor temporal subjetivo como intentos de expresión de un espíritu que sentía, sufría y buscaba en nuestro tiempo. Para la «selección» de mis obras interesaba, por lo tanto, solamente qué obras eran las más auténticas, las menos mentirosas, en cuáles se expresaba mi sentir de manera más rotunda, en cuáles se había sacrificado a la imitación de una forma no auténtica, el mínimo de verdad y expresión.
 Comencé de nuevo, y pasaron las semanas mientras volvía a leer a menudo asombrado y sorprendido, a menudo avergonzado y descontento, casi todas mis antiguas obras. Algunas las había casi olvidado, pero todas habían permanecido en mi memoria de manera distinta a como se me aparecían ahora al releerlas. Mucho de lo que antes, hace años, me parecía bonito o acertado, ahora me resultaba ridículo e indigno. Y todas aquellas narraciones trataban de mí, reflejaban mi propio camino, mis sueños y deseos ocultos, mis propias amargas miserias. También los libros, en los que entonces, con la mejor fe, había creído representar destinos y conflictos ajenos y externos, cantaban la misma canción, respiraban el mismo aire, interpretaban el mismo destino: el mío.
 Ninguna de aquellas narraciones entraba en consideración para la selección. No había ahí nada que seleccionar. Obras en las que había estilizado, disfrazado y mentido (naturalmente de manera inconsciente) con más empeño, me gritaban —a pesar de que ahora las encontraba feas y malogradas— con más fuerza la verdad, me ponían sin piedad al descubierto, al leerlas con un ojo más crítico. Y precisamente en las obras, que con la voluntad más amarga había escrito como testimonio puro, encontraba ahora rodeos, subterfugios y embellecimientos extraños, y en parte ya incomprensibles. No, entre aquellos libros no había ninguno que no fuese testimonio y deseo vivo de expresar mi más profundo ser, pero tampoco había ninguno en el que el testimonio fuese completo y puro, en el que la expresión hubiese alcanzado la liberación.
 Si pienso en la suma de esfuerzos, renuncias, sufrimientos y sacrificios que significó a lo largo de muchos años la realización dé estos libros y la comparo con los resultados que hoy veo, podría considerar mi vida equivocada y desperdiciada. Sin embargo, analizadas con rigor, pocas vidas correrán una suerte diferente; ninguna vida, ninguna obra soporta la comparación con sus exigencias ideales. A nadie incumbe determinar el valor o la inutilidad de todo su ser y todos sus actos.
 Publicar las «obras escogidas» carece ya de sentido. Antes de iniciar este trabajo me gustaba la idea y en sueños veía ante mí los cuatro o cinco bonitos tomos de mi antología. Pero de esos tomos solamente ha quedado este prólogo.


Hermann Hesse

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