28 de abril de 2018

Todo poema es un cuerpo vivo, Jorge Ariel Madrazo


Todo poema es un cuerpo vivo,  Jorge Ariel Madrazo



La poesía, esa hada bellísima y desnuda que baja en la noche la colina con una lámpara en la mano –para parafrasear, con alguna libertad, a Juan L. Ortiz– ha de ser más castigada aún, quién lo duda, en los años por venir. No hay razón para suponer que la banalidad y la masificación idiotizante propias de esta cultura capitalista degradada y criminal, ya hace tiempo definida como "sociedad del (mal) espectáculo", vayan a dar paso a formas que abran nuevas puertas al despertar poético. Ni siquiera cabe prever que tal sociedad adopte, en algún lugar del planeta, formas tan benignas que disimulen su naturaleza y admitan un reflorecer de la cultura y la espiritualidad en amplias capas populares. Pero, y por eso mismo, se vuelve cada vez más necesario el quehacer del poeta, actuando con toda responsabilidad, honestidad y conciencia de lo que su trabajo significa, como átomo indispensable de un río silencioso que tarde o temprano, y por canales siempre insospechados, ha de revertir sobre –al menos–algunos terrenos fértiles; por ejemplo, en una inesperada pero posible y deseable interacción con algunos miembros, más o menos numerosos, de su comunidad. Es nuestra vía de resistencia, nada desdeñable.

No resulta demasiado fantasioso, en efecto, concebir que entre cien personas haya una que tenga en latencia el don de sentir, por ejemplo, alguna mañana, la extrañeza de que esa planta o esos escalones que están a la puerta de su casa, y que habrá visto miles de veces, se le aparezcan como si los viera por primera vez: en otras palabras, como si el mundo estuviera recién amanecido. Tal extrañeza, tal capacidad de asombro o de inocencia, es la experiencia poética (expresión que prefiero a la de "poesía", ya que ésta sería, así designada, una suerte de entelequia indefinida e indefinible que confiere un aparente prestigio pero nos aleja del común de los mortales; por otro lado, su uso está tan extendido que sirve para nombrar los fenómenos más dispares, como un atardecer o un sentimiento o la belleza de una mujer, Becquer dixit). Experiencia que no muchos podrán ni querrán traducir en su correlato objetivo, el poema, pero que sí muchos son y serán capaces de sentir o de intuir en un momento privilegiado, único, epifánico.

Entonces, y en la convicción de que todo poema es un cuerpo vivo –diría, el enigma de un cuerpo fracturado– prefiero adherir a la fe de que el oficio de poeta, ese oficio absurdo pero obligatorio, seguirá convocando a quienes, como nosotros, no podrían concebir la vida sin este gesto obstinado, acaso utópico e inútil las más de las veces, pero a no dudarlo imprescindible. Que busca cuidar y preservar la facultad que constituye la propia condición humana: el lenguaje y la capacidad de simbolizar; es decir, velar por nuestro propio futuro en tanto humanidad. Aunque suene a pretensión desmesurada, y lo sea.

Poema, cuerpo actuante que jadea, transpira, comete tics y humores, que nace de si mismo y se alimenta de cuanto ha hecho el ser humano desde los tiempos antiguos hasta hoy pero sólo para alcanzar, en cada uno, esa voz propia sin la cual nada es auténtico. Deseo apostar, pese al pesimismo de las líneas iniciales, a que por décadas y décadas y cualesquiera sean los soportes técnicos en los que el poema se inscriba, siempre habrá una legión de seres que hablen la "lengua extranjera" del poema, sin demagogia pero con el afán de dar otro sentido, de alguna forma, a los anhelos de su tribu. Y que muchas mujeres y hombres se interesen por su tarea, a veces delirante y siempre fervorosa.


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