Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán
Prólogo: El idioma de Spencer Holst
Ahora que lo pienso, la perfecta introducción a este
pequeño gran libro no debería sobrepasar la longitud de las más breves
ficciones aquí contenidas. Aun así, ¿cómo limitarse a una simple enumeración de
adjetivos entusiastas? ¿cómo evitar la tentación de escribir un poco más acerca
de El idioma de los gatos después de haber conversado tanto acerca de El idioma
de los gatos, después de haber leído tantas veces El idioma de los gatos?
Pequeños párrafos entonces; ideas sueltas perseguidas y atrapadas. Para definir
un pequeño gran libro llamado El idioma de los gatos y un escritor llamado
Spencer Holst.
Por ejemplo, si
Spencer Holst escribiera la historia de este libro, la historia de este libro
sería más o menos así: Había una vez —casi todos los relatos de este libro
empiezan con un Había una vez... o un Hubo una vez...— un libro llamado El
idioma de los gatos que se publicó en su idioma original, en Estados Unidos, en
un año que respondía al nombre de 1971. Al año siguiente —un año que respondía
al nombre 1972— en un raro y agradecible gesto de audacia, un editor llamado
Daniel Divinsky lo hizo traducir por un escritor llamado Ernesto Schóo para
publicarlo en una editorial llamada De la Flor en un país llamado Argentina. La
primera edición del libro tardó más de veinte años en agotarse y —sin embargo—
fue un éxito fulminante. Se entiende por éxito el hecho de que cada persona que
leía ese libro se convertía en una persona más feliz, más creyente en los
poderes mágicos y terapéuticos de la literatura. El idioma de los gatos se
convirtió en uno de esos contados libros sobre los que se jura, un libro muy
popular entre escritores o entre personas que querían ser escritores cuando
fueran grandes. A veces, unos y otros se cruzaban en la calle, en una fiesta, y
—con acento conspirador y modales de contraseña— se preguntaban unos a otros si
habían leído El idioma de los gatos. Si la respuesta era afirmativa,
inmediatamente se enumeraban sus tramas como perlas en un collar: el gato
cazador de cebras, la comedora de uñas, el murciélago rubio, el desdichado
monstruo de la calle Monroe, el hombre que siempre estaba deseando... Se
conversaba sobre El idioma de los gatos más de lo que se demoraba en leer El
idioma de los gatos. Se sonreían sus palabras y sus personajes. Se teorizaba
sobre el paradero y la vida de Spencer Holst. Se fabulaba la idea de alquilar
un avión, ir a buscarlo a Nueva York y organizar un desfile en su honor por la
Quinta Avenida. Finalmente, cada uno volvía a su casa, prendía las luces, iba
hasta su biblioteca y se sentaba a leer una vez más El idioma de los gatos.
Un crítico norteamericano escribió que los cuentos de
Spencer Holst estaban destinados a durar para siempre. Tenía razón. Las
historias contenidas en El idioma de los gatos son inmortales en su facultad de
regenerarse una y otra vez, de parecer siempre diferentes, de cambiar con las
estaciones y con la edad con que se las lee. El idioma de los gatos es, sí, un
clásico. Y esta es la segunda edición argentina —más de veinte años después— de
El idioma de los gatos.
Las ganas de
volver a leer El idioma de los gatos no demoran en traducirse en las ganas de
seguir escribiendo sobre El idioma de los gatos.
Leí por primera vez El idioma de los gatos en otro país,
en Venezuela, lejos.
Me lo regaló Daniel Divinsky.
Eso fue en 1976, creo.
Y todos estábamos en Venezuela porque no estábamos en
Argentina, claro.
Desde entonces tengo ganas de escribir acerca de E/
idioma de los gatos. No pienso desaprovechar esta oportunidad. Voy a escribir
todo lo que tengo para escribir —al menos hasta que vuelva a leer el libro;
mañana, pasado— sobre El idioma de los gatos y sobre Spencer Holst.
Hasta hace poco,
Spencer Holst era un enigma para mí. Algunas noches nada me costaba imaginarlo
como transparente seudónimo de J. D. Salinger.
Pero no; Daniel Divinsky me juró que Spencer Holst
existía y que posiblemente se encontrara con él en un próximo viaje a Nueva
York.
Como en un cuento de Spencer Holst, Daniel Divinsky y yo
coincidimos en esa ciudad el pasado octubre y la posibilidad de conocer a uno
de mis héroes era, de improviso, una posibilidad cierta.
Algo ocurrió, claro. Nos desencontramos.
A la vuelta, Daniel Divinsky me ofreció un cassette con
una conversación con Spencer Holst para la escritura de este prefacio. Después
de pensarlo un poco, decidí no aceptar la oferta para así preservar el enigma y
el conocimiento puro de un autor tan sólo a través de sus textos.
Aún así, me hago sitio aquí para comentar las fotos del
autor que acompañan la edición de The Zebra Storyteller / Collected Stories by
Spencer Holst (Station Hill, 1993, 305 páginas).
No fue fácil encontrar el libro de Spencer Holst.
El libro de Spencer Holst no está en todas las librerías.
No es un libro fácil de encontrar.
Lo encontré —cerca del final del viaje, cerca de la
medianoche— en una librería del barrio universitario.
81st Street, estoy casi seguro.
$ 14.95 más el impuesto.
Superada esa inconfundible emoción que siempre nos asalta
cuando se encuentra aquello que se busca, descubrí que el libro venía con fotos
del autor.
Doce fotos.
Fotos de un señor que desciende de celtas, escandinavos e
indios.
Un señor que debe tener setenta y tantos años pero que
—si se lo observa atentamente— parece no tener edad. Gorra de baseball. Libro
en mano. Inequívoco aspecto de gnomo que sabe contar historias y que —en una
breve noticia biográfica— precisa que “dentro de la geografía de la literatura
siempre sentí que mi obra estaba equidistante entre dos escritores, ambos
nacidos en Ohio: Hart Crane y James Thurber.
Pero mi mujer me dice que no sea tonto, que mis historias
están a mitad de camino entre Hans Christian Andersen y Franz Kafka”.
La mujer de Spencer Holst es pintora, suele ilustrar los
libros de su marido y se llama Beate Wheeler y aparece junto a Spencer Holst en
algunas de las fotos de The Zebra Storyteller.
Spencer Holst pasó varios años contando sus historias de
pie y en voz alta en los cafés literarios de Nueva York.
Alguien que lo escuchó entonces escribió que “no cuesta
demasiado imaginarlo contando historias en las calles de la antigua Roma”.
Después —enseguida— Spencer Holst se hizo relativamente
famoso y ganó varios premios y el aprecio inquebrantable de muchas personas más
famosas que él.
“El más hábil fabulador de nuestro tiempo”, no vaciló en
informar The New York Times, por ejemplo.
De ahí lo que ya escribí al principio: en Nueva York
—como en Buenos Aires, como en Praga— los escritores y las personas que quieren
ser escritores cuando sean grandes se preguntan unos a otros si han leído un
libro llamado El idioma de los gatos de Spencer Holst.
Hay un salón de baile escondido en Versalles donde
anidaron las luciérnagas. Un salón de baile donde se encuentran a bailar los
aforismos con los satoris y los haikus con las epifanías. Ese salón de baile
escondido se llama, sí, El idioma de los gatos.
Mucho antes de que términos como minimalismo o ficción
súbita vinieran a desafinar la gracia de las partituras, Spencer Holst era la
segunda viola de la orquesta del salón de baile escondido. Nadie lo explicó
mejor que John Cage cuando escribió que: “Estas historias fueron escritas
ejecutando la máquina de escribir. Su autor es un mago; lo que significa que
uno puede leer una historia, puede saberla de memoria, puede haber visto cómo
se la escribía... pero aún así no comprender cómo se lo consiguió. Y la máquina
de escribir que el autor utiliza es una máquina de escribir común y corriente”.
Es cierto.
Pero el misterio de El idioma de los gatos —a pesar del
resplandor que encandila— es un misterio generoso.
No creo —no puedo recordar ahora— que haya libros más
claros y didácticos a la hora de señalar los resortes que mueven a una
historia, explicar los diferentes bloques que construyen una trama, ofrecer las
instrucciones precisas a la hora de ordenar el ritmo cardíaco y cerebral de una
historia.
Está todo aquí —trucos, astucias, consejos— en frases
como “Tal es la función del cuentista” o “La pornografía no tiene ningún lugar
de ninguna clase en la literatura”; o “Pero, como autor, tengo ciertos poderes”
o en los perfectos y emocionantes finales de “El asesino de Papá Noel” y de “El
copista de música”; o —sobre todo— en la oración que cierra la magistral
“Historia de confesiones verdaderas” donde puede leerse aquello de “¡Ah! ¡Qué
gran cosa es ser artista!”.
Tiene razón.
Exactamente.
Mi gratitud como
lector y escritor hacia este libro y su autor es infinita.
Todas y cada una de las veces que sostuve El idioma de
los gatos en mis manos me sentí privilegiado miembro de una secta y —como todo
poseedor de un secreto— en más de una oportunidad me pregunté si no estaba bien
que así fuera; que no fueran muchos los que conocieran la existencia de Spencer
Holst.
El paso del tiempo —me dicen— nos vuelve más generosos y
por eso le pedí a Daniel Divinsky primero la autorización para reproducir
varios de estos cuentos y predicar la Buena Nueva en las páginas veraniegas de
un diario y —cuando supe de la reedición de El idioma de los gatos— el honor de
aportar estas líneas desordenadas por la felicidad y el entusiasmo.
Podría seguir maullando varias páginas más sobre El
idioma de los gatos pero —lo de antes, la necedad de no compartir las palabras
mágicas— estaría cometiendo una injusticia y pecando de egoísta al postergar el
encuentro de los lectores con las maravillas que aguardan al otro lado de esta
puerta.
Un último comentario entonces, una intuición final.
Uno de los mejores relatos de El idioma de los gatos
apuesta a un tan hipotético como impostergable encuentro entre Mona Lisa y Buda
“allá arriba, en el cielo”. Mona Lisa entra por un extremo de una sala en la
que cuelgan muchas cortinas ondulantes y Buda entra por el otro extremo de la
sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes. Se encuentran en el centro
exacto del lugar y —concluye Spencer Holst— “se sonrieron”.
Lo que Spencer Holst no aclara —tal vez por humildad, tal
vez por no saberlo— es el verdadero motivo detrás de esas sonrisas. Yo —como el
narrador de “El asesino de Papá Noel”— conozco a la perfección el motivo detrás
de las sonrisas de Mona Lisa y Buda.
Oh, no tengo ninguna prueba, pero es precisamente por eso
que estoy tan seguro de que lo sé. Mona Lisa y Buda acaban de leer —no hace
falta aclarar que no es la primera vez que lo leen— un libro llamado El idioma
de los gatos escrito por alguien llamado Spencer Holst.
Por eso sonríen.
Por eso van a sonreír ustedes.
Bienvenidos al cielo
Rodrigo Fresán
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