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23 de enero de 2017

Existencialismo, Witold Gombrowicz


Lunes, 5 de mayo de 1969

Existencialismo, Witold Gombrowicz

El existencialismo es la subjetividad.
Personalmente, soy muy subjetivo y me parece que esta actitud corresponde a lo real.
El hombre subjetivo es el hombre concreto.
No un concepto del hombre, sino Pedro o Pablo, pues el concepto del hombre no
existe, dice Kierkegaard.
A causa de ello, al existencialismo le resulta monstruosamente difícil hacer
razonamientos, pues los razonamientos se basan en conceptos y sólo gracias a la traición
de Heidegger, que se adueñó del método fenomenológico, puede hablarse [frase
incompleta].
El existencialista es un hombre subjetivo, libre. Tiene lo que se llama la libre
voluntad, al contrario de un hombre visto desde el exterior científico, siempre sometido a
la causalidad, como un mecanismo.
Esta atrevida tesis de que el hombre es libre parece absolutamente insensata en un
mundo en que todo es causa y efecto. Se apoya en una sensación elemental: somos libres y
no hay medio de convencerme de que si muevo la mano izquierda no es porque yo quiero.
No es fácil precisar en qué se funda esta posibilidad de libertad.
Supongo que está fundada en una diferencia de tiempo. El tiempo del hombre no es
el pasado sino el futuro. Si se hace algo, no es a causa sino para. «Leo para acordarme
de», etcétera.
Si se trata del pasado, estamos ante la causalidad; en el porvenir, en la existencia del
hombre, nos las tenemos que ver con el futuro.
Podemos decir, más profundamente, que en nuestra conciencia se encuentra la misma
ruptura interior que se revela, por ejemplo, en la física.
El hombre, este Ser para sí, está dividido en dos (con una abertura). Es en esta nada,
en este vacío (esta abertura), donde se introduce la noción de libertad. La libertad tiene un
papel enorme en Sartre porque es el fundamento de su sistema moral.
Sartre es un moralista y es curioso que en la filosofía francesa se produzca de nuevo
la misma desviación observada por Husserl en Descartes.
Descartes, de una forma categórica en extremo, reduce el pensamiento a la sola
descripción de la conciencia, pero de repente, aterrado ante la aniquilación de Dios y del
mundo, se traiciona a si mismo. Reconoce la existencia de Dios. Y de inmediato deduce de
la existencia de Dios la existencia del mundo.
Pues bien, en el caso de Sartre nos las tenemos que ver, a mi juicio, con la misma
cobardía. En El ser y la nada hay hasta unas quince páginas en las que Sartre hace
esfuerzos dramáticos para fundar lógicamente un fenómeno que parece por completo
evidente: la existencia de otro hombre distinto de «mí». Por ejemplo, el fenómeno de la
existencia de Witold es el mismo que el de una silla.
Sartre analiza todos los sistemas: Kant, Hegel, Husserl; y demuestra que ninguno de
éstos tiene posibilidad alguna de reconocer al otro. ¿Por qué? Porque ser hombre es ser
sujeto. Es tener una conciencia que reconoce todo lo demás como objeto. Si yo admitiera
que Witold tiene también una conciencia, entonces, yo soy por fuerza un objeto para
Witold, que es el sujeto. Es imposible ser a la vez sujeto y objeto.
Ahora bien, aquí es donde Sartre se asustó. Su moral tan extremadamente
desarrollada se niega a admitir que no haya otros hombres porque, si el otro es objeto, ya
no hay deberes morales.
Sartre, siempre desgarrado entre el marxismo (científico) y el existencialismo (lo
contrario) se asustó igual que Descartes. Declaró simple y honestamente que, aunque sea
imposible reconocer la existencia del prójimo, no hay más remedio que reconocerla como
una evidencia que salta a la vista. Aquí naufraga de forma dramática toda la filosofía de
Sartre, todas sus posibilidades creadoras, y este hombre, dotado de un genio
extraordinario, se convierte en un simple bonachón (marxismo-existencialismo) que, en el
fondo está obligado a hacer una filosofía de concesiones. Su pensamiento se convierte en
un compromiso entre el marxismo y el existencialismo. Y a partir de ese momento, cada
uno de sus libros se convierte en la base de un sistema moral en que todo sirve para
sostener una tesis ya concebida de antemano. Ahora bien, la base de este sistema moral es
la famosa libertad sartriana.
Dice: «Soy libre, me siento libre». Por tanto, tengo siempre la posibilidad de elegir.
Esta elección es limitada porque el hombre está siempre en una situación y puede elegir
solamente dentro de esa situación. Ejemplo: puedo quedarme en la cama o ponerme a
caminar, pero no puedo elegir volar, porque no tengo alas. Existe la libre elección de
aquello acerca de lo cual el hombre es responsable. Si me niego a escoger entre dos
posibilidades, ésta es también una manera de elegir la tercera actitud. «Si no se quiere
escoger entre el comunismo y el anticomunismo, existe la neutralidad». Sartre dice
también que el hombre es creador de valores. Se trata de la consecuencia directa de un
ateísmo obstinado, el más consecuente de toda la filosofía.
Esta es la situación: dado que hemos perdido la noción de Dios, convirtámonos
entonces, nosotros mismos, a causa de nuestra libertad absoluta, en creadores de valores.
Y, en este sentido, podemos hacer lo que queramos. Ejemplo: si ésta es mi elección, puede
parecerme bien el hecho de asesinar a X o de no asesinarle. Las dos Posibilidades existen,
pero, al elegirlas, me elijo a mí mismo como asesino o no.
Aquí creo reconocer en la filosofía un exceso de intelectualismo y la decadencia (el
debilitamiento) de la sensibilidad. Los filósofos, salvo Schopenhauer, parecen personas
cómodamente sentadas en sus poltronas y que tratan del dolor con un desprecio
absolutamente olímpico, desprecio que desaparecerá cuando vayan al dentista y
comiencen a gritar: «¡Ay!, ¡ay, doctor!». Con su desdén teórico hacia el dolor, Sartre
declara que para un hombre que elija el dolor como un bien la tortura puede convertirse en
un placer celestial. Esta afirmación me parece muy dudosa y muy propia de la burguesía
francesa que, por fortuna, ha estado preservada desde hace mucho tiempo de grandes
dolores. A pesar de la afirmación sartriana de que la libertad está limitada por la situación
y por la llamada «facticidad» (el hecho, por ejemplo, de que tengamos un cuerpo, que
seamos un hecho, un fenómeno en el mundo), a pesar de todas estas limitaciones, Sartre
va demasiado lejos.
El hombre existencial es concreto, único, hecho de nada, por tanto, libre.
Está condenado a la libertad y puede elegirse. ¿Qué sucede si elegimos por ejemplo
la frivolidad y no la autenticidad; la falsedad y no la verdad? Como no hay infierno, no
hay castigo. Desde el punto de vista existencial, el único castigo es que este hombre no
tiene una existencia verdadera. Por tanto, no es un existente. He aquí un juego de palabras,
tanto de Heidegger como de Sartre, del que sin duda se burlará quien haya elegido la
supuesta no existencia.
¿Qué porvenir tiene el existencialismo?
Muy grande.
No creo en los juicios superficiales, según los cuales el existencialismo es una moda.
El existencialismo es la consecuencia de un hecho fundamental: la ruptura interior de la
conciencia, que se manifiesta no sólo en las cualidades fundamentales del hombre sino
que —algo extremadamente curioso— es evidente, por ejemplo, en la física, en la que hay
dos medios de concebir la realidad:
—corpuscular
—ondulatorio
Ejemplo: teorías de la luz.
Ahora bien, ambas teorías son justas, como demuestra la experiencia, pero son
contradictorias. Hallamos el mismo fenómeno en la noción de la física referida a los
electrones, en la que hay dos maneras de concebirlos, que son, ambas, justas y
contradictorias. Asimismo, en mi opinión, el hombre está dividido entre lo subjetivo y lo
objetivo de una manera irremediable y para toda la eternidad. Es una especie de llaga que
tenemos, de la que es imposible curarnos y de la que somos cada vez más conscientes.
Dentro de unos años, será aún más «sangrante», pues no hará sino aumentar con la
evolución de la conciencia.
La profunda verdad de la dialéctica de Hegel (tesis-síntesis) aparece aquí. En estas
condiciones es imposible exigir al hombre que sea armonioso, que pueda resolver nada de
nada. Impotencia fundamental.
Ninguna solución.
A la luz de estas reflexiones, la literatura que considera que puede arreglarse el
mundo es la cosa más idiota que imaginarse pueda.
Un pobre escritor que se crea dueño de la realidad es una ridiculez. ¡Ay, ay, ay! ¡Huf!


Witold Gombrowicz de CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

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