El empleado de correo, Jacques Sternberg
En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la
ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había
recibido una sola queja.
Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba,
sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin
el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a
clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo… A su
día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy
fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal.
Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete
cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se
ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.
Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas
escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las
cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta
el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir
una palabra a la ligera.
Jacques Sternberg
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