Todo poema es un cuerpo vivo, Jorge Ariel Madrazo
La poesía, esa hada bellísima y desnuda que baja en la
noche la colina con una lámpara en la mano –para parafrasear, con alguna
libertad, a Juan L. Ortiz– ha de ser más castigada aún, quién lo duda, en los
años por venir. No hay razón para suponer que la banalidad y la masificación
idiotizante propias de esta cultura capitalista degradada y criminal, ya hace
tiempo definida como "sociedad del (mal) espectáculo", vayan a dar
paso a formas que abran nuevas puertas al despertar poético. Ni siquiera cabe
prever que tal sociedad adopte, en algún lugar del planeta, formas tan benignas
que disimulen su naturaleza y admitan un reflorecer de la cultura y la
espiritualidad en amplias capas populares. Pero, y por eso mismo, se vuelve
cada vez más necesario el quehacer del poeta, actuando con toda
responsabilidad, honestidad y conciencia de lo que su trabajo significa, como
átomo indispensable de un río silencioso que tarde o temprano, y por canales
siempre insospechados, ha de revertir sobre –al menos–algunos terrenos
fértiles; por ejemplo, en una inesperada pero posible y deseable interacción
con algunos miembros, más o menos numerosos, de su comunidad. Es nuestra vía de
resistencia, nada desdeñable.
No resulta demasiado fantasioso, en efecto, concebir que
entre cien personas haya una que tenga en latencia el don de sentir, por
ejemplo, alguna mañana, la extrañeza de que esa planta o esos escalones que
están a la puerta de su casa, y que habrá visto miles de veces, se le aparezcan
como si los viera por primera vez: en otras palabras, como si el mundo
estuviera recién amanecido. Tal extrañeza, tal capacidad de asombro o de
inocencia, es la experiencia poética (expresión que prefiero a la de
"poesía", ya que ésta sería, así designada, una suerte de entelequia
indefinida e indefinible que confiere un aparente prestigio pero nos aleja del
común de los mortales; por otro lado, su uso está tan extendido que sirve para
nombrar los fenómenos más dispares, como un atardecer o un sentimiento o la
belleza de una mujer, Becquer dixit). Experiencia que no muchos podrán ni
querrán traducir en su correlato objetivo, el poema, pero que sí muchos son y
serán capaces de sentir o de intuir en un momento privilegiado, único,
epifánico.
Entonces, y en la convicción de que todo poema es un
cuerpo vivo –diría, el enigma de un cuerpo fracturado– prefiero adherir a la fe
de que el oficio de poeta, ese oficio absurdo pero obligatorio, seguirá
convocando a quienes, como nosotros, no podrían concebir la vida sin este gesto
obstinado, acaso utópico e inútil las más de las veces, pero a no dudarlo
imprescindible. Que busca cuidar y preservar la facultad que constituye la
propia condición humana: el lenguaje y la capacidad de simbolizar; es decir,
velar por nuestro propio futuro en tanto humanidad. Aunque suene a pretensión
desmesurada, y lo sea.
Poema, cuerpo actuante que jadea, transpira, comete tics
y humores, que nace de si mismo y se alimenta de cuanto ha hecho el ser humano
desde los tiempos antiguos hasta hoy pero sólo para alcanzar, en cada uno, esa
voz propia sin la cual nada es auténtico. Deseo apostar, pese al pesimismo de
las líneas iniciales, a que por décadas y décadas y cualesquiera sean los
soportes técnicos en los que el poema se inscriba, siempre habrá una legión de
seres que hablen la "lengua extranjera" del poema, sin demagogia pero
con el afán de dar otro sentido, de alguna forma, a los anhelos de su tribu. Y
que muchas mujeres y hombres se interesen por su tarea, a veces delirante y siempre
fervorosa.
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