La senda del solitario, O. Henry
Moreno como un grano de café, robusto, provisto de
espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Buck Caperton,
ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla de la
antesala de su superior.
Ya que a esa hora los tribunales estaban casi desiertos,
y recordando que a veces Buck solía relatarme historias jamás impresas, le
seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a hablar. Porque
para el paladar de Buck los cigarrillos liados con hojas de maíz eran dulces
como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45 con velocidad
y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.
No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos compactos y
bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna odisea del
chaparral, me viera yo escuchando… ¡una disertación sobre el matrimonio! ¡Cosas
de Buck Caperton! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos eran impecables y,
por lo tanto, solicito mi absolución.
—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo Buck—. Un
asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado. Los
apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.
—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté; aquélla era la
clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.
—Un poco —dijo Buck; y luego, en el curso de una breve
pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que sucede
con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si me
pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas astrágalos
de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado masticando esa
planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a resoplar y
hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera delante del
Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta metros como si
entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.
»Es que estaba acordándome de Perry Rountree, que era
compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos tiempos Perry
y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho, despertando toda clase
de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus asuntos. Cuando llegábamos a
la ciudad en busca de diversión, se declaraba día de fiesta para todos los
inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se dedicaban por completo a
dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada libre. Pero entonces apareció
esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída de ojos, y en menos de lo que
canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y los arreos.
»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a que la
novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían mis
costumbres, y decidió que Perry se movería mejor bajo los arneses sin tener al
lado un potro como Buck Caperton, más bien reacio a los deberes matrimoniales.
De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Perry.
»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad, divisé
algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el
jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco
similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el
flanco. No era Perry Rountree, sino una especie de gelatina de pescado en que
le había convertido el matrimonio.
»Lo que Mariana había perpetrado recibe un nombre:
homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y zapatos,
y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los impuestos, y
para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los tipos de
ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Perry corrompido y transformado en un
badulaque cualquiera!
»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano; entonces
yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:
»—Excúseme, mister Rountree… Así se llama usted, ¿verdad?
Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser su compañero.
»—¡Oh, Buck, vete al diablo! —dijo Perry con cortesía,
confirmando mis temores.
»—Pues entonces escúchame —le dije—, mascota decadente,
infecto jardinero de tres al cuarto, ¿qué estás buscando? Mírate un poco al
espejo; lo único que puedes pretender, con esa pinta de tipo decente e
inofensivo, es formar parte de un jurado o ponerte a reparar la puerta de tu
casa. ¡Y pensar que hasta no hace mucho eras un hombre…! No sabes el asco que
me dan estas cosas. ¿Por qué no te metes en la casa a contar los tapetitos o
poner el reloj en hora, en vez de quedarte al aire libre? Ten cuidado, puede
atacarte un conejo.
»—Oye, Buck —dijo Perry bonachonamente y algo apenado—,
me parece que no comprendes. Cuando un hombre se casa debe cambiar. No siente
del mismo modo que un bruto como tú. Malgastar el tiempo molestando a la gente
pacífica de los pueblos, jugando a las cartas y bebiendo es un verdadero
pecado.
»—Hubo un tiempo —dije yo, y espero haber suspirado— en
que cierto corderito domesticado cuyo nombre conozco demostraba amplios
conocimientos en el campo de las depravaciones perniciosas. Alguna vez fuiste
una verdadera plaga, Perry, y jamás habría esperado verte reducido a un frívolo
fragmento humano. Pero mira, te has puesto corbata y hablas la jerga vacía e
insulsa de los tenderos y las mujeres. Bien podrías llevar sombrilla y
portaligas, y llegar temprano a casa todas las noches.
»—Mi mujercita —dijo Perry— me ha hecho mejorar
muchísimo. Eso es lo que creo. Pero tú no podrías entenderlo, Buck. Desde que
me casé no he ido de juerga una sola noche.
»Seguimos hablando un rato, y te juro por mi salud que de
repente el tipo me interrumpió y empezó a hablar de las seis tomateras que
cultivaba en el jardín. ¡Y lo increíble es que me refregó en la nariz su
degradación hortelana mientras yo le recordaba cómo nos habíamos divertido
desplumando a aquel tahúr en la taberna de California Pete! Sin embargo, poco a
poco, fue recuperando el sentido común.
»—He de admitir que a veces resulta un poco monótono,
Buck —dijo—. No es que no sea completamente feliz con mi mujercita, pero todo
hombre necesita echar una cana al aire de vez en cuando. Así que mira: esta
tarde Mariana irá a visitar a una amiga y no regresará hasta las siete. Esa es
la hora límite para los dos: las siete. Ninguno se retrasa un solo minuto, a
menos que estemos juntos. Y la verdad es que me alegra verte, Buck —siguió—,
porque no me faltan ganas de correrme una juerguecita contigo en recuerdo de
los viejos tiempos. ¿Qué te parece si esta tarde salimos a divertirnos juntos?
A mí me encantaría.
»De la palmada que le propiné, el cautivo fue a parar al
centro del jardín.
»—Corre a buscar tu sombrero, cocodrilo reseco —le
grité—. Todavía no estás muerto. Por más que te hayan puesto el yugo, aún te
queda algo de humano. Haremos trizas la ciudad, a ver cómo responde.
Investigaremos la ciencia del descorchamiento hasta sus últimos rincones.
Apenas vuelvas a recorrer la senda del vicio con el viejo tío Buck —le dije—,
te saldrán cuernos nuevos, so vaca arrugada. —Y le di un puñetazo en las
costillas.
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa
—replicó Perry.
»—Sí, claro —dije yo, y me guiñé el ojo, porque conocía
bien cómo cumplía Perry los horarios una vez se encariñaba de una barra.
»Fuimos a la Mula Gris, esa vieja taberna de adobe que
está junto al depósito de la estación.
»—Di qué quieres —le propuse no bien apoyamos las pezuñas
en el mostrador.
»—Zarzaparrilla —dijo Perry.
»Tan sorprendido me dejó, que hubieran podido derribarme
con una cáscara de limón.
»—A mí puedes insultarme todo lo que quieras —dije—, pero
haz el favor de pensar en el tabernero. Quizá sufra del corazón. Pon dos vasos
altos —ordené— y esa botella que está a la izquierda de la nevera.
»—Zarzaparrilla —insistió Perry, y en ese instante se le
iluminaron los ojos y me percaté de que estaba ansioso por exponerme una idea
genial—. Buck —dijo sumamente interesado—. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Quiero
que este día me quede grabado con letras rojas en la memoria. Últimamente he
estado demasiado metido en casa y necesito distraerme. Lo pasaremos como nunca.
Iremos a la trastienda y jugaremos a las damas hasta las seis y media.
»Me incliné sobre el mostrador y le dije a Orejas Mike,
que estaba alerta:
»—Prométeme que no le contarás esto a nadie. Tú conoces
bien a Perry. Pero sucede que ha estado enfermo y el médico ha aconsejado que
le levantáramos el ánimo.
»—Danos el tablero y las fichas, Mike —dijo Perry—. Estoy
loco por divertirme.
»Pasamos a la trastienda. Antes de cerrar la puerta, le
dije a Mike:
»—No se te ocurra mencionarle a nadie que has visto a
Buck Caperton en relaciones fraternales con la zarzaparrilla y el tablero. Como
me entere de que lo has contado, te haré una muesca en la otra oreja.
»Cerré la puerta y jugamos a las damas. Estar allí,
sentado ante aquella humillada rareza hogareña que estallaba en gritos de
alborozo cada vez que comía una ficha y chorreaba placer cuando coronaba una
dama, habría bastado para enfermar de tristeza a un perro pastor. El, que sólo
quedaba satisfecho cuando ganaba seis partidas de bingo o dejaba a los
banqueros de faro en estado de postración nerviosa, no podía ser el mismo que
movía ahora las fichas como Mariquita en una fiesta escolar. Aquello era
insoportable.
»Y sin embargo seguí jugando con las negras, sudando de
miedo a que entrara algún conocido y me sorprendiese. Me puse a pensar en ese
lío del matrimonio, en lo mucho que se parece al juego que inventó la señora
Dalila. Aquella mujer le cortó el pelo a su pobre marido, y ya sabemos cómo se
ve la cabeza de un hombre después de que la esposa se ensañe con ella. Entonces
vinieron los fariseos y el muchacho se sintió tan avergonzado que echó la casa
abajo. “Basta que un hombre se case —pensé— para que pierda la garra, el
orgullo y las ganas de hacer locuras. No beben, no asustan a nadie, ni siquiera
se pelean. ¿Para qué se casan entonces?”, me pregunté.
»Perry, con todo, parecía estar disfrutando enormemente.
»—Buck, querido bestia —me dijo—, ¿no es la tarde más
fantástica de nuestra vida? No recuerdo haberme divertido tanto en muchos años.
Sabes, desde que me casé he estado demasiado apegado a mi hogar; hacía mucho
que no me iba de parranda.
»¡Parranda! ¡Llamaba parranda a jugar a las damas en la
trastienda de la Mula Gris! Supongo que le parecía ligeramente más inmoral y
disoluto que pasearse entre tomateras con un hisopo en la mano.
»A cada momento consultaba su reloj y repetía:
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa, Buck.
»—Está bien —le respondía yo—. Ahora cállate y mueve.
Me estoy muriendo de excitación. Si no me freno e intento
sosegarme un poco, la tensión acabará con mis nervios.
»Serían las seis y media cuando se empezaron a oír ruidos
en la calle. Hubo un griterío, disparos de revólver y un estrépito de caballos
que iban y venían.
»—¿Qué será eso? —pregunté.
»—Alguna tontería en la calle —dijo Perry—. Te toca a ti.
Tenemos el tiempo justo para terminar esta partida.
»—Echaré una ojeada por la ventana —dije—. No esperarás
que un simple mortal pueda soportar al mismo tiempo que le coman una dama y
escuchar un tumulto callejero.
»La Mula Gris era una de esas viejas construcciones españolas
de adobe, y la trastienda sólo tenía dos ventanas de medio metro de ancho
protegidas por rejas. Asomándome a una de ellas comprendí la causa del
alboroto.
»Diez hombres de la banda de Trimble, la peor pandilla de
forajidos y cuatreros de todo Texas, venían por la calle disparando a diestro y
siniestro. Avanzaban directamente hacia la Mula Gris. Después los perdí de
vista, pero los oímos bajarse de los caballos frente a la puerta y llenar el
salón de plomo. Hicieron añicos el espejo y destrozaron varias botellas. Nos
imaginábamos a Orejas Mike atravesando la plaza como un coyote despavorido,
mientras alrededor las balas levantaban el polvo. Por fin la banda campó por
sus respetos en la taberna, bebiendo lo que quería y rompiendo lo que no le
gustaba.
»Tanto Perry como yo los conocíamos, y ellos a nosotros.
Un año antes de que Perry se casara, habíamos estado los dos en la misma
cuadrilla de batidores y, después de perseguir a la banda hasta San Miguel, nos
habíamos traído de vuelta a Ben Trimble y a dos más para que los juzgaran por
asesinato.
»—No podemos salir —dije—. Tendremos que quedarnos hasta
que se vayan.
»Perry miró su reloj.
»—Las siete menos veinticinco —dijo—. Podemos acabar la
partida. Te tengo acorralado. Y te toca a ti, Buck. Ya sabes que he de estar en
casa a las siete.
»Nos sentamos y seguimos jugando. La banda de Trimble no
lo estaba pasando nada mal. Se estaban poniendo las botas. Bebían más y más, y
mientras iban bebiendo, usaban vasos y botellas como blanco. Por dos o tres
veces intentaron abrir nuestra puerta. Después se oyeron más tiros en la calle
y yo miré por la ventana. Ham Gosset, el sheriff, había apostado a su gente al
otro lado de la calle y trataba de abatir a alguno de los Trimble a través de
las ventanas.
»Aquella partida la perdí. Debo decir en mi descargo que
Perry me comió tres damas que yo habría salvado de ser otras las
circunstancias. Pero cada vez que me comía una ficha, el bragazas aquel
cacareaba como una gallina idiota que picotea granos de maíz.
»Cuando acabó la partida, Perry se puso en pie y consultó
su reloj.
»—Lo he pasado en grande, Buck —dijo—. Pero ahora he de
marcharme. Son las siete menos cuarto, y ya sabes que a las siete tengo que
estar en casa.
»Pensé que me tomaba el pelo.
»—No pasará menos de una hora antes de que esos tipos
decidan largarse o la borrachera los tumbe —dije yo—. Supongo que no estarás
tan cansado del matrimonio como para suicidarte de repente, ¿verdad? —dije, y
solté una carcajada.
»—Una vez llegué a casa con media hora de retraso —dijo
Perry—. Mariana estaba esperándome en la calle. Si la hubieses visto, Buck…
Pero dudo que lo comprendas. Ella sabe muy bien qué clase de golfo he sido, y
teme que me suceda algo. Nunca más volveré tarde a casa. Ahora voy a
despedirme, Buck.
»Le cerré el paso hacia la puerta.
»—Mira, casadito —dije—, ya me doy cuenta de que en
cuanto el cura te enredó, empezaste a volverte imbécil; pero ¿será posible que
al menos una vez pienses como un ser humano? Ahí fuera hay diez bandidos
embrutecidos por el whisky y los deseos de matar. Si sales de aquí, durarás
menos que una botella de vino. De modo que emplea la inteligencia, o al menos
el instinto del jabalí. Siéntate y espera hasta que podamos escapar sin que nos
saquen de aquí en ataúd.
»—Tengo que estar en casa a las siete, Buck —repitió
aquel cerebro de gallina como si fuese un loro subnormal—. Mariana estará
esperándome. —Y, alargando el brazo, le arrancó una pata a la mesa que sostenía
el tablero—. Pasaré entre la banda de Trimble como una liebre por un corral alborotado.
Ya me he curado de la fiebre de los jaleos, pero tengo que estar en mi casa a
las siete. Cierra la puerta cuando haya salido, Buck, y no olvides que te he
ganado tres de las cinco partidas. Jugaría un rato más, pero Mariana…
»—Cierra el pico, correcaminos chiflado —le interrumpí—.
¿Cuándo has visto que el tío Buck cierre la puerta a los problemas? No estaré
casado —le dije—, pero soy más tonto que un condenado mormón. Cuatro menos una
es igual a tres —dije, y arranqué otra pata de la mesa—. Llegaremos a casa a
las siete, aunque sólo sea a la casa celestial. ¿Me dejarás acompañarte a casa,
zarzaparrillero, jugador de damas sediento de muerte y destrucción?
»Abrimos la puerta muy despacio y enseguida nos
abalanzamos hacia la salida. Parte de la banda estaba alineada en el mostrador;
otros servían las bebidas y el resto espiaba por la puerta y las ventanas,
tiroteándose con los hombres del sheriff. Estaba todo tan lleno de humo que no
nos advirtieron hasta que estuvimos a mitad de camino. Pero entonces, desde
algún sitio, Berry Trimble aulló:
»—¿Cómo se ha metido aquí Buck Caperton? —Y una bala me
rozó la piel del cogote. Aquello no debió de gustarle, porque Berry es el mejor
tirador que hay al sur de las vías del Southern Pacific. Tal vez fuese el humo,
que no favorecía precisamente la puntería.
»Perry y yo descrismamos a un par de bandidos con
nuestros garrotes, que fallaban menos que las balas, y, mientras corríamos
hacia la puerta, le arrebaté el Winchester a un sujeto que montaba guardia.
Entonces me volví y arreglé cuentas con mister Berry.
»Perry y yo salimos a la calle y doblamos la esquina. No
había esperado librarme de aquélla, pero tampoco habría podido dejarme
intimidar por un tipo casado. En opinión de Perry, el gran suceso de la jornada
habían sido las partidas de damas; pero, a poco buen juez que sea yo en materia
de pasatiempos refinados, creo que aquella estampida a través del salón de la
Mula Gris, a golpe de patas de mesa, merecía figurar en cabeza de cualquier
antología.
»—Date prisa —dijo Perry—. Faltan dos minutos para las
siete, y tengo que estar en casa…
»—Vamos, cállate —contesté—. Yo debo presentarme como
testigo de cargo en una investigación judicial que empieza a las siete, y no
culparé a nadie por el retraso.
»No me quedó más remedio que pasar por la casita de
Perry. Su Mariana estaba en la puerta. Llegamos a las siete y cinco. Ella
llevaba un delantal azul y se había peinado el cabello muy tirante y hacia
atrás, como lo hacen las niñas cuando quieren parecer personas mayores.
»No nos vio hasta que nos acercamos, porque estaba
mirando hacia el otro lado. Pero de pronto se dio la vuelta, divisó a Perry, y
una expresión extraña, como de alivio, si es posible describirla así, le fue
ganando la cara. La oí lanzar un largo suspiro, como lo hubiese hecho una vaca
a la que le devolvieran su ternero, y luego dijo:
»—Llegas tarde, Perry.
»—Cinco minutos —respondió él, todo jovialidad—. Es que
el viejo Buck y yo hemos estado jugando a las damas.
»Perry me presentó a Mariana y me invitaron a entrar.
Pero no acepté. No, señor. Por ese día ya había tenido bastante vida familiar.
Dije que debía marcharme y aseguré que había pasado una tarde muy agradable con
mi buen amigo.
»—Especialmente —añadí para tomarle el pelo un poco a
Perry— cuando, en plena partida, se desprendieron de pronto las patas de la
mesa. —Pero no continué porque había prometido que no hablaría de lo sucedido
delante de Mariana.
»No he dejado de pensar en este asunto desde que ocurrió
—prosiguió Buck—. Hay algo que me da vueltas en la cabeza y no acabo de
comprender.
—¿Y qué es? —pregunté yo, mientras terminaba de liar el
último cigarrillo y se lo pasaba a él.
—Bien, te lo diré. Cuando vi la mirada que esa mujercita
dirigía a Perry al volverse y comprobar que regresaba a casa sano y salvo, por
un instante me pareció que aquella mirada valía más que todas nuestras
sandeces, zarzaparrilla y damas incluidas; y que si en aquella historia había
un tonto, no era el que respondía al nombre de Perry Rountree.
O. Henry
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