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12 de septiembre de 2015

Canción para decir en la calle, Antonio Esteban Agüero

Canción para decir en la calle

Un día, siquiera, por semana
ensayemos el oficio humano:

Paremos el reloj,
ocultemos el calendario;
no abramos periódico ni libro,
ni escuchemos radio,
y tomemos un ómnibus cualquiera
que nos conduzca al campo.

Y una vez allí,
busquemos un sitio solitario,
entre pinos
y los álamos
a la vera del agua, si el arroyo
quiere ofrecernos su cristal cercano,
o en la abierta llanura donde el viento
galopa con los caballos.

Y vivamos,
sí, nada más,
vivamos,
mientras crece la luz, y la marea
de la savia asciende
por arterias de árbol;
vivamos,
mientras vuelan insectos, y las nubes
livianas y lentas como barcos
viajan al sur, y el aire
conduce pájaros;
sí, nada más,
vivamos
en reposo total como la hierba
que nos da su regazo
de vez en vez oyendo
el oscuro corazón del mundo
que late soterrano.

Sí, nada más,
vivamos,

solamente vivamos.

Antonio Esteban Agüero

Canción para decir en la calle de Antonio Esteban Agüero por Gabriela Bayarri

5ª Maratón de Lectura, 18 de Junio de 2012 organizada y llevada a cabo por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento, 9 horas de lectura continua (de 9 a 18 Horas)

11 de septiembre de 2015

Romance del enamorado, Antonio Esteban Agüero

Romance del enamorado

Mis ojos quietos y dulces
remiran lo ya mirado.
Asombro total y doble
prendido en el campanario,
en los yuyos, en las nubes,
en el color de los álamos.

Ahora, ¡qué muevo todo!
Es que estoy enamorado:
lleno de rosas el pecho
rosas de versos las manos.

Los caminos son caminos
que llevan a un sitio claro.
La luna nieva una casa.
Y el sol vigila unos pasos.
La vida se ha vuelto simple,
y el mundo menudo largo
lleno de un agua morena
que tiene el nombre que callo.

Ahora voy por las lomas
como antes, solitario,
pero alguien sigue mi sueño,
y oye escondida mi canto.
Palabras que nunca dije
dejan su olor en mis labios.
Raíces de besos hunden
hondos hilillos rosados,
visten mi carne de siesta
los besos que no le he dado.

Ahora pienso que todos
adivinan lo que guardo:
las gentes de la aldeúcha,
la guijas y los guijarros,
el cielo que mira y miro,
los chiquillos y los pájaros.

¡Esconde bien tus heridas
corazón enamorado …!
Que ni ella sepa tu llaga,

que todos te crean sano … 

Antonio Esteban Agüero

10 de septiembre de 2015

Digo las Guitarras, Antonio Esteban Agüero

DIGO LAS GUITARRAS

Hoy les ruego silencio;
                           simplemente
hoy les pido silencio, porque debo
en esta noche celebrar guitarras.

Nada más que guitarras.

La primera será la de don Mauro,
-allá por los verdes de la infancia-
don Mauro de múltiples oficios;
habitualmente carpintero, a veces
perseguidor de pumas,
cazador de quirquinchos y vizcachas,
o sacristán, por veces, en el coro
de las capillas serranas;
yo dormía en su poncho, duro poncho,
-suave de manos de mujer puntana-
escuchando brotar de las bordonas
pañuelos, pañuelos y pañuelos
con pétalos de zamba.

Cierta vez en un pueblo
de la sierra que dicen La Quebrada,
cantaba Crisóstomo Quiroga,
detrás de una guitarra,
le faltaba una cuerda,
y sin la cuerda,
me obsequió una tonada
con este cogollo que me duele
sobre la oreja musical del alma:

«Poeta Agüero que viva
cogollito de cardón,
yo lo quiero porque dice
cosas de su corazón».

Cuando Manuel Cornejo se moría,
en su pago natal de Piedra Blanca,
presintiendo la muerte, y su reclamo
de búho a la distancia,
llamó a su amigo Rudecindo Cuello,
para decirle, ronco:
              -Vení con la guitarra,
porque siento la muerte que me ronda,
y quisiera escucharla,
con el último resto de mi oído,
hasta que apunte el alba.
Don Rudecindo obedeció a Cornejo
y trajo la guitarra,
se arrodilló en un pardo cojinillo
a los pies de la cama,
y tañía y lloraba
y lloraba y tañía
a los pies de la cama;
la eternidad afuera traducía
los silencios de un tala.

Yo conozco los ranchos de los cerros,
las taperas de la pampa,
el corazón del pobre,
y el cuarto triste de una sola cama,
donde no hay puerta,
lámpara,
sonrisa,
nada,
ni siquiera la silla para el huésped,
ni tenedor ni cuchara,
pero allí he visto yacer
sobre la única almohada,
con cintas en el cuello
como una muchacha
dormida y desnuda
la guitarra.

El Chocho Arancibia
una mañana
golpeó la puerta
de mi antigua casa,
me traía canciones sobre el pecho,
me trajo su guitarra:
¡»Camino de carros»...
Mañanitas de Merlo»...
»Caminito del Norte»...
Él las cantó, las dijo;
yo no le dije nada.

Solamente guitarras.
Nada más que guitarras.

Yo no la quiero árabe,
no la quiero española,
no la quiero en los teatros,
donde aplauden manos
con las uñas pintadas,
no la quiero en la Radio
porque suena
a dinero de feria y propaganda,
porque yo la quiero
modesta y humilde como un palo,
como una simple tabla,
como el mortero rural, o la batea
como el mortero, sí, como el mortero
en cuya boca ancha
se muelen las uvas de la Cueca,
el maíz de la Zamba,
y el trigo natal y comunero
que después será pan en las tonadas.

Don Crisanto Lucero cierta noche
quiso cruzar un vado del Conlara.
Entre los truenos y los rayos
de la tormenta de color de azufre,
y las violentas aguas;
su caballo era negro y en la noche
parecía un demonio
de crines enlutadas;
don Crisanto traía por delante,
sobre el apero de gozar domingos,
su mujer: la guitarra.
Y esto fue lo que vieron esa noche
los levantados hombros del Conlara:
un hombre solo hundiéndose en la muerte,
sobre el caballo de su amor de gaucho,
con las manos frenéticas alzando,
hasta la última ola de agonía,
para que no se ahogara
su mujer: la guitarra…
Aquí digo ese ataúd de música
que navega el Conlara.

Nada más que guitarras.

¿Y tu guitarra, Laura?
La pequeña guitarra que vendiste
por monedas una tarde en Larca,
entre la luz del aire con bumbunas
zorzales y cigarras
para pagar tu viaje hacia la muerte
donde esperaba sin saber tu amante.
Pero, ¿estás muerta, Laura?
¿Tu materia de luna se ha disuelto?
Solamente hay un muro con un clavo
donde cuelga sin ojos
y sin manos
la pequeña guitarra.

Jofré y Heredia son puntanos,
serenos constructores
de sonoras guitarras,
las fabrican de sueños,
las tejen de la nada
con rezagos de mesas inservibles,
con restos de antiguos ataúdes,
y sin embargo prontas
a cualquier resonancia.

Solamente guitarras.

Cuando el sábado enarbola:
las banderas del Vino.
Las guitarras
iluminan la noche desde Quines
hasta Buena Esperanza;
trepen a cualquier árbol,
asciendan a cualquier lomada,
podrán distinguirlas, invisibles,
más allá de las huellas del camino;
millares de guitarras,
nada más que guitarras...
Mejor morir en sábado
si queremos la muerte festejada.

Cada cosecha parten
los braceros puntanos,
a caballo
en camiones,
en vagones de carga
como otra bolsa más,
van al maíz,
al trigo,
a la vendimia,
a soportar los filos de la chala,
el mordisco sutil de la mazorca,
las ofensas del cardo, la urticaria
de la arpillera burda sobre el hombro,
y la lepra del amo
que les muerde la espalda.

Y sin embargo, luego, en los galpones
infernales de zinc, se recuperan
tañendo y soñando las guitarras.
Desde las cuerdas tensas
les sube, celeste, hasta la cara
una brisa de valles, que les dice
los cerros morados, el arroyo
donde sauces inventan la esperanza,
las venerables piedras amarillas,
los ranchos de adobes, la ternura
de los techos de paja,
y niños, más niños, otros niños,
detrás de mujeres solitarias.
Por un instante sienten
la libertad zumbar como una abeja,
o volar por el ámbito cerrado
como una golondrina equivocada.

Don Alonso Gatica, el «tartamudo»,
tenía un caballo, una montura,
el desamor de su amor,
y una guitarra;
diez mil lunas lo vieron en la noche
al pie de una ventana,
como ante el marco de un retrato oculto,
entonando la misma serenata;
comenzó cuando joven y ya era viejo
la noche aquella del gendarme torpe
que destripó a sablazos su guitarra;
lo mandaron a Oliva, encadenado
contra los hierros de una cama blanca.
-Murió de amor (rezaron las comadres).
-De amor por su amor y la guitarra.

Una noche saldré por la provincia
sin más compañía que estos Digos
que ayudaré a decir a la guitarra;
no llevaré más baqueano que mi instinto
de resero y calandria,
y caminaré caminos asfaltados
donde ruedan los autos de los ricos
que parecen los padres de las vacas,
recorreré las huellas de los carros
orilladas de tónico poleo
y díscolas viznagas,
y treparé senderos de caballo,
atajos de majadas,
las rutas que saben los mineros,
los pastores,
las cabras.
Y dondequiera se hermanen y reúnan
puntanos y puntanas,
les cantaré la guerra que proclamo,
esta guerra de paz que nos permita
conquistar la mañana,
incendiar la pobreza y los harapos,
quemar los maderos carcomidos,
decapitar el rencor, o fusilarlo,
derrotar heredados egoísmos,
sanar a los niños que agonizan
porque la leche falta,
repatriar a los jóvenes que parten
en trenes de sombra hacia ciudades
donde la vida es una muerte larga,
y romper los embrujos de la Sed
liberando los pájaros del Agua,
que duermen debajo de nosotros
prisioneros de rocas planetarias.

Para esa guerra tengo
-en un baúl sin llave-
la bandera guardada,
y el manuscrito de una copla vieja
que será la proclama;
y en otro baúl con cerradura
-para el grito guerrero
y la rapsodia- una verde guitarra.

Y ahora les pregunto:
- ¿Y la otra guitarra,
la que guardo
entre pecho y espalda?
¿La que tiene cordaje masculino
y diapasón de alma?
La guitarra interior que sólo siento
cuando abrazo silencios de la almohada?
¿Esta otra secreta,
la mía,
la guardada,
es que no vale
nada?
¿Y no puede volar hasta el poema
a ser también como una flor de fuego
en las últimas ramas?.
Aquí la muestro ahora,
es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora,
esta hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me sobra,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad,
de muerte,
de sombra de palabras...
Pero ¿es que no vale
nada
mi secreta guitarra
y no puede subir hasta nosotros
como suben las otras esta noche
de siderales fiestas y fragancias?.

Que este Digo los cubra, como cubre
con su sombra de abuelo el Algarrobo,
mi cuna de ayer en Piedra Blanca.

Antonio Esteban Agüero

De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

9 de septiembre de 2015

(Prólogo), Antonio Esteban Agüero

(Prólogo) –

Yo no soy Yo sino Aquél que llega
a posarse en mi hombro, y a decirme,
Junto al oído, las extrañas voces
que se susurran a través del cosmos.

Voces de Dios y del Demonio,
donde el Ángel combate en el infierno
por vencer al azufre incandescente
y al plutonio y al cobalto juntos.

Yo no soy Yo sino aquél que dicta
a mi ardiente corazón moderno
todas las letras de un idioma antiguo,

perdido hace mucho y sepultado,
bajo arena total y cruel ceniza,
pero parlado por mi boca sabia.


Antonio Esteban Agüero

8 de septiembre de 2015

Canción del arquero Tehuelche, Antonio Esteban Agüero

CANCIÓN DEL ARQUERO TEHUELCHE

Con martillo de piedra,
mataremos Europa,
sobre yunque de piedra americana,
mataremos a Europa.

Con flecha mojada de curare,
Y abrazo de anaconda
Y rápida fauce de piraña,
mataremos a Europa.

Con cuerno de búfalo bicorne,
y zarpa de puma cazadora,
y saliva de sierpe brasileña,
mataremos a Europa.

Sonando maracas
mataremos a Europa
percutiendo monótonos tambores
mataremos a Europa.

Con óxido de cobre,
con sales de bórax,
con trampas de liana misionera
mataremos a Europa.

Con lazo de ocho tientos,
Y golpe de triple boleadora,
Y dagas agudas como un grito
mataremos a Europa.

No se cuando. Mañana.
Acaso mañana con la aurora.
Sudando la piel de los tambores,
mataremos a Europa.

Que Grecia nos perdone.
Que nos perdone Roma´
Y la luz de París que nos perdone.
Mataremos a Europa.

Llorando una lágrima celeste
Por Beethoven y Mozart,
Sollozando memoria de Leonardo
Mataremos a Europa.

Para ser en el mundo una bandera,
Y una llama creadora,
Y de nuevo simiente y nervadura´
Mataremos a Europa.


Antonio Esteban Agüero

7 de septiembre de 2015

Soneto III (Orfeo), Antonio Esteban Agüero




SONETO III

(ORFEO)

De peldaño en peldaño la escalera
de roca negra fue bajando Orfeo,
con la flauta en la mano, solamente
con su flauta de caña entre los dedos.

Lobos de sombra, y tigres como lobos,
y dragones de pólvora y veneno´
y una serpiente con anillos rojos,
esperaban la música de Orfeo.

Él era un niño con los pies desnudos,
los ojos nuevos y la boca hermosa,
y el corazón como una flor reciente.

Y al llegar a los últimos peldaños
de roca negra, bajando la escalera,
la flauta sola dominó al Infierno.


Antonio Esteban Agüero

6 de septiembre de 2015

Madrugada, Elvio Romero

Madrugada

Bajó la luna sobre el descampado
como un pabilo en vela que vacila,
como las alas de la garza blanca
que voló en andas de una lluvia fina;
salió temblando entre las nubes quietas,
girando sobre sí, redonda y viva,
sorprendiendo a un ramaje de penumbras
que daba sueño al pueblo que dormía.

Ya no guarda la noche sus secretos,
porque la intacta lumbre la ilumina,
porque con dedos de oro aparta el velo
de los rincones y las cosas íntimas;
todos los besos se inmovilizaron,
las caricias se acallan desvaídas,
y los ojos febriles se retraen
en una red de luz que los enfría.

Todo ha quedado inmóvil. Los misterios
que rondan la penumbra se disipan,
los brazos enlazados languidecen,
pierden los labios su pasión furtiva,
los murmullos se acallan, dando paso
a la quietud que resplandece y brilla,
y en las rejas de amor, las serenatas,
musitan una incierta despedida.

Se asomó el alba por mirarle el rostro,
se acercó el búho de mirada estricta,
el ave en ronda de los tajamares,
la cascabel sonora en su guarida;
se acercaron la alondra y el venado,
se acercaron por verle la mejilla,
pero la lumbre, somnolienta y riente,
con un guiño final de despedida,
cerró los ojos, inclinó la frente,
y dio lugar al despertar del día.

Elvio Romero


De Los valles imaginarios, Editorial Losada (1984)

5 de septiembre de 2015

El hijo de la tierra, Elvio Romero

EL HIJO DE LA TIERRA

Si me toca volver, si me tocara
volver a lo hondo, al haz de los rastrojos,
a lo hondo triste que encendió mis ojos,
a lo hondo cruento que labró mi cara;

si a mi propio nacer volviera para
remodelar mis raíces y despojos,
y tocando ese erial de fuegos rojos
mi propio origen, fuerte, me tallara:

volvería a cumplir el mismo rito,
volvería a cantar del mismo modo,
volvería a esplender el mismo nombre.

Pues arbolando siempre el mismo grito,
la misma luz transformaría todo,
¡la misma luz coronaría a un hombre!


Elvio Romero
El sol bajo las raíces
1952 -1955

4 de septiembre de 2015

Padre de fuego, Elvio Romero

PADRE DE FUEGO

Padre: te hablo otra vez en la mañana
radiante hacia los blancos cocoteros
te hablo otra vez, tendido en tus fronteras,
           varón gallardo.

De Sur a Norte te contemplo y leo
las misteriosas líneas de tu mano.
te nombro una vez más y no respondes,
           Paraguay duro.

Fronterizo del viento y de la luna,
país forjado en el verano y hecho
de cántaro canoro y sosegado,
           tierra cantora.

Con labios tibios de color de greda,
pareciera que besas tus congojas,
0 cubres tus heridas con un besó,
          Paraguay hondo.

Jaula encerrando pájaros errantes
o cantores errantes como pájaros,
despierta el cielo cuando allí se canta,
           laurel sonoro.

Cuando se canta allí, cuando se sufre,
cuando hay alguien que llora por sus muertos,
cuando todo suplica por los vivos,
           Paraguay triste.

Tienes una aureola de martirio,
halo de pasionaria conmovida,
clavo y látigo en flor de una Via Crucis,
          carne sufrida.

Y cuando todos te despojan, pones
la mejilla ofreciéndola al castigo,
Cristo moreno con los pies en llaga,
           Paraguay bueno.

Hijo distante, me pregunto a veces
por qué te escribo este cantar, si dejas
un áspero dolor en mis recuerdos,
           Padre inquietante.

De lejos, Padre, canto la escarlata
luz que algún día alumbrará tus pasos,
celebro a un astro en tus boscajes, canto
el gesto libre que te hará dichoso;
te imagino también con poncho de alba,
padre purpúreo, Paraguay profundo,
           Padre de fuego.


 Elvio Romero de Los valles imaginarios, Editorial Losada (1984)

3 de septiembre de 2015

Se va el circo, Elvio Romero

Se va el circo

Se va el circo del pueblo.

El cielo, encapotado.
                                     Hay un paisaje
mágico que se esfuma.
Desde el baúl que lleva consigo el saltimbanqui,
saluda un viejo traje.
                                     Se agitan los felinos
y el domador, gallardo, sube a un caballo y parte.

Se va el circo.
                         Garúa
sobre el rincón baldío.
                                         Los carromatos salen
en medio de una calma sofocada y de muerte.
Van el payaso, el músico, la gorda, el tragasables
—los que a la gente humilde dieron un paraíso
de sueños, un alborozo raudo como el vuelo de un ave—,
misteriosos y lentos, como si los cubriera
la galera del mago con pañuelos radiantes.

Se va el circo.
                        Hay colores
de rotas serpentinas sobre la alfombra grande;
el ángel del trapecio desde una nube ríe,
pasa y desaparece.
                                   Quedan viejas canciones en el aire.
Hay una vaga angustia de partida
en la mirada inmóvil de un animal salvaje.

          Se va el circo del pueblo.
En un hondo vacío las golondrinas caen.
Y hasta la carpa verde se parece a un pañuelo
de novia, que llorando se despide en la tarde...

Elvio Romero


De Los valles imaginarios, Editorial Losada (1984)

2 de septiembre de 2015

Éxodo, Elvio Romero

Éxodo

En los valles imaginarios
salen volando los pañuelos,
vuelan las nubes en la tarde,
al aire vuelan los sombreros;
en los patios de arena roja,
los niños ensayan un juego
donde se cambian de lugares,
con encuentros y desencuentros.

En los valles imaginarios
los ríos pasan sonriendo,
llevando lejos las jangadas
desamarradas por los vientos;
las flores de la serranía
se inclinan, ofreciendo un beso,
como diciendo “¡adiós, adiós!”
a las abejas en su vuelo.

En los valles imaginarios
todos los pájaros se fueron,
quedan vacíos de sus trinos
los profundos aserraderos;
los trenes, en la lejanía,
son lentas sombras del recuerdo
y hasta los jóvenes del baile
de pronto desaparecieron.

En los valles imaginarios,
el hombre sigue prisionero
de su deseo de alejarse
de su querencia y sus anhelos;
nadie dice “Me quedaré -
a ser un árbol de este suelo”,
da tres vueltas y dice “¡adiós!”
como llevándose el sendero.

En los valles imaginarios,
todos los seres se movieron.
¿Qué ha sucedido en esta tierra,
que signa a sus hijos con miedo
de estar atados a su sombra,
de asumir todos sus silencios;
que nadie cumple su destino
y andan errantes por el cielo?
En los valles imaginarios,
la luna se inclinó partiendo
hacia un rincón desconocido
de naranjales sin consuelo;
se cantaron las serenatas
últimas, en callado deseo,
y murmurando “¡adiós, adiós!”
las rejas mismas se perdieron.

En los valles imaginarios,
por donde vuelan los pañuelos.
  

Elvio Romero de Los valles imaginarios, Editorial Losada (1984

1 de septiembre de 2015

Tormenta, Elvio Romero

Tormenta

La noche ha sido larga.
Como desde cien años
de lluvia,
de una respiración embravecida
proveniente de un fondo de vértigo nocturno,
de un cántaro colorado
jadeando en la tierra,
el viento ha desatado su tempestad violenta
sobre el velo anhelante de la ilusión
efímera, sobre los fatigados menesteres
y tú y yo, en la colina
más alta,
en el rincón de nuestros dos silencios,
abrazados al tiempo del amor, desvelándonos.

Deja que el viento muerda sobre el viento.
Yo te cerraré los ojos.


 Elvio Romero 

31 de agosto de 2015

A la intemperie Elvio Romero

A LA INTEMPERIE

Somos hijos de la intemperie,
           de la indolencia y de la tierra.

Por eso el perfume salvaje
           de las flores en tu cabeza,
por eso es que corres descalza
           por los senderos de azucena,
por eso es que te despeinan
           los vientos de la cordillera,
por eso y por la quemadura
           que nos enciende sobre la arena.

De nuestro pecho han salido
           como brotes de una pradera
esas substancias desesperadas
           y esas aguas de noche negra,
y la iracundia y la codicia
           de los que en la tarde se besan
y esos pájaros deslumbrantes
           que enloquecen tu caballera,
y ese gran cielo enronquecido
           de oscuras aves carniceras,
y la galaxia y las serpientes
           que insolentan las madrigueras,
todo eso y la quemadura
           que nos enciende sobre la arena.

¡Somos hijos de la intemperie,
           de la indolencia y de la tierra!

 Elvio Romero


De un Relámpago herido (1967)

30 de agosto de 2015

Cuando todos se vayan, Jorge Teillier

CUANDO TODOS SE VAYAN

A Eduardo Molina.

Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.

Jorge Teillier

De El árbol de la memoria (1961)

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